Por el padre José María Iraburu
Dignare me laudare te Virgo sacrata. Concédeme alabarte, Virgen sagrada.
Dignare me laudare te Virgo sacrata. Concédeme alabarte, Virgen sagrada.
Da mihi virtutem contra hostes tuos. Dame fuerza contra tus enemigos.
(Liturgia de las Horas, Himno)
Recordemos antes que nada las tres verdades de fe dogmática sobre el misterio de la identidad de la Virgen María. Son los fundamentos principales para escribir sobre la devoción a la Madre de Dios.
1. MARÍA ES VERDADERAMENTE LA MADRE DE DIOS. Eso lo afirman las Escrituras. Gabriel: “El santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35; Is 7,14; Gal 4,4). Y en Concilios: Éfeso 430: “Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Enmanuel, y que por tanto, es la santa Virgen Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema” (Denzinger 252)- La mujer que, “por obra del Espíritu Santo”, engendró al Hijo de Dios es la Madre de Dios. XX siglos viene la Iglesia confesándolo la Liturgia, los Padres, los Santos, el pueblo cristiano (“Santa María, Madre de Dios”).
2. LA CONCEPCIÓN DE SANTA MARIA FUE INMACULADA. El papa Pío IX proclamó en 1854, en su bula Ineffabilis, que todos los fieles han de creer con firmeza que “Antigua por cierto es la piedad de los fieles cristianos para con la santísima Madre Virgen María, que sienten que su alma, en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue preservada inmune de la mancha del pecado original, por singular gracia y privilegio de Dios, en atención a los méritos de su hijo Jesucristo, redentor del género humano” (Denz 2803)…. Ineffabilis: “Dios inefable… eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia”… (ib. 2800).
3. LA ASUNCION CORPORAL DE MARÍA A LOS CIELOS. El Papa Pío XII proclamó en 1950 la Constitución Dogmática Munificentissimus Deus, como dogma revelado por Dios, que “la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”.
* * *
Nota previa. A la Virgen María, al menos en el resto de cristianos practicantes, sí se la nombra, aunque no tanto como hace tiempo, que estaba muy presente hasta en los nombres de mujer, hospitales, colegios, calles, novenas, congregaciones marianas, peregrinaciones, etc. El “se silencia” se refiere a que sí, se le cita a la Virgen, pero no se predica cuanto conviene sobre ella. Y no se puede amar mucho a una persona de la que se tiene muy escaso conocimiento. Nihil volitum quin praecognitum. Nada se quiere-ama con la voluntad si no se pre-conoce la persona, el objeto.
Hay muchos documentos pontificios sobre la Santísima Virgen María, Madre de Dios. Y entre los santos autores, San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), Obras completas, especialmente el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.
Maternidad gloriosa de la Virgen María
Madre de Cristo
El Hijo eterno de Dios “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Éste es el más grande misterio de nuestra fe. Todos los demás derivan de éste.
En el Rito Romano de la Misa, se indica que al recitar esas palabras, tomadas de Credo de Nicea, sean acompañadas por una inclinación de todos. En este momento, yo sugiero lo mismo al lector que las lea ahora.
María, Madre de Dios
Próximamente, Dios mediante, dedicaré unos artículos a nuestro Señor Jesucristo, en los que presentaré más ampliamente este gran misterio de nuestra fe.
Madre de los cristianos
Jesús en la cruz “dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo [Juan]: He ahí a tu madre” (Jn 19,26-27). Y sigue: “Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”; o como podría traducirse más literalmente: “el discípulo la acogió entre los bienes propios”. Así pues, María, la Virgen Madre, pertenece a los bienes de gracia propios de todo discípulo de Jesucristo (Juan Pablo II, Redemptoris Mater 23-24.44-45). El concilio Vaticano II explicaba así este grandioso misterio:
María “es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61). “Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada” (62). Esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia.
Enseña San Pío X que “se puede decir que María, llevando al Salvador en su interior, también llevó a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Por lo tanto, todos los que estamos unidos a Cristo, y como dice el Apóstol somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos (Efesios 5: 30), hemos salido del vientre de María como un cuerpo unido a su cuerpo. Por eso, aunque de manera espiritual y mística, todos somos hijos de María, y ella es Madre de todos nosotros. Madre, en verdad espiritualmente, pero verdaderamente Madre de quienes somos los miembros de Cristo’ (San Agustín)” (Enc. Ad diem illum, 1904).
