VI
LAS TRES ESTACIONES
Cuaresma. Estamos en la entrada de un tiempo santo y serio. Llegó la Cuaresma con sus gracias y bendiciones. Millares de hombres, el gigantesca procesión, han desfilado en el decurso de los siglos, ante la cruz del Salvador. Muchos de ellos miraron a lo alto del Gólgota con fe, lleno de arrepentimiento el corazón, y al fijar los ojos en el Crucificado, sanaron de la terrible mordedura de la serpiente infernal. Muchos otros, sin embargo, perseveran en la incredulidad y en el pecado, sin amar al Amor crucificado, y por eso se perderán por toda la eternidad.
¿Y nosotros, hermanos en Cristo, como nos portamos con el divino Salvador? Todos, desde que nacemos, nos hallamos llagados del alma, el veneno del pecado original corre por nuestras venas, dilúyese en nuestra sangre, debilita nuestro corazón y lo inclina hacia el pecado. ¡Cuán terrible fue el efecto de ese veneno en los días de carnaval! ¡Cuántas víctimas ha causado moralmente! ¡Cuán necesario es ahora el tiempo de Cuaresma! ¡Bienvenido, pues, mil veces bienvenido, oh tiempo de gracia y de perdón! ¡Tú arrancarás al pueblo de los brazos del placer y del pecado, para conducirlo a los pies de la Cruz, ante el moribundo Salvador! ¡Tú repararás los crímenes de los pasados días!
A fin de que nos sea provechoso este tiempo de Cuaresma, hablaremos del pecado y de su reparación.
Escenario y circunstancias. Cerca de Jerusalén hay un terreno estéril, llamado desierto de Judea. Por un lado se levantan las montañas de Moab, por el opuesto se extienden las bituminosas aguas del Mar Muerto. En medio, entre las montañas y el mar, se extiende una llanura desierta e inhospitalaria, sembrada de rocas y de restos de cráteres extintos. Allá condujo el Espíritu Santo a nuestro salvador. “Jesús fue conducido del espíritu al desierto” (Mat. 4: 1). Este es el primer paso que el Mesías da en su vida pública. Cuarenta días y cuarenta noches pasa Jesús en esta soledad, en oración, vigilia y ayuno. ¿Para qué? El evangelio nos da la principal razón: “Para que fuese tentado por el diablo” (Ibid.). Allá el Salvador del mundo debía entrar en combate con el príncipe de las tinieblas. Esta lucha fue un modelo para todos los tiempos. San Pablo nos dice en su epístola a los Hebreos: “Habiendo (Jesús) experimentado todas las tentaciones, a excepción del pecado, por razón de la semejanza” (4: 15). Lo que Jesús luchó y sufrió en su naturaleza humana se repite en cada uno de los por Él redimidos. Todos luchamos por el combate de la vida. Cristo es nuestro jefe y porta estandarte; nosotros somos sus soldados. De Él hemos de aprender a pelear y a vencer. “Bienaventurado el hombre que vence la tentación” (Sant. 1: 12).
Tres son los enemigos que nos asaltan: nuestra propia naturaleza corrompida, el mundo con sus perversos ejemplos, el demonio con sus auxiliares.
1ª tentación: DE NUESTRA NATURALEZA HUMANA CORROMPIDA.
El primer hombre fue colocado por Dios en el paraíso; pero expulsado del jardín de las delicias por el pecado, andaba errante por el desierto del mundo, como oveja descarriada. En la plenitud de los tiempos, vino Jesucristo, el segundo Adán, y, como buen pastor, corrió en pos de la oveja perdida.
¡Qué significativas son las palabras con que San Marcos describe la situación de Jesús en el desierto!: “Y moraba entre las fieras” (1: 13). Este único rasgo descubre a los ojos de la fe un vasto campo de importantes verdades. “Moraba entre las fieras”. En realidad, ¡qué cuadro tan horrible! ¡que compañía para el Hijo de Dios! ¡Qué diferentes los tiempos del paraíso, cuando los animales se aproximaban a Adán, para que les llamara por sus nombres! En el desierto se nos muestra Jesús como el segundo Adán, cuya misión era reparar el pecado de nuestros primeros padres. Habitaba entre las fieras. Aún hoy vale esta palabra para cada uno de nosotros. ¿No son acaso estas fieras las pasiones del hombre, que a veces se levantan terribles y amenazadoras? El primer enemigo del hombre es nuestra naturaleza corrompida, que lucha contra el bien y la virtud, desde que despunta el uso de la razón hasta el sueño de la muerte...
¿No lo hemos experimentado ya muchas veces? ¿No podemos repetir con San Pablo: “Echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu, y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo”? (Rom. 7: 23). Si, los mismos Santos tuvieron grandes y terribles tentaciones. El apóstol de las gentes describe sus luchas interiores que lo llevaron casi al borde del pecado mortal. Cuántas veces gimiendo exclamaba: “¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?” (Rom. 7: 24). Y cuando suplicaba a Dios que le librase del aguijón de la carne, escuchó esta respuesta: “Bástate mi gracia” (II Cor. 12: 9). ¿No es acaso consolador para nosotros encontrarnos con tales ejemplos? La tentación en sí nunca es pecado, por más fuerte que sea. Más sin lucha no es posible la vida del cristiano. “El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza y los que la hacen son los que lo arrebatan” (Mat. 11: 12). Solo las almas heroicas entran en el cielo. Tal es la enseñanza que Cristo nos da en el desierto. Después de haber ayunado durante cuarenta días, para reparar los pecados de gula de los hombres, tuvo hambre. En ese momento se le aparece el tentador: “Si eres el hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes” (Mat. 4: 3). Intentaba que Jesús satisfaciera su necesidad natural con un milagro. El Hijo de Dios debería buscar su consuelo en un goce sensual. ¿Cómo reacciona Jesús? Combatiendo con la espada de la palabra: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Ibid. 4). He aquí la respuesta clásica que hemos de dar nosotros a todas las tentaciones de sensualidad.
