viernes, 20 de octubre de 2023

OBJECIONES CONTRA LA RELIGIÓN (9)

¿Pero usted quiere que vivamos todos como ermitaños? No, señor; la vida debe pasarse alegremente, y, pues tan bueno es Dios, no puede menos de habernos criado para que seamos felices.

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


Cierto. La dificultad consiste en el camino que se toma para buscar la felicidad; porque muchos son estos caminos, pero uno solo es el que nos lleva a buen puerto, ¡Y desdichado el que toma otro, pues no hallará la felicidad que busca, ni en esta vida ni, lo que es peor, en la otra.


Aquí debo repetirte una cosa que ya te he dicho antes, y es que, en estos tiempos más que nunca, abundan los medios y caminos de engañar y pervertir a los hombres. Si paras un poco la atención en ello, verás que por todos lados y a todas horas te están diciendo una porción de palabrotas, con las que se quiere embaucarte y perderte. Unos, hablándote de libertad, te quieren hacer creer que no vas a estar sujeto a nada ni a nadie, que vas a campar por tus respetos, sin rey que te mande mi Papa que te excomulgue, como suele decirse; otros, hablándote de igualdad, quieren hacerte creer que en el mundo no debe haber pobres y ricos, altos y bajos, sino que todos debemos tener el mismo dinero, el mismo poder, las mismas dignidades; otros, en fin, todavía más atrevidos y malvados que éstos, te dicen que no hay Dios, que no hay más vida que esta de por acá, que el verdadero cielo y el verdadero infierno están aquí, abajo; que si las cosas andan mal en este mundo, es porque todo está mal arreglado, y porque no se deja a cada cual que viva como le dé la real gana.

Te añaden estos tales que la vida se ha hecho para gozarla, cada cual según lo tenga por conveniente, sin pensar más que en regalar este pícaro cuerpo, dándole todo lo que pida, y no calentándose los cascos en cavilar y apurarse por lo que será de nosotros después de morir, pues que todo lo que nos cuentan del alma, y del juicio final, y de la gloria, y del demonio, son paparruchas inventadas por los curas para tratarnos como a burros.

Dicen, por último, estos predicadores de blasfemias, que la manera de componer este asunto es echar abajo toda clase de gobiernos, mandar a paseo a todos los curas, repartir buenamente los bienes de todo el mundo entre todos, quitar los tribunales, acabar con todo género de autoridades; en una palabra, trastornar todo lo que hoy está en pie, sin dejar títere con cabeza.

De los que tales barbaridades enseñan, unos se llaman socialistas, otros comunistas, etc., etc. Ya habrás oído alguna vez hablar de ellos y de otros muchos de la misma calaña. A mí no me importa decirte cómo se llaman: lo que quiero es que sepas lo que todos ellos se proponen, lo que piensan y lo que dicen, para que, conociendo bien sus intenciones y sus máximas, puedas hacer de ellos y de sus palabras el caso que se merecen. Lo que todos se proponen es acabar con el Catolicismo, seguros como están de que la Religión cristiana será eternamente un obstáculo invencible para que triunfen sus horribles doctrinas. 

El medio que todos usan para lograr este fin abominable es decir a todas horas y en todas partes, pero principalmente en los escritos que imprimen, que no hay que pensar más que en esta vida para gozar en ella todo lo que se pueda; que todo lo que no sea comer bien, beber mucho y bueno, divertirse anchamente y no privarse de gusto ni capricho ninguno, es una pura tontería; que esto es menester, que lo pueda hacer todo el mundo, y que el modo de conseguirlo es que todos manden, que todos trabajen de igual manera, aunque siempre lo menos posible, y que todos tengan por igual los dineros y los honores.

De modo que, para estos señores, hijito, la felicidad consiste en vivir como las bestias, sin ley de Dios; teniendo el cuerpo contento, sea del alma lo que se quiera, todo va bien. No niegan ellos que nos diferenciamos de las bestias por el entendimiento, sino que dicen que este entendimiento no debemos emplearlo en otra cosa más que en proporcionarnos comodidades y goces; y aseguran que, a fuerza de discurrir y de inventar, hemos los hombres de llegar a vivir tan ricamente, tan sin penas ni trabajo que consigamos convertir este valle de lágrimas en otro paraíso terrenal.

Dejemos a un lado lo que semejantes propósitos tienen de brutal y de asqueroso, y veamos lo que tienen de posible: veamos si, tales como somos los hombres, puede llegar a lograrse ese paraíso que nos prometen.

