CARTA ENCÍCLICA
DILEXIT NOS
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL AMOR HUMANO Y DIVINO
DEL CORAZÓN DE JESUCRISTO
1. “Nos amó”, dice san Pablo refiriéndose a Cristo (Rm 8,37), para ayudarnos a descubrir que de ese amor nada “podrá separarnos” (Rm 8,39). Pablo lo afirmaba con certeza porque Cristo mismo lo había asegurado a sus discípulos: “los he amado” (Jn 15,9.12). También nos dijo: “los llamo amigos” (Jn 15,15). Su corazón abierto nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad: “nos amó primero” (1 Jn 4,10). Gracias a Jesús “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído” en ese amor (1 Jn 4,16).
I.
LA IMPORTANCIA DEL CORAZÓN
2. Para expresar el amor de Jesucristo suele usarse el símbolo del corazón. Algunos se preguntan si hoy tiene un significado válido. Pero cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón [1].
¿Qué expresamos cuando decimos “corazón”?
3. En el griego clásico profano el término kardia significa lo más interior de seres humanos, animales y plantas. En Homero indica no sólo el centro corporal, sino también el centro anímico y espiritual del ser humano. En la Ilíada, el pensar y el sentir son del corazón y están muy próximos entre sí [2]. Allí el corazón aparece como centro del querer y como lugar en que se fraguan las decisiones importantes de la persona [3]. En Platón el corazón adquiere una función en cierto modo “sintetizadora” de lo racional y lo tendencial de cada uno, pues tanto el mandato de las facultades superiores como las pasiones se transmiten a través de las venas que confluyen en el corazón [4]. Así advertimos desde la antigüedad la importancia de considerar al ser humano no como una suma de distintas capacidades sino como un mundo anímico corpóreo con un centro unificador que otorga a todo lo que vive la persona el trasfondo de un sentido y una orientación.
4. Dice la Biblia que “la Palabra de Dios es viva y eficaz […] discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4,12). De esta manera nos habla de un núcleo, el corazón, que está detrás de toda apariencia, aun detrás de pensamientos superficiales que nos confunden. Los discípulos de Emaús, en su misteriosa caminata con Cristo resucitado, vivían un momento de angustia, confusión, desesperanza, desilusión. No obstante, más allá de todo eso y a pesar de todo, algo ocurría en lo más hondo: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino?” (Lc 24,32).
5. Al mismo tiempo, el corazón es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los “secretos” que a nadie dice y, en definitiva, la propia verdad desnuda. Se trata de aquello que no es apariencia o mentira sino auténtico, real, enteramente “propio”. Por eso a Sansón, que no contaba el secreto de su fuerza, Dalila le reclamaba: “¿Cómo puedes decir que me quieres, si tu corazón no está conmigo?” (Jc 16,15). Sólo cuando él le contó su secreto tan oculto, ella “comprendió que él le había abierto todo su corazón” (Jc 16,18).
6. Esta verdad de cada persona tantas veces está oculta debajo de mucha hojarasca que la disimula, y esto hace que se vuelva difícil sentir que uno se conoce a sí mismo y más aún que conoce a otra persona: “Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo?” (Jr 17,9). Así entendemos por qué el libro de los Proverbios nos reclama: “Con todo cuidado vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Aparta de ti las palabras perversas y aleja de tus labios la maldad” (4,23-24). La pura apariencia, el disimulo y el engaño dañan y pervierten el corazón. Más allá de tantos intentos por mostrar o expresar algo que no somos, en el corazón se juega todo, allí no cuenta lo que uno muestra por fuera y los ocultamientos, allí somos nosotros mismos. Y esa es la base de cualquier proyecto sólido para nuestra vida, ya que nada que valga la pena se construye sin el corazón. La apariencia y la mentira sólo ofrecen vacío.
7. Como metáfora, me permito recordar algo que ya narré en otra oportunidad: “Para carnaval, cuando éramos niños, la abuela nos hacía galletas, y era una masa muy liviana, liviana, era liviana esa masa que hacía. Luego la ponía en el aceite y la masa se inflaba, se inflaba, y cuando la comíamos estaba hueca. Esas galletas en el dialecto se llamaban “mentiras”. Y era precisamente la abuela quien nos explicaba la razón de ello: “estas galletas son como las mentiras, parecen grandes, pero no tienen nada dentro, no hay nada verdadero allí; no hay nada de sustancia” [5].
8. En lugar de procurar algunas satisfacciones superficiales y de cumplir un papel frente a los demás, lo mejor es dejar brotar preguntas decisivas: quién soy realmente, qué busco, qué sentido quiero que tengan mi vida, mis elecciones o mis acciones; por qué y para qué estoy en este mundo, cómo querré valorar mi existencia cuando llegue a su final, qué significado quisiera que tenga todo lo que vivo, quién quiero ser frente a los demás, quién soy frente a Dios. Estas preguntas me llevan a mi corazón.
Volver al corazón
9. En este mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones. Pero nos movemos en sociedades de consumidores seriales que viven al día y dominados por los ritmos y ruidos de la tecnología, sin mucha paciencia para hacer los procesos que la interioridad requiere. En la sociedad actual el ser humano “corre el riesgo de perder su centro, el centro de sí mismo” [6]. “El hombre contemporáneo se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar. Modelos de comportamiento bastante difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional-tecnológica o, al contrario, su dimensión instintiva” [7]. Falta corazón.
10. Ahora bien, el problema de la sociedad líquida es actual, pero la desvalorización del centro íntimo del hombre —el corazón— viene de más lejos: la encontramos ya en el racionalismo griego y precristiano, en el idealismo postcristiano o en el materialismo en sus diversas formas. El corazón ha tenido poco lugar en la antropología y al gran pensamiento filosófico le resulta una noción extraña. Se han preferido otros conceptos como el de razón, voluntad o libertad. Su significado es impreciso y no se le concedió un lugar específico en la vida humana. Quizás porque no era fácil colocarlo entre las ideas “claras y distintas” o por la dificultad que supone el conocimiento de uno mismo: pareciera que lo más íntimo es también lo más lejano a nuestro conocimiento. Tal vez porque el encuentro con el otro no se consolida como camino para encontrarse a sí mismo, ya que el pensamiento vuelve a desembocar en un individualismo enfermizo. Muchos se sintieron seguros en el ámbito más controlable de la inteligencia y de la voluntad para construir sus sistemas de pensamiento. Por no encontrarle lugar al corazón mismo, distinto de las potencias y pasiones humanas consideradas aisladamente unas de otras, tampoco se desarrolló ampliamente la idea de un centro personal donde lo único que puede unificar todo es, en definitiva, el amor.
11. Si el corazón está devaluado también se devalúa lo que significa hablar desde el corazón, actuar con corazón, madurar y cuidar el corazón. Cuando no se aprecia lo específico del corazón perdemos las respuestas que la sola inteligencia no puede dar, perdemos el encuentro con los demás, perdemos la poesía. Y nos perdemos la historia y nuestras historias, porque la verdadera aventura personal es la que se construye desde el corazón. Al final de la vida contará sólo eso.
12. Hay que afirmar que tenemos corazón, que nuestro corazón coexiste con los otros corazones que le ayudan a ser un “tú”. Como no podemos desarrollar ampliamente este tema, nos valdremos de un personaje de novela, el Stavroguin de Dostoyevski [8]. Romano Guardini lo muestra como la encarnación misma del mal, porque su característica principal es no tener corazón: “Stavroguin, empero, no tiene corazón y, por lo tanto, su espíritu es algo frío y sin contenido y su cuerpo se envenena en la inercia y en la sensualidad bestial. De esta suerte no puede llegar hasta los demás hombres y ninguno de ellos puede llegar verdaderamente a él porque, en efecto, es el corazón el que crea las posibilidades de encuentro. Por el corazón estoy yo al lado del otro y otro está cerca de mí. Sólo el corazón puede acoger y dar un hogar. La intimidad es el acto, la esfera del corazón. Stavroguin empero es una persona distanciada, […] está muy lejos incluso de sí mismo, pues lo íntimo del hombre está en el corazón y no en el espíritu. Que la interioridad resida en el espíritu no es propio de lo humano. Mas cuando el corazón no vive, el hombre está no en sí mismo sino junto a sí mismo” [9].
13. Necesitamos que todas las acciones se pongan bajo el “dominio político” del corazón, que la agresividad y los deseos obsesivos se aquieten en el bien mayor que el corazón les ofrece y en la fortaleza que tiene contra los males; que la inteligencia y la voluntad se pongan también a su servicio sintiendo y gustando las verdades más que queriendo dominarlas como suelen hacer algunas ciencias; que la voluntad desee el bien mayor que el corazón conoce, y que también la imaginación y los sentimientos se dejen moderar por el latido del corazón.
14. Se podría decir que, en último término, yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas. El algoritmo en acto en el mundo digital muestra que nuestros pensamientos y lo que decide la voluntad son mucho más “estándar” de lo que creíamos. Son fácilmente predecibles y manipulables. No así el corazón.
15. Se trata de una palabra importante para la filosofía y la teología, que buscan alcanzar una síntesis integradora. De hecho, la palabra “corazón” no puede ser agotada por la biología, por la psicología, por la antropología o por cualquier ciencia. Es una de esas palabras originarias “que significan realidades que competen al hombre precisamente en cuanto totalidad (en cuanto persona corpóreo-espiritual)” [10]. Entonces no es más realista el biólogo cuando habla sobre el corazón, porque sólo ve una parte, y la totalidad no es menos real sino que lo es aún más. Tampoco un lenguaje abstracto podría tener el mismo significado concreto y simultáneamente integrador. Si bien “corazón” nos lleva al centro íntimo de nuestra persona, también nos permite reconocernos en nuestra integridad y no sólo en algún aspecto aislado.
16. Por otra parte, esta fuerza única del corazón nos ayuda a entender por qué se dice que cuando se capta alguna realidad con el corazón se la puede conocer mejor y más plenamente. Esto inevitablemente nos lleva al amor del que es capaz ese corazón, ya que “lo más íntimo de la realidad es amor” [11]. Para Heidegger, según la interpretación que hace de él un pensador actual, la filosofía no comienza con un concepto puro o una certeza sino con una conmoción: “El pensar tiene que haber sido conmovido antes de trabajar con conceptos o mientras trabaja con ellos. Sin una emoción profunda el pensar no puede comenzar. La primera imagen mental sería la piel de gallina. Lo primero que hace pensar y preguntar es la emoción profunda. La filosofía siempre sucede en un estado de ánimo fundamental (Stimmung)” [12]. Y aquí aparece el corazón, que “alberga los estados de ánimo, trabaja como ‘un custodio del estado de ánimo’. El ‘corazón’ oye de una manera no metafórica ‘la silenciosa voz’ del ser, dejándose templar y determinar (armonizar y unificar) por ella” [13].
El corazón que une los fragmentos
17. Al mismo tiempo, el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construya con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo. Sólo se mantendrían en pie dos mónadas que se juntan pero que no se conectan realmente. Anti-corazón es una sociedad cada vez más dominada por el narcisismo y la autorreferencia. Finalmente llegamos a la “pérdida del deseo”, porque el otro desaparece del horizonte y nos encerramos en nuestra mismidad, sin capacidad de relaciones sanas [14]. Por consiguiente, nos volvemos incapaces de acoger a Dios. Como diría Heidegger, para recibir lo divino hay que construir una “casa de huéspedes” [15].
18. Vemos así cómo se produce en el corazón de cada uno esta paradójica conexión entre la valoración del propio ser y la apertura a los otros, entre el encuentro tan personal consigo mismo y la donación de sí a los demás. Sólo se llega a ser uno mismo cuando se adquiere la capacidad de reconocer al otro, y se encuentra con el otro quien puede reconocer y aceptar la propia identidad.
19. El corazón también es capaz de unificar y armonizar tu historia personal, que parece fragmentada en mil pedazos, pero donde todo puede tener un sentido. Es lo que expresa el Evangelio en la mirada de María, que miraba con el corazón. Ella era capaz de dialogar con las experiencias atesoradas ponderándolas en el corazón, dándoles tiempo: simbolizando y guardando dentro para recordar. En el Evangelio, la mejor expresión de lo que piensa un corazón son los dos pasajes de san Lucas que nos dicen que María “atesoraba (syneterei) todas estas cosas, ponderándolas (symballousa) en su corazón” (cf. Lc 2,19.51). El verbo symballein (del que proviene “símbolo”) significa ponderar, reunir dos cosas en la mente y examinarlas con uno mismo, reflexionando, dialogando interiormente. En Lucas 2,51 dieterei es “guardaba cuidadosamente”, y lo que ella conservaba no era sólo “la escena” que veía, sino también lo que no entendía todavía y aun así permanecía presente y vivo en la espera de unirlo todo en el corazón.
20. En el tiempo de la inteligencia artificial no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía y el amor. Lo que ningún algoritmo podrá albergar será, por ejemplo, ese momento de la infancia que se recuerda con ternura y que, aunque pasen los años, sigue ocurriendo en cada rincón del planeta. Pienso en el uso del tenedor para sellar los bordes de esas empanadillas caseras que hacemos con nuestras madres o abuelas. Es ese momento de aprendiz de cocinero, a medio camino entre el juego y la adultez, donde se asume la responsabilidad del trabajo para ayudar al otro. Al igual que el tenedor podría nombrar miles de pequeños detalles que sustentan las biografías de todos: hacer brotar sonrisas con una broma, calcar un dibujo al contraluz de una ventana, jugar el primer partido de fútbol con una pelota de trapo, cuidar gusanillos en una caja de zapatos, secar una flor entre las páginas de un libro, cuidar un pajarillo que se ha caído del nido, pedir un deseo al deshojar una margarita. Todos esos pequeños detalles, lo ordinario-extraordinario, nunca podrán estar entre los algoritmos. Porque el tenedor, las bromas, la ventana, la pelota, la caja de zapatos, el libro, el pajarillo, la flor... se sustentan en la ternura que se guarda en los recuerdos del corazón.
21. Ese núcleo de cada ser humano, su centro más íntimo, no es el núcleo del alma sino de toda la persona en su identidad única que es anímica y corpórea. Todo se unifica en el corazón, que puede ser la sede del amor con la totalidad de sus componentes espirituales, anímicos y también físicos. En definitiva, si allí reina el amor una persona alcanza su identidad de modo pleno y luminoso, porque cada ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser amado.
22. Por esta razón, viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna— cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida paz, sino angustia, miedo e indignación. El recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso. Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo sin corazón.
23. Cuando cada uno reflexiona, busca, medita sobre su propio ser y su identidad, o analiza las cuestiones más elevadas; cuando piensa acerca del sentido de su vida e incluso si busca a Dios, aun cuando experimente el gusto de haber vislumbrado algo de la verdad, eso necesita encontrar su culminación en el amor. Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive. Así todo confluye en un estado de conexión y de armonía. Por eso, frente al propio misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse es: ¿tengo corazón?
El fuego
24. Esto ofrece consecuencias para la espiritualidad. Por ejemplo, la teología de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola tiene por principio el affectus. Lo discursivo se construye sobre un querer fundamental —con toda la fuerza del corazón— que da potencia y recursos a la tarea de reorganizar la vida. Las reglas y composiciones de lugar que implementa Ignacio obran en función de un “fundamento” distinto de ellas, lo desconocido del corazón. Michel de Certeau hace ver cómo las “mociones” de las que habla san Ignacio son las irrupciones de un querer de Dios y de un querer del propio corazón que permanece otro en relación con el orden manifiesto. Algo inesperado se pone a hablar en el corazón de la persona, algo que nace de lo incognoscible, remueve la superficie de lo conocido y lo conflictúa. Es el origen de un nuevo “ordenamiento de la vida” a partir del corazón. No se trata de discursos racionales que habría que llevar a la práctica, haciéndolos pasar a la vida, de modo que la afectividad y la práctica serían simplemente consecuencias —en dependencia— de conocimientos asegurados [16].
25. Allí donde el filósofo detiene su pensamiento, el corazón creyente ama, adora, pide perdón y se ofrece a servir en el lugar que el Señor le da a elegir para que lo siga. Entonces entiende que es el tú de Dios, y que puede ser un yo porque Dios es un tú para él. El hecho es que sólo el Señor nos ofrece tratarnos como un tú siempre y para siempre. Aceptar su amistad es cuestión de corazón y eso nos constituye como personas en el sentido pleno de la palabra.
26. San Buenaventura decía que al fin de cuentas hay que preguntarle “no a la luz, sino al fuego” [17]. Y enseñaba que “la fe está en el intelecto, de modo que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo ha muerto por nosotros no se queda en conocimiento, sino que necesariamente se convierte en afecto, en amor” [18]. En esta línea, san John Henry Newman tomó como lema la frase “Cor ad cor loquitur”, porque más allá de toda dialéctica, el Señor nos salva hablando a nuestro corazón desde su Corazón sagrado. Esta misma lógica hacía que para él, gran pensador, el lugar del encuentro más hondo consigo mismo y con el Señor no fuera la lectura o la reflexión, sino el diálogo orante, de corazón a corazón, con Cristo vivo y presente. Por eso Newman encontraba en la Eucaristía el Corazón de Jesucristo vivo, capaz de liberar, de dar sentido a cada momento y de derramar la verdadera paz al ser humano: “Sacratísimo y muy amado Corazón de Jesús, estás oculto en la Santa Eucaristía y sufres aún por nosotros. […] Te venero, pues, con todo mi mejor amor y reverencia, con mi ferviente afecto, con mi mayor sumisión y la más resuelta voluntad. Dios mío, cuando condesciendes a sufrir que te reciba, te coma y te beba, y por un momento estableces tu morada en mí, haz que mi corazón lata con el tuyo. Purifícalo de todo lo que es terrenal, de todo lo que es orgullo y sensualidad, de todo lo que es duro y cruel, de toda perversidad, de todo desorden, de toda mortandad. Llénalo tanto de ti, que ni los acontecimientos del momento ni las circunstancias de la época tengan poder de alterarlo, sino que en tu amor y en tu temor pueda hallarse en paz” [19].
27. Ante el Corazón de Jesús vivo y presente nuestra mente comprende, iluminada por el Espíritu, las palabras de Jesús. Así nuestra voluntad se pone en marcha para practicarlas. Pero esto podría quedarse en una forma de moralismo autosuficiente. Sentir y gustar al Señor y honrarlo es cosa del corazón. Únicamente el corazón es capaz de poner a las demás potencias y pasiones y a toda nuestra persona en actitud de reverencia y de obediencia amorosa al Señor.
El mundo puede cambiar desde el corazón
28. Nuestras comunidades sólo desde el corazón lograrán unir sus inteligencias y voluntades diversas y pacificarlas para que el Espíritu nos guíe como red de hermanos, ya que pacificar también es tarea del corazón. El Corazón de Cristo es éxtasis, es salida, es donación, es encuentro. En él nos volvemos capaces de relacionarnos de un modo sano y feliz, y de construir en este mundo el Reino de amor y de justicia. Nuestro corazón unido al de Cristo es capaz de este milagro social.
