Por Monseñor de Segur (1820-1881)
No se trata de saber lo que a ti te basta, hijito, sino lo que te hayan mandado Dios y su Iglesia. Y Dios te ha mandado, desde el principio del mundo, que en memoria de su creación y de la eternidad, descanses el séptimo día y te entregues todo entero, es decir, con tu alma y tu cuerpo, a pensar, más que los otros días en tu Dios, en su creación y en la eterna paz de su gloria, de la cual es imagen y recuerdo el santo reposo del domingo, que quiere decir día del Señor.
Y la Iglesia, que es, como ya sabes, la intérprete y depositaria de la autoridad divina, te dice que el modo de celebrar dignamente el día del Señor es irte a su templo, y asistir con devoción al Santo Sacrificio de la Misa. Y como a la Iglesia no se la puede desobedecer sin injuriar al mismo Dios a quien ella representa, resulta que si la desobedeces en este precepto, pecas mortalmente y te condenas. ¿Estamos? Ahora que ya te he dicho lo que mandan Dios y su Iglesia, y que, por consiguiente, te he dado la principal razón que hay para que obedezcas, te diré algunas otras que, si tienes juicio, han de hacerte fuerza.
En primer lugar, tú te llamas cristiano, no sólo porque particularmente profeses la fe de Jesucristo, que recibiste en el Bautismo, sino porque eres miembro de la familia cristiana; es decir, de la Iglesia, y como tal tienes obligación de hacer lo mismo que hagan tus hermanos. ¿Qué dirías a tu hijo si, llamado a la mesa donde comes con toda tu familia, te respondiera que él no tenía necesidad ninguna de acudir al comedor, porque para comer estaba bien en su cuarto?
Lo que tú responderías a tu hijo te respondo yo a ti: “Bribonzuelo -le dirías- ¿cómo es eso de no querer venir a comer con tu madre y tus hermanos? ¿Te da vergüenza de ser hijo nuestro? Pues ¿qué más honra para ti que el que, viéndote a nuestra mesa, conozcan que eres de nuestra familia? ¡Qué amor has de tener a los tuyos, ni, cómo ellos han de amarte a ti si así los desprecias y abandonas!”
Pues bien; esto mismo te digo yo a ti, mal cristiano, que tienes a menos juntarte con los tuyos y asistir a su mesa. Si así dejas a tus hermanos en Cristo, ¿cómo has de amarlos? Y, ¿qué ejemplo les das con tu desprecio?
Renuncia, pues, a ese orgullo insensato, y vete a asistir con devoción humilde a la Misa, verdadero centro de la Religión cristiana, repetición fiel en los altares del Santo Sacrificio del Calvario, consagración perpetua del cuerpo y de la sangre de Jesucristo, conjunto hermoso y dulcísimo de todas las oraciones de la Iglesia.
Allí van tus sacerdotes y los fieles, tus hermanos, a pedir a la Víctima santa de aquel sacrificio sin sangre, que se digne proteger y extender y exaltar su sagrada Iglesia; que dé paz y salud y prosperidad a tus príncipes y a tu nación; que tenga misericordia de tus culpas, y que, por la intercesión de su dulcísima Madre y de sus santos, te dé la gracia en la vida y la gloria después de la muerte.
¿Y serías hombre tan sin entrañas que te negaras a tomar parte en este tierno espectáculo, donde están maravillosamente juntos todos los misterios de tu fe con todas las esperanzas de tu Religión? ¡Ah! No, hijo mío.
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