Aunque esta obra es preferentemente para los sacerdotes, también es para los fieles católicos como una perla de doctrina de este gran Santo de espiritualidad redentorista.
SECCIÓN II
II. DE LO QUE HA DE HACER EL SACERDOTE PARA CELEBRAR DIGNAMENTE LA SANTA MISA
a) El sacerdote tiene que vivir santamente
Por ser la Misa es la obra más santa y divina que se puede ejecutar, síguese, como señala el Concilio de Trento - hay que poner todo cuidado y solicitud para celebrarla con la mayor pureza interior y con las mayores muestras exteriores de piedad y devoción.
Dice también el Concilio que la maldición fulminada por Jeremías contra “quien hace la obra de Yahvé con negligencia” (Jer. 48, 10) se aplica precisamente a los sacerdotes que celebran con irreverencia la Misa. Es entre todas, la más grande y elevada de cuantas acciones pueda ejecutar el hombre para honrar a su Creador. Y añade que difícilmente puede cometerse semejante irreverencia sin incurrir en manifiesta impiedad.
b) Antes, durante y después de la Misa
Para que el sacerdote no se haga reo de tan gran irreverencia y a la vez de la divina maldición que la acompaña, consideremos lo que ha de hacer antes de celebrar, durante la celebración y después de haberla celebrado.
Antes de acercarse al altar tiene que prepararse.
Durante la celebración ha de proceder con toda la reverencia requerida.
Después de haber celebrado tiene que dedicarse a la acción de gracias.
1° De la preparación a la santa Misa
a) Necesidad de la preparación.
El sacerdote debe en primer lugar prepararse. Decía un siervo de Dios que toda la vida del sacerdote no había de ser más que una preparación continua y una continua acción de gracias de la Misa. Es cierto que la Sagrada Eucaristía fue instituida en beneficio de todos los fieles, pero no cabe duda también de que es un don especial hecho a los sacerdotes. Dice el Señor: No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas a los puercos. Nótense las palabras vuestras perlas, nombre con que el griego entiende las partículas consagradas; pues bien, estas perlas son llamadas propiedad de los sacerdotes. Esto sentado, dice el Crisóstomo, todos los sacerdotes tendrían que separarse del altar transformados por los ardores del Amor divino y a modo de leones que causaran espanto al propio infierno.
Más no es esto lo que suele acontecer, sino que la mayor parte de los sacerdotes se retiran del altar siempre más tibios, más impacientes, soberbios, habidos y pegados al interés, a la estima propia y a los placeres terrenos. El defecto no está en el alimento, dice el cardenal Bona, sino en quien lo toma; y la razón la daba Santa María Magdalena de Pazzi, diciendo que bastaría una comunión para obrar la santificación. Todo el mal proviene, por lo tanto, de la falta de preparación a la celebración de la Misa. b) De la preparación remota.
Hay dos suertes de preparación, remota y próxima. La preparación remota requiere que para celebrar dignamente, consiste en la vida pura y virtuosa que debe vivir el sacerdote. Si Dios exigía la pureza en los sacerdotes de la ley antigua era solamente porque tenían que llevar los vasos sagrados: Purificaos los que lleváis los vasos de Yahveh; pues bien, ¡Cuánto más puros que ellos han de ser nuestros sacerdotes, que han de llevar en sus manos y en su pecho al verbo encarnado! Dice Pedro Blesense.
c) Ausencia de pecados veniales voluntarios.
Más para que el sacerdote sea puro y santo no basta que se vea libre de pecados mortales, sino que ha de verse también libre de pecado veniales, al menos voluntarios, porque de otro modo, dice San Bernardo, que Jesucristo no lo recibirá a tener parte consigo, como amenazó a Pedro con no tenerla a menos de no dejarse lavar por Cristo. Se impone, pues, que todas las acciones, todas las palabras y pensamientos del sacerdote que quiera celebrar la Misa sean tan santos que le puedan servir de preparación.
d) De la preparación próxima: meditación de la mañana
En cuanto a la preparación próxima, es necesario primeramente haber tenido oración mental. ¿Cómo podría celebrar devotamente la Misa del sacerdote que la celebrara sin haber antes hecho la meditación? El santo padre Juan de Ávila decía que el sacerdote antes de celebrar ha de tener por lo menos hora y media de meditación. Yo me contentaría con que se meditara por espacio de media hora y con que algunos tibios lo hicieran por lo menos un cuarto de hora, si bien no puedo menos que confesar que un cuarto de hora es sobrado poco. ¡Oh Dios, hay tan hermosos libros de meditación para prepararse a la Santa Misa! pero ¿dónde están los sacerdotes que se preparan de esta manera? Por esto se ven celebrar tantas misas de modo tan irreverente y con maneras tan deplorables.
e) El recuerdo de la pasión de Jesucristo.