29. Tomar en serio el corazón tiene consecuencias sociales. Como enseña el Concilio Vaticano II, “tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore” [20]. Porque “los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano” [21]. Ante los dramas del mundo, el Concilio invita a volver al corazón, explicando que el ser humano “por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones (cf. 1 S 16,7; Jr 17,10), y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino” [22]
30. Esto no significa confiar excesivamente en nosotros mismos. Tengamos cuidado: advirtamos que nuestro corazón no es autosuficiente; es frágil y está herido. Tiene una dignidad ontológica, pero al mismo tiempo debe buscar una vida más digna [23]. Dice también el Concilio Vaticano II que “el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad” [24], aunque para vivir conforme a esa dignidad no nos basta conocer el Evangelio ni cumplir mecánicamente lo que nos manda. Necesitamos el auxilio del amor divino. Acudamos al Corazón de Cristo, ese centro de su ser, que es un horno ardiente de amor divino y humano y es la mayor plenitud que puede alcanzar lo humano. Allí, en ese Corazón es donde nos reconocemos finalmente a nosotros mismos y aprendemos a amar.
31. En definitiva, este Corazón sagrado es el principio unificador de la realidad, porque “Cristo es el corazón del mundo; su Pascua de muerte y resurrección es el centro de la historia, que gracias a él es historia de salvación” [25]. Todas las criaturas “avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo” [26]. Ante el Corazón de Cristo, pido al Señor que una vez más tenga compasión de esta tierra herida, que él quiso habitar como uno de nosotros. Que derrame los tesoros de su luz y de su amor, para que nuestro mundo que sobrevive entre las guerras, los desequilibrios socioeconómicos, el consumismo y el uso antihumano de la tecnología, pueda recuperar lo más importante y necesario: el corazón.
II.
GESTOS Y PALABRAS DE AMOR
32. El Corazón de Cristo, que simboliza su centro personal, desde donde brota su amor por nosotros, es el núcleo viviente del primer anuncio. Allí está el origen de nuestra fe, el manantial que mantiene vivas las convicciones cristianas.
Gestos que reflejan el corazón
33. Cómo nos ama Cristo es algo que él no quiso explicarnos demasiado. Lo mostró en sus gestos. Viéndolo actuar podemos descubrir cómo nos trata a cada uno de nosotros, aunque nos cueste percibirlo. Vayamos entonces a mirar allí donde nuestra fe puede llegar a reconocerle: en el Evangelio.
34. Dice el Evangelio que Jesús “vino a los suyos” (Jn 1,11). Los suyos somos nosotros, porque él no nos trata como a algo extraño. Nos considera algo propio, algo que él guarda con cuidado, con cariño. Nos trata como suyos. No significa que seamos sus esclavos, y él mismo lo niega: “Ya no los llamo servidores” (Jn 15,15). Lo que él propone es la pertenencia mutua de los amigos. Vino, saltó todas las distancias, se nos volvió cercano como las cosas más simples y cotidianas de la existencia. De hecho, él tiene otro nombre, que es “Emanuel” y significa “Dios con nosotros”, Dios junto a nuestra vida, viviendo entre nosotros. El Hijo de Dios se encarnó y “se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo” (Flp 2,7).
35. Esto se manifiesta cuando le vemos actuar. Está siempre en búsqueda, cercano, constantemente abierto al encuentro. Lo contemplamos cuando se detiene a conversar con la samaritana junto al pozo donde ella iba a buscar el agua (cf. Jn 4,5-7). Vemos cómo, en medio de la noche oscura, se reúne con Nicodemo, que tenía temor de dejarse ver cerca de Jesús (cf. Jn 3,1-2). Lo admiramos cuando sin pudor se deja lavar los pies por una prostituta (cf. Lc 7,36-50); cuando a la mujer adúltera le dice a los ojos: “No te condeno” (cf. Jn 8,11); o cuando enfrenta la indiferencia de sus discípulos y al ciego del camino le dice con cariño: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Mc 10,51). Cristo muestra que Dios es proximidad, compasión y ternura.
36. Si él curaba a alguien, prefería acercarse: “Jesús extendió la mano y lo tocó” ( Mt 8,3), “le tocó la mano” ( Mt 8,15), “les tocó los ojos” ( Mt 9,29). Y hasta se detenía a curar a los enfermos con su propia saliva (cf. Mc 7,33), como una madre, para que no lo sintieran ajeno a sus vidas. Porque “el Señor sabe la bella ciencia de las caricias. La ternura de Dios no nos ama de palabra; Él se aproxima y estándonos cerca nos da su amor con toda la ternura posible” [27].
37. Dado que nos cuesta confiar, porque nos lastimaron tantas falsedades, agresiones y desilusiones, él nos susurra al oído: “Ten confianza, hijo” (Mt 9,2); “ten confianza, hija” (Mt 9,22). Se trata de superar el miedo y darnos cuenta de que con él no tenemos nada que perder. A Pedro, que desconfiaba, “Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: […] “¿Por qué dudaste?” (Mt 14,31). No temas. Deja que él se acerque, que se siente a tu lado. Podremos dudar de muchas personas, pero no de él. Y no te detengas por tus pecados. Recuerda que muchos pecadores “se sentaron a comer con él” (Mt 9,10) y Jesús no se escandalizaba de ninguno. Los elitistas de la religión se quejaban y lo trataban de “un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores” (Mt 11,19). Cuando los fariseos criticaban esta cercanía suya a las personas consideradas de baja condición o pecadoras, Jesús les decía: “Quiero misericordia y no sacrificios” (Mt 9,13).
38. Ese mismo Jesús hoy espera que le des la posibilidad de iluminar tu existencia, de levantarte, de llenarte con su fuerza. Porque antes de morir, dijo a los discípulos: “No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán” (Jn 14,18-19). Siempre encuentra alguna manera para manifestarse en tu vida, para que puedas encontrarte con él.
La mirada
39. Cuenta el Evangelio que un rico se acercó a él, lleno de ideales, pero sin fuerzas para cambiar de vida. Entonces “Jesús lo miró con amor” (Mc 10,21). ¿Puedes imaginarte ese instante, ese encuentro entre los ojos de este hombre y la mirada de Jesús? Si te llama, si te convoca a una misión, primero te mira, penetra lo más íntimo de tu ser, percibe y conoce todo lo que hay en ti, deposita en ti su mirada: “Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos […]. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos” (Mt 4,18.21).
40. Muchos textos del Evangelio nos muestran a Jesús que presta toda su atención a las personas, a sus inquietudes, a sus sufrimientos. Por ejemplo: “Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos” (Mt 9,36). Cuando nos parece que todos nos ignoran, que a nadie le interesa lo que nos pasa, que no tenemos importancia para nadie, él nos está prestando atención. Así se lo hizo notar a Natanael, que estaba solitario y ensimismado: “Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera” (Jn 1,48).
41. Precisamente porque está atento a nosotros, él es capaz de reconocer cada buena intención que tengas, cada pequeño acto bueno que realices. Cuenta el Evangelio que vio “a una viuda de condición muy humilde, que ponía [en el tesoro del templo] dos pequeñas monedas de cobre” (Lc 21,2) e inmediatamente se lo hizo notar a sus apóstoles. Jesús presta atención de tal modo que se admira por las cosas buenas que reconoce en nosotros. Cuando el centurión le rogaba con total confianza, “al oírlo, Jesús quedó admirado” (Mt 8,10). Qué hermoso es saber que si los demás ignoran nuestras buenas intenciones o las cosas positivas que podamos hacer, a Jesús no se le escapan, y hasta se admira.
42. Él, como ser humano, había aprendido esto de María, su madre. La que contemplaba todo con cuidado y “lo guardaba en su corazón” (cf. Lc 2,19.51), le enseñó desde pequeño, junto con san José, a prestar atención.
Las palabras
43. Aunque en las Escrituras tenemos su Palabra siempre viva y actual, a veces Jesús nos habla interiormente y nos llama para llevarnos al mejor lugar. Ese mejor lugar es su propio corazón. Nos llama para hacernos entrar allí donde podemos recuperar las fuerzas y la paz: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28). Por eso pidió a sus discípulos: “Permanezcan en mí” (Jn 15,4).
44. Las palabras que Jesús decía indicaban que su santidad no eliminaba los sentimientos. En algunas ocasiones mostraban un amor apasionado, que sufre por nosotros, se conmueve, se lamenta, y llega hasta las lágrimas. Es evidente que no le dejaban indiferente las preocupaciones y angustias comunes de las personas, como el cansancio o el hambre: “Me da pena esta multitud, […] no tienen qué comer […], van a desfallecer en el camino, y algunos han venido de lejos” (Mc 8,2-3).
45. El Evangelio no oculta los sentimientos de Jesús hacia Jerusalén, la ciudad amada: “Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella” (Lc 19,41) y expresó su mayor anhelo: “¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!” (v. 42). Los evangelistas, si bien a veces lo muestran poderoso o glorioso, no dejan de manifestar sus sentimientos ante la muerte y el dolor de los amigos. Antes de contar que frente a la tumba de Lázaro “Jesús lloró” (Jn 11,35), el Evangelio se detiene a decir que “Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5) y que, viendo llorar a María y a los que la acompañaban “se conmovió interiormente y se turbó” (cf. Jn 11,33). La narración no deja dudas de que se trataba de un llanto sincero, que brotaba de una perturbación interior. Finalmente, tampoco se quiso disimular la angustia de Jesús ante la propia muerte violenta en manos de los que él tanto amaba: “comenzó a sentir temor y a angustiarse” (Mc 14,33), hasta decir: “Mi alma siente una tristeza de muerte” (Mc 14,34). Esta conmoción interna se expresa con toda su fuerza en el grito del Crucificado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34).
46. Todo lo dicho, si se mira superficialmente, puede parecer mero romanticismo religioso. Sin embargo, es lo más serio y lo más decisivo. Encuentra su máxima expresión en Cristo clavado en una cruz. Esa es la palabra de amor más elocuente. Esto no es cáscara, no es puro sentimiento, no es diversión espiritual. Es amor. Por eso cuando san Pablo buscaba las palabras justas para explicar su relación con Cristo dijo: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). Esa era su mayor convicción, saberse amado. La entrega de Cristo en la cruz lo subyugaba, pero sólo tenía sentido porque había algo más grande todavía que esa entrega: “Me amó”. Cuando muchas personas buscaban en diversas propuestas religiosas su salvación, su bienestar o su seguridad, Pablo, tocado por el Espíritu, fue capaz de mirar más allá y de maravillarse por lo más grande y fundamental: “Me amó”.
47. Después de contemplar a Cristo, viendo lo que sus gestos y palabras nos dejan ver de su corazón, recordemos ahora cómo reflexiona la Iglesia sobre el misterio santo del Corazón del Señor.
III.
ESTE ES EL CORAZÓN QUE TANTO AMÓ
48. La devoción al Corazón de Cristo no es el culto a un órgano separado de la persona de Jesús. Lo que contemplamos y adoramos es a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya donde está destacado su corazón. En este caso se toma al corazón de carne como imagen o signo privilegiado del centro más íntimo del Hijo encarnado y de su amor a la vez divino y humano, porque más que cualquier otro miembro de su cuerpo es “signo o símbolo natural de su inmensa caridad” [28].
Adoración a Cristo
49. Es indispensable destacar que nos relacionamos en la amistad y en la adoración con la persona de Cristo, atraídos por el amor que se representa en la imagen de su Corazón. Veneramos esa imagen que lo representa, pero la adoración se dirige sólo a Cristo vivo, en su divinidad y en toda su humanidad, para dejarnos abrazar por su amor humano y divino.
50. Más allá de la imagen que se utilice, es cierto que el Corazón viviente de Cristo —nunca una imagen— es objeto de adoración, porque es parte de su Cuerpo santísimo y resucitado, inseparable del Hijo de Dios que lo ha asumido para siempre. Es adorado “en cuanto es el corazón de la persona del Verbo, al que está inseparablemente unido” [29]. No lo adoramos aisladamente, sino en cuanto con ese Corazón es el mismo Hijo encarnado quien vive, ama y recibe nuestro amor. De ahí que cualquier acto de amor o adoración a su Corazón en realidad “se ofrece propia y verdaderamente al mismo Cristo” [30], pues tal figura espontáneamente remite a él y es “símbolo e imagen expresiva de la caridad infinita de Jesucristo” [31].
51. Por esta razón nadie debería pensar que esta devoción nos pueda separar o distraer de Jesucristo y de su amor. De modo espontáneo y directo nos orienta a él y sólo a él, que nos llama a una preciosa amistad hecha de diálogo, afecto, confianza, adoración. Ese Cristo con el corazón traspasado y ardiente, es el mismo que nació en Belén por amor, es el que caminaba por Galilea sanando, acariciando, derramando misericordia, es el que nos amó hasta el fin abriendo sus brazos en la cruz. En definitiva, es el mismo que ha resucitado y vive glorioso en medio de nosotros.
La veneración de su imagen
52. Cabe indicar que la imagen de Cristo con su corazón, aunque de ninguna manera es objeto de adoración, no es una entre tantas otras que podríamos elegir. No es algo inventado en un escritorio o diseñado por un artista, “no es un símbolo imaginario, es un símbolo real, que representa el centro, la fuente de la que brotó la salvación para toda la humanidad” [32].
53. Hay una experiencia humana universal que vuelve única esta imagen. Porque es indudable que a lo largo de la historia y en diversas partes del mundo el corazón se ha convertido en símbolo de la intimidad más personal y también de los afectos, las emociones, la capacidad de amar. Fuera de toda explicación científica, una mano colocada en el corazón de un amigo expresa un afecto especial; cuando una persona se enamora y está cerca de la persona amada, los latidos se aceleran; cuando alguien sufre un abandono o un engaño de parte de una persona amada, siente como una fuerte opresión en el corazón. Por otra parte, para expresar que algo es sincero, que brota realmente del centro de la persona, se afirma: “te lo digo de corazón”. El lenguaje poético no puede ignorar la fuerza de estas experiencias. Por eso es inevitable que durante la historia el corazón haya alcanzado una fuerza simbólica única que no es meramente convencional.
54. Entonces se comprende que la Iglesia haya elegido la imagen del corazón para representar el amor humano y divino de Jesucristo y el núcleo más íntimo de su persona. Pero, si bien el dibujo de un corazón con llamas de fuego puede ser un símbolo elocuente que nos recuerde el amor de Jesucristo, es conveniente que ese corazón sea parte de una imagen de Jesucristo. De ese modo es aún más significativo su llamado a una relación personal, de encuentro y de diálogo [33]. Esa imagen venerada de Cristo donde se destaca su corazón amante, tiene al mismo tiempo una mirada que llama al encuentro, al diálogo, a la confianza; tiene unas manos fuertes capaces de sostenernos; tiene una boca que nos dirige la palabra de un modo único y personalísimo.
55. El corazón tiene el valor de ser percibido no como un órgano separado sino como centro íntimo unificador y a su vez como expresión de la totalidad de la persona, cosa que no sucede con otros órganos del cuerpo humano. Si es el centro íntimo de la totalidad de la persona, y por lo tanto una parte que representa al todo, podemos fácilmente desnaturalizarlo si lo contemplamos separadamente de la figura del Señor. La imagen del corazón debe referirnos a la totalidad de Jesucristo en su centro unificador y, simultáneamente, desde ese centro unificador debe orientarnos a contemplar a Cristo en toda la hermosura y riqueza de su humanidad y de su divinidad.
56. Esto va más allá del atractivo que puedan tener las diversas imágenes que se han hecho del Corazón de Cristo, porque no es que ante las imágenes de Cristo “haya que pedirles algo a ellas, o que haya que poner la confianza en las imágenes, como antiguamente hacían los paganos”, sino que “por medio de las imágenes que besamos y ante las cuales descubrimos nuestra cabeza y nos prosternamos, adoramos a Cristo” [34].
57. Es más, alguna de esas imágenes podrá parecernos poco atractiva y no movernos demasiado al amor y a la oración. Eso es secundario, ya que la imagen no es más que una figura motivadora, y, como dirían los orientales, no hay que quedarse en el dedo que indica la luna. Mientras la Eucaristía es presencia real que se adora, en este caso se trata sólo de una imagen que, aunque esté bendecida, nos invita a ir más allá de ella, nos orienta a elevar nuestro propio corazón al de Cristo vivo y unirlo a él. La imagen venerada convoca, señala, transporta, para que dediquemos un tiempo al encuentro con Cristo y a su adoración, como nos parezca mejor imaginarlo. De este modo, mirando la imagen nos situamos frente a Cristo, y ante él “el amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio” [35].
58. Dicho todo esto, no hay que olvidar que esa imagen del corazón nos habla de carne humana, de tierra, y por eso también nos habla de Dios que ha querido entrar en nuestra condición histórica, hacerse historia y compartir nuestro camino terreno. Una forma de devoción más abstracta o estilizada no será necesariamente más fiel al Evangelio, porque en este signo sensible y accesible se manifiesta el modo como Dios ha querido revelarse y volverse cercano.
Amor sensible
59. Amor y corazón no están necesariamente unidos, porque en un corazón humano pueden reinar el odio, la indiferencia, el egoísmo. Pero no alcanzamos nuestra humanidad plena si no salimos de nosotros mismos, y no llegamos a ser enteramente nosotros mismos si no amamos. De manera que el centro íntimo de nuestra persona, creado para el amor, sólo realizará el proyecto de Dios cuando ame. Así, el símbolo del corazón al mismo tiempo simboliza el amor.
60. El Hijo eterno de Dios, que me trasciende sin límites, quiso amarme también con un corazón humano. Sus sentimientos humanos se vuelven sacramento de un amor infinito y definitivo. Su corazón no es entonces un símbolo físico que sólo expresa una realidad meramente espiritual o separada de la materia. La mirada dirigida al Corazón del Señor contempla una realidad física, su carne humana, que hace posible que Cristo tenga emociones y sentimientos bien humanos, como nosotros, aunque plenamente transformados por su amor divino. La devoción debe llegar al amor infinito de la persona del Hijo de Dios, pero necesitamos expresar que es inseparable de su amor humano, y para ello nos ayuda la imagen de su corazón de carne.
61. Si todavía hoy el corazón se percibe en el sentir popular como el centro afectivo de cada ser humano, es lo que mejor puede significar el amor divino de Cristo unido para siempre y de modo inseparable a su amor íntegramente humano. Ya Pío XII recordaba que la Palabra de Dios “al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. […] No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible” [36].
62. En los Padres de la Iglesia, frente a algunos que negaban o relativizaban la verdadera humanidad de Cristo, encontramos una fuerte afirmación de la realidad concreta y tangible del afecto humano del Señor. Así, san Basilio destacaba que la encarnación del Señor no era algo fantasioso, sino que “el Señor poseyó los afectos naturales” [37]. San Juan Crisóstomo proponía un ejemplo: “Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza” [38]. San Ambrosio afirmaba: “Ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma” [39]. Y san Agustín presentaba los afectos humanos como una realidad que, una vez asumida por Cristo, ya no es ajena a la vida de la gracia: “Nuestro Señor Jesucristo tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, y la muerte, de la carne humana, no por imposición de la necesidad, sino por consideración voluntaria […] de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, por esto no se juzgase ajeno a su gracia” [40], Finalmente, san Juan Damasceno consideraba que esta experiencia afectiva real de Cristo en su humanidad es muestra de que asumió íntegra y no parcialmente nuestra naturaleza, para redimirla y transformarla entera. Cristo, pues, asumió todos los elementos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos ellos fueran santificados [41].
