Por Monseñor de Segur (1820-1881)
- ¿Tienes tiempo para comer?
- Sí, señor.
- ¿Y para qué comes?
- ¡Buena pregunta! Para vivir, para alimentar mi cuerpo.
- ¿Y qué vale más, tu cuerpo o tu alma?
- Mi alma; claro está.
-Pues bueno; haz por tu alma siquiera lo que haces por tu cuerpo. Tu cuerpo vive de lo que come; tu alma vive de la verdad que conoce y del bien que ama. Si dejan de entrar en tu alma la verdad y el bien, morirá como puede morir el alma, es decir, perderás la vida eterna, del propio modo que si dejara de entrar alimento en tu cuerpo, cesarías de existir.
Tú no quieres morirte, y por eso alimentas tu cuerpo, y por eso, a toda costa, tienes buen cuidado de tomarte algún ratito para comer. Sé, por Dios, tan cuidadoso de tu alma como lo eres de tu cuerpo, y tómate a toda costa algunos momentos para alimentarla, si no quieres que muera.
Tómate todo el tiempo que necesites para cumplir las muchas obligaciones que tienes para con tu Dios, y tómalo, cueste lo que cueste, aunque debieras sacrificar, y perder todos los bienes de este mundo. Se trata de tu alma, de la parte más noble que Dios te ha dado, de lo que te hace ser hombre y te distingue de las bestias.
El cuidado por tu alma es cosa que nadie en este mundo puede impedirte, ni tu amo, ni tu superior, ni tu padre mismo; nadie, nadie. Si tu amo o tu superior se empeñaran en quitarte tiempo para comer, ¿qué les dirías? “Yo me voy a otro lado, donde no quieran matarme de hambre; lo primero es vivir”.
Pues eso deberías, responder al que quisiera quitarte tiempo para cumplir tus deberes religiosos: “Yo me voy a donde nadie me impida mirar por mi alma; mi salvación es lo primero”.
¿Me dices que tu oficio o tu estado no te dejan tiempo para atender a este asunto principal? Míralo bien antes de asegurármelo; porque si me lo aseguras, yo te diré: “Deja al instante, y sin consideración a nada en este mundo, ese estado o ese oficio, y toma otro”. Que pierdes tu conveniencia, que arruinas tu caudal, no importa, nada; tu vida pasa como un soplo, mientras que la eternidad no tiene fin. ¿De qué te servirán todas las conveniencias y caudales del mundo, si tu alma se condena?
Pero hablemos francamente: ¿Es verdad que tu estado o tu oficio te impiden vivir como cristiano? Porque yo he oído decir siempre que obligación no quita devoción; y por más que tú me digas, yo no acabaré de creer que te falte un ratito de vagar para pensar en la salvación de tu alma.
Lo que desde ahora te aseguro es que nadie ni nada te impide encomendarte a Dios al levantarte y al acostarte; ni sé por qué no has de poder ofrecerle tu corazón y pedirle su auxilio soberano hasta en medio mismo de tus ocupaciones. Por muy grande y continuo que sea tu trabajo, alguna vez has de descansar para tomar aliento. Pues bueno, encomiéndate entonces a Dios; llámale, desde el fondo de tu alma. Todo esto te lo digo en el supuesto de que seas efectivamente hombre muy ocupado y de muchas obligaciones. Porque todavía puede suceder que, si echáramos cuenta del tiempo que malgastas en recreos y distracciones, había de resultar muy sobrado para que pudieras hacer obras de cristiano y ganarte la salvación.
Dime lo que quieras, yo no puedo creer que te falte media hora para irte a oír tu Misa el día de precepto; ni tampoco es posible que una noche siquiera en cada mes, si no puedes de día, te vayas, después de salir de tu trabajo, a hacer una confesión de tus pecados, que será más corta cuanto sea más frecuente, y a pedir a tu confesor consejos y ánimo para vivir mejor cada día. En esto, como en todo, hace más el que quiere que el que puede.
Acaso suceda que tú no puedas todo lo que quieras. Pero a eso te digo: lo que quieras, quiérelo muy de corazón, y aunque no puedas hacerlo, Dios misericordioso y justo te agradecerá tu buena voluntad y te lo pagará como si lo hicieras. Pero mira no te engañéis, y achaques a falta de tiempo lo que no es sino falta de voluntad.
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