Madre nuestra en la cruz
Tal era en el Calvario la unión de amor entre la Virgen María y su Hijo crucificado, que todos los sufrimientos físicos y morales que en la Cruz sufrió Jesús, los sufrió a sus pies su Santísima Madre Virgen. Y si Cristo Salvador nos dio la vida en su muerte, bien puede decirse que María, al pie de la Cruz, nos dio a luz con dolores de parto.
Pío XII enseña que “Ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre” (Enc. Haurietis aquas, 1956, n.36).
Madre en Pentecostés
Vino el Espíritu Santo cuando los Apóstoles “perseveraban unánimes en la oración, con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste” (Hch 1,14).
Madre en el cielo
Pablo VI, nada menos que en el Credo del Pueblo de Dios (1968,15), enseña que María “continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos”. Por eso cuando oramos en el Avemaría pidiendo a la Virgen que ore por nosotros (ora pro nobis) debemos estar ciertos de que nos oye y ora por nosotros (ella ora pro nobis).
Por todo ello, los Santos Padres dieron a María el nombre de nueva Eva, pues ella, como la primera, y mucho mejor, es “la madre de todos los vivientes” (Gen 3,20). No es posible tener a Dios por Padre, sin tener a María por Madre... Pablo VI, con la alegría de toda la Iglesia, al terminar la tercera etapa del concilio Vaticano II, proclamó a María como “Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores” (21-XI-1964).
María, Mediadora de la divina gracia
La maternidad espiritual de María implica que ella es la dispensadora de la gracia divina. Jesucristo, ciertamente, es el único Mediador (LG 60); pero María, con todo fundamento, “es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora”, pues “la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente. La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador” (62). También esta doctrina tiene, lo veremos ahora, una profunda tradición en la Iglesia.
- Benedicto XIV dice que la Virgen “es como un río celestial por el que descienden las corrientes de todos los dones de las gracias a los corazones de los mortales” (Bula Gloriosæ Dominæ 27-IX-1748).
- Pío VII llama a María “dispensadora de todas las gracias” (Breve Quod divino 24-I-1895).
- León XIII enseña que “nada en absoluto de aquel inmenso tesoro de todas las gracias que consiguió el Señor, nada se nos da a nosotros sino por María, pues así lo quiso Dios” (Ep. Apost. Optimæ quidem spei 21-VII-1891).
-San Pío X afirma que María, junto a la cruz, “mereció ser la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos conquistó con su muerte y con su sangre. La fuente, por lo tanto, es Jesucristo; pero María, como bien señala San Bernardo, es 'el acueducto'” (enc. Ad diem illum, 1904).
- Pío XI afirma que la Virgen María ha sido constituida “admnistradora y medianera de la gracia” (enc. Miserentissimus Redemptor, 1928).
- Pío XII dice que el Señor hizo a María “medianera de sus gracias, dispensadora de sus tesoros”, de modo que “tiene un poder casi inmenso en la distribución de las gracias que se derivan de la redención” (radiom. 13-V-1946).
A esa maternal mediación de intercesión acuden siempre en el Avemaría, llevadas por el Espíritu Santo, las generaciones cristianas, que dicen una y otra vez: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros”.
Una enseñanza, como vemos, tan reiterada en la Iglesia ha de considerarse como una doctrina de fe: ciertamente María es para todos los hombres la dispensadora de todas las gracias.
La Virgen Madre, modelo de la Iglesia
Vaticano II: “La Virgen Santísima está íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe y de la caridad, y de la unión perfecta con Cristo” (LG 63). –María es virgen y madre; y la Iglesia también lo es. –María, “creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre” (ib.), y así es como la Iglesia engendra a Cristo en la humanidad. –María concibió a Jesús aceptando en sí misma la Palabra que el Padre le ofreció; y la Iglesia “se hace también madre, mediante la Palabra de Dios, aceptada con fidelidad” (LG 64).
Juan Pablo II: La Iglesia Esposa es, como María, virgen fiel, “que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza firme y una caridad sincera” (Redemptoris Mater 42-44).