63. Vale la pena recoger aquí la reflexión de un teólogo, quien reconoce que, por el influjo del pensamiento griego, la teología durante mucho tiempo relegó el cuerpo y los sentimientos al mundo de lo “prehumano, infrahumano o tentador de lo verdaderamente humano”, pero “lo que no resolvió la teología en teoría lo resolvió la espiritualidad en la práctica. Ella y la religiosidad popular han mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos, históricos de Jesús. Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos”. [42]
Triple amor
64. Tampoco nos quedamos sólo en sus sentimientos humanos, por más bellos y conmovedores que sean, porque contemplando el Corazón de Cristo reconocemos cómo en sus sentimientos nobles y sanos, en su ternura, en el temblor de su cariño humano, se manifiesta toda la verdad de su amor divino e infinito. Así lo expresaba Benedicto XVI: “Desde el horizonte infinito de su amor, Dios quiso entrar en los límites de la historia y de la condición humana, tomó un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar lo infinito en lo finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el Nazareno” [43].
65. En realidad, hay un triple amor que se contiene y nos deslumbra en la imagen del Corazón del Señor. Ante todo, el amor divino infinito que encontramos en Cristo. Pero además pensamos en la dimensión espiritual de la humanidad del Señor. Desde ese punto de vista, el corazón “es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana”. Finalmente “es símbolo de su amor sensible” [44].
66. Estos tres amores no son capacidades separadas, que funcionan de un modo paralelo o sin conexiones, sino que actúan y se expresan juntos y en un constante flujo de vida: “A la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino” [45].
67. Por eso, entrando en el Corazón de Cristo, nos sentimos amados por un corazón humano, lleno de afectos y sentimientos como los nuestros. Su voluntad humana quiere libremente amarnos y ese querer espiritual está plenamente iluminado por la gracia y la caridad. Llegando a lo más íntimo de ese Corazón nos inunda la gloria inconmensurable de su amor infinito como Hijo eterno que ya no podemos separar de su amor humano. Precisamente en su amor humano, y no apartándonos de él, encontramos su amor divino; encontramos “lo infinito en lo finito” [46].
68. Es enseñanza constante y definitiva de la Iglesia que nuestra adoración a su persona es única, y comprende inseparablemente tanto su naturaleza divina como su naturaleza humana. Desde antiguo la Iglesia enseña que debemos “adorar a un único y mismo Cristo, Hijo de Dios y del hombre, por dos y en dos naturalezas inseparables e indivisas” [47]. Y esto “con una sola adoración […] según que el Verbo se hizo carne” [48]. De ninguna manera Cristo “es adorado en dos naturalezas, de donde se introducen dos adoraciones”, sino que se “adora con una sola adoración al Dios Verbo encarnado con su propia carne” [49].
69. San Juan de la Cruz ha querido expresar que en la experiencia mística el amor inconmensurable de Cristo resucitado no se siente como ajeno a nuestra vida. El Infinito de algún modo se abaja para que a través del Corazón abierto de Cristo podamos vivir un encuentro de amor verdaderamente mutuo: “cosa creíble es que el ave de bajo vuelo prenda al águila real muy subida, si ella se viene a lo bajo, queriendo ser presa” [50]. Y explica que “viendo a la esposa herida de su amor, él también al gemido de ella viene herido del amor de ella; porque en los enamorados la herida de uno es de entrambos y un mismo sentimiento tienen los dos” [51]. Este místico entiende la figura del costado herido de Cristo como un llamado a la unión plena con el Señor. Él es el ciervo vulnerado, herido cuando todavía no nos hemos dejado alcanzar por su amor, que baja a las corrientes de aguas para saciar su propia sed y encuentra consuelo cada vez que nos volvemos a él:
“Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma” [52].
Perspectivas trinitarias
70. La devoción al Corazón de Jesús es marcadamente cristológica, es una contemplación directa de Cristo que invita a la unión con él. Esto es legítimo si tenemos en cuenta lo que pide la Carta a los Hebreos: correr nuestra carrera “con los ojos fijos en Jesús” (cf. 12,2). Sin embargo, no podemos ignorar que, al mismo tiempo, Jesús se presenta como camino para ir al Padre: “Yo soy el Camino [...]. Nadie va al Padre, sino por mí” ( Jn 14,6). Él nos quiere llevar al Padre. Así se entiende por qué la predicación de la Iglesia, desde los comienzos, no nos detiene en Jesucristo, sino que nos conduce al Padre. Él es quien, en último término, como plenitud fontal, debe ser glorificado [53].
71. Detengámonos, por ejemplo, en la Carta a los Efesios, donde se puede advertir con fuerza y claridad cómo nuestra adoración se orienta al Padre: “Doblo mis rodillas delante del Padre” (Ef 3,14); “hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos” (Ef 4,6); “siempre y por cualquier motivo, den gracias a Dios, nuestro Padre” (Ef 5,20). El Padre es aquel “a quien nosotros estamos destinados” (1 Co 8,6). Por eso, decía san Juan Pablo II que “toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre” [54]. Es lo que experimentó san Ignacio de Antioquía de camino al martirio: “Siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla y me dice: “Ven al Padre” [55].
72. Es ante todo el Padre de Jesucristo: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3). Es “el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria” (Ef 1,17). Cuando el Hijo se hizo hombre, todos los deseos y aspiraciones de su corazón humano se orientaban hacia el Padre. Si vemos cómo Cristo se refería al Padre podemos advertir esta fascinación de su corazón humano, esta perfecta y constante orientación al Padre [56]. Su historia en esta tierra nuestra fue un caminar sintiendo en su corazón humano un llamado incesante de ir al Padre [57].
73. Sabemos que la palabra aramea que él usaba para dirigirse al Padre era “Abba”, que significa “papito”. En su época algunos se molestaban por esa familiaridad (cf. Jn 5,18). Es la expresión que usó Jesús para comunicarse con el Padre cuando aparecía la angustia de la muerte: “Abba —Padre—, todo te es posible: aleja de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14,36). Siempre se reconoció amado por el Padre: “ya me amabas antes de la creación del mundo” (Jn 17,24). Y Jesús, en su corazón humano, se extasiaba escuchando que el Padre le decía: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1,11).
74. El cuarto Evangelio dice que el Hijo eterno del Padre estuvo siempre “en el seno del Padre” (Jn 1,18) [58]. San Ireneo afirma que “el Hijo de Dios existió siempre frente al Padre” [59]. Y Orígenes sostiene que el Hijo persevera “en la incesante contemplación del abismo paterno” [60]. Por eso, cuando el Hijo se hizo hombre, pasaba noches enteras comunicándose con el Padre amado, en la cima del monte (cf. Lc 6,12). Él decía: “debo ocuparme de los asuntos de mi Padre” (Lc 2,49). Miremos sus alabanzas: “Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “¡Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra!” (Lc 10,21). Y sus últimas palabras llenas de confianza fueron: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
75. Volvamos ahora los ojos al Espíritu Santo, que colma el Corazón de Cristo y arde en él. Porque, como decía san Juan Pablo II, el Corazón de Cristo es “la obra maestra del Espíritu Santo” [61]. No es sólo cosa del pasado, pues “en el Corazón de Cristo es continua la acción del Espíritu Santo, a la que Jesús atribuyó la inspiración de su misión (cf. Lc 4,18; Is 61,1) y cuyo envío había prometido durante la última cena. Es el Espíritu el que ayuda a captar la riqueza del signo del costado traspasado de Cristo, del que nació la Iglesia (cf. Const. Sacrosanctum Concilium, 5)” [62]. En definitiva “sólo el Espíritu Santo puede abrir ante nosotros esta plenitud del ‘hombre interior’, que se encuentra en el Corazón de Cristo. Sólo Él puede hacer que desde esta plenitud alcancen fuerza, gradualmente, también nuestros corazones humanos” [63].
76. Si intentamos ahondar en el misterio de la acción del Espíritu, vemos que gime en nosotros y dice Abba, y “la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Ga 4,6). Porque “el mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8,16). La acción del Espíritu Santo en el corazón humano de Cristo provoca sin cesar esa atracción hacia su Padre. Y cuando nos une a los sentimientos de Cristo por la gracia, nos hace participar de la relación del Hijo con el Padre, es “el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Rm 8,15).
77. Entonces, nuestra relación con el Corazón de Cristo se transforma bajo ese impulso del Espíritu, que nos orienta hacia el Padre, fuente de la vida y último origen de la gracia. Cristo mismo no desea que nos detengamos sólo en él. El amor de Cristo es “revelación de la misericordia del Padre” [64]. Su deseo es que, impulsados por el Espíritu que brota de su Corazón, “con él y en él” vayamos al Padre. La gloria se dirige hacia el Padre “por” Cristo [65], “con” Cristo [66] y “en” Cristo [67]. San Juan Pablo II enseñaba que “el Corazón del Salvador invita a remontarse al amor del Padre, que es el manantial de todo amor auténtico” [68]. Eso mismo es lo que el Espíritu Santo, que llega a nosotros desde el Corazón de Cristo, busca alimentar en nuestros corazones. De ahí que la Liturgia, bajo la acción vivificadora del Espíritu, siempre se dirige al Padre desde el Corazón resucitado de Cristo.
Expresiones magisteriales recientes
78. De formas diferentes el Corazón de Cristo estuvo presente en la historia de la espiritualidad cristiana. En la Biblia y en los primeros siglos de la Iglesia aparecía bajo la figura del costado herido del Señor, sea como fuente de la gracia, sea como un llamado a un encuentro íntimo de amor. Así reapareció constantemente en el testimonio de muchos santos hasta el día de hoy. En los últimos siglos esta espiritualidad fue tomando forma como un verdadero culto al Corazón del Señor.
79. Varios de mis predecesores se han referido al Corazón de Cristo e invitaron a unirse a él con lenguajes muy diversos. A fines del siglo XIX, León XIII nos invitaba a consagrarnos a él y en su propuesta unía al mismo tiempo el llamado a la unión con Cristo y la admiración ante el esplendor de su infinito amor [69]. Unos treinta años después Pío XI presentaba esta devoción como una suma de la experiencia de fe cristiana [70]. Más aún, Pío XII sostuvo que el culto al Sagrado Corazón expresa de modo excelente, como una sublime síntesis, nuestro culto a Jesucristo [71].
80. Más recientemente, san Juan Pablo II presentó el desarrollo de este culto en los siglos pasados como una respuesta ante el crecimiento de formas rigoristas y desencarnadas de espiritualidad que olvidaban la misericordia del Señor, pero, al mismo tiempo, como un llamado actual ante un mundo que pretende construirse sin Dios: “La devoción al Sagrado Corazón, tal como se desarrolló en la Europa de hace dos siglos, bajo el impulso de las experiencias místicas de santa Margarita María Alacoque, fue la respuesta al rigorismo jansenista, que había acabado por desconocer la infinita misericordia de Dios […]. El hombre del año 2000 tiene necesidad del Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él para construir la civilización del amor” [72].
81. Benedicto XVI invitaba a reconocer el Corazón de Cristo como presencia íntima y cotidiana en la vida de cada uno: “Toda persona necesita tener un “centro” de su vida, un manantial de verdad y de bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo necesita sentir los latidos de su corazón, sino también, más en profundidad, el pulso de una presencia fiable, perceptible con los sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo” [73].
Profundización y actualidad
82. La imagen expresiva y simbólica del Corazón de Cristo no es el único recurso que nos da el Espíritu Santo para encontrar el amor de Cristo, y siempre necesitará ser enriquecida, iluminada, renovada gracias a la meditación, la lectura del Evangelio y la maduración espiritual. Ya decía Pío XII que la Iglesia no pretende que “en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor” [74].
83. Nuestra devoción al Corazón de Cristo es algo esencial a la propia vida cristiana en la medida en que significa nuestra apertura, llena de fe y de adoración, ante el misterio del amor divino y humano del Señor, hasta el punto que podemos sostener una vez más que el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio [75]. Hay que recordar que las visiones o manifestaciones místicas narradas por algunos santos que propusieron con pasión la devoción al Corazón de Cristo, no son algo que los creyentes estén obligados a creer como si fuera la Palabra de Dios [76]. Son bellos estímulos que pueden motivar y hacer mucho bien, aunque nadie debe sentirse forzado a seguirlos si no constata que le ayudan en su camino espiritual. No obstante, es importante tener presente, como afirmaba Pío XII, que no puede decirse que este culto “deba su origen a revelaciones privadas” [77].
84. La propuesta de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes, por ejemplo, era un fuerte mensaje en un momento en que mucha gente dejaba de comulgar porque no confiaba en el perdón divino, en su misericordia, y consideraba la comunión como una especie de premio para los perfectos. En ese contexto jansenista, la promoción de esta práctica hizo mucho bien, ayudando a reconocer en la Eucaristía el amor gratuito y cercano del Corazón de Cristo que nos llama a la unión con él. Podemos afirmar que hoy también haría mucho bien por otra razón: porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra obsesión por el tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las redes sociales, olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la Eucaristía.
85. Del mismo modo, nadie debe sentirse obligado a realizar una hora de adoración los días jueves. Pero, ¿cómo no recomendarla? Cuando alguien vive con fervor esta práctica junto con tantos hermanos y encuentra en la Eucaristía todo el amor del Corazón de Cristo, “adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano” [78].
86. Lo dicho era difícilmente comprendido por muchos jansenistas, que miraban con desprecio todo lo que fuera humano, afectivo, corpóreo, y en definitiva entendían que esta devoción nos alejaba de la purísima adoración al Dios altísimo. Pío XII llamó “falso misticismo” [79] a esta actitud elitista de algunos grupos que veían a Dios tan alto, tan separado, tan distante, que consideraban peligrosas y necesitadas de un control eclesiástico las expresiones sensibles de la piedad popular.
87. Podría sostenerse que hoy, más que al jansenismo, nos enfrentamos a un fuerte avance de la secularización que pretende un mundo libre de Dios. A ello se suma que se multiplican en la sociedad diversas formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor, que son nuevas manifestaciones de una “espiritualidad sin carne”. Es verdad. Sin embargo, debo advertir que dentro de la misma Iglesia renació con nuevos rostros el dañino dualismo jansenista. Ha tomado renovada fuerza en las últimas décadas, pero es una manifestación de aquel gnosticismo que ya dañaba la espiritualidad en los primeros siglos de la fe cristiana, y que ignoraba la verdad de “la salvación de la carne”. Por esta razón vuelvo la mirada al Corazón de Cristo e invito a renovar su devoción. Espero que pueda ser atractiva también para la sensibilidad actual y de ese modo nos ayude a enfrentar estos viejos y nuevos dualismos a los cuales él ofrece una respuesta adecuada.
88. Quisiera agregar que el Corazón de Cristo nos libera al mismo tiempo de otro dualismo: el de comunidades y pastores concentrados sólo en actividades externas, reformas estructurales vacías de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, reflexiones secularizadas, diversas propuestas que se presentan como formalidades que a veces se pretende imponer a todos. Esto con frecuencia deriva en un cristianismo que ha olvidado la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión persona a persona, la cautivadora belleza de Cristo, la estremecida gratitud por la amistad que él ofrece y por el sentido último que da a la propia vida. Se trata de otra forma de engañoso trascendentalismo, igualmente desencarnado.
89. Estas enfermedades tan actuales, de las cuales, cuando nos hemos dejado atrapar, ni siquiera sentimos el deseo de curarnos, me mueven a proponer a toda la Iglesia un nuevo desarrollo sobre el amor de Cristo representado en su Corazón santo. Allí podemos encontrar el Evangelio entero, allí está sintetizada la verdad que creemos, allí está cuanto adoramos y buscamos en la fe, allí está lo que más necesitamos.
90. Ante el Corazón de Cristo es posible volver a la síntesis encarnada del Evangelio y vivir aquello que propuse poco tiempo atrás recordando a la entrañable santa Teresa del Niño Jesús: “La actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz de Jesucristo” [80]. Ella lo vivía con intensidad porque había descubierto en el Corazón de Cristo que Dios es amor: “A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas” [81]. Por eso la oración más popular, dirigida como un dardo al Corazón de Cristo, dice simplemente: “En Ti confío” [82]. No hacen falta más palabras.
91. En los próximos capítulos destacaremos dos aspectos fundamentales que hoy debería reunir la devoción al Sagrado Corazón para seguir alimentándonos y acercándonos al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y misionero.
IV.
AMOR QUE DA DE BEBER
92. Volvamos a las Sagradas Escrituras, a los textos inspirados que son el principal lugar donde encontramos la Revelación. En ellas y en la Tradición viva de la Iglesia está lo que el mismo Señor ha querido decirnos para toda la historia. A partir de la lectura de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, recogeremos algunos efectos de la Palabra en el largo camino espiritual del Pueblo de Dios.
Sed del amor de Dios
93. La Biblia muestra que al pueblo que había caminado por el desierto y que esperaba la liberación, se le anunciaba una abundancia de agua vivificante: “Sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación” (Is 12,3). Los anuncios mesiánicos fueron tomando la forma de un manantial de agua purificadora: “Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados […] pondré en ustedes un espíritu nuevo” (Ez 36,25-26). Es el agua que devolverá al pueblo una existencia plena, como una fuente que brota del templo y derrama vida y salud a su paso: “Vi que a la orilla del torrente, de uno y otro lado, había una inmensa arboleda […]. Hasta donde llegue el torrente, tendrán vida todos los seres vivientes […] cuando esta agua llegue hasta el Mar, sus aguas quedarán saneadas, y habrá vida en todas partes adonde llegue el torrente” (Ez 47,7.9).
94. La fiesta judía de las Tiendas (Sukkot), que recordaba los cuarenta años en el desierto, poco a poco había asumido el símbolo del agua como un elemento central, e incluía un rito de ofrenda de agua cada mañana, que se volvía muy solemne el último día de la fiesta: se realizaba una gran procesión hacia el templo donde finalmente se daban siete vueltas en torno al altar y se ofrendaba a Dios el agua en medio de gran algarabía [83].
95. El anuncio de la llegada del tiempo mesiánico se presentaba como una fuente abierta para el pueblo: “Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí […] al que ellos traspasaron […]. Aquel día, habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza” (Zc 12,10; 13,1).
96. Un traspasado, una fuente abierta, un espíritu de gracia y de oración. Los primeros cristianos inevitablemente veían cumplida esta promesa en el costado abierto de Cristo, fuente de donde mana la vida nueva. Recorriendo el Evangelio de Juan vemos cómo aquella profecía se veía plasmada en Cristo. Contemplamos su costado abierto, de donde brotó el agua del Espíritu: “Uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua” (Jn 19,34). Allí el evangelista añade: “Verán al que ellos mismos traspasaron” (Jn 19,37). Retoma así aquel anuncio del profeta que prometía al pueblo una fuente abierta en Jerusalén, cuando ellos mirarían al traspasado (cf. Zc 12,10). La fuente abierta es el costado herido de Jesucristo.
97. Advertimos que el mismo Evangelio anunciaba ese momento sagrado, precisamente “el último día, el más solemne de la fiesta” de las Tiendas (Jn 7,37). Allí Jesús gritó al pueblo que celebraba en la gran procesión: “El que tenga sed, venga a mí; y beba […] de su seno brotarán manantiales de agua viva” (Jn 7,37-38). Para ello debía llegar su “hora”, porque Jesús “aún no había sido glorificado” (Jn 7,39). Todo se cumplió en la fuente desbordante de la Cruz.
98. En el libro del Apocalipsis reaparecen tanto el Traspasado: “todos lo verán, aun aquellos que lo habían traspasado” (Ap 1,7), como la fuente abierta: “Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida” (Ap 22,17).
99. El costado traspasado es al mismo tiempo la sede del amor, un amor que Dios declaró a su pueblo con tantas palabras diferentes que vale la pena recordar:
“Eres de gran precio a mis ojos, […] eres valioso, y yo te amo” (Is 43,4).
“¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella te olvide, yo no te olvidaré! Yo te llevo grabada en las palmas de mis manos” (Is 49,15-16).
