Por Mons. Martin Dávila Gandara
La idea de estos escritos es fomentar y dar la armas necesarias en el combate y la victoria de la pureza, y para ello es importante hacer notar que: ¡La castidad es una valentía! Y que a la ¡Virtud se le debe de mirar como un combate!
Las Sagradas Escrituras, esta llena de exhortación a la valentía y al combate: “Salgan al campo los jóvenes y peleen” (II Rey., II, 14); “La vida del hombre sobre la tierra es una perpetua guerra” (Job, VII, 1); “Lucha por tu alma y combate hasta la muerte” (Ecl., IV, 33); “Se buen soldado de Cristo Jesús” (II, Tim., II, 3); “Combate el buen combate” (II, Tim., IV, 7); “Esgrime la espada a diestro y siniestro” (II,Cor.,VI,7).
San Pablo, tan aficionado a este buen combate, ha descrito pieza por pieza el equipo del valiente soldado: “Revestíos de la armadura de Dios para poder resistir en día aciago y sosteneros apercibidos en todo. Estad, pues, a pie firme ceñidos vuestros lomos con el cíngulo de la verdad y armados de la coraza de la justicia, embrazad en los encuentros el broquel de la fe con que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno espíritu. Tomad también el yelmo de la salud, y empuñad la espada del espíritu” (Efes., VI, 13).
A la virtud se le debe de mirar como un combate, preparemos nuestra alma para luchar, ya que la castidad es un estado militante. Nos dice Jesucristo: “Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra”.
A muchos cristianos también se les puede aplicar lo que San Pablo decía a los pecadores no ganados todavía para el Evangelio: “Yo por mí soy carnal, no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco, y en esto no tanto soy yo, sino el pecado que habita en mí, es decir, en mi carne; pues, aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo cómo cumplirla. Por cuanto no hago el bien que quiero, antes el mal que no quiero, sino el pecado que habita en mí… Me complazco en la ley de Dios, según el hombre interior, más hecho de ver otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me hace cautivo de la ley del pecado que esta en mis miembros. ¡Malaventurado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom., VII, 14 y sig.)
La palabra expresiva de continencia nos indica ya que hay que hacerse violencia para reprimir las tendencias depravadas. El Padre Vermeersch dice: “La mayor parte de los hombres, aun los de puras costumbres, tienen que luchar contra la propensión natural a la lujuria” (De Castitate, p. 86, n. 93).
Decía Guibert en la Pureté, p. 9: “Por regla general, la castidad es un verdadero triunfo. Salvo raras excepciones, en el ser humano se libran rudos combates entre la razón y los sentidos, el confesar que se es tentado es simplemente confesar que se es hombre”
EL QUE AMA EL PELIGRO
El pecado de la impureza es el enemigo de nuestra alma. Con el enemigo se evita no sólo una alianza, sino un compromiso. Durante la guerra no se cruzan saludos y palabras con el enemigo. Con mayor razón no se han de cruzar entre el alma y el pecado. Sería propio de idiotas andar en coqueteos con el demonio.
Se sabe que el pecado impuro es tentador. ¿Para qué buscarle? Es como querer jugar con navajas de afeitar, ya sabe que corre el riego de cortarse, o el que juega con fuego, se puede quemar. Es por eso que dice La S. Escritura: “El que ama el peligro, perecerá en él” (Ecli., III, 24).
Si, si sabemos que la S. Escritura tiene razón: El que ama el peligro perecerá en él. Por lo mismo tenemos que alejarnos de las ocasiones o peligros, ya sea individuales o generales que nos pueden llevar a pecar.
LA DERROTA
¡La derrota! ¡Palabra amarga! Hemos visto a través de la historia luchas encarnizadas de diferentes naciones para conservar su libertad e independencia. Pero el joven dominado por el vicio impuro ha perdido su independencia, y ha caído derrotado, a diferencia de esos jóvenes que han luchado por la independencia de sus patrias.