En primer lugar, ¿serán tan hábiles y tan duchos que impidan que el frío nos hiele en enero y el calor nos tueste en agosto? ¿Se compondrán de tal manera que nuestras madres, nos paran sin dolor, y que después de nacidos no tengan que pasarse las noches en vela para criarnos? ¿Conseguirán que, a pesar de que comamos y bebamos y nos regalemos como se nos antoje, no tengamos nunca ni una mala indigestión ni un tabardillo? ¿Pondrán compuertas al aire para que no nos traiga el cólera morbo o la fiebre amarilla? ¿Pondrán tan en orden todos nuestros movimientos, que nunca ya podamos rompernos una pierna al bajar la escalera?

Pero supongamos que su talento es tan grande que consiguen liberarnos de toda molestia y de todo peligro para nuestro cuerpo. Ello al cabo, no podrán impedir que cada cual tengamos nuestro genio, nuestras costumbres, nuestras aflicciones. ¿Cómo se arreglarán para unir las voluntades de todos, de manera que sea imposible toda disputa, todo pleito, toda riña entre hombres? ¿Cómo estorbarán que uno se ofenda por palabras que otro le dice; que este envidie el talento o la robustez o la hermosura de aquel otro? ¿Cómo harán, en fin, que vivamos todos tan contentos y satisfechos los unos con los otros, que ni la vanidad de este nos humille, ni las impertinencias de aquel nos molesten, ni nos amedrente la ira de ese otro, ni la torpeza del de más allá nos quite la paciencia?

Y aún concediendo que todo esto lograran, todavía no habrían hecho nada si no lograban hacernos inmortales. Y si no nos hacen inmortales, ellos no pueden impedir que nos pongamos viejos, y que, por consiguiente, perdamos la fuerza, la robustez y la hermosura que nos hacían felices cuando jóvenes; como tampoco pueden impedir la pena que ha de causarnos el pensar en la muerte; y aún cuando pudieran impedir esta pena, no impedirían la que nos cause la muerte de nuestros padres, de nuestros hijos, de cualquier persona querida.

En resumen, hijo mío: ¿estamos o no estamos los hombres, por nuestra misma naturaleza, expuestos a las enfermedades del cuerpo y a las aflicciones del espíritu? ¿Estamos o no condenados a ganar el pan con el sudor de nuestra frente? ¿Es o no posible libertarnos enteramente de todas las miserias grandes y chicas que, todos sin excepción, ricos y pobres, humildes y poderosos, sufrimos desde el nacer? Por último, ¿podemos o no evitar la muerte que a todas horas nos amenaza?

Y si nada de eso podemos, ¿cómo es tan grande la ceguedad o la desvergüenza de esos que nos vienen prometiendo la felicidad en este mundo?

Siendo, como es, por sí mismo imposible de lograrse lo que estos desdichados nos prometen, te dejo ahora considerar qué tales serán los medios y caminos por donde quieren que lo logremos. Quieren que echemos abajo toda clase de gobierno y de autoridad. Pero, cuando vemos que en toda cosa para la que se necesitan más de tres personas es indispensable una que mande y dirija, ¿cómo quieren que no haya quien gobierne a todo un pueblo, a toda una nación? Cuando vemos que para la cosa más insignificante cada cual tiene su gusto y quiere hacer que triunfe su opinión, ¿Cómo pretenden esos insensatos que todos mandemos por igual? Cuando vemos que, aún entre los hijos de un mismo padre, criados del mismo modo, y habiendo heredados todos una misma riqueza, al cabo de pocos años los unos se han hecho mucho más ricos, mientras los otros están pidiendo limosna, ¿cómo quieren esos predicadores de igualdad que todos seamos iguales en calidad y dinero? Cuando vemos, por último, que, aún a pesar del freno saludable de nuestra santa Religión, hay en el mundo tanta maldad y tanta injusticia, ¿Cómo quieren esos hombres que vivamos sin ninguna Religión?

¡Ah!, creedme: se engañan a sí mismos, o quieren engañarte a ti, hijito mío, los que te dicen que es posible encontrar aquí abajo la felicidad perfecta. No; lo único que es posible aquí abajo es hacer más llevaderas nuestras miserias humanas, sufriéndolas con resignación, ayudándonos y socorriéndonos unos a otros, tolerándonos con amor nuestras flaquezas respectivas. De esta manera podremos seguramente hallar toda la felicidad que es posible en la tierra; pero felicidad perfecta, la que nunca se acaba, ni se disminuye, ni se suspende, no está más que en donde la Religión nos la enseña: en el cielo.

La Religión, que nos explica la causa de nuestras miserias y flaquezas, es la que nos da recursos eficaces para aminorarlas, dándonos fuerza para sufrirlas con resignación y hasta para convertirlas en méritos que nos abran el único verdadero, el único posible ya de los paraísos, donde encontraremos la paz eterna y la eterna bienaventuranza.