“Aunque se aparten las montañas y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, mi alianza de paz no vacilará” (Is 54,10).
“Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad” (Jr 31,3).
“¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! Él exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor, y lanza por ti gritos de alegría” (So 3,17).
100. El profeta Oseas llega a hablar del corazón de Dios, ese que “los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor” (Os 11,4). Por ese mismo amor despreciado podía decir: “Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura” (Os 11,8). Pero allí siempre vencerá la misericordia (cf. Os 11,9), que llegará a su máxima expresión en Cristo, la palabra definitiva de amor.
101. En el Corazón traspasado de Cristo se concentran escritas en carne todas las expresiones de amor de las Escrituras. No es un amor que simplemente se declara, sino que su costado abierto es manantial de vida para los amados, es aquella fuente que sacia la sed de su pueblo. Como enseñaba san Juan Pablo II, “los elementos esenciales de esta devoción pertenecen, de manera permanente, a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda su historia; pues desde el principio la Iglesia ha dirigido su mirada al Corazón de Cristo traspasado en la cruz” [84].
Resonancias de la Palabra en la historia
102. Veamos algunos efectos que esta Palabra de Dios ha producido en la historia de la fe cristiana. Varios Padres de la Iglesia, sobre todo del Asia Menor, mencionaban la herida del costado de Jesús como el origen del agua del Espíritu: la Palabra, su gracia y los sacramentos que la comunican. La fortaleza de los mártires vive de “la fuente celestial del agua viva que brota de la entraña de Cristo” [85] o, como traduce Rufino, de “las celestiales y eternas fuentes que proceden de la entraña de Cristo” [86]. Los creyentes, que renacimos por el Espíritu, venimos de esa caverna de la roca, “hemos salido del vientre de Cristo” [87]. Su costado herido, que interpretamos como su corazón, está lleno del Espíritu Santo y desde él llega a nosotros como ríos de agua viva: “La fuente del Espíritu está enteramente en Cristo” [88]. Pero el Espíritu que recibimos no nos aleja del Señor resucitado sino que nos llena de él, porque bebiendo del Espíritu bebemos al mismo Cristo: “Bebe a Cristo porque él es la roca que derrama agua. Bebe a Cristo porque él es la fuente de la vida. Bebe a Cristo porque él es el río cuya fuerza alegra a la ciudad de Dios. Bebe a Cristo porque él es la paz. Bebe a Cristo, porque de su seno fluye agua viva” [89].
103. San Agustín abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor. Es decir, para él el pecho de Cristo no es solamente la fuente de la gracia y de los sacramentos, sino que lo personaliza, presentándolo como símbolo de la unión íntima con Cristo, como lugar de un encuentro de amor. Allí está el origen de la sabiduría más preciosa, que es conocerle a él. En efecto, Agustín escribe que Juan, el amado, cuando en la última cena apoyó su cabeza sobre el pecho de Jesús, se reclinó sobre el santuario de la sabiduría [90]. No estamos ante una mera contemplación intelectual de una verdad teológica. San Jerónimo explicaba que una persona capaz de contemplación “no goza del placer de los baños, pero bebe de la vida del costado del Señor” [91].
104. San Bernardo retomó el simbolismo del costado traspasado del Señor entendiéndolo explícitamente como revelación y donación del amor de su Corazón. A través de la llaga se nos vuelve accesible y podemos hacer propio el gran misterio del amor y de la misericordia: “Yo, empero, lo que no hallo en mí mismo búscolo confiado en las entrañas del Salvador, rebosantes de bondad y misericordia, la cual van derramando por los diversos agujeros de su cuerpo sacratísimo, pues sus enemigos taladraron sus pies y manos y abrieron con lanza su costado; por estas aberturas puedo yo sacar miel de la piedra y óleo suave del peñasco durísimo; puedo gustar y ver cuán suave y dulce es el Señor. […] El hierro cruel atravesó su alma e hirió su corazón, a fin de que supiese compadecerse de mis flaquezas. El secreto de su corazón se está viendo por las aberturas de su cuerpo; podemos ya contemplar ese sublime misterio de la bondad infinita de nuestro Dios” [92].
105. Esto reaparece de modo especial en Guillermo de Saint-Thierry quien invitaba a entrar en el Corazón de Jesús, que nos alimenta en su propio pecho [93]. No llama la atención, si recordamos que para este autor “el arte de las artes es el arte del amor […]. El amor es donado por el creador de la naturaleza […]. El amor es una fuerza del alma que, como un peso natural, la conduce a su lugar o fin” [94]. Ese lugar que le es propio, donde reina el amor en plenitud, es el Corazón de Cristo: “¿A dónde llevas, Señor, a los que abrazas y estrechas sino a tu corazón? Tu corazón es el dulce maná de tu divinidad que guardas en el interior, oh Jesús, en la urna de oro (cf. Hb 9,4) de su sapientísima alma. Dichosos aquellos a los que el abrazo los atrae hasta ahí. Dichosos los que escondiste en lo oculto de aquel secreto, en tu corazón” [95].
106. San Buenaventura une las dos líneas espirituales en torno al Corazón de Cristo: al mismo tiempo que lo presenta como la fuente de los sacramentos y de la gracia, propone que esta contemplación se convierta en una relación de amigos, en un encuentro personal de amor.
107. Por una parte, nos ayuda a reconocer la belleza de la gracia y de los sacramentos que manan de esa fuente de vida que es el costado herido del Señor: “Para que del costado de Cristo dormido en la cruz se formase la Iglesia y se cumpliese la Escritura que dice: mirarán al que traspasaron, uno de los soldados lo hirió con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina providencia, a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de nuestra salud, el cual, manando de la fuente arcana del corazón, diese a los sacramentos de la Iglesia la virtud de conferir la vida de la gracia, y fuese para los que viven en Cristo como una copa llenada en la fuente viva, que salta hasta la vida eterna” [96].
108. Luego nos invita a dar otro paso, para que el acceso a la gracia no se convierta en algo mágico, o en una suerte de emanación de tipo neoplatónico, sino en una relación directa con Cristo, habitando en su Corazón, porque quien bebe es un amigo de Cristo, es un corazón amante: “Levántate, pues, alma amiga de Cristo, y sé la paloma que anida en la pared de una cueva; sé el gorrión que ha encontrado una casa y no deja de guardarla; sé la tórtola que esconde los polluelos de su casto amor en aquella abertura sacratísima” [97].
La difusión de la devoción al Corazón de Cristo
109. Poco a poco el costado herido, donde reside el amor de Cristo, del cual a su vez mana la vida de la gracia, fue asumiendo la figura del corazón, especialmente en la vida monástica. Sabemos que a lo largo de la historia el culto al Corazón de Cristo no se manifestó de idéntica manera, y que los aspectos desarrollados en la modernidad, relacionados con diversas experiencias espirituales, no se pueden extrapolar a las formas medievales y menos aún a las formas bíblicas donde entrevemos semillas de este culto. No obstante, hoy la Iglesia no desprecia nada de todo lo bueno que el Espíritu Santo nos regaló a lo largo de los siglos, sabiendo que siempre será posible reconocer un significado más claro y pleno a ciertos detalles de la devoción, o comprender y desplegar nuevos aspectos de la misma.
110. Varias santas mujeres han narrado experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizado por el reposo en el Corazón del Señor, fuente de vida y de paz interior. Así sucedió a santa Lutgarda, a santa Matilde de Hackeborn, a santa Ángela de Foligno, a Juliana de Norwich, entre otras. Santa Gertrudis de Helfta, religiosa cisterciense, narró un momento de oración en el cual reclinó la cabeza en el Corazón de Cristo y escuchó sus latidos. En un diálogo con san Juan Evangelista le preguntó por qué en su Evangelio él no había hablado de lo que vivió cuando tuvo esa misma experiencia. Concluye Gertrudis que “la dulzura de esos latidos se reservó para los tiempos modernos, de manera que, escuchándolos, pueda renovarse el mundo envejecido y tibio en el amor de Dios” [98]. ¿Podríamos pensar que es un anuncio referido a nuestros tiempos, un llamado a reconocer cómo se ha vuelto “viejo” este mundo, necesitado de percibir el mensaje siempre nuevo del amor de Cristo? Santa Gertrudis y santa Matilde han sido consideradas entre “las confidentes más íntimas del Sagrado Corazón” [99].
111. Los monjes cartujos, alentados sobre todo por Ludolfo de Sajonia, encontraron en la devoción al Sagrado Corazón un camino para llenar de afecto y cercanía su relación con Jesucristo. Quien entra por la herida de su Corazón es inflamado de afecto. Santa Catalina de Siena escribió que los sufrimientos que el Señor soportó no son algo que podamos presenciar, pero que el Corazón abierto de Cristo es para nosotros la posibilidad de un encuentro actual y personal con tanto amor: “Por eso quise que vieseis el secreto de mi corazón mostrándotelo abierto, para que vieses que yo amaba más que lo que podían demostraros mis sufrimientos finitos” [100].
112. La devoción al Corazón de Cristo trascendió progresivamente la vida monástica, y colmó la espiritualidad de santos maestros, predicadores y fundadores de congregaciones religiosas que la difundieron en los más remotos lugares de la tierra [101].
113. De particular interés fue la iniciativa de san Juan Eudes, quien “después de dar con sus misioneros una fervorosísima misión en Rennes, logró que el señor obispo aprobara en aquella Diócesis la celebración de la fiesta del Corazón adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Esta fue la primera vez que en la Iglesia se autorizó esta fiesta oficialmente. Después, los obispos de Coutances, de Evreux, de Bayeux, de Lisieux, de Ruan, autorizaron para sus Diócesis respectivas la misma fiesta entre los años 1670 y 1671” [102].
San Francisco de Sales
114. En los tiempos modernos cabe destacar el aporte de san Francisco de Sales. Él contemplaba frecuentemente el Corazón abierto de Cristo, que invita a habitar en su interior en una relación personal de amor donde se iluminan los misterios de la vida. Se advierte en el pensamiento de este santo doctor cómo, frente a una moral rigorista o a una religiosidad del mero cumplimiento, el Corazón de Cristo se le presentaba como un llamado a la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia. Así lo expresaba en su propuesta a la baronesa de Chantal: “Estoy seguro de que no permaneceremos más en nosotros mismos […] habitaremos para siempre en el costado herido del Salvador, pues sin él no sólo no podemos, sino aunque pudiéramos, no querríamos hacer nada” [103].
115. Para él, la devoción estaba lejos de convertirse en una forma de superstición o en una indebida objetivación de la gracia, porque significaba la invitación a una relación personal donde cada uno se siente único frente a Cristo, tenido en cuenta en su realidad irrepetible, pensado por Cristo y valorado de un modo directo y exclusivo: “Este corazón muy adorable y muy amable de Nuestro Maestro ardiendo del amor que nos profesa, corazón en el que vemos todos nuestros nombres escritos […]. Ciertamente es asunto de grandísimo consuelo que seamos amados tan entrañablemente por Nuestro Señor que nos lleva siempre en su Corazón” [104]. Ese nombre propio escrito en el Corazón de Cristo era el modo como san Francisco de Sales intentaba simbolizar hasta qué punto el amor de Cristo hacia cada uno no es abstracto o genérico sino que implica una personalización donde el creyente se siente valorado y reconocido por sí mismo: “¡Qué hermoso es este Cielo ahora que el Salvador es su sol y el pecho de Él una fuente de amor de la cual los bienaventurados beben según su deseo! Cada uno va a mirar allí dentro y ve su nombre escrito con caracteres de amor, que sólo el verdadero amor puede leer y que el verdadero amor ha grabado. ¡Ah Dios! mi querida hija, ¿acaso los nuestros no estarán allí? Sí estarán, sin duda; pues, por más que nuestro corazón no tiene el amor, tiene no obstante el deseo del amor y el comienzo del amor” [105].
116. Él consideraba dicha experiencia como algo fundamental para una vida espiritual que colocaba esta convicción entre las grandes verdades de fe: “Sí mi querida Hija, piensa en vos, y no solamente en vos, sino en el más mínimo cabello de vuestra cabeza: es un artículo de fe y en modo alguno hay que dudar de él” [106]. Esto tiene como consecuencia que el creyente se vuelve capaz de un completo abandono en el Corazón de Cristo, donde encuentra reposo, consuelo, fortaleza: “¡Oh Dios! qué felicidad estar así entre los brazos y sobre el pecho [del Salvador]. […] Permaneced así, querida Hija, y como otro pequeño san Juan, mientras que los otros comen en la mesa del Salvador distintas viandas, descansad por un gesto de simplísima confianza, vuestra cabeza, vuestra alma, vuestro espíritu en el pecho amoroso de este querido Señor” [107]. “Espero que estaréis en la caverna de la tórtola y en el costado traspasado de nuestro querido Salvador. […] ¡Qué bueno es este Señor, mi querida Hija! ¡Qué amable es su Corazón! Permanezcamos aquí, en este santo domicilio” [108].
117. Pero, fiel a su enseñanza sobre la santificación en la vida ordinaria, propone que esto sea vivido en medio de las actividades, las tareas y las obligaciones de la vida cotidiana: “¿Me preguntáis cómo las almas que son atraídas en la oración a esta santa simplicidad y a este perfecto abandono en Dios deben comportarse en todas sus acciones? Yo contesto que, no solamente en la oración, sino en el comportamiento de toda su vida, deben andar invariablemente en espíritu de simplicidad, abandonando y entregando toda su alma, sus acciones y sus éxitos a la voluntad de Dios, con un amor de perfecta y absoluta confianza, abandonándose a la gracia y al cuidado del amor eterno que la divina Providencia siente por ellas” [109].
118. Por todo esto, a la hora de pensar en un símbolo que pudiera sintetizar su propuesta de vida espiritual, concluye: “He pensado, querida Madre, si os parece, que es menester que tomemos como escudo un único corazón traspasado por dos flechas encerrado en una corona de espinas” [110].
Una nueva declaración de amor
119. Bajo el sano influjo de esta espiritualidad salesa los acontecimientos de Paray-le-Monial tuvieron lugar a finales del siglo XVII. Santa Margarita María Alacoque narró importantes apariciones entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675. Lo fundamental es una declaración de amor que se destaca en la primera gran aparición. Jesús dice: “Mi divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros, que te descubro” [111].
120. Santa Margarita María resume todo de una manera potente y fervorosa: “Me descubrió todas las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su Corazón Sagrado, que hasta entonces me había tenido siempre ocultos. Aquí me los descubrió por vez primera; pero de un modo tan operativo y sensible, que, a juzgar por los efectos producidos en mí por esta gracia, no me deja motivo alguno de duda” [112]. En las siguientes manifestaciones se reafirma la hermosura de este mensaje: “Me descubrió las maravillas inexplicables de su amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a los hombres” [113].
121. Este intenso reconocimiento del amor de Jesucristo que nos transmitió santa Margarita María nos ofrece valiosos estímulos para nuestra unión con él. Eso no significa que nos sintamos obligados a aceptar o asumir todos los detalles de esa propuesta espiritual, donde, como suele ocurrir, se mezclan con la acción divina elementos humanos relacionados con los propios deseos, inquietudes e imágenes interiores [114]. Tal propuesta, siempre tiene que ser releída a la luz del Evangelio y de toda la rica tradición espiritual de la Iglesia, al mismo tiempo que reconocemos cuánto bien ha hecho en tantas hermanas y en tantos hermanos. Esto nos permite reconocer regalos del Espíritu Santo dentro de dicha experiencia de fe y de amor. Más importante que los detalles es el núcleo del mensaje que se nos transmite y que puede resumirse en aquellas palabras que santa Margarita escuchó: “He ahí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor” [115].
122. Esta manifestación es una invitación a un crecimiento en el encuentro con Cristo, gracias a la confianza sin reservas, hasta alcanzar una unión plena y definitiva: “Es preciso que el Divino Corazón de Jesús se sustituya de tal modo en lugar del nuestro, que Él solo viva y obre en nosotras y por nosotras; que su voluntad […] pueda obrar absolutamente sin resistencia de nuestra parte; y en fin, que sus afectos, sus pensamientos y deseos estén en lugar de los nuestros y sobre todo su amor, que se amará Él mismo en nosotras y por nosotras. Y de este modo, siéndonos este amable Corazón todo en todas las cosas, podremos decir con San Pablo, que no vivimos ya, sino que vive Él en nosotras” [116].
123. En realidad, en el primer mensaje recibido por ella, presentaba esta vivencia de un modo más personal, más concreto, lleno de fuego y de ternura: “Me pidió después el corazón, y yo le supliqué que le tomase. Le tomó e introdujo en su Corazón adorable, en el cual me le mostró como un pequeño átomo, que se consumía en aquel horno encendido” [117].
124. En otro momento advertimos que quien se nos entrega es el Cristo resucitado, lleno de gloria, pleno de vida y de luz. Si bien en distintos momentos habla de los sufrimientos que soportó por nosotros y de la ingratitud que recibe, aquí no se destacan la sangre y las llagas sufrientes, sino la luz y el fuego del Viviente. Las heridas de la Pasión, que no desaparecen, quedan transfiguradas. Así, aquí se expresa el Misterio de la Pascua en su integridad: “Una vez entre otras, estando expuesto el Santísimo Sacramento […] se me presentó Jesucristo, mi divino Maestro, todo radiante de gloria, con sus cinco llagas, que brillaban como cinco soles, y por todas partes salían llamas de su sagrada humanidad, especialmente de su adorable pecho, el cual parecía un horno. Abrióse este y me descubrió su amantísimo y amabilísimo Corazón, que era el vivo foco de donde procedían semejantes llamas. Entonces fue cuando me descubrió las maravillas inexplicables de su amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a los hombres, de los cuales no recibía sino ingratitudes y desprecios” [118].
San Claudio de La Colombière
125. Cuando san Claudio de La Colombière conoció las experiencias de santa Margarita, inmediatamente se convirtió en su defensor y divulgador. Él tuvo un papel especial en la comprensión y en la difusión de esta devoción al Sagrado Corazón, pero también en su interpretación a la luz del Evangelio.
126. Si bien algunas de las expresiones de santa Margarita, mal entendidas, podían dar lugar a confiar demasiado en los propios sacrificios y ofrendas, san Claudio evidencia que la contemplación del Corazón de Cristo, si es auténtica, no provoca una complacencia en uno mismo o una vanagloria en experiencias o en esfuerzos humanos, sino un indescriptible abandono en Cristo que llena la vida de paz, de seguridad, de decisión. Él expresaba muy bien esta confianza absoluta en una célebre oración:
“Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti de todas mis solicitudes […]. No por eso perderé la esperanza; antes la conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno por arrancármela […]. Que otros esperen la dicha de sus riquezas o de sus talentos; que descansen otros en la inocencia de su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí toda mi confianza se funda en mi misma confianza […]. Confianza semejante jamás salió fallida a nadie. […] Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero” [119].
127. San Claudio escribió una nota en enero de 1677, encabezada por unas líneas que se refieren a la seguridad que él sentía sobre su propia misión: “He reconocido que Dios quiere servirse de mí, procurando el cumplimiento de sus deseos respecto a la devoción que me ha sugerido una persona, a quien Él se comunica muy confidencialmente y para la cual ha querido servirse de mi flaqueza. Ya la he inspirado a muchas personas” [120].