Estos jóvenes vencidos por el vicio inmundo siempre van con la frente baja, ya que han entregado sus armas por cobardía al más despreciable de los vencedores, al demonio, a quien Nuestro Señor llama en el Evangelio “homicida desde el principio”
EL VICIO ES TRISTE
Es triste por su misma naturaleza. Véase por qué: “El hombre vicioso pide al placer que responda, no ya a la necesidad limitada de los órganos, como el animal, sino a la sed infinita de su corazón. Si da todo, es para recibir todo, y así a medida que se entrega más a la pasión, le pide una ración siempre creciente de placer, hasta lo infinito. Pero, fatalmente también, a medida que la pasión se exaspera, da una ración cada vez menor. Porque, si la idea ahonda cada vez más el abismo insondable de nuestro corazón, los órganos, al contrario, siendo materiales, están sujetos, como toda materia, al límite y al desgate. Se debilitan; su actividad se va perdiendo, sobre todo cuando el vicio los sobrecarga y los desequilibra. El placer poco a poco se agota”.
El desmayo carnal no es la dicha, sino una ilusión muy breve de dicha. La exaltación es tan rápida, que el placer está menos en el relámpago de la misma satisfacción. Después, inmediatamente viene el hastío, el pecado con sus consecuencias, que es esencialmente enojoso y monótono.
En fin, lo que sigue es el remordimiento y las lamentaciones diciéndose a sí mismo: “¿Y no es más que esto? ¡Otra vez he cedido! ¡Se acabó! ¡Qué dicha perdida! Y ¿qué me queda ya? Una depresión física y moral, tal vez un embotamiento sensual. ¡Siempre engañado, y siempre a lo mismo! Estoy descontento de los demás, porque estoy descontento de mí. Todo esto contribuye al fastidio y a la tristeza”.
Dice S. Tomás: El pecado tiene que engendrar la tristeza, porque “un ser consciente, puesto fuera de su lugar, sufre siempre”. El vicioso es un irregular, que se ha puesto voluntariamente al margen del deber. Es un descentrado, un desorientado.
San Agustín, antes de ser santo sabe muy bien expresar toda la tristeza que produce el vicio de la impureza. Ya que durante 17 años experimentó los placeres prohibidos. Lo cual nos cuenta en su libro de sus “Confesiones”: ¡Vos, Señor, sabías lo que yo sufría! ¡Qué desgraciado era! La costumbre de querer hartar la insaciable concupiscencia me desgarraba cruelmente. ¡Qué tormentos los míos y qué gemidos! Mi corazón estaba inundado de inmensa tristeza. Señor, has hecho nuestro corazón para Ti, y está inquieto hasta que descanse en Ti.
El mismo S. Agustín había oído la voz que le decía: Toma, lee. Tomó el libro, y leyó este pasaje de San Pablo: “Andemos con decencia y honestidad, como se suele andar durante el día, no en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones…, más revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no busquéis cómo contentar los antojos de vuestra sensualidad”. (Rom., XIII, 3).
LAS EXCUSAS DE LOS DERROTISTAS
La cobardía, durante una guerra, está representada por diferentes tipos: emboscados, fugitivos, derrotistas. Como al tiempo conocen, con el poco corazón que les queda, que no es glorioso lo que hacen, intentan algunas excusas. ¡pretextos andrajosos y sucios!
El combate de la pureza también tiene sus emboscados, sus desertores, sus derrotistas. Y también balbucean excusas como: “Es que los demás lo hacen, porque yo no”; “La moral del placer (hedonismo) todo lo que cause placer es bueno así que lo debo de hacer”; “Pocos jóvenes son castos, porque lo voy hacer yo”.
“El placer por placer en que esta mal”; “Dios autoriza el matrimonio, así puedo hacer lo que quiera en él”; “El mundo admite el amor libre, y yo voy a seguir lo que el mundo diga”; “Hay que gozar la juventud”; “Usted no entiende”; “Quiero conocerlo todo por mí mismo”; “Yo no soy un niño”; “Nadie sabrá nada”; “¡Son pequeñeces!”; “Quiero ser libre”; “Tengo derecho a la felicidad”; “Es imposible ser casto”; “Más tarde seré casto”; “La continencia daña la salud” etc., etc.
PARA REPARAR LA DERROTA
Un vencedor puede haber tenido descalabros pasajeros. ¡Pero no ha rendido las armas! En el combate de la castidad vale mucho el conservar intacta la confianza.
¿Cuál es el mayor peligro para el que ha experimentado numerosas caídas en el vicio de la impureza? Es el desaliento y la falta de confianza, que lo hace exclamar: “ya es demasiado tarde”; “He procurado levantarme y he vuelto a caer”; “Después de tal retiro o tal confesión me he mantenido firme tres semanas, un mes. Luego otra vez el vicio me ha vencido” y desesperado se ha dicho: “¡Oh, qué fuerza tiene el vicio! Ya no debo de pensar más en resurgir. Tal vez el confesor me anime; ¿qué se va hacer, si ese es su oficio? Pero reconozco que la enmienda es imposible”.