María no sólo es tipo de la Iglesia, ella es prototipo de cada cristiano. En efecto, todos estamos llamados a “engendrar” a Jesús en nuestras vidas, todos hemos de ser “madres” de Cristo, como él mismo lo dice: “Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). Por lo tanto, madre de Jesús se hacen cuantos “oyen la palabra de Dios y la ponen por obra” (Lc 8,21).
En los autores espirituales este tema ha tenido una larga y bellísima tradición. Así el monje Isaac de Stella (+1170): “Se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma sabiduría de Dios, que es el Verbo del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, especialmente de María y singularmente de cada alma fiel” (Patrología Lat. 194, 1862-1863. 1865).
La devoción a la Virgen
A la luz de las verdades recordadas, fácilmente se ve que la devoción mariana no es una dimensión optativa o accesoria de la espiritualidad cristiana, sino algo esencial. Así lo ha entendido la Iglesia y tantos Autores espirituales Santos, Así, por ejemplo, San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) –cada vez más vigente y recibido por la Iglesia–, expresa esta devoción de modo muy perfecto, en obras como El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen (BAC 451, 1984).
Veamos, pues, los aspectos principales de esta devoción cristiana a la Santa Madre de Dios.
El amor a la Virgen María
El amor es, evidentemente, el rasgo primero de tal devoción. ¿Cómo habremos de amar los cristianos a María? Pues bien, en esto, como en todo, tomemos como modelo a Jesucristo y hallaremos la norma exacta. Sigamos la norma de San Pablo: “tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Flp 2,5). ¿Y cómo la amó su Hijo?… Pidamos la gracia de amar a María como Cristo la amó y la ama. Amemos a la Virgen con el Corazón de Cristo, pues si ella es su Madre, también es realmente nuestra Madre… Amemos a la Virgen, Madre de Dios, Madre virginal de Cristo, como la han amado los santos. ¡Ése es el límite de nuestra devoción mariana, que no debemos sobrepasar!… Será difícil.
Ya se ve que el peligro de una devoción excesiva se acerca del todo al cero… Sí es verdad que puede haber en las devociones marianas ciertas modalidades devocionales externas inconvenientes. Pero tal peligro viene a ser superado fácilmente para los cristianos, cuando en la devoción a la Virgen se atienen a la norma de la liturgia y a las devociones populares aconsejadas por la Iglesia.
Aprendamos de los santos su amor a la Virgen. El amor, por ejemplo, es el alma de esta oración de Santa Catalina de Siena (+1380):
“¡Oh María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María, portadora del Fuego! María, que ofreces misericordia, que germinas el fruto, que redimes el género humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido el mundo. –“¡Oh María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu humanidad. –“¡Oh María! vaso de humildad en el que está y arde la luz del verdadero conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con singular amor. –“¡Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos la doctrina de la vida… –¡Oh María! Bendita tú entre las mujeres por los siglos de los siglos” (Or. en la Anunciación; extracto).[No pongo esta oración como modelo expresivo, extraño a nuestro tiempo, sino como ejemplo del entusiasmo angélico de Santa Catalina]. [Y la repetición de las frases amorosas a la Virgen, en el Rosario por ejemplo, es normal, es natural. Mi madre me dijo una vez que cuando yo era pequeño, 4 o 5 años, varias veces al día le declaraba mi amor. “Mamá, te quiero mucho”… Normal. Ni yo me cansaba en decirlo, ni ella en oírlo]… “De la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45).
La devoción mariana implica la admiración gozosa de la Virgen
“Llena-de-gracia”, ése es su nombre propio, el que le dio el arcángel Gabriel, en cuanto enviado por Dios, o sea de Su parte (Lc 1,28). No hay en ella oscuridad alguna de pecado: toda ella es luminosa, Purísima, no-manchada, In-maculada. Es Mater admirabilis. Antiguamente, en algunos lugares, era costumbre de rezar en las Letanías Mater Ter Admirabilis, tres veces admirable o por tres motivos admirable.
En ella se nos revela el poder y la misericordia del Padre, la santidad redentora de Cristo, la fuerza deificante del Espíritu Santo. En ella conocemos la gratuidad y hermosura de la gracia, pues, desde su misma Concepción sagrada, Dios santifica a la que va a ser su Madre, preservándola de toda complicidad con el pecado. En Jesús contemplamos la raíz de toda gracia, y en María el fruto más excelso de la gracia. Ella es el fruto más perfecto de la gracia de Cristo.
