Por Monseñor de Segur (1820- 1881)
¿Y quién dice que la Religión no cuida nada de los intereses del hombre en esta vida?
- Respóndeme: ¿No es la Religión la que enseña a tu mujer que sea casta y hacendosa, a tus hijos que sean sumisos a tu autoridad y agradecidos a tus beneficios de padre, a tus criados que sean obedientes y celosos por los intereses de tu hacienda y de tu honra? ¿No es la Religión la que con sus enseñanzas y avisos ataja los pasos del ladrón que va a robarte y del enemigo que quiere quitarte la vida? ¿No es la Religión la que, santificando el matrimonio de tus padres, ha hecho que tú seas hijo legítimo? ¿No es ella la que te manda a mirar con amor y adoptar como hijo tuyo al desgraciado que ignora quiénes son sus padres? ¿No es ella la que manda al comerciante ser honrado en sus tratos, al juez ser justo en sus sentencias, al médico ser celoso en asistirte, al abogado ser fiel defensor de tu hacienda y de tu honra? En resumen: ¿No es la Religión bastante eficaz para hacer que los hombres cumplan fielmente cada cual las obligaciones de su estado? Y el hecho solo de que cada cual cumpla sus obligaciones respectivas, ¿No es ya un medio seguro e infalible de que se conserven y aumenten los intereses de todos en esta vida?
No, la Religión no descuida nuestros intereses de aquí abajo, cómo que es uno de sus medios para cumplir el que de todos modos es su oficio propio y su principal objeto, a saber, mostrarnos el camino de la eterna bienaventuranza. Porque esto es lo que la Religión se propone en primer lugar: hacernos buenos, ricos, dar a nuestras almas la virtud, la paz en este mundo, y dirigirlas de manera que ganen la paz perdurable del otro. ¿No te parece bastante noble esta ocupación? ¿No te parece que es algo más importante prepararnos una habitación eterna en el cielo que proporcionarnos en la tierra las comodidades y riquezas tan codiciadas por el mundo?
Pero tú me dices que la Religión debía cuidar de que no hubiera pobres, de destruir la miseria. Y yo te respondo, en primer lugar, que nadie hace tanto como la Religión para lograr este fin, en cuanto es posible. ¿Quién, sino la Religión, hace que el rico busque al pobre para socorrerle, para servirle y para consolarle? ¿Quién, sino la Religión, hace que a su vez el pobre aprenda en el ejemplo de Jesucristo, no solamente a llevar con paciencia, sino con gusto, sus trabajos y privaciones, seguro como está de que su misma resignación ha de abrirle las puertas del cielo? ¿Quién, sino la Religión, sabe encontrar recursos tan abundantes para librar de la miseria y para socorrer a los menesterosos en esa multitud de hospicios, hospitales y fundaciones caritativas de toda especie como hay en todas las naciones cristianas? Si a pesar de toda esta solicitud no consigue la Religión extirpar enteramente la miseria, es por la sencillísima razón de que la miseria no puede ser nunca enteramente extirpada, siendo, como son, permanentes las causas que la producen.
La primera de estas causas es la desigualdad que la misma naturaleza ha puesto entre los hombres, Y qué hace que unos tengan más robustez, más fuerza, más talento, más salud que otros. Hoy día se habla mucho de igualdad, y con esta palabrota se quiere hacer creer posible lo que es imposible de suyo; y cabalmente una de las cosas imposibles es el que todos tengamos los mismos bienes de fortuna. Si tú eres más listo, más agudo, más fuerte, más activo que yo, ¿Cómo he de ser yo tan a propósito como tú para ganarme la vida? Si no tengo otro modo de vivir más que mi trabajo y mis necesidades han sido tales que no he podido hacer ningún ahorro, ¿Quién evitará que yo caiga en la miseria el día que me dé una enfermedad, o cuando me ponga viejo? Tú ves que la Religión no puede impedir ninguna de estas desgracias, y, por consiguiente, tampoco puede impedir la miseria causada por ellas.
La segunda causa de la miseria es la mala conducta. ¿Cuántos no se pierden por sus vicios: este por darse al vino, aquel al juego, el otro a gastarse su dinero alegremente en fiestas y comilonas? Si muchos de los que se quejan a Dios por sus desgracias recordaran la vida que han llevado, verían que ellos solos tienen la culpa de lo que les sucede.
Y, además, y sobre todo, no hay que olvidar, hijito, que la pobreza, como las enfermedades y como todos los males que padecemos en este mundo, incluso la muerte, son consecuencia del pecado original. Todos, al nacer, traemos esta herencia que nos dejaron nuestros primeros padres; y la Religión no puede impedir que la traigamos con todas sus consecuencias. Pero, en cambio, puede hacer, y hace, que nuestros padecimientos se conviertan para nosotros en medios de salvación.
Si; porque los ricos se salvan teniendo caridad con sus hermanos los pobres; los pobres se salvan sufriendo con resignación los trabajos que Dios les manda y recibiendo con gratitud y humildad el socorro que le dan los ricos. Yo te aseguro que muy contado será el hombre sufrido y bueno a quien Dios no ayude.
Que los ricos sean caritativos; que los pobres sean resignados y humildes. Con que se siguieran de este modo los consejos de la Religión, verías si era o no bastante, ya que no para destruir enteramente la miseria, porque esto no es posible, al menos para disminuirla, para aliviarla y santificarla, de modo que, en vez de ser un azote, fuera una gloria del mundo.
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