Sería algo terrible el dejarse llevar por las palabras “no puedo más” típicas de las las almas cansadas de las que habla Dante en su purgatorio. (X. terc. 44-47): “Antes había dicho: imposible ser casto. Ahora dices: imposible volver a ser casto”.
Ante estas excusas y desalientos de lo imposible que resulta guardar la castidad, no debe de caerse en la desesperación, al contrario se debe de pensar, que no estamos solos; y por eso debemos de pedir el socorro de Dios, de rodillas, como los pequeños.
Nos levantaremos fuertes, diciendo con San Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”. Y por lo mismo, se debe de desterrar completamente la palabra “imposible” ya que si esta objeción fuera del todo consciente, sería una verdadera blasfemia.
Pues, acaso ¿Va Dios a cometer la atroz injusticia de exigir un deber que sobrepuja nuestras fuerzas? No, de ninguna manera. Como dice San Pablo: “Fiel es Dios, que no permitirá que seamos tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros”.(I Cor., X, 13).
Continua S. Pablo: “¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Será la tribulación, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución? En medio de todas estas cosas triunfaremos por virtud de Aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza o violencia, ni todo lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni otra ninguna criatura podrán jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en Jesucristo nuestro Señor” (Rom., VIII, 35 y sig.).
La palabra imposible no es cristiana. Ya que ¡Dios no ha hecho, no ha podido hacer que el levantarse después del pecado sea una cosa impracticable!
Además, es evidente el adagio filosófico: si una cosa existe, es la mejor prueba de que es posible. Ahora bien, se da el resurgimiento moral. Para ello, debemos de leer el libro de las Confesiones de San Agustín, y la vida de Santa María Magdalena.
¡Cuantos se han visto libres de sus miserias, a veces de sus abominaciones, y han logrado rehacer un alma hermosa! Ya que, hay puros y purificados.
¿Crees por ventura que eres la primera persona del mundo a quien le ha ocurrido esta desgracia? ¡Hay cientos y cientos castos, que no lo han sido siempre!
En la Iglesia se cuentan los preservados, pero también los rescatados; los heridos y también los cicatrizados. Poseemos por la gracia de Dios una voluntad y una fuerza de restauración, de refundición, cuya importancia no sospechamos.
O sea, la aplicación de la voluntad, que no es el hecho de repetir “quiero”, apretando los dientes y los puños, sino el ejercicio cotidiano, insistente, fijo, que lleva al mismo punto, que son la asiduidad y la atención.
La primera victoria del enfermo (o del vencido) debe ser la esperanza, esta esta en un estado latente, que hay que excitar y despertar.
La esperanza y la confianza bien trabajadas hacen que sujetos, cuya incapacidad es ya antigua, recobren un alma valiente. ¡Animo, Pues!
“La castidad -dice el Dr. Hyrtl, de Viena- es difícil. Deja de serlo a medida que se observa” ¿Por qué? Porque en el mundo moral, como en el físico, se verifica la teoría de Lavoisier: “Nada se crea, nada se pierde”.
Así el triunfar contra la impureza no se crea o se obtiene de repente; siempre queda algo de la caída. Así en cada victoria deben de estar interesadas las siguientes, haciendo notar y dándole la importancia especial a los primeros éxitos. Alejando la asociación de imágenes entre tentación impura y caída. Pues bien, esta soldadura se debe de romper para obtener, la disociación, teniendo conciencia de que es prácticamente posible el ser vencedor.
Para ello tenemos dos ejemplos de este principio: En la escuela de aviación, cuando un piloto ha tenido un accidente al aterrizar, se le obliga, si está en situación de hacerlo, a comenzar de nuevo la misma maniobra. El fin es, cortar desde el principio la asociación de imágenes que se establecerían en un temperamento impresionable, entre ese ejercicio y ese accidente.
Hasta en el domesticar a los animales se emplea la misma disciplina. Cuando un caballo se espanta junto a un paso peligroso o delante de un obstáculo, se le obliga a pasar enseguida por él, sin lo cual se formaría en su memoria (pues lo animales tienen como nosotros memoria sensitiva) una asociación de imágenes entre ese lugar y el susto que le hace encabritarse.