Los santos han admirado la hermosura de María
Si Dios creó al hombre y a la mujer “a imagen y semejanza suya” (Gén 1,27), hubo que esperar al nacimiento de María, para tener una imagen perfecta de Dios. Los santos, por serlo, han mirado la santa hermosura de la Virgen María con ojos perfectamente lúcidos… San Juan evangelista, que por don especial de Cristo crucificado, “la recibió en su casa” como madre suya, es en el Apocalipsis el primer admirador de su inefable belleza celestial: “Apareció en el cielo una señal grandiosa, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas” (Ap 12,1. Esa mujer simbólica del Apocalipsis representa, es cierto, a la Iglesia. Pero por eso mismo María se ve significada en ella. Y así lo ha entendido la Iglesia, el pueblo cristiano, como también los pintores que se han atrevido a representarla.
Uno de los santos más expresivos de la belleza de María es San Juan de Avila (+1569):
“Viendo su hermosura, su donaire, su dorada cara, sus resplandecientes ojos y, sobre todo, la hermosura de su alma, dicen: “¿Quién es ésta que sale como graciosa mañana? ¿quién es ésta que no nace en noche de pecado, ni fue concebida en él, sino que así resplandece como alba sin nubes y como sol de mediodía? ¿Quién es ésta, cuya vista alegra, cuyo mirar consuela y cuyo nombre es fuerza? ¿Quién es ésta, para nosotros tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan terrible y espantosa?” ¡Gran cosa es, señores, esta Niña!” (Serm. 61, Nativ. de la Virgen).
El cristiano ha de amar a María como Madre suya
Si ella es nuestra madre, y nosotros somos sus hijos, lo mejor será que nos enteremos de ello y que vivamos las consecuencias de esa feliz relación nuestra con ella. Las madres de la tierra ofrecen analogías, aunque pobres, de la maternidad espiritual de María. Una madre da la vida a su hijo de una vez, en el parto, y luego alimenta y cuida de esa vida durante unos años, hasta que el hijo se hace independiente de ella. Pero María nos está dando constantemente la vida divina, y su solicitud por nosotros, a medida que vamos creciendo en la vida de la gracia, es creciente: ella es para nosotros cada vez más madre, y nosotros somos cada vez más hijos suyos.
Algunos eliminan prácticamente la maternidad espiritual de María, alegando que en el orden de la gracia les basta con Dios y con su enviado Jesucristo. Tal eliminación, aunque muchas veces inconsciente, es sumamente grave. Si un niño mirase a su madre como si ésta fuese la fuente primaria de la vida, haría de ella un ídolo y llegaría a ignorar a Dios. Pero si un niño, afirmando que la vida viene de Dios, prescindiera de su madre, con toda seguridad se moriría o al menos no se desarrollaría convenientemente. Pues bien, Dios ha querido que María fuera para nosotros la Madre de la divina gracia, y nosotros en esto –como en todo– debemos tomar las cosas como son, como Dios las ha querido y las ha hecho. Sin María no podemos crecer debidamente como hijos de Dios: la misma Virgen Madre que crió y educó a Jesús, debe criarnos y educarnos a nosotros. San Pío X decía:
“Bien evidente es la prueba que nos proporcionan con su conducta aquellos hombres que, seducidos por los engaños del demonio o extraviados por falsas doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados los que abandonan a María bajo pretexto de rendir honor a Jesucristo!” (enc. Ad diem illum: 1904).