128. Es importante advertir cómo en la espiritualidad de La Colombière se produce una hermosa síntesis entre la rica y bella experiencia espiritual de santa Margarita y la contemplación tan concreta de los Ejercicios ignacianos. Él escribía al inicio de la Tercera Semana del mes de Ejercicios: “Dos cosas me han conmovido sumamente y me han tenido ocupado todo el tiempo. La primera es la disposición con que sale Jesucristo al encuentro de los que le buscan […]. Su corazón está anegado en un mar de amarguras: todas las pasiones se han desencadenado en su interior, toda la naturaleza está desconcertada, y a través de estos desórdenes y de todas estas tentaciones, su Corazón va derecho a Dios, no da un paso en falso, no vacila en tomar el partido que la virtud y la más alta virtud le sugiere […]. La segunda cosa es la disposición de este mismo Corazón con respecto a Judas, que le traicionaba; a los Apóstoles, que cobardemente le abandonaban; a los Sacerdotes y a los demás, que eran los autores de la persecución que sufría. Es cierto que todo ello no fue capaz de excitar en Él el menor resentimiento de odio ni de indignación […]. Me represento, pues, a este Corazón sin hiel, sin acritud, lleno de verdadera ternura para con sus enemigos” [121].
San Carlos de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús
129. San Carlos de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús, sin pretenderlo, han reconfigurado algunos elementos de la devoción al Corazón de Cristo, ayudándonos a entenderla de un modo todavía más fiel al Evangelio. Veamos ahora cómo se expresó en sus vidas esta devoción. En el próximo capítulo volveremos a ellos para mostrar la originalidad de la dimensión misionera que ambos desarrollaron de modos diversos.
Iesus Caritas
130. En Louye, san Carlos de Foucauld hacía visitas al Santísimo con su prima, Madame de Bondy, y un día ella le señaló una imagen del Sagrado Corazón [122]. Esta prima fue fundamental en la conversión de Carlos, tal como él lo reconoce: “Puesto que Dios te ha hecho el primer instrumento de sus misericordias para conmigo, de ti proceden todas. Si tú no me hubieras convertido, llevado a Jesús y enseñado poco a poco, como letra a letra, todo lo que es piadoso y bueno, ¿estaría hoy donde estoy?” [123]. Pero precisamente, lo que ella despertó en él es la conciencia ardiente del amor de Jesús. Allí estaba todo, eso era lo más importante. Y esto se concentraba particularmente en la devoción al Corazón de Cristo, donde él encontraba la misericordia sin límites: “Esperemos en la misericordia infinita de aquel cuyo corazón tú me hiciste conocer” [124].
131. Luego su director espiritual, el abate Henri Huvelin, le ayudará a profundizar ese precioso misterio: “Este corazón bendito del que usted me habló tantas veces” [125]. El 6 de junio de 1889, Carlos se consagró al Sagrado Corazón, donde él hallaba un amor absoluto. Él le dice a Cristo: “Me habéis colmado de tales beneficios, que me parece sería ingratitud para con vuestro corazón no creer que está dispuesto a colmarme de todo bien, por grande que sea, y que su amor y su liberalidad no tienen medida” [126]. Él será el ermitaño “bajo el nombre del corazón de Jesús” [127].
132. El 17 de mayo de 1906, el mismo día en que fray Carlos, solo, ya no puede celebrar la misa, escribe que promete “dejar vivir en mí el corazón de Jesús para que ya no sea yo quien viva, sino el corazón de Jesús quien viva en mí, como vivía en Nazaret” [128]. Su amistad con Jesús, corazón a corazón, no tenía nada de un devocionalismo intimista. Era la raíz de esa vida despojada de Nazaret con la cual Carlos quería imitar a Cristo y configurarse con él. Aquella tierna devoción al Corazón de Cristo tuvo consecuencias muy concretas en su estilo de vida y su Nazaret se alimentaba de esa relación tan personal con el Corazón de Cristo.
Santa Teresa del Niño Jesús
133. Al igual que san Carlos de Foucauld, santa Teresa del Niño Jesús respiró la enorme devoción que inundaba Francia en el siglo XIX. El sacerdote Almire Pichon era el director espiritual de su familia y se le consideraba un gran apóstol del Sagrado Corazón. Una hermana suya tomó el nombre religioso “María del Sagrado Corazón”, y el monasterio al que la santa ingresó estaba dedicado al Sagrado Corazón. No obstante, su devoción tomó algunas características propias más allá de las formas como se expresaba en aquel momento.
134. Cuando tenía quince años encontró un modo de resumir su relación con Jesús: “Aquel cuyo corazón late al unísono con el mío” [129]. Dos años después, cuando le hablaban de un Corazón coronado de espinas, ella agregaba en una carta: “Tú bien sabes que yo no veo al Sagrado Corazón como todo el mundo. Yo pienso que el corazón de mi Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la soledad de este delicioso corazón a corazón, a la espera de llegar a contemplarlo un día cara a cara” [130].
135. En una poesía ella expresó el sentido de su devoción, hecha más de amistad y confianza que de seguridad en los propios sacrificios:
“Yo quiero un corazón ardiente de ternura
que me sirva de apoyo sin jamás vacilar,
que todo lo ame en mí, incluso mi pobreza…,
que nunca me abandone, ni me olvide jamás. […]
¡Yo necesito a un Dios de humanidad vestido,
que se haga hermano mío y que pueda penar! […]
Sé que nuestras justicias y todos nuestros méritos
carecen de valor a tus divinos ojos […]
por eso he escogido para mi purgatorio
tu amor consumidor, ¡Corazón de mi Dios!” [131].
136. Quizás el texto más importante para poder comprender el sentido de su devoción al Corazón de Cristo sea la carta que escribió, tres meses antes de morir, a su amigo Maurice Bellière: “Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación. Querido hermanito, desde que se me ha concedido a mí también comprender el amor del corazón de Jesús, le confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón. El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que debilidad; pero sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor” [132].
137. Las mentes eticistas, que pretenden llevar un control de la misericordia y de la gracia, dirían que ella podía expresar esto porque era santa, pero que no podría afirmarlo una persona pecadora. De ese modo, quitan de la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús su hermosa novedad que refleja el corazón del Evangelio. Lamentablemente, se ha vuelto frecuente en algunos círculos cristianos este intento de encerrar al Espíritu Santo en un esquema que les permita tener todo bajo su supervisión. Sin embargo, esta sabia doctora de la Iglesia les tapa la boca, y contradice directamente esa interpretación reductiva con estas palabras tan claras: “aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida” [133].
138. A sor María, que la elogiaba por su generoso amor a Dios dispuesto al martirio, ella le responde detenidamente en una carta que hoy es uno de los grandes hitos de la historia de la espiritualidad. Esta página debería ser leída mil veces por su hondura, claridad y belleza. Allí ayuda a la hermana “del Sagrado Corazón” a evitar concentrar esta devoción en un aspecto dolorista, ya que algunos entendían la reparación como una suerte de primacía de los sacrificios o de los cumplimientos moralistas. Ella, en cambio, resume todo en la confianza como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo: “Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir verdad, las riquezas espirituales hacen injusto al hombre cuando se apoya en ellas con complacencia, creyendo que son algo grande. […] Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… Este es mi único tesoro […] si deseas sentir alegría o atractivo por el sufrimiento, es tu propio consuelo lo que buscas […]. Comprende que para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, más cerca se está de las operaciones de ese Amor consumidor y transformante. […] ¡Ay, cómo quisiera hacerte comprender lo que yo siento…! La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor” [134].
139. En muchos de sus textos se advierte su lucha contra formas de espiritualidad demasiado centradas en el esfuerzo humano, en el mérito propio, en el ofrecimiento de sacrificios, en determinados cumplimientos para “ganarse el cielo”. Para ella, “el mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino más bien en recibir” [135]. Leamos una vez más algunos de los textos tan significativos donde ella insiste en ese camino, que es un modo simple y rápido de ganar al Señor por el corazón.
140. Así escribe a su hermana Leonia: “Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. Él se conforma con una mirada, con un suspiro de amor… Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón… Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre […] si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: “Dame un beso, no lo volveré a hacer”, ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles…? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado” [136].
141. En una carta al padre Adolphe Roulland dice: “Mi camino es todo él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo. A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil trabas, y circundada de una multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios” [137].
142. Y dirigiéndose al abate Maurice Bellière, a propósito de un padre de familia, expresa: “No creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón” [138].
Resonancias en la Compañía de Jesús
143. Hemos visto cómo san Claudio de La Colombière unía la experiencia espiritual de santa Margarita con la propuesta de los Ejercicios espirituales. Considero que el lugar del Sagrado Corazón en la historia de la Compañía de Jesús merece unas breves palabras.
144. La espiritualidad de la Compañía de Jesús siempre propuso un “conocimiento interno del Señor […] para que más le ame y le siga” [139]. San Ignacio nos invita en sus Ejercicios espirituales a situarnos frente al Evangelio, que nos narra que Jesús “herido con la lanza su costado, manó agua y sangre”. [140] Cuando el ejercitante queda frente al costado herido de Cristo, Ignacio le propone entrar en el Corazón de Cristo. Este es un camino para madurar el propio corazón de la mano de un “maestro de los afectos”, según la expresión que san Pedro Fabro usaba en una de sus cartas a san Ignacio [141]. Lo menciona también el jesuita Juan Alfonso de Polanco, en su biografía de san Ignacio, en la cual reconocía que “[el cardenal Contarini] había encontrado al Padre Ignacio como un maestro de los afectos” [142]. Los coloquios que san Ignacio propone son parte esencial de esta educación del corazón, porque sentimos y gustamos con el corazón un mensaje del Evangelio y lo conversamos con el Señor. San Ignacio dice que podemos comunicarle nuestras cosas al Señor y pedirle consejo acerca de ellas. Cualquier ejercitante puede reconocer que en los Ejercicios hay un diálogo de corazón a corazón.
145. San Ignacio finaliza las contemplaciones al pie del Crucificado, invitando al ejercitante a dirigirse con mucho afecto al Señor crucificado y a preguntarle “como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor” qué debería hacer por él [143]. El itinerario de los Ejercicios culmina en la “Contemplación para alcanzar Amor”, de la que brota el agradecimiento y la ofrenda de “ la memoria, el entendimiento y la voluntad” al Corazón que es fuente y origen de todo bien [144]. Tal conocimiento interior del Señor no se construye con nuestras luces y esfuerzos, se pide como don.
146. Esta misma experiencia está detrás de una larga cadena de sacerdotes jesuitas que se han referido explícitamente al Corazón de Jesús, como san Francisco de Borja, san Pedro Fabro, san Alonso Rodríguez, el padre Álvarez de Paz, el padre Vicente Caraffa, el padre Kasper Drużbicki y tantos otros. En 1883 los jesuitas declararon “que la Compañía de Jesús acepta y recibe con un espíritu desbordante de gozo y de gratitud, la suavísima carga que le ha confiado nuestro Señor Jesucristo de practicar, promover y propagar la devoción a su divinísimo Corazón” [145]. En diciembre de 1871 el padre Pieter Jan Beckx consagró la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús y, como señal de que seguía siendo parte actual de la vida de la Compañía, el padre Pedro Arrupe lo hizo nuevamente en 1972, con una convicción que se expresa en estas palabras: “Quiero decir a la Compañía algo que juzgo no debo callar. Desde mi noviciado, siempre he estado convencido de que en la llamada “Devoción al Sagrado Corazón” está encerrada una expresión simbólica de lo más profundo del espíritu ignaciano y una extraordinaria eficacia — ultra quam speraverint— tanto para la perfección propia como para la fecundidad apostólica. Ese convencimiento lo poseo aún. […] En esta devoción tengo una de las fuentes más entrañables de mi vida interior” [146].
147. Cuando san Juan Pablo II invitó “a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo” lo hizo porque reconocía los íntimos lazos que hay entre la devoción al Corazón de Cristo y la espiritualidad ignaciana, ya que el deseo de “conocer íntimamente al Señor” y de “mantener un diálogo” con él, corazón a corazón, “es característico, gracias a los ejercicios espirituales, del dinamismo espiritual y apostólico ignaciano, todo él al servicio del amor del Corazón de Dios” [147].
Una larga corriente de vida interior
148. La devoción al Corazón de Cristo reaparece en el camino espiritual de muchos santos muy diferentes entre sí y en cada uno de ellos esta devoción adquiere nuevos aspectos. San Vicente de Paúl, por dar un ejemplo, decía que lo que Dios quiere es el corazón: “Dios pide principalmente el corazón, el corazón, que es lo principal. ¿De dónde viene que uno que carezca de bienes merezca más que el que teniendo grandes posesiones, renuncia a ellas? De que el que no tiene nada, va con más afecto; y eso es lo que Dios quiere especialmente” [148]. Esto implica aceptar que el propio corazón se una al de Cristo: “Una hermana que hace todo lo que puede para poner su corazón en disposición de unirse al de Nuestro Señor […] ¡cuántas bendiciones puede esperar de Dios!” [149].
149. A veces tenemos la tentación de considerar este misterio de amor como un admirable hecho del pasado, como una bella espiritualidad de otros tiempos, y necesitamos recordar una y otra vez, como decía un santo misionero, que “este Corazón divino, que toleró ser atravesado por una lanza enemiga para derramar por esa sagrada abertura los Sacramentos con los que se formó la Iglesia, de ningún modo ha dejado de amar” [150]. Otros santos más recientes como san Pío de Pietrelcina, santa Teresa de Calcuta y tantos más, hablan con sentida devoción sobre el Corazón de Cristo. Pero quisiera recordar también las experiencias de santa Faustina Kowalska que reproponen la devoción al Corazón de Cristo con un fuerte acento en la vida gloriosa del Resucitado y en la misericordia divina. De hecho, motivado por estas vivencias de la santa y bebiendo de la herencia espiritual del santo obispo Józef Sebastian Pelczar (1842-1924), [151] san Juan Pablo II conectaba íntimamente su reflexión sobre la misericordia con la devoción al Corazón de Cristo: “La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al Corazón de Cristo. En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto […] de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre” [152]. El mismo san Juan Pablo II, refiriéndose al Sagrado Corazón, reconoció de una manera muy personal: “Él me ha hablado desde mi juventud” [153].
150. La actualidad de la devoción al Corazón de Cristo se advierte particularmente en la acción evangelizadora y educativa de numerosas congregaciones religiosas femeninas y masculinas que han sido marcadas desde sus orígenes por esta experiencia espiritual cristológica. Mencionarlas a todas sería una tarea interminable. Veamos sólo dos ejemplos tomados al azar: “El Fundador [san Daniel Comboni] ha encontrado en el misterio del Corazón de Jesús la fuerza para su compromiso misionero” [154]. “Impulsadas por el amor del Corazón de Jesús, buscamos el crecimiento de las personas en su dignidad humana y como hijos e hijas de Dios, a partir del evangelio y de sus exigencias de amor, de perdón, de justicia y de solidaridad con los pobres y marginados” [155]. Del mismo modo, los santuarios consagrados al Corazón de Cristo, esparcidos por el mundo, son un cautivante manantial de espiritualidad y de fervor. A todos los que de alguna manera participan de estos espacios de fe y caridad les hago llegar mi paternal bendición.
La devoción del consuelo
151. La herida del costado, de donde brota el agua viva, sigue abierta en el Resucitado. Esa gran herida producida por la lanza, y las llagas de la corona de espinas que suelen aparecer en las representaciones del Sagrado Corazón, son inseparables de esta devoción. Porque en ella se contempla el amor de Jesucristo que fue capaz de entregarse hasta el fin. El corazón del Resucitado mantiene estas señales de la entrega total que implicó un intenso sufrimiento por nosotros. Por eso resulta de algún modo inevitable que el creyente desee reaccionar, no solamente frente a ese gran amor, sino también ante el dolor que Cristo aceptó soportar por tanto amor.
Con Él en la Cruz
152. Vale la pena rescatar esa expresión de la experiencia espiritual desarrollada en torno al Corazón de Cristo: el deseo interior de darle un consuelo. No trataré ahora la práctica de la “reparación”, que considero mejor situada en el contexto de la dimensión social de esta devoción, por lo cual la desarrollaré en el próximo capítulo. Ahora sólo quisiera concentrarme en ese deseo que muchas veces brota en el corazón del creyente enamorado cuando contempla el misterio de la pasión de Cristo y la vive como un misterio que no sólo se recuerda, sino que por la gracia se vuelve presente, o mejor, nos lleva a nosotros a estar místicamente presentes en ese momento redentor. Si el Amado es el más importante, entonces, ¿cómo no querer consolarle?
153. El Papa Pío XI intentó fundamentarlo invitándonos a reconocer que el misterio de la redención por la pasión de Cristo salta por la gracia de Dios todas las distancias del tiempo y del espacio, de modo que si él en la Cruz se entregaba también por los pecados futuros, los nuestros, de la misma manera nuestros actos ofrecidos hoy para su consuelo, traspasando los tiempos, llegaron a su Corazón herido: “Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc 22,43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero” [156].
Las razones del corazón
154. Puede parecer que esta expresión de la devoción no tiene suficiente sustento teológico, sin embargo, el corazón tiene sus razones. El sensus fidelium intuye que aquí hay algo misterioso más allá de nuestra lógica humana, y que la pasión de Cristo no es un mero hecho del pasado: podemos participar en ella desde la fe. Meditar la entrega de Cristo en la cruz, para la piedad de los fieles es algo mayor que un mero recuerdo. Esta convicción está sólidamente fundada en la teología [157]. A esto se une la conciencia del propio pecado, que él cargó sobre sus hombros heridos, y de la propia inadecuación frente a tanto amor, que siempre nos sobrepasa infinitamente.
155. De todos modos, nos preguntamos cómo es posible relacionarnos con el Cristo vivo, resucitado, plenamente feliz, y al mismo tiempo consolarlo en la pasión. Consideremos el hecho de que el Corazón resucitado conserva su herida como memoria constante, y que la acción de la gracia provoca una experiencia que no se contiene enteramente en el instante cronológico. Estas dos convicciones nos permiten admitir que estamos ante una vía mística que supera los intentos de la razón y expresa lo que la misma Palabra de Dios nos sugiere. “Mas —escribe el Papa Pío XI—, ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: “Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo”. Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, tristeza, angustias, oprobios, “quebrantado por nuestras culpas” (Is 53,5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte” [158].
156. Esta enseñanza de Pío XI merece ser tenida en cuenta. Pues cuando la Escritura sostiene que los creyentes que no viven de acuerdo con su fe “por su cuenta vuelven a crucificar al Hijo de Dios” (Hb 6,6), o que cuando soporto padecimientos por los demás “completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1,24), o que Cristo en su pasión oró no solamente por sus discípulos de entonces sino “por los que, gracias a su palabra, creerán” (Jn 17,20) en él, está diciendo algo que rompe nuestros esquemas limitados. Nos muestra que no es posible establecer un antes y un después sin conexión alguna, aunque nuestro pensamiento no sepa cómo explicarlo. El Evangelio, en sus distintos aspectos, no es sólo para reflexionarlo o recordarlo, sino para vivirlo, tanto en las obras de amor como en la experiencia interior, y esto vale sobre todo para el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Las separaciones temporales que nuestra mente utiliza no parecen contener la verdad de esta experiencia creyente donde se funden la unión con Cristo sufriente y a la vez la potencia, el consuelo y la amistad que gozamos con el Resucitado.
