Por Monseñor de Segur (1878)
XXXII
QUÉ DEBEMOS HACER EN VISTA DE LA GRAN CONSPIRACIÓN ANTICRISTIANA
La Iglesia está tan sólidamente constituida, que le basta ser quien es ella para deshacer como el humo todas las tramas de todos sus enemigos. Seamos todos verdaderos cristianos, obremos como cumple a buenos católicos, y esto bastará.
En la unión estriba la fuerza, y así lo comprenden nuestros enemigos; su fuerza estriba en su unión, y su unión en su obediencia. Estemos, pues, más unidos que ellos, y para esto obedezcamos más que ellos. Toda la Iglesia católica se resume en dos palabras: OBEDIENCIA Y AMOR. Obedezcamos amando; amemos obedeciendo.
En primer lugar, y ante todo, obedezcamos en todo al Jefe de la Santa Iglesia, a nuestro Santísimo Padre, el Papa, Vicario de Jesucristo, Pastor y Doctor infalible de todos los cristianos.
Para estar seguros de que obedecemos al Papa, obedezcamos a nuestro Obispo, a nuestro Párroco, a nuestro Confesor. Obedeciéndoles, no obedecemos a hombres, sino al mismo Dios que por su medio nos enseña, nos conduce, nos perdona y nos guía por el camino recto. Cuanto es ciega, loca, absurda, culpable y sacrílega la obediencia masónica, tanto es racional, legítima, noble, santa y meritoria la obediencia católica. ¿Hay cosa más hermosa que obedecer a Dios?
A la obediencia unamos el amor, que es el alma de la unión. Amémonos unos a otros cristianamente, eficazmente: si somos ricos, amemos a los pobres, que son nuestros hermanos, y amándolos y asistiéndolos, es a Jesucristo a quien amamos y asistimos en ellos. Amemos a los sacerdotes, y tendámosles toda clase de respetos; amemos a nuestro Obispo, que es el padre y pastor de nuestras almas; y más que a todos, amemos al Papa. Esta es la verdadera fraternidad, de la cual es un disfraz impío la fraternidad masónica; como su libertad e igualdad son el disfraz de la verdadera libertad cristiana y de la verdadera igualdad. Los hombres no son realmente iguales sino delante de Dios; no son verdaderamente libres sino haciéndose hijos de Dios.
La Francmasonería nos ataca por medio de la prensa; vivamos, pues, prevenidos; no leamos malos periódicos, y echemos lejos de nosotros cualquier libro prohibido por la Iglesia, instruyámonos a fondo en las verdades de la fe; propaguemos los libros católicos. Un buen libro es un pequeño misionero, que muchas veces conviene al que lo lee.
La Francmasonería quiere arrebatarnos las almas de nuestros hijos: procuremos una enérgica reacción, y del mal hagamos surgir el bien. Redoblemos nuestro celo en salvar y santificar a los niños, en instruirlos, en preparar para la Iglesia soldados animosos. Padres y madres, no olvidéis que tenéis cura de almas, y que una educación que no sea profundamente cristiana, constituirá, hoy más que nunca, un inmenso peligro para vuestros hijos.
Reanimemos, en fin, al rededor nuestro el espíritu de familia, que las sectas masónicas quieren substituir con no sé qué quimera patriótica, buena solamente para exaltar la imaginación y trastornar la cabeza. Convenzámonos de que el mejor remedio contra el veneno masónico es el ser verdaderos cristianos, substituyendo al orgullo con la humildad, la obediencia y la fe; amando verdaderamente a Jesucristo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas.
Si no hacemos esto, hemos de temerlo todo: sí, todo, en este como en el otro mundo. Si, por el contrario, permanecemos fieles a Dios y a su Iglesia, nada temamos, nuestro es el porvenir.
Una de dos: o la lucha que se prepara es la lucha suprema de la Iglesia, o no lo es. En el primer caso, la Iglesia como está predicho, sucumbirá momentáneamente, como Jesucristo en el Calvario, y nosotros sucumbiremos con ella; pero como en el Calvario, Satanás quedará vencido, y toda su tropa irá con él a arder en los infiernos, los francmasones como los demás; nosotros, al contrario, resucitando para siempre gloriosos, iremos al Cielo para reinar allí eternamente con Jesucristo. En el segundo caso hemos de mirar la lucha con una confianza más alegre todavía, porque el enemigo que nos cierra el camino podrá conseguir algunos triunfos parciales; pero la tempestad será pasajera como tantas otras, y aun en este mundo gozaremos con la Santa Iglesia de victoria y paz.
En ambos casos, nuestros deberes son los mismos: unión, obediencia, fe viva, caridad fraternal, celo por la salvación de las almas y por la santa causa de la Iglesia.
¡Peleemos todos el buen combate, bajo la gloriosa bandera de la Virgen Inmaculada y del príncipe de los Apóstoles, San Pedro!
A. M. D. G.
FIN DEL LIBRO “LOS FRANCMASONES” (1878)
Nota:
1) El Mundo Masónico, Mayo de 1866, pág. 6.

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