Agradecimiento hacia María, distribuidora de todas las gracias
Nótese que en la Comunión de los Santos hay sin duda muchas personas, y que en cada una de ellas hay hacia las otras un influjo de gracia mayor o menor. Este influjo benéfico nos viene con especial frecuencia e intensidad de los santos, “por cuya intercesión confiamos obtener siempre” la ayuda de Dios (Plegaria euc. III). Pues bien, en la Iglesia solamente hay una persona humana, María, cuyo influjo de gracia es continuo y universal sobre los fieles. Es decir, ella influye maternalmente en todas y cada una de las gracias que reciben todos y cada uno de los cristianos. Lo mismo que Jesucristo no hace nada sin la Iglesia (SC 7b), nada hace sin la bienaventurada Virgen María. Por eso escribe San Juan de Ávila:
“Ésta es la ganancia de la Virgen: vernos aprovechados en el servicio de Dios por su intercesión. Si te viste en pecado y te ves fuera de él, por intercesión de la Virgen fue; si no caíste en pecado, por ruego suyo fue. Agradécelo, hombre, y dale gracias. Si tuvieres devoción para con ella, cuando vieses que se te acordaba de ella, habías de llorar por haberla enojado. Si en tu corazón tienes arraigado el amor suyo, es señal de predestinado. Este premio le dio nuestro Señor: que los que su Majestad tiene escogidos, tengan a su Madre gran devoción arraigada en sus corazones. Sírvele con buena vida: séle agradecido con buenas obras. ¿Pues tanto le debes? Ni lo conocemos enteramente ni lo podemos contar. Mediante ella, el pecador se levanta, el bueno no peca, y otros innumerables beneficios recibimos por medio suyo” (Serm. 72, en Asunción).
Confianza en nuestra Madre, omnipotente en la súplica
Se comprende que haya temores y ansiedades interminables en los cristianos sin devoción a la Virgen María, pues son como quien se siente hijo sin madre. Por el contrario, el que se hace como niño y se toma de su mano, vive siempre confiado en la solicitud maternal de la Virgen. La más antigua oración conocida a María expresa ya esa confianza filial ilimitada: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios… Virgen gloriosa y bendita”.
En la Edad Media, especialmente entre los monjes, halla su cumbre la oración enamorada de María. difundiéndose felizmente entre el pueblo. Por ejemplo, la llamada oración de San Bernardo (+1153), inspirada en sus escritos, y que ha recibido formas distintas. Viene a decir así:
“Acordáos, o piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir, que alguno que acudiera a vuestra protección, haya sido por Vos abandonado. Animados y con esta confianza, a Vos también acudo, oh Virgen Reina de las vírgenes”…También procede de un monasterio, el de San Millán de la Cogolla, un excelso cantor medieval de la Virgen, el gran Gonzalo de Berceo (1190-1264), con su maravillosa obra Milagros de Nuestra Señora, a quien él llama a veces La Gloriosa. “Todos me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48)
Pero uno de los más bellos encuentros de la Virgen con un cristiano lo encontramos en las Apariciones de la Virgen a Juan Diego en Guadalupe… La evangelización de México se inició en 1524 con la llegada de los 12 frailes franciscanos. Pues bien, el 12 de diciembre de 1531, por cuarta vez se apareció la Virgen al indio Juan Diego, viudo anciano.
Estaba él preocupado por la grave enfermedad de su tío, le dijo a la Virgen: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía?”; y en seguida le cuenta su pena. “Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó”. Y entonces sanó su tío, según después se supo. [En nahualt los diminutivos son expresión de gran cariño].
La devoción a María lleva a imitarla
Ella es la plenitud del Evangelio. Ella es la Virgen Fiel, que oye la palabra de Dios y la cumple (Lc 11,28). Por eso con mucha más razón que San Pablo, María nos dice: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1Cor 11,1). Así lo enseña el Vaticano II:
La Iglesia, “imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo” (LG 64), guarda y desarrolla todas las virtudes. En efecto, “mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado. Y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos” (65).Niños y ancianos, activos y contemplativos, laicos y sacerdotes, vírgenes y casados, todos hallan en María, Speculum iustitiae, el modelo perfecto del Evangelio, la matriz en la que se formó Jesús y en la que Jesús ha de formarse en nosotros. Ella es modelo de Esposa y de Madre. Pero también es modelo para sacerdotes, monjes y misioneros: “La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres” (LG 65).
Por otra parte, es claro que imitar a María es imitar a Jesús, pues lo único que ella nos dice es: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). En este sentido “la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías” (Juan Pablo II, Redemptoris Mater 21)
La oración a María
“Todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48), profetiza la Virgen María, Madre de Dios. Al paso de los siglos, los cristianos cumplimos siempre su profecía. Tanto en Oriente como en Occidente, los hijos de la Iglesia han crecido siempre en un ambiente de culto y devoción a la Madre de Jesús, la Gloriosa, la Inmaculada, la Reina y Señora nuestra, la Virgen María, la Santa Madre de Dios. En la oración privada, en los rezos familiares, en los claustros monásticos, en las devociones populares y en el esplendor de la liturgia, se alza un clamor secular de alabanza y de súplica a la Madre de Jesús. Y esto tiene que ser cosa del Espíritu Santo, es decir, del espíritu de Jesús, que en el corazón de los fieles, canta la dulzura bondadosa de su Madre Virgen.