157. Vemos ahora la unidad del Misterio pascual en sus dos aspectos inseparables que se iluminan entre sí. Ese único Misterio que se hace presente por la gracia en sus dos dimensiones, hace que al mismo tiempo que intentamos ofrecer algo a Cristo para su consuelo, nuestros propios sufrimientos se ven iluminados y transfigurados por la luz pascual del amor. Lo que sucede es que nosotros participamos de ese Misterio en nuestra vida concreta, porque antes Cristo mismo quiso participar de nuestra vida, quiso vivir anticipadamente como cabeza lo que viviría su cuerpo eclesial, tanto en las heridas como en los consuelos. Cuando vivimos en gracia de Dios, esta mutua participación se nos vuelve experiencia espiritual. En definitiva, es el Resucitado quien, con la acción de su gracia, hace posible que nos unamos misteriosamente a su pasión. Lo saben los corazones creyentes que viven el gozo de la resurrección, pero simultáneamente desean participar en el destino de su Señor. Están dispuestos a esa participación con los sufrimientos, los cansancios, las desilusiones y los temores que son parte de su vida. No viven tal Misterio en soledad, ya que estas llagas son igualmente participación en el destino del cuerpo místico de Cristo que camina en el santo pueblo de Dios y que lleva en sí el destino de Cristo en cada tiempo y lugar de la historia. La devoción del consuelo no es ahistórica o abstracta, se hace carne y sangre en el camino de la Iglesia.
La compunción
158. El inevitable deseo de consolar a Cristo, que parte del dolor de contemplar lo que sufrió por nosotros, se alimenta también en el reconocimiento sincero de nuestras esclavitudes, los apegos, las faltas de alegría en la fe, las búsquedas vanas, y, más allá de los pecados concretos, la no correspondencia del corazón a su amor y a su proyecto. Es una experiencia que nos purifica, porque el amor necesita la purificación de las lágrimas que al final nos dejan más sed de Dios y menos obsesión por nosotros mismos.
159. Así vemos que más hondo se vuelve el deseo de consolar al Señor mientras más se profundiza la compunción del corazón creyente, que “no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro […]. No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a hacer […]. Tener lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores […]. Como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura. […] La compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración” [159]. Es “demandar […] dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí” [160].
160. Por consiguiente, ruego que nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del santo pueblo fiel de Dios, que en su piedad popular intenta consolar a Cristo. E invito a cada uno a preguntarse si no hay más racionalidad, más verdad y más sabiduría en ciertas manifestaciones de ese amor que busca consolar al Señor que en los fríos, distantes, calculados y mínimos actos de amor de los que somos capaces aquellos que pretendemos poseer una fe más reflexiva, cultivada y madura.
Consolados para consolar
161. En esta contemplación del Corazón de Cristo entregado hasta el extremo somos consolados nosotros. El dolor que sentimos en el corazón abre paso a la confianza plena y finalmente lo que queda es gratitud, ternura, paz; queda su amor reinando en nuestra vida. La compunción “no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor” [161]. Y nuestro dolor se une al dolor de Cristo en la cruz, pues cuando decimos que la gracia nos permite saltar todas las distancias, esto significa además que Cristo, cuando sufría, se unía a todos los sufrimientos de sus discípulos a lo largo de la historia. De ese modo, si sufrimos, podemos vivir el consuelo interior de saber que el mismo Cristo sufre con nosotros. Deseando consolarle, salimos consolados.
162. Pero en algún momento de esta contemplación del corazón creyente, debe resonar aquel dramático reclamo del Señor: “¡Consuelen, consuelen a mi pueblo!” (Is 40,1). Y nos vienen a la memoria las palabras de san Pablo, que nos recuerda que Dios nos consuela “para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios” (2 Co 1,4).
163. Esto nos invita ahora a tratar de ahondar en la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo. Porque al mismo tiempo que el Corazón de Cristo nos lleva al Padre, nos envía a los hermanos. En los frutos de servicio, fraternidad y misión que el Corazón de Cristo produce a través de nosotros se cumple la voluntad del Padre. De este modo se cierra el círculo: “La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante” (Jn 15,8).
V.
AMOR POR AMOR
164. En las experiencias espirituales de santa Margarita María, junto a la ardiente declaración de amor de Jesucristo, encontramos también una resonancia interior que interpela a dar la vida. Sabernos amados y depositar toda la confianza en ese amor no significa anular todas nuestras capacidades de entrega, no implica renunciar al imparable deseo de dar alguna respuesta desde nuestras pequeñas y limitadas capacidades.
Un lamento y un pedido
165. A partir de la segunda gran manifestación a santa Margarita, Jesús expresa el dolor porque su gran amor a los hombres no recibe a cambio “por procurar su bien, sino frialdad y repulsas […] ingratitudes y desprecios. Esto —dice el Señor— me es mucho más sensible, que cuanto he sufrido en mi pasión” [162].
166. Jesús habla de su sed de ser amado, nos muestra que no es indiferente a su Corazón la reacción que nosotros tengamos ante su deseo: “Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado de los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed me consume; y no hallo nadie que se esfuerce, según mi deseo, en apagármela, correspondiendo de alguna manera a mi amor” [163]. El pedido de Jesús es amor. Cuando el corazón creyente lo descubre, la respuesta que brota espontáneamente no consiste en una pesada búsqueda de sacrificios o en el mero cumplimiento de un pesado deber, es cuestión de amor: “Recibí de Dios gracias excesivas de su amor, y sintiéndome movida del deseo de corresponderle en algo y rendirle amor por amor” [164]. Así enseña León XIII, escribiendo que, mediante la imagen del Sagrado Corazón, la caridad de Cristo “nos incita a devolverle amor por amor” [165].
Prolongar su amor en los hermanos
167. Necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos ofrecerle para devolver amor por amor. La Palabra de Dios lo dice con total claridad:
“Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).
“Toda la Ley está resumida plenamente en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5,14).
“Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3,14).
“¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4,20).
168. El amor a los hermanos no se fabrica, no es resultado de nuestro esfuerzo natural, sino que requiere una transformación de nuestro corazón egoísta. Entonces nace de una forma espontánea la célebre súplica: “Jesús, haz nuestro corazón semejante al tuyo”. Por esta misma razón, la invitación de san Pablo no era: “esfuércense por hacer obras buenas”. Su invitación era más precisamente: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5).
169. Es bueno recordar que en el Imperio romano muchas personas pobres, forasteros y tantos otros descartados, encontraban en los cristianos respeto, cariño y cuidado. Esto explica el razonamiento del emperador apóstata Juliano, quien se preguntaba por qué los cristianos eran tan respetados y seguidos, y consideraba que una de las razones era su tarea de asistencia a los pobres y a los forasteros, dado que el Imperio los ignoraba y despreciaba. Para este emperador era intolerable que sus pobres no recibiesen ayuda de parte suya, mientras los odiados cristianos “alimentan a los suyos, y además a los nuestros” [166]. En la carta se detiene especialmente en la orden de crear instituciones de beneficencia para competir con los cristianos y atraer el respeto de la sociedad: “Abre en todas las ciudades numerosos alberges, para que los extranjeros puedan gozar de nuestra humanidad […]. Acostumbra a los helenos a los actos de beneficencia” [167]. Pero no logró su objetivo, seguramente porque detrás de estas obras no había algo semejante al amor cristiano que permitía reconocer a cada persona una dignidad única.
170. Identificándose con los más pequeños de la sociedad (cf. Mt 25,31-46), “Jesús aportó la gran novedad del reconocimiento de la dignidad de toda persona, y también, y sobre todo, de aquellas personas que eran calificadas de “indignas”. Este nuevo principio de la historia humana, por el que el ser humano es más “digno” de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia “figura” humana, ha cambiado la faz del mundo, dando lugar a instituciones que se ocupan de personas en condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los huérfanos, los ancianos en soledad, los enfermos mentales, personas con enfermedades incurables o graves malformaciones y aquellos que viven en la calle” [168].
171. Aun desde el punto de vista de la herida de su Corazón, la mirada dirigida al Señor, que “tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades” (Mt 8,17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las carencias de los demás, nos hace fuertes para participar en su obra de liberación, como instrumentos para la difusión de su amor. [169] Si contemplamos la entrega de Cristo por todos, se nos vuelve inevitable preguntarnos por qué no somos capaces de dar la vida por los demás: “En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16).
Algunas resonancias en la historia de la espiritualidad
172. Esta unión entre la devoción al Corazón de Jesús y el compromiso con los hermanos atraviesa la historia de la espiritualidad cristiana. Veamos algunos ejemplos.
Ser una fuente para los demás
173. A partir de Orígenes, varios Padres de la Iglesia interpretaron el texto de Juan 7,38 —“de su seno brotarán manantiales de agua viva”— como referido al mismo creyente, aunque es la consecuencia de que él mismo ha bebido de Cristo. De este modo la unión con Cristo no se orienta sólo a saciar la propia sed sino a convertirnos en una fuente de agua fresca para los demás. Decía Orígenes que Cristo cumple su promesa haciendo brotar de nosotros corrientes de agua: “El alma del ser humano, que es a imagen de Dios, puede contener en sí y producir de sí pozos, fuentes y ríos” [170].
174. San Ambrosio recomendaba beber de Cristo “para que abunde en ti la fuente de agua que salta a la vida eterna” [171]. Y Mario Victorino sostenía que el Espíritu Santo se dona con tal abundancia que “quien lo recibe se convierte en un seno que derrama ríos de agua viviente” [172]. San Agustín decía que este río que brota del creyente es la benevolencia [173]. Santo Tomás de Aquino reafirmaba esta idea sosteniendo que cuando alguien “se apresura a comunicar a otros diversos dones de la gracia que recibió de Dios, agua viva fluye de su seno” [174].
175. Porque, si bien “el sacrificio de la cruz, ofrecido con corazón amante y obediente, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano” [175], la Iglesia, que nace del Corazón de Cristo, prolonga y comunica en todos los tiempos y en todas partes los efectos de esa única pasión redentora, que orientan a las personas a la unión directa con el Señor.
176. En el seno de la Iglesia, la mediación de María, intercesora y madre, sólo se entiende “como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo”, [176] el único Redentor, y “la Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María” [177]. La devoción al corazón de María no pretende debilitar la única adoración debida al Corazón de Cristo, sino estimularla: “La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder” [178]. Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez.
Fraternidad y mística
177. San Bernardo, al mismo tiempo que invitaba a la unión con el Corazón de Cristo, aprovechaba la riqueza de esta devoción para proponer un cambio de vida fundado en el amor. Él creía que era posible una transformación de la afectividad, esclavizada por los placeres, que no se libera por la obediencia ciega a un mandato sino en una respuesta a la dulzura del amor de Cristo. El mal se supera con el bien, el mal se vence con el crecimiento del amor: “Ama, pues, al Señor, tu Dios, con el afecto de un corazón lleno y entero; ámale con toda la sabiduría y vigilancia de la razón; ámale con todas las fuerzas del espíritu, de suerte que no temas ni siquiera el morir por amor suyo […]. Sea el Señor Jesús para tu afecto un objeto de dulzura, a fin de destruir la dulzura criminal de los placeres de la vida carnal: una dulzura supere a la otra, como un clavo expulsa a otro clavo” [179].
178. San Francisco de Sales se dejaba iluminar especialmente por el pedido de Jesús: “Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11,29). De este modo, decía, en las cosas más simples y ordinarias le robamos el corazón al Señor: “Hay que tener cuidado de servirle en cosas grandes y altas y en pequeñas y abyectas, pues con unas y con otras podemos arrebatarle el corazón mediante el amor. […] Tantos leves detalles de caridad ordinarios, ese dolor de cabeza o de muelas, una indisposición, la palabra desabrida del marido o de la esposa, la rotura de un cristal, un desprecio o una burla, la pérdida de los guantes, de un anillo, de un pañuelo, la insignificante molestia que supone ir a acostarse temprano o levantarse al alba para hacer oración antes de comulgar, la vergüenza que se siente al cumplir con ciertos deberes de piedad públicamente; en una palabra, todos los sufrimientos recibidos y practicados con amor agradan mucho a la Bondad Divina” [180]. Pero, en definitiva, la clave de nuestra respuesta al amor del Corazón de Cristo es el amor al prójimo: “un amor firme, constante, invariable, que, no deteniéndose en nimiedades, ni en las cualidades o condiciones de las personas, no está sujeto a cambios ni a las animadversiones […]. Nuestro Señor nos ama sin interrupción […], soporta tanto nuestros defectos como nuestras imperfecciones; […] es pues preciso que hagamos lo mismo con respecto a nuestros hermanos, no cansándonos nunca de soportarlos” [181].
179. San Carlos de Foucauld quería imitar a Jesucristo, vivir como él, actuar como él actuaba, hacer siempre lo que Jesús habría hecho en su lugar. Para que este objetivo se cumpliera en plenitud, necesitaba conformarse con los sentimientos del Corazón de Cristo. Así aparecía una vez más la expresión “amor por amor”, cuando decía: “Deseo de sufrimientos, para devolverle amor por amor, para imitarle, […] para compartir su obra, ofrecerme a Él todo, la nada que yo soy, en sacrificio, en víctima, por la santificación de los hombres” [182]. El deseo de llevar el amor de Jesús, su tarea misionera entre los más pobres y olvidados de la tierra, le llevó a tomar por divisa Iesus Caritas, con el símbolo del Corazón de Cristo con una cruz clavada [183]. No era una decisión superficial: “Con todas mis fuerzas trato de mostrar y de probar a estos pobres hermanos extraviados que nuestra religión es toda caridad, toda fraternidad, que su emblema es un corazón” [184]. Y él quería establecerse con otros hermanos “en Marruecos en el nombre del corazón de Jesús” [185]. De este modo, su tarea evangelizadora sería una irradiación: “La caridad ha de irradiar de las fraternidades, como irradia del corazón de Jesús” [186]. Este deseo lo convirtió poco a poco en un hermano universal, porque, dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quería albergar a la totalidad de la humanidad doliente en su corazón fraterno: “Nuestro corazón, como el de la Iglesia, como el de Jesús, ha de abrazar a todos los hombres” [187]. “El amor del corazón de Jesús para con los hombres, el amor que muestra en su pasión, ése es el que nosotros hemos de tener para con todos los humanos” [188].
180. El abate Henri Huvelin, director espiritual de san Carlos de Foucauld, decía que “cuando nuestro Señor vive en un corazón, le da estos sentimientos, y este corazón se abaja hacia los pequeños. Tal fue la disposición del corazón de un Vicente de Paúl [...]. Cuando nuestro Señor vive en un alma de sacerdote lo inclina hacia los pobres” [189]. Es importante advertir cómo esta entrega de san Vicente, que describe el padre Huvelin, también estaba alimentada por la devoción al Corazón de Cristo. Vicente exhortaba a “tomar del corazón de Nuestro Señor algunas palabras de consuelo” [190] para el pobre enfermo. Para que esto sea real supone que el propio corazón haya sido transformado por el amor y la mansedumbre del Corazón de Cristo, y san Vicente repetía mucho esta convicción en sus sermones y consejos, hasta el punto de convertirse en un aspecto destacable de las Constituciones de su Congregación: “Todos pondrán también sumo empeño en aprender esta lección que nos enseñó Jesucristo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”; teniendo en cuenta que, según Él mismo lo dice, con la mansedumbre se posee la tierra, porque con la práctica de esta virtud se ganan los corazones de los hombres para convertirlos a Dios, lo cual no pueden conseguir los que se portan con el prójimo de una manera dura y áspera” [191].
La reparación: construir sobre las ruinas
181. Todo lo dicho nos permite comprender, a la luz de la Palabra de Dios, cuál es el sentido que debemos dar a la “reparación” que se ofrece al Corazón de Cristo, qué es lo que realmente el Señor espera que reparemos con la ayuda de su gracia. Se ha discutido mucho al respecto, pero san Juan Pablo II ha ofrecido una respuesta clara para orientarnos a los cristianos de hoy hacia un espíritu de reparación en mayor sintonía con el Evangelio.
Sentido social de la reparación al Corazón de Cristo
182. San Juan Pablo II explicó que, entregándonos junto al Corazón de Cristo, “sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo”; esto ciertamente implica que seamos capaces de “unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo”; pues bien, “esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador” [192]. Junto con Cristo, sobre las ruinas que nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza.
183. Es cierto que todo pecado daña a la Iglesia y a la sociedad, por lo que “se puede atribuir a cada pecado el carácter de pecado social”, aunque esto vale sobre todo para algunos pecados que “constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo” [193]. San Juan Pablo II explicaba que la repetición de estos pecados contra los demás muchas veces termina consolidando una “estructura de pecado” que llega a afectar el desarrollo de los pueblos [194]. Muchas veces esto se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir “alienación social”: “Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esta solidaridad interhumana” [195]. No es sólo una norma moral lo que nos mueve a resistir ante estas estructuras sociales alienadas, desnudarlas y propiciar un dinamismo social que restaure y construya el bien, sino que es la misma “conversión del corazón” la que “impone la obligación” [196] de reparar esas estructuras. Es nuestra respuesta al Corazón amante de Jesucristo que nos enseña a amar.
184. Precisamente porque la reparación evangélica posee este fuerte sentido social, nuestros actos de amor, de servicio, de reconciliación, para que sean eficazmente reparadores, requieren que Cristo los impulse, los motive, los haga posibles. Decía también san Juan Pablo II que “para construir la civilización del amor” la humanidad actual tiene necesidad del Corazón de Cristo [197]. La reparación cristiana no se puede entender sólo como un conjunto de obras externas, que son indispensables y a veces admirables. Esta exige una mística, un alma, un sentido que le otorgue fuerza, empuje, creatividad incansable. Necesita la vida, el fuego y la luz que proceden del Corazón de Cristo.
Reparar los corazones heridos
185. Por otra parte, tampoco le basta al mundo, ni al Corazón de Cristo, una reparación meramente externa. Si cada uno piensa en sus propios pecados y en sus consecuencias en los demás, descubrirá que reparar el daño hecho a este mundo implica además el deseo de reparar los corazones lastimados, allí donde se produjo el daño más profundo, la herida más dolorosa.
186. Un espíritu de reparación “nos invita a esperar que toda herida pueda sanar, aunque sea profunda. La reparación completa parece a veces imposible, cuando las posesiones o los seres queridos se pierden permanentemente, o cuando determinadas situaciones se han vuelto irreversibles. Pero la intención de reparar y de hacerlo concretamente es esencial para el proceso de reconciliación y el retorno de la paz al corazón” [198].
La belleza de pedir perdón
187. No basta la buena intención, es indispensable un dinamismo interior de deseo que provoque consecuencias externas. En definitiva “la reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón [...]. Es de este reconocimiento honesto del daño causado al hermano, y del sentimiento profundo y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar” [199].
188. No se debe pensar que el reconocimiento del propio pecado ante los demás es algo degradante o dañino para nuestra dignidad humana. Al contrario, es dejar de mentirse a sí mismo, es reconocer la propia historia tal cual es, marcada por el pecado, especialmente cuando hemos hecho daño a los hermanos: “Acusarse a sí mismo es parte de la sabiduría cristiana. […] Esto le gusta al Señor, porque el Señor recibe el corazón contrito” [200].
189. Parte de este espíritu de reparación es el hábito de pedir perdón a los hermanos, que hace presente una enorme nobleza en medio de nuestra fragilidad. Pedir perdón es un modo de sanar las relaciones porque “reabre el diálogo y demuestra el deseo de restablecer el vínculo en la caridad fraterna [...], toca el corazón del hermano, lo consuela y le inspira la aceptación del perdón solicitado. Así, si lo irreparable no puede repararse del todo, el amor siempre puede renacer, haciendo soportable la herida” [201].