¿Por qué no anotar este resultado? “Hoy he resistido, resistiré mañana”. Conservando así la prueba escrita de la generosidad, entrando así la convicción.
Porque no escribir también: Yo saldré con mi esfuerzo y con la ayuda de Dios de mis miserias y mis pecados. Yo quiero, porque Dios lo quiere.
Antes teníamos la convicción de la derrota contra este vicio, ahora debemos sustituirla con la convicción contraria de la victoria, por lo mismo debemos clavarnos y grabarnos en la cabeza una idea fija de la victoria, que desalojará la del vicio, así como se dice, un clavo saca otro clavo. Todo esta en comenzar.
Tenemos el ejemplo de cómo se curaba a los enfermos psíquicos, en algunos sanatorios después de la Segunda Guerra Mundial. Estos enfermos algunos tenían neurosis de guerra o una conmoción emotiva, que se imaginaban estar paralíticos, en realidad, sólo tenían una imperceptible incapacidad y autogestión de impotencia. Pero era tal la reacción de lo psíquico sobre lo físico, que el interesado se queda efectivamente paralítico.
Para curarlo se ponía al enfermo delante de una mesa en la que había lo que a él más le gustaba. Algunos les gustaba el licor, o otros el tabaco o los dulces, ante los cuales su libre albedrío se deja llevar a la deriva. Al darse cuenta el Doctor del punto flaco del enfermo, le va poniendo cerca, muy cerca lo que le gusta al enfermo, aun centímetro de la mano.
¡Ustedes se podrán imaginar la escena! El enfermo pensaba: ¡Qué desgracia, el estar paralítico! ¡Y no poder tomar esa golosina que tanto me gusta! Pero sentía tantas ganas, que llegaba a hacer el esfuerzo de aquel único centímetro, y a tomar lo que deseaba. ¡El haber salvado ese espacio de un centímetro, es enorme!
Al día siguiente se le separaba el objeto dos centímetros. El mismo desaliento al principio, pero al fin se lograba el resultado. No hay que discurrir mucho para adivinar lo que sigue: el objeto colocado sucesivamente a tres, diez, veinte centímetros, siempre termina por ser tomado. El seudo-paralítico está curado.
Cuando se trata de la virtud, y sobre todo de la castidad, ¡cuántos semi-paralíticos habrá! Dirá alguno no puedo andar por el camino de la generosidad. Tengo parálisis. Para ello se tiene que hacer un esfuerzo inicial, y si se comprende bien la verdad del dicho: ya que la mitad del camino es salir de casa.
El que se pueda conseguir el fin inmediatamente, va a depender de la persona. Ya que la voluntad, con la ayuda de la gracia, puede renunciar radicalmente y definitivamente aún a los hábitos más inveterados.
Otras veces la enmienda será progresiva. “La voluntad debe conquistarse en la naturaleza, muelle y movediza, así como el país de Holanda ha conquistado su territorio sobre el mar, palmo a palmo y día tras día”.
Aquí el verdadero valor es la paciencia. Y todos tienen necesidad de ella: el santo, el sabio, el genio, el prisionero, el soldado.
Decía San Francisco de Sales: El santo debe de tener paciencia con muchas personas, pero con ninguna más que consigo mismo.
Se le preguntaba a Newton como había hallado la ley de la atracción o gravedad universal. Respondió: Pensando siempre en ella. Ya que el genio es “una larga paciencia”.
Lo importante para obtener la victoria en contra de la impureza, es no perder la confianza. Y si se pierde es porque se mira demasiado lejos. Muchos piensan, se desaniman y pierden la confianza diciendo: “¡Qué! ¿He de tener que luchar por la pureza mañana, y pasado mañana, y la semana siguiente, y el otro mes, y cada año, y siempre?”
Nada desalienta tanto como el contar todas las dificultades de lo porvenir. ¡No seamos demasiados previsores! Las dificultades no las hemos de tener, si no poco a poco, y con la gracia de estado correspondiente.
Atendamos el consejo de Nuestro Señor Jesucristo: le bastaba al día con su trabajo; seamos puros día por día, busquemos tener castidad de 24 horas. Mañana nos propondremos de nuevo una nueva castidad de 24 horas. Dividamos la dificultad y pronto seremos vencedores.
Hasta aquí, la primera parte sobre este escrito, para el siguiente, vamos a abordar las estrategias de la defensa en la lucha y el combate de la pureza.
Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “El Combate de la Pureza” de P. G. Hoornaert S.J.
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