La más antigua oración a María difundida en la Iglesia dice así: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios. No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita”. Esta bellísima oración (Sub tuum præsidium) procede de una antífona litúrgica griega no posterior al siglo III. En ella se invoca ya a María como “Madre de Dios”, el título que más tarde se hizo dogma en el Concilio ecuménico de Éfeso (a.431).
El Ave María, compuesto con las palabras del ángel Gabriel y de Isabel (Lc 1,28s.42), así como otras oraciones latinas hoy recogidas al final de las Completas, en la Liturgia de las Horas (-Dios te salve, Reina y Madre; -Madre del Redentor, virgen fecunda; -Salve, Reina de los cielos; -Reina del cielo, alégrate) son de origen medieval, lo mismo que el Rosario y el Angelus, esas oraciones que tanto arraigo han tenido y tienen en la piedad de los fieles, y que la Iglesia tantas veces ha recomendado.
El canto que Cristo, con su Cuerpo, a lo largo de los siglos, ha dedicado a la Virgen Madre, tiene siempre rasgos de una belleza muy singular…
San Agustín (+430) la saluda: “Oh bienaventurada María, verdaderamente dignísima de toda alabanza, oh Virgen gloriosa, madre de Dios, oh Madre sublime, en cuyo vientre estuvo el Autor del cielo y de la tierra”…
Sedulio, por los mismos años: “Salve, Madre santa, tú que has dado a luz al Rey que sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra”…
Y el gran San Cirilo de Alejandría, en ocasión solemnísima, cuando el Concilio de Efeso confesó a María como Madre de Dios: “Te saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado Aquel que es llamado bendito por excelencia”…
Y el grandioso Himno Acatistos de la liturgia griega, quizá compuesto por San Germán, que fue patriarca de Constantinopla (del 715 al 729): “Oh Guía victoriosa, nosotros, tus servidores, liberados de nuestros enemigos, te cantamos nuestras acciones de gracias… Ave, Esposa inmaculada. Ave, resplandor de alegría. Ave, destructora de la maldición. Ave, cumbre inaccesible al pensamiento humano”… Etc.
Es el canto enamorado que el Cristo total ofrece a María, y que se prolonga en la Edad Media con nuevas melodías…
En Canterbury, San Anselmo (+1109): “Santa y entre los santos de Dios especialmente santa María, madre de admirable virginidad, virgen de amable fecundidad, que engendraste al Hijo del Altísimo”…
Y en la abadía de Steinfeld, cerca de Colonia, el premonstratense Herman (+1233): “Yo querría sentirte, hazme conocer tu presencia. Atiéndeme, dulce Reina del cielo, todo yo me ofrezco a ti. Alégrate tú, la misma belleza. Yo te digo: Rosa, rosa. Eres bella, eres totalmente bella, y amas más que nadie”…
Y en el monasterio cisterciense de Helfta, Santa Gertrudis (+1301): “Salve, blanco lirio de la refulgente y siempre serena Trinidad, deslumbrante Rosa celestial”…
No se cansa la Iglesia de bendecir a la gloriosa siempre Virgen María. Sólo siente la pena de no poder hacerlo con la elocuencia de los ángeles, porque todas las alabanzas a la Gloriosa se quedan cortas. Y es que, como dice San Bernardo, de tal modo es excelsa su condición, que resulta “inefable [=inexpresable]… ¿Qué lengua será capaz, aunque sea angélica, de ensalzar con dignas alabanzas a la Virgen Madre, y madre no de cualquiera, sino del mismo Dios?” (Serm. Asunción 4,5)… Por eso yo-nosotros, con el versículo final de la oración Ave Regina cælorum, le pedimos a Ella la gracia de saber alabarla, y que nos dé fuerza contra sus enemigos, que son los nuestros:
Dignare me laudare te Virgo sacrata.
Da mihi virtutem contra hostes tuos.
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