190. Un corazón capaz de compungirse puede crecer en la fraternidad y la solidaridad, porque “quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios” [202]. Por consiguiente, brota un auténtico espíritu de reparación, ya que “quien se compunge de corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar” [203]. Esta solidaridad que genera la compunción al mismo tiempo hace posible la reconciliación. La persona que es capaz de compungirse, “en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Se realiza entonces una especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismo e inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás” [204].
La reparación: una prolongación para el Corazón de Cristo
191. Hay otro modo complementario de entender la reparación, que nos permite colocarla en una relación aún más directa con el Corazón de Cristo, sin excluir de esa reparación el compromiso concreto con los hermanos del cual hemos hablado.
192. En otro contexto he afirmado que Dios “de algún modo, quiso limitarse a sí mismo” y “muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador” [205]. Nuestra cooperación puede permitir que el poder y el amor de Dios se difundan en nuestras vidas y en el mundo, y el rechazo o la indiferencia pueden impedirlo. Algunas expresiones bíblicas lo manifiestan metafóricamente, como cuando el Señor reclama: “Si quieres volver, Israel […] vuélvete a mí” (Jr 4,1). O cuando dice, frente a los rechazos de su pueblo: “Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura” (Os 11,8).
193. Aunque no sea posible hablar de un nuevo sufrimiento del Cristo glorioso, “el misterio pascual de Cristo […] y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente” [206]. De ese modo, podemos decir que él mismo ha aceptado limitar la gloria expansiva de su resurrección, contener la difusión de su inmenso y ardiente amor para dejar lugar a nuestra libre cooperación con su Corazón. Esto es tan real que nuestro rechazo lo detiene en ese impulso donativo, así como nuestra confianza y la ofrenda de nosotros mismos abre un espacio, ofrece un canal libre de obstáculos al derramamiento de su amor. Nuestro rechazo o nuestra indiferencia limitan los efectos de su poder y la fecundidad de su amor en nosotros. Si él no encuentra en mí confianza y apertura, su amor se ve privado —porque él mismo así lo ha querido— de su prolongación en mi vida que es única e irrepetible, y en el mundo donde él me llama a hacerlo presente. Esto no proviene de una fragilidad suya sino de su infinita libertad, de su paradójico poder y de la perfección de su amor por cada uno de nosotros. Cuando la omnipotencia de Dios se muestra en esa debilidad de nuestra libertad, “sólo la fe puede descubrirla” [207].
194. De hecho, santa Margarita María narró que, en una de las manifestaciones de Cristo, él le habló de su Corazón apasionado de amor por nosotros, que “no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas” [208]. Puesto que el Señor, que todo lo puede, en su divina libertad ha querido necesitar de nosotros, la reparación se entiende como liberar los obstáculos que ponemos a la expansión del amor de Cristo en el mundo, con nuestras faltas de confianza, gratitud y entrega.
La ofrenda al Amor
195. Para reflexionar mejor sobre este misterio, nos ayuda nuevamente la luminosa espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús. Ella sabía que algunas personas habían desarrollado una forma extrema de reparación, con la buena voluntad de entregarse por los demás, que consistía en ofrecerse como una especie de “pararrayos” de manera que la justicia divina se realizara: “Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables” [209]. Pero, por más admirable que esa ofrenda pudiera parecer, a ella no le convencía demasiado: “Yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla” [210]. Esta insistencia en la justicia divina finalmente inducía a pensar que el sacrificio de Cristo era incompleto o parcialmente eficaz, o que su misericordia no era suficientemente intensa.
196. Con su intuición espiritual santa Teresa del Niño Jesús descubrió que hay otra forma de ofrendarse a sí mismo, donde no hay necesidad de saciar la justicia divina sino de permitir al amor infinito del Señor difundirse sin obstáculos: “¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti” [211].
197. No hay nada que agregar al único sacrificio redentor de Cristo, pero es verdad que el rechazo de nuestra libertad no le permite al Corazón de Cristo dilatar en este mundo sus “oleadas de infinita ternura”. Y esto es así porque el mismo Señor quiere respetar esta posibilidad. Eso, más que la justicia divina, es lo que inquietaba el corazón de santa Teresa del Niño Jesús, ya que para ella la justicia sólo se comprende a la luz del amor. Vimos que ella adoraba todas las perfecciones divinas a través de la misericordia, y así las veía transfiguradas, radiantes de amor. Decía: “Incluso la justicia (y quizás ésta más aún que todas las demás) me parece revestida de amor” [212].
198. Así nace su acto de ofrenda, no a la justicia divina, sino al Amor misericordioso: “Me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío” [213]. Es importante advertir que no se trata sólo de permitir que el Corazón de Cristo extienda la belleza de su amor en el propio corazón, a través de una confianza total, sino también que a través de la propia vida llegue a los demás y transforme el mundo: “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor […] ¡¡¡ Así mi sueño se verá hecho realidad…!!!” [214]. Los dos aspectos están inseparablemente unidos.
199. El Señor aceptó su ofrenda. Vemos que tiempo después ella misma expresó un intenso amor por los demás y sostuvo que procedía del Corazón de Cristo que se prolongaba a través de ella. Así, le decía a su hermana Leonia: “Te quiero mil veces más tiernamente de lo que se quieren las hermanas normales y corrientes, ya que yo puedo amarte con el Corazón de nuestro Esposo celestial” [215]. Un tiempo después dijo a Maurice Bellière: “¡Cómo me gustaría hacerle comprender la ternura del Corazón de Jesús y lo que él espera de usted!” [216].
Integridad y armonía
200. Hermanas y hermanos, propongo que desarrollemos esta forma de reparación, que es, en definitiva, ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura. Si es verdad que la reparación implica el deseo de “compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa” [217], el camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado. Esto ocurre si se va más allá del mero “consuelo” a Cristo del cual hablamos en el capítulo anterior, y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas expresiones al poder restaurador del Corazón de Cristo.
201. Las renuncias y sufrimientos que exijan estos actos de amor al prójimo nos unen a la pasión de Cristo, y padeciendo con Cristo en “aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos” [218]. Sólo Cristo salva con su entrega en la Cruz por nosotros, sólo él redime, porque hay “un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos” (1 Tm 2,5-6). La reparación que ofrecemos es una participación que aceptamos libremente en su amor redentor y en su único sacrificio. Así completamos en nuestra carne “lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24) y es el mismo Cristo quien prolonga a través de nosotros los efectos de su entrega total por amor.
202. Muchas veces los sufrimientos tienen que ver con el propio ego herido, pero es precisamente la humildad del Corazón de Cristo la que nos indica el camino del abajamiento. Dios ha querido llegar a nosotros anonadándose, empequeñeciéndose. Ya lo enseña el Antiguo Testamento a través de distintas metáforas que muestran a un Dios que entra en las pequeñeces de la historia y se deja rechazar por su pueblo. Su amor se entremezcla en la vida cotidiana del pueblo amado y se vuelve mendigo de una respuesta, como pidiendo permiso para mostrar su gloria. Por otra parte, “quizá una sola vez el Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: “mansedumbre y humildad”. Como si quisiera decir que sólo por este camino quiere conquistar al hombre” [219]. Cuando Cristo dijo: “aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11,29) nos indicó que “para expresarse necesita nuestra pequeñez, nuestro abajamiento” [220].
203. En lo que hemos dicho es importante advertir distintos aspectos inseparables, porque esas acciones de amor al prójimo, con todas las renuncias, negaciones de uno mismo, sufrimientos y cansancios que impliquen, cumplen esta función cuando están alimentadas por la caridad del mismo Cristo. Él nos permite amar como él amó y así él mismo ama y sirve a través de nosotros. Si por una parte él parece empequeñecerse, anonadarse, ya que ha querido mostrar su amor por medio de nuestros gestos, por otra parte, en las más sencillas obras de misericordia, su Corazón es glorificado y manifiesta toda su grandeza. Un corazón humano que hace espacio al amor de Cristo a través de la confianza total y le permite expandirse en la propia vida con su fuego, se vuelve capaz de amar a los demás como Cristo, haciéndose pequeño y cercano a todos. Así Cristo sacia su sed y difunde gloriosamente en nosotros y a través de nosotros las llamas de su ardiente ternura. Advirtamos la hermosa armonía que hay en todo esto.
204. Finalmente, para comprender esta devoción en toda su riqueza, es necesario agregar, retomando lo que hemos dicho sobre su dimensión trinitaria, que la reparación de Cristo como ser humano se ofrece al Padre por obra del Espíritu Santo en nosotros. Por lo tanto, nuestra reparación al Corazón de Cristo en último término se dirige al Padre, que se complace en vernos unidos a Cristo cuando nos ofrecemos por él, con él y en él.
Enamorar al mundo
205. La propuesta cristiana es atractiva cuando se la puede vivir y manifestar en su integralidad; no como un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos. ¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor? ¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales? Seamos sinceros y leamos la Palabra de Dios en toda su integralidad. Pero por esta misma razón decimos que tampoco se trata de una promoción social vacía de significado religioso, que en definitiva sería querer para el ser humano menos de lo que Dios quiere darle. Por eso necesitamos culminar este capítulo recordando la dimensión misionera de nuestro amor al Corazón de Cristo.
206. San Juan Pablo II, además de hablar de la dimensión social de la devoción al Corazón de Cristo, se refirió a “la reparación, que es cooperación apostólica a la salvación del mundo” [221]. Del mismo modo, la consagración al Corazón de Cristo “se ha de poner en relación con la acción misionera de la Iglesia misma, porque responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través de los miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino” [222]. Por consiguiente, a través de los cristianos “el amor se derramará en el corazón de los hombres, para edificar el cuerpo de Cristo que es la Iglesia y construir una sociedad de justicia, paz y fraternidad” [223].
207. La prolongación de las llamas de amor del Corazón de Cristo ocurre también en la tarea misionera de la Iglesia, que lleva el anuncio del amor de Dios manifestado en Cristo. Lo enseñaba muy bien san Vicente de Paúl cuando invitaba a sus discípulos a pedir al Señor “ese corazón, ese corazón que nos hace ir a cualquier parte, ese corazón del Hijo de Dios, el corazón de nuestro Señor, que nos dispone a ir como él iría […] y nos envía a nosotros como a ellos [los apóstoles], para llevar a todas partes su fuego” [224].
208. San Pablo VI, dirigiéndose a las congregaciones que propagaban la devoción al Sagrado Corazón, recordaba que “el ardor pastoral y misionero se inflama principalmente en los sacerdotes y en los fieles, para trabajar por la gloria divina, cuando mirando el ejemplo de aquella inmensa caridad que nos mostró Cristo, consagran todo su esfuerzo a comunicar a todos los inagotables tesoros de Cristo” [225]. A la luz del Sagrado Corazón la misión se convierte en una cuestión de amor, y el mayor riesgo en esa misión es que se digan y se hagan muchas cosas pero no se logre provocar el feliz encuentro con ese amor de Cristo que abraza y que salva.
209. La misión, entendida desde la perspectiva de la irradiación del amor del Corazón de Cristo, exige misioneros enamorados, que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida. Entonces les duele perder el tiempo discutiendo cuestiones secundarias o imponiendo verdades y normas, porque su mayor preocupación es comunicar lo que ellos viven y, sobre todo, que los demás puedan percibir la bondad y la belleza del Amado a través de sus pobres intentos. ¿No es lo que ocurre con cualquier enamorado? Vale la pena tomar como ejemplo aquellas palabras con las que Dante Alighieri, enamorado, procuraba expresar esta lógica:
“Cada vez que la elogio cual presea,
amor me hace sentir con tal dulzura,
que, de obrar con sutil desenvoltura,
enamorara de ella a toda gente” [226].
210. Hablar de Cristo, con el testimonio o la palabra, de tal manera que los demás no tengan que hacer un gran esfuerzo para quererlo, ese es el mayor deseo de un misionero de alma. No hay proselitismo en esta dinámica de amor, son las palabras del enamorado que no molestan, que no imponen, que no obligan, sólo mueven a los otros a preguntarse cómo es posible tal amor. Con el máximo respeto ante la libertad y la dignidad del otro, el enamorado sencillamente espera que le permitan narrar esa amistad que le llena la vida.
211. Cristo te pide que, sin descuidar la prudencia y el respeto, no tengas vergüenza de reconocer tu amistad con él. Te pide que te atrevas a contar a los otros que te hace bien haberlo encontrado: “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo” (Mt 10,32). Pero para el corazón amante no es una obligación, es una necesidad difícil de contener: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9,16); “había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía” (Jr 20,9).
En comunión de servicio
212. No se debería pensar en esta misión de comunicar a Cristo como si fuera solamente algo entre él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la Iglesia. Si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús. Si la olvidamos y no nos preocupamos por ella, nuestra amistad con Jesús se irá enfriando. Nunca se debería olvidar este secreto. El amor a los hermanos de la propia comunidad —religiosa, parroquial, diocesana, etc.— es como un combustible que alimenta nuestra relación de amigos con Jesús. Los actos de amor a los hermanos de comunidad pueden ser el mejor o, a veces, el único modo posible de expresar ante los demás el amor de Jesucristo. Lo decía el mismo Señor: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35).
213. Es un amor que se vuelve servicio comunitario. No me canso de recordar que Jesús lo dijo con gran claridad: “Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40). Él te propone que lo encuentres también allí, en cada hermano y en cada hermana, especialmente en los más pobres, despreciados y abandonados de la sociedad. ¡Qué hermoso encuentro!
214. Por lo tanto, si nos dedicamos a ayudar a alguien eso no significa que nos olvidemos de Jesús. Al contrario, lo encontramos a él de otra manera. Y cuando intentamos levantar y curar a alguien, Jesús está ahí codo a codo con nosotros. De hecho, es bueno recordar que cuando envió a sus discípulos a la misión “el Señor los asistía” (Mc 16,20). Él está allí, trabajando, luchando y haciendo el bien con nosotros. De un modo misterioso, es su amor el que se manifiesta a través de nuestro servicio, él mismo le habla al mundo con ese lenguaje que a veces no puede tener palabras.
215. Él te envía a derramar el bien y te impulsa por dentro. Para eso te llama con una vocación de servicio: harás el bien como médico, como madre, como docente, como sacerdote. Donde sea podrás sentir que él te llama y te envía a vivir esa misión en la tierra. Él mismo nos dice: “Yo los envío” (Lc 10,3). Esto es parte de la amistad con él. Por eso, para que esa amistad madure, hace falta que te dejes enviar por él a cumplir una misión en este mundo, con confianza, con generosidad, con libertad, sin miedos. Si te encierras en tus comodidades eso no te dará seguridad, siempre aparecerán temores, tristezas, angustias. Quien no cumple su misión en esta tierra no puede ser feliz, se frustra. Entonces mejor déjate enviar, déjate conducir por él adonde él quiera. No olvides que él va contigo. No es que te lanza al abismo y te deja abandonado a tus propias fuerzas. Él te impulsa y va contigo. Él lo prometió y lo cumple: “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
216. De alguna manera tienes que ser misionero, como lo fueron los apóstoles de Jesús y los primeros discípulos, que salieron a anunciar el amor de Dios, salieron a contar que Cristo está vivo y que vale la pena conocerlo. Santa Teresa del Niño Jesús lo vivía como parte inseparable de su ofrenda al Amor misericordioso: “Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas” [227]. Esa también es tu misión. Cada uno la cumple a su modo, y tú verás cómo podrás ser misionero. Jesús se lo merece. Si te atreves, él te iluminará. Él te acompañará y te fortalecerá, y vivirás una valiosa experiencia que te hará mucho bien. No importa si puedes ver algún resultado, eso déjaselo al Señor que trabaja en lo secreto de los corazones, pero no dejes de vivir la alegría de intentar comunicar el amor de Cristo a los demás.
CONCLUSIÓN
217. Lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común.
218. Hoy todo se compra y se paga, y parece que la propia sensación de dignidad depende de cosas que se consiguen con el poder del dinero. Sólo nos urge acumular, consumir y distraernos, presos de un sistema degradante que no nos permite mirar más allá de nuestras necesidades inmediatas y mezquinas. El amor de Cristo está fuera de ese engranaje perverso y sólo él puede liberarnos de esa fiebre donde ya no hay lugar para un amor gratuito. Él es capaz de darle corazón a esta tierra y reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente.
219. La Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades. De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una humanidad nueva.
220. Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 24 de octubre del año 2024, décimo segundo de mi Pontificado.
Notas:
[1] Buena parte de las reflexiones de este primer capítulo se han dejado inspirar por escritos inéditos del sacerdote Diego Fares, S.I., que el Señor lo tenga en su santa gloria.
[2] Cf. Homero, Ilíada, 21, 441.
[3] Cf. ibíd., 10, 244.
[4] Cf. Timeo, 65 c-d y 70.
[5] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (14 octubre 2016): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (21 octubre 2016), p. 9.
[6] S. Juan Pablo II, Ángelus (2 julio 2000): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (7 julio 2000), p. 1.
[7] Íd., Catequesis (8 junio 1994): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[8] Los demonios, Alianza, Madrid 2011.
[9] Romano Guardini, Religiöse Gestalten in Dostojewskijs Werk. Studien über den Glauben, Grünewald/Schöningh, Mainz/Paderborn 1989, 236 f.
[10] Karl Rahner, Algunas tesis para la teología del culto al corazón de Jesús, en Escritos de Teología, t. 3, Taurus, Madrid 1961, 370.
[11] Ibíd., 371.
[12] Byung-Chul Han, El corazón de Heidegger. El concepto de “estado de ánimo” de Martín Heidegger, Herder, Barcelona 2021, 68-69.
[13] Ibíd., 107; cf. 313.
[14] Cf. íd., La agonía del Eros, Herder, Barcelona 2014, 9-11.
[15] Martin Heidegger, Aclaraciones a la poesía de Hölderlin, Alianza, Madrid 2005, 133.
[16] Cf. Michel de Certeau, L’espace du désir ou le “fondement” des Exercices spirituels: Christus 77 (1973), pp. 118-128.
[17] Itinerarium mentis in Deum, VII, 6, en Obras de San Buenaventura, I, BAC, Madrid 1945, 633.
[18] Proemium in I Sent., q. 3, en Opera Omnia, vol. 1, Ex typographia Colegii S. Bonaventurae, Quaracchi 1882, 13.
[19] S. John Henry Newman, Meditaciones y devociones, Edibesa, Madrid 2007, 310.
[20] Const. past. Gaudium et spes, 82.
[21] Ibíd., 10.
[22] Ibíd., 14.
[23] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración Dignitas infinita (2 abril 2024), 8: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (12 abril 2024), p. 7.
[24] Const. past. Gaudium et spes, 26.
[25] S. Juan Pablo II, Ángelus (28 junio 1998): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (3 julio 1998), p. 1.
[26] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 83: AAS 107 (2015), 880.
[27] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (7 junio 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14 junio 2013), p. 2.
[28] Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 6: AAS 48 (1956), 316.
[29] Pío VI, Constitución Auctorem fidei (28 agosto 1794), 63: DH, 2663.
[30] León XIII, Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[31] Ibid.: “Inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis”.
[32] Ángelus (9 junio 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14 junio 2013), p. 4.