El Catolicismo considera al hombre tal como es, le habla lo que le conviene, le da lo que necesita, le alienta cuando sufre, le consuela cuando padece; no le miente nunca, no le promete nunca bienes que el hombre no puede gozar en la tierra; mientras que le asegura en el cielo goces tan puros, tan inmensos, que el entendimiento humano no los puede comprender.

Y no porque el Catolicismo atienda principalmente a dirigir y purificar el alma del hombre creas que se olvida de su cuerpo, no. Ya antes de ahora te he dicho que la Religión no descuida los intereses del hombre en la tierra, si bien los considera siempre en segundo lugar. Ella le conserva, haciéndole ser casto y frugal; ella le da una imagen de los resplandores celestiales en el culto que le manda a tributar a Dios en sus templos y en sus altares.  Ella le da, sobre todo, una especie de posesión anticipada de la gloria eterna, comunicándole la gracia por los Sacramentos que los santifican, y especialmente por la unión al sacratísimo cuerpo de Jesucristo en el misterio inefable de la Eucaristía.

La Religión recoge al hombre en la cuna para lavarle la mancha del pecado; ella le enseña a dar sus primeros pasos en la vida; ella legitima y santifica sus derechos de esposo y de padre; ella le fortifica en su última hora, y no le abandona hasta dejarle en el sepulcro. Y ni aún entonces le abandona, porque, recordándole eternamente, está sin cesar pidiendo a Dios que abrevie las horas de su expiación en el purgatorio y le lleve a gozar las delicias de la celestial morada.

Este es el Catolicismo, la única Religión que sabe cuál es la felicidad y dónde se encuentra; la única que le promete, y la única que le da; en la tierra la da en cuanto es posible, y en el cielo sin término ni medida.

El cristiano sabe, por su fe preciosa, toda la verdad que encierran las promesas de su Religión; y fiado en ellas, por su misma confianza, es ya feliz en este mundo; pues si bien nunca está exento de las miserias y flaquezas de la vida humana, sabe que estas han de acabar y convertirse en eterna gloria para su cuerpo resucitado y para su alma purificada.

Dime por tu vida, hijito, si esos locos o malvados que te engañan con esas vanas promesas de felicidad perfecta en este mundo tienen ni los títulos que tiene la Religión para prometerte, ni su eficacia para consolarte, ni pruebas tales como ella posee para obligarnos a que creamos en su palabra divina. ¿Qué vienen, en resumen, a decirte esos desdichados? Que todavía no ha llegado su tiempo; pero que ya llegará, cuando hayan logrado cambiar el mundo; que ya se verá, cuando ellos puedan poner en planta sus sistemas, cómo cumplen lo prometido. Siempre dejándolo todo para mañana, y sin llegar nunca este mañana, me parecen sus promesas como esas muestras que habrás visto en las puertas de algunas tabernas y bodegones que dice: “Hoy no se fía aquí, mañana sí”. Siempre es hoy cuando no se fía, y nunca viene el mañana en que se fía.

Ellos quieren gozar sin trabajar, quieren que se les pague un jornal que no han ganado, mientras que nuestra religión no quiere que cobremos la paga sino después de haber rematado la tarea. Los bribones y holgazanes se irán con ellos; los hombres verdaderamente honrados y laboriosos se pondrán de parte de nuestra santa Religión. Así, al menos, confío que sucederá en nuestra España, hijito mío: por fortuna, entre nosotros, todavía los mensajeros del mal no han tenido tiempo para causar el estrago que, en otras naciones, y la divina misericordia no querrá consentir que nuestro honrado y cristiano pueblo dé oídos a esas palabras de perdición.

No, Dios mío, no; los españoles, criados a los pechos de tu Religión santa, que hemos derramado tanta sangre de nuestras venas para honrarla y defenderla y propagarla, nosotros no olvidaremos nunca las grandes enseñanzas que tu divino Hijo Jesús nos dejó acerca de la felicidad. 

“Bienaventurados -dijo- los pobres de espíritu, los que en nada tienen los bienes perecederos de este mundo, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, los humildes y pacíficos, porque ellos poseerán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienvenidos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

Oye perpetuamente estas palabras, hijo mío, procura comprender todo el bien que en ellas se encierra y si ajustas a ellas tus pensamientos, tus conversaciones y tus obras, ten por seguro que hallarás la felicidad que es posible tener en esta vida, y la que es perfecta y eterna en la otra. Cuenta, hijo mío, que ambas las perderás si te dejas engañar o corromper por esos enemigos de quienes acabo de hablarte.

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