Si; hay cosas más altas y sublimes que la satisfacción de los sentidos. Nuestro corazón fue creado para Dios, para goces espirituales, para poseer al mismo Señor del universo. El pan de los fuertes es nuestro alimento; la gracia es el principio de nuestra vida. En verdad, el hombre no vive solo de pan; conoce un alimento espiritual, un manjar del alma. Vive de toda palabra que sale de la boca de Dios, y esta palabra es para él felicidad y bienaventuranza.
2ª tentación: DEL MUNDO CON SUS MALOS EJEMPLOS.
Por desgracia, no se limitan nuestros combates a estas tentaciones interiores, a estos movimientos rebeldes de las bajas pasiones dentro del corazón. El mal se reviste de toda forma sensible, y se nos presenta como enemigo poderoso, personificado en los malos ejemplos del mundo. “Seducir y dejarse seducir” -dijo ya Tácito- “llámase mundo”. Aquí sobre todo tiene aplicación la expresión: Exempla trahunt: Los ejemplos arrastran. Eso lo vemos en la segunda tentación de Jesucristo. El demonio lo lleva a la ciudad santa, lo coloca sobre el pináculo del templo, y le dice: “Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; pues está escrito: Que te ha encomendado a sus ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece contra alguna piedra” (Ibid. 6).
El vicio tiene una lógica especial, una sabiduría exquisita. Aquí tenemos una muestra: Si eres el hijo de Dios lánzate de aquí abajo; nada sufrirás. ¡Qué exigencia tan atrevida! ¡Como si la divinidad hubiera de exhibirse en la futilidad de un ejercicio de acróbata!
Así discurre el mundo, desde los tiempos del paraíso hasta nuestros días. Como hombre eres autónomo, eres el rey de la tierra, no dejes pasar ningún goce, ninguna diversión, tienes derecho a gozar de la vida. Tal es el Evangelio del mundo moderno. El “seductor” inspira al débil corazón humano estas ideas. Y ved como el pecado triunfa por todas partes, y cómo se ostenta en las artes, en la literatura, en el teatro, en el taller. El Salvador nos enseña cómo debemos combatir contra este enemigo. Él lo venció con las mismas armas: “También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios” (Ibid. 7).
De la misma manera hemos de tratar a los seductores y destruir sus falacias. Cuando nos digan: Tú eres rey, tu reino es el placer, aprovecha, por lo tanto, tu vida, sumérgete en el goce... hemos de responder: Por lo mismo que soy rey, no quiero ser esclavo del placer, he de servirme en las alturas, he de dejar la tierra bajo mis pies. Por suerte no estoy solo. Hombres de talento, mujeres de mérito, Héroes de carácter han mostrado que el mundo no es digno de ellos, que están muy por encima del modo de pensar de las grandes y vulgares masas. Son los héroes del cristianismo; son los santos de Dios. “Por eso -dice Jesucristo- el mundo os odia, porque no tenéis el espíritu del mundo” (Juan 15: 19), “pero alegraos, porque vuestras recompensas será grande en el cielo” (Mat. 5: 12).
3ª tentación: DEL DEMONIO Y SUS SATÉLITES.
Derrotado por dos veces el tentador, volvió atrevido a lanzar un último ataque. Apeló una vez más a la flaqueza del hombre.
“Todavía le subió el diablo a un monte muy encumbrado, y mostróle todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y le dijo: todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares” (Mat. 8: 9). ¡Qué blasfemia! ¡Qué orgullo diabólico! Con majestad y energía lo rechaza el Señor: Vade Satana! “Apártate de ahí, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor Dios tuyo, y a Él solo servirás” (Ibid. 10). Sí, soberbia y adoración de la propia persona es una muestra del corazón de Lucifer. El orgullo diabólico es la señal de los tiempos modernos sin Dios. "Seréis como dioses" (Gen. 3: 5). Estas palabras de la serpiente infernal se han convertido en señal de nuestros tiempos. Y sin embargo ¡cuán pobre está el mundo de valores morales, cuán destruido de verdaderas grandezas! El orgullo ciega a los humanos. Los sistemas modernos se multiplican y se destruyen mutuamente, porque se ha eliminado de la vida al Dios verdadero e inmortal. Dios entrega a los espíritus orgullosos a la maldición del ridículo. ¡Cuántos, que tienen por imposible el misterio de la Santísima Trinidad, se inclinan ante el número trece! ¡Cuántos que no creen en las verdades bíblicas, se tragan a pie juntillas las necedades del espiritismo! Nos lo explicamos: Existe el demonio y la tentación diabólica en la vida del hombre. San Pablo nos lo asegura con palabras terminantes: “Porque no es nuestra pelea solamente contra hombres de carne y de sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires” (Efes. 6: 12).
“Combate es la vida del hombre sobre la tierra” (Job 7: 1). Lo que son para los soldados las maniobras y la guerra, eso mismo son para nosotros las tentaciones. El carácter del hombre se fortifica y se robustece en medio de la tentación. Pongamos los ojos en Cristo, nuestro jefe y nuestro guía. Aprendamos de Él a combatir contra el triple enemigo: concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida. Cristo nos conducirá a la victoria. Y así como, después de las tentaciones en el desierto, los ángeles se acercaron y le sirvieron, así también el ángel de la buena conciencia nos dará el saludo de paz: “Bienaventurado el hombre que sufre con paciencia la tentación; porque después que fuere así probado, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Sant. 1: 12)
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
Artículos relacionados:
No hay comentarios:
Publicar un comentario