[33] Se comprende así por qué la Iglesia haya prohibido que se coloquen sobre el altar representaciones del solo corazón de Jesús o de María (cf. Respuesta de la S. Congregación de Ritos al sacerdote Charles Lecoq, P.S.S., 5 abril 1879: Decreta Authentica Congregationis Sacrorum Rituum ex actis ejusdem Collecta, vol. 3, n. 3492, Ex typographia polyglotta S. C. de Propaganda Fide, Roma 1900, 107-108). Fuera de la Liturgia, “para la devoción privada” (ibid.) puede utilizarse el simbolismo de un corazón como expresión didáctica, figura estética o “emblema” que invita a pensar en el amor de Cristo, pero se corre el riesgo de tomar el corazón como objeto de adoración o de diálogo espiritual separadamente de la persona de Cristo. El 31 de marzo de 1887 la Congregación dio otra respuesta semejante (ibid., n. 3673, 187).
[34] Conc. Ecum. de Trento, Ses. XXV, Decreto Mandat Sancta Synodus (3 diciembre 1563): DH, 1823.
[35] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 259.
[36] Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 11-12: AAS 48 (1956), 323-324.
[37] Ep. 261, 3: PG 32, 972.
[38] In Ioann., Homil. 63, 2: PG 59, 350.
[39] De fide ad Gratianum, lib. 2, cap. 7, 56: PL 16, 594 (ed. 1880).
[40] Enarr. in Ps. 87, 3, en Obras de San Agustín, XXI, Enarraciones sobre los salmos (3°), BAC, Madrid 1956, 274-275.
[41] Cf. De fide orth. 3, 6.20: PG 94, 1006.1081.
[42] Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 2010, 70-71.
[43] Ángelus (1 junio 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 junio 2008), p. 1.
[44] Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 15: AAS 48 (1956), 327-328.
[45] Ibíd., 28: AAS 48 (1956), 343-344.
[46] Benedicto XVI, Ángelus (1 junio 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 junio 2008), p. 1.
[47] Vigilio, Constitución Inter innumeras solicitudines (14 mayo 553): DH, 420.
[48] Conc. Ecum. de Éfeso, Anatematismos de Cirilo de Alejandría, 8: DH, 259.
[49] Conc. Ecum. II de Constantinopla, Ses. 8 (2 junio 553), Canon 9: DH, 431.
[50] Cántico espiritual (A – primera redacción), Canción 22, 4, en S. Juan de la Cruz, Obras completas, Monte Carmelo, Burgos 2010, 1234.
[51] Ibid., Canción 12, 8, 1188.
[52] Ibid., Canción 12, 1, 1184.
[53] “No hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y a quien nosotros estamos destinados” (1 Co 8,6). “A Dios, nuestro Padre, sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Flp 4,20). “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo” (2 Co 1,3).
[54] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 49: AAS 87 (1995), 35.
[55] In Ep. ad Rom., 7: PG 5, 694.
[56] “Que el mundo sepa que yo amo al Padre” ( Jn 14,31). “El Padre y yo somos una sola cosa” ( Jn 10,30). “¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?” ( Jn 14,10).
[57] “Voy al Padre” (pros ton Patéra: Jn 16,28). “Yo vuelvo a ti” (pros se: Jn 17,11).
[58] “Eis ton kolpon tou Patrós”.
[59] Adv. Haer. III, 18, 1: PG 7, 932.
[60] In Ioann. II, 2: PG 14, 110.
[61] Ángelus (23 junio 2002): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (28 junio 2002), p. 1.
[62] S. Juan Pablo II, Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 7.
[63] Íd., Ángelus (8 junio 1986), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (15 junio 1986), pp. 1 y 4.
[64] Homilía, Visita al Policlínico Gemelli y a la Facultad de Medicina de la Università Cattolica del Sacro Cuore (27 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 julio 2014), p. 11.
[65] Cf. Ef 1,5.7; 2,18; 3,12.
[66] Cf. Ef 2,5.6; 4,15.
[67] Cf. Ef 1,3.4.6.7.11.13.15; 2,10.13.21.22; 3,6.11.21.
[68] Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 6.
[69] “Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen expresa de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos incita a devolverle amor por amor, es natural que nos consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y unirse a Jesucristo […]. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: Es el Corazón sacratísimo de Jesús, sobre el que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres”. León XIII, Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649, 651.
[70] “En este faustísimo signo y en esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia?”. Pío XI, Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 3: AAS 20 (1928), 167.
[71] “Es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. […] En él podemos considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. […] Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos”. Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 2, 24, 26: AAS 48 (1956), 311, 336, 340.
[72] Catequesis (8 junio 1994), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[73] Ángelus (1 junio 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 junio 2008), p. 1.
[74] Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 28: AAS 48 (1956), 344.
[75] Cf. ibid., 24: AAS 48 (1956), 336.
[76] “El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe […]. Una revelación privada […] es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla”. Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini (30 septiembre 2010), 14: AAS 102 (2010), 696.
[77] Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 26: AAS 48 (1956), 340.
[78] Ibid., 28: AAS 48 (1956), 344.
[79] Ibid.
[80] Exhort. ap. C’est la confiance (15 octubre 2023), 20: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (20 octubre 2023), p. 4.
[81] Ms A, 83vº, en Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Obras completas, Monte Carmelo, Burgos 2006, 245.
[82] S. María Faustina Kowalska, Diario, 47 (22 febrero 1931), Marian Press, Stockbridge 2012, 46.
[83] Cf. Mišna Sukkâ IV, 5.9.
[84] Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[85] Acta de los mártires de Lyon, en Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, libro 5, c. 1, 22, BAC, Madrid 2008, 272.
[86] Rufino, libro 5, c. 1, 22: GCS 9/1, Eusebius, II, 1, 411.
[87] S. Justino, Dial. 135: PG 6, 787.
[88] Novaciano, De Trinitate, 29: PL 3, 944. Cf. S. Gregorio de Elvira, en Tractatus Origenis de libris Sanctarum Scripturarum, XX, 12: CCSL 69, 144.
[89] S. Ambrosio, Expl. Ps. I, 33: PL 14, 983-984.
[90] Cf. Tract. in Ioann. 61, 6, en Obras de San Agustín, XIV, Tratados sobre el Evangelio de san Juan (36-124), BAC, Madrid 1957, 339.
[91] Carta 3, A Rufino, 4, en S. Jerónimo, Obras completas, Xa, Epistolario I, BAC, Madrid 2013, 18-19.
[92] Sermón 61, 4, en S. Bernardo, Obras completas, II, BAC, Madrid 1955, 405.
[93] Cf. Exposición sobre el Cantar de los Cantares, Sígueme, Salamanca 2013, 79.
[94] Guillermo de Saint-Thierry, Acerca de la naturaleza y la dignidad del amor, Sígueme, Salamanca 2023, 13.
[95] Íd., Oraciones meditadas 8, 6, en Carta de oro y oraciones meditadas, Monte Carmelo, Burgos 2013, 232.
[96] S. Buenaventura, Jesucristo, árbol de la vida, 30, en Obras de San Buenaventura, II, BAC, Madrid 1946, 331.
[97] Ibid.
[98] S. Gertrudis de Helfta, en Revelaciones de Santa Gertrudis la Magna, virgen de la Orden de San Benito, Monasterio de Santo Domingo de Silos, Burgos 1932, 415.
[99] Léon Dehon, Directoire spirituel des prêtres du Sacré Cœur de Jésus, II, cap. VII, n. 141, Anciens Etablissement Splichal, Turnhout 1936.
[100] El Diálogo, 75, en Obras de Santa Catalina de Siena, BAC, Madrid 1996, 183.
[101] Cf. Por ejemplo: Angelus Walz, De veneratione divini cordis Iesu in Ordine Praedicatorum, Pontificium Institutum Angelicum, Roma 1937.
[102] Rafael García Herreros, San Juan Eudes, Imprenta Olivieres y Domínguez, Bogotá 1943, 42.
[103] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (24 abril 1610), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 14, Cartas, vol. 4, Monastère de la Visitation, Annecy 1906, 289.
[104] Sermón en el segundo domingo de Cuaresma (20 febrero 1622), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 10, Sermones, vol. 4, Niérat, Annecy 1898, 243-244.
[105] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (31 mayo 1612), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 15, Cartas, vol. 5, Monastère de la Visitation, Annecy 1908, 221.
[106] Carta a Marie Aimée de Blonay (18 febrero 1618), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 18, Cartas, vol. 8, Monastère de la Visitation, Annecy 1912, 170-171.
[107] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (fines de noviembre 1609), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 14, 214.
[108] Ibid. (aprox. 25 febrero 1610), 253.
[109] Entretenimientos espirituales 12. Sobre la sencillez y la prudencia religiosas, en Œuvres de Saint François de Sales, t. 6, Niérat, Annecy 1895, 217.
[110] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (10 junio 1611), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 15, 63.
[111] S. Margarita María Alacoque, Autobiografía, c. IV, El Mensajero, Bilbao 1890, 106-107.
[112] Ibid., 106.
[113] Ibid., c. V, 114.
[114] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Normas para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales (17 mayo 2024), Presentación – Motivos para la nueva redacción de las Normas; I, A, 12.
[115] Autobiografía, c. VIII, 187.
[116] S. Margarita María Alacoque, Carta 110, A la Hermana de la Barge, Moulins (22 octubre 1689), en Vida y Obras completas, El Mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao 1948, 400.
[117] Id., Autobiografía, c. IV, 107.
[118] Ibid., c. V, 114-115.
[119] S. Claudio de La Colombière, Acto de confianza, en Escritos Espirituales del beato Claudio de La Colombière, S.J., Mensajero, Bilbao 1979, 110.
[120] Ibid., Ejercicios espirituales en Londres (1-8 febrero 1677), 11, Devoción al Sagrado Corazón, 103-104.
[121] Ibid., Ejercicios espirituales en Lyon (oct.-nov. 1674), Tercera Semana, 2, Prendimiento de Jesucristo, 71.
[122] Cf. Carta a Madame de Bondy (27 abril 1897), en Écrits spirituels, De Gigord, París 1923, 79.
[123] Carta a Madame de Bondy (15 abril 1901), en Lettres à Madame de Bondy. De la Trappe à Tamanrasset, Desclée de Brouwer, París 1966, 83. Cf. ibíd. (abril 1909), 180: “Por ti conocí las exposiciones del Santísimo, las bendiciones y el Sagrado Corazón”.
[124] Carta a Madame de Bondy (7 abril 1890), en Lettres à Madame de Bondy, 30.
[125] Carta al abate Huvelin (27 junio 1892), en C. Foucauld - H. Huvelin, Correspondance inédite, Desclée de Brouwer, Tournai 1957, 22.
[126] Méditations sur Ancien Testament, Roma 1896.
[127] Carta al abate Huvelin (16 mayo 1900), en C. Foucauld - H. Huvelin, Correspondance inédite, 156.
[128] Diario (17 mayo 1906).
[129] Cta 67, A la señora de Guérin (18 noviembre 1888), 391.
[130] Cta 122, A Celina (14 octubre 1890), 449.
[131] Poesía 23, Al Sagrado Corazón de Jesús (21 junio u octubre 1895), 679-680.
[132] Cta 247, Al abate Bellière (21 junio 1897), 601.
[133] Últimas conversaciones. Cuaderno amarillo (11 julio 1897), 833.
[134] Cta 197, A sor María del Sagrado Corazón (17 septiembre 1896), 554-555. Esto no significa que santa Teresa del Niño Jesús no ofreciera sacrificios, dolores, angustias como un modo de asociarse al sufrimiento de Cristo, pero cuando quería ir al fondo se preocupaba por no dar a estos ofrecimientos una importancia que no tienen.
[135] Cta 142, A Celina (6 julio 1893), 476.
[136] Cta 191, A Leonia (12 julio 1896), 545.
[137] Cta 226, Al P. Roulland (9 mayo 1897), 587.
[138] Cta 258, Al abate Bellière (18 julio 1897), 611.
[139] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 104.
[140] Ibid., 297.
[141] Cf. Carta a Ignacio de Loyola (23 enero 1541), en Lettres et instructions, Lessius, Namur 2017, 84.
[142] Vida de Ignacio de Loyola, c. 8, 96, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2021, 147.
[143] Ejercicios espirituales, 54.
[144] Cf. ibid., 230 ss.
[145] XXIII Congregación General de la Compañía de Jesús, Decreto 46, 1: Institutum Societatis Iesu, 2, Florencia 1893, 511.
[146] En Él solo… la esperanza, Secretariado General del Apostolado de la Oración, Roma 1982, 180.
[147] Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[148] Conferencias a los Misioneros. La pobreza, 55 (13 agosto 1655), en S. Vicente de Paúl, Obras completas, t. 11/3, Sígueme, Salamanca 1974 , 156.
[149] Conferencias a las Hijas de la Caridad. Mortificación, correspondencia, comidas, salidas (Reglas comunes, arts. 24-27), 89 (9 diciembre 1657), t. 9/2, 974.
[150] S. Daniel Comboni, Carta pastoral para la Consagración del Vicariato al Sagrado Corazón, El-Obeid (1 agosto 1873), en Escritos, 515 (485), 3324.
[151] Cf. Homilía durante la Santa Misa de canonización (18 mayo 2003): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (23 mayo 2003), p. 5.
[152] Carta enc. Dives in misericordia (30 noviembre 1980), 13: AAS 72 (1980), 1219.
[153] Catequesis (20 junio 1979): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 junio 1979), p. 3.
[154] Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús, Regla de Vida. Constituciones y Directorio General, Roma 1988, 3.
[155] Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús (Sociedad del Sagrado Corazón), Constituciones 1982, 7.
[156] Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 10: AAS 20 (1928), 174.
[157] Cuando se ejercita la fe, referida a Cristo, el alma accede no sólo a unos recuerdos, sino a la realidad de su vida divina (cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 2, ad 2; q. 4, a. 1).
[158] Pío XI, Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 10: AAS 20 (1928), 174.
[159] Homilía en la Misa Crismal (28 marzo 2024): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 marzo 2024), pp. 4-5.
[160] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 203.
[161] Homilía en la Misa Crismal (28 marzo 2024): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 marzo 2024), p. 4.
[162] S. Margarita María Alacoque, Autobiografía, c. V, 115.
[163] Íd., Carta 133 (3 noviembre 1689), Al P. Croiset, en Vida y Obras completas, 464.
[164] Íd., Autobiografía, c. VIII, 187.
[165] Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[166] Juliano, Carta a Arsacio, sumo sacerdote de Galacia, Antioquía (invierno de 362-363): Boletín del Instituto de Estudios Helénicos, 5 (1971), p. 94.
[167] Ibid., pp. 93-94.
[168] Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración Dignitas infinita (2 abril 2024), 19: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (12 abril 2024), p. 9.
[169] Cf. Benedicto XVI, Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, con motivo del 50° aniversario de la encíclica Haurietis aquas (15 mayo 2006): AAS 98 (2006), 461.
[170] In Num., Homil. 12, 1: PG 12, 657.
[171] Ep. 29, 24: PL 16, 1060.
[172] Adv. Arium 1, 8: PL 8, 1044.
[173] Cf. Tract. in Ioann. 32, 4, en Obras de San Agustín, XIII, Tratados sobre el Evangelio de san Juan (1-35), BAC, Madrid 1955, 749.
[174] Expos. in Ev. S. Ioannis, cap. 7, lectio 5.
[175] Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 26: AAS 48 (1956), 321.
[176] S. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 38: AAS 79 (1987), 411.
[177] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.
[178] Ibid., 60.
[179] Sermón 20, 4, en S. Bernardo, Obras completas, II, 122.
[180] Introducción a la vida devota, III, c. 35, en Obras selectas, BAC, Madrid 2010, 186-187.
[181] Sermón en el domingo XVII después de Pentecostés (30 septiembre 1618), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 9, Sermones, vol. 3, Niérat, Annecy 1897, 200-201.
[182] Retiro hecho en Nazaret del 5 al 15 de noviembre de 1897. Jesús en su pasión, en Escritos espirituales, Studium, Madrid 1964, 58.
[183] Desde el 19 de marzo de 1902 todas sus cartas están encabezadas con las palabras Iesus Caritas, separadas por un corazón coronado por una cruz.
[184] Carta al abate Huvelin (15 julio 1904), en C. Foucauld - H. Huvelin, Correspondance inédite, 211.
[185] Carta a dom Martin (25 enero 1903), en Cahiers Charles de Foucauld, vol. 2, 154.
[186] Anexo VI en René Voillaume, Les fraternités du Père de Foucauld, Cerf, París 1946, 173.
[187] Méditations des saints Évangiles sur les passages relatifs à quinze vertus (Nazaret 1897-1898), Charité 77 ( Mt 20,28), en C. Foucauld, Aux plus petits de mes frères, Nouvelle Cité, París 1973, 82.
[188] Ibid., Charité 90 ( Mt 27,30), 95.
[189] Quelques directeurs d’âmes au XVII siècle, Libraire Victor Lecoffre J. Gabalda, París 1911, 97.
[190] Conferencias a las Hijas de la Caridad. Servicio de los enfermos, cuidado de la propia salud (Reglas comunes, arts. 12-16), 85 (11 noviembre 1657), t. 9/2, 917.
[191] Reglas comunes de la Congregación de la Misión, c. 2, 6 (17 mayo 1658), t. 10, 470.
[192] Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[193] S. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia (2 diciembre 1984), 16: AAS 77 (1985), 215.
[194] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 36: AAS 80 (1988), 561-562.
[195] Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[196] Catecismo de la Iglesia Católica, 1888.
[197] Cf. Catequesis (8 junio 1994), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[198] Discurso a los participantes del Coloquio internacional “Réparer l´irréparable”, en el 350 aniversario de las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial (4 mayo 2024): L’Osservatore Romano (4 mayo 2024), p. 12.
[199] Ibid.
[200] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (6 marzo 2018): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (16 marzo 2018), p. 10.
[201] Discurso a los participantes del Coloquio internacional “Réparer l´irréparable”, en el 350 aniversario de las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial (4 mayo 2024): L’Osservatore Romano (4 mayo 2024), p. 12.
[202] Homilía en la Misa Crismal (28 marzo 2024): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 marzo 2024), p. 5.
[203] Ibid.
[204] Ibid.
[205] Carta enc.Laudato si’ (24 mayo 2015), 80: AAS 107 (2015), 879.
[206] Catecismo de la Iglesia Católica, 1085.
[207] Ibid., 268.
[208] Autobiografía, c. IV, 107.
[209] Ms A, 84 r°, 246.
[210] Ibid.
[211] Ibid.
[212] Ms A, 83v°, 245; cf. Cta 226, Al P. Roulland (9 mayo 1897), 585-589.
[213] Oración 6, Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios (9 junio 1895), 759.
[214] Ms B, 3vº, 261.
[215] Cta 186, A Leonia (11 abril 1896), 538.
[216] Cta 258, Al abate Bellière (18 julio 1897), 611.
[217] Pío XI, Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 5: AAS 20 (1928), 169.
[218] Ibid., 8: AAS 20 (1928), 172.
[219] S. Juan Pablo II, Catequesis (20 junio 1979): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 junio 1979), p. 3.
[220] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (27 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 julio 2014), p. 10.
[221] Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 6.
[222] Ibid.
[223] Carta a Mons. Louis-Marie Billé, Arzobispo de Lyon, con motivo de la peregrinación a Paray-le-Monial (4 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 7.
[224] Conferencias. Repetición de la oración (22 agosto 1655), 58, t. 11/3, 190.
[225] Carta Diserti interpretes (25 mayo 1965), 4, en Francisco Cerro Chaves y Víctor Castaño Moraga [eds.], Encíclicas y Documentos de los Papas sobre el Corazón de Jesús, Monte Carmelo, Burgos 2009, 141.
[226] Vita Nuova XIX, 5-6.
[227] Ms A, 45 v°, 166.
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