Enseña Santo Tomás que el Redentor instituyó el Santísimo Sacramento del altar para que quedara siempre viva en nosotros la memoria y el amor que nos mostró con Su Pasión y el recuerdo de los beneficios que nos dispersó al sacrificarse por nosotros en la cruz; que por esto nos advierte el apóstol: Cuantas veces coméis este pan y bebéis el cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. En efecto, si todos los fieles deben recordarse, cuando comulgan, de la pasión de Jesucristo, ¡con cuánta mayor razón lo deberá hacer el sacerdote, pues al alimentarse de la sacratísima carne representa y renueva en el altar, aún cuando de distinto modo, el mismo sacrificio de la Cruz!
f) Como ha de acercarse el sacerdote a la Misa
Con todo, aún cuando el sacerdote haya hecho ya la meditación de la mañana, es conveniente que al acercarse a celebrar se recoja al menos unos instantes para pensar en la excelsa obra que va a ejecutar. Así lo impuso a todos los sacerdotes el Concilio primero de Milán en tiempos de San Carlos Borromeo: “Recójanse antes de celebrar y rueguen para penetrarse bien del sublime ministerio que van a desempeñar”. Al entrar en la sacristía para celebrar, debe el sacerdote despedir todo pensamiento mundano y repetir con San Bernardo: “Negocios y solicitudes terrenas, esperadme aquí hasta que vuelva a vosotras después de haber celebrado la Misa, que requiere toda mi atención”. San Francisco de Sales escribía en cierta ocasión a Santa Juana de Chantal: “Cuando me acerco al altar para celebrar la Misa, pierdo de vista todas las cosas de la tierra”. Considere el sacerdote que va a hacer bajar el cielo a la Tierra al verbo encarnado para tratar con Él familiarmente sobre el altar, para sacrificarlo nuevamente al Padre eterno y para alimentarse, finalmente, de su divina carne. Así trataba de enfervorizarse el Santo M. Ávila, exclamando: “A Dios voy a consagrar, y a tenerlo en mis manos, y hablar con Él, y a recibirle en mi pecho”.
g) Pensamientos con que se ha de subir al altar Santo
Considere a la vez el sacerdote que sube al altar para interceder por todos los pecadores. “El sacerdote, mientras celebra -dice San Lorenzo Justiniano- hace el oficio de mediador, y por eso tiene que rogar por todos los culpables”. De modo semejante se expresa San Juan Crisóstomo al decir que “el sacerdote, cuando se halla en el altar, se halla entre Dios y los hombres para ofrecer las oraciones de éstos y alcanzarles las gracias divinas”. En la antigua ley tan solo una vez al año era permitido al sacerdote entrar en el santo de los santos; pero en la ley nueva todos los sacerdotes pueden a diario ofrecer el Cordero divino al Eterno Padre para alcanzar las divinas gracias para sí y para toda la iglesia.
Razón tenía el Concilio de Basilea para decir: “Cuando un vasallo se acerca al rey para reclamar su favor, ¡con qué atención cuida de la decencia de sus vestidos, de las expresiones comedidas, de la gravedad en el decir, del modo más detallado en el conducirse! Pues con mayor diligencia aún debe el sacerdote esforzarse para merecer que su Divina Majestad lo mire favorablemente cuando va a rogar por sí mismo y por todos los demás a su Majestad Divina”.
2° De la reverencia que hay que tener en la celebración de la Misa.
En segundo lugar, el sacerdote ha de conducirse en la celebración de la Misa con la reverencia debida a tan gran sacrificio. Tal es el objeto o al menos el punto principal de este librito. Veamos, pues, en qué consiste esta reverencia. Consiste en primer lugar en prestar toda la atención a las palabras de la Misa y luego en observar exactamente las ceremonias prescritas por las rúbricas.
a) De la atención a las palabras.
En cuanto a la atención que se ha de prestar a las palabras, sépase que peca el sacerdote cuando se distrae voluntariamente durante la celebración de la Misa; y como dicen los Doctores, pecaría mortalmente del sacerdote que se distrajera voluntariamente durante una parte notable del canon: así piensan Roncaglia, Concina y Tamburini. Este último, de ordinario indulgente y hasta sobrado indulgentemente en sus opiniones, con todo, al hablar de este punto se expresa así: “El sacerdote que voluntariamente se distrae durante una parte notable del santo sacrificio, por ejemplo, en las oraciones del canon, peca mortalmente. Juzgo gran irreverencia que en el tiempo en que se profesa tributar a Dios los supremos honores se les falte al respeto con distracciones voluntarias”. De este parecer participo yo también, digan lo que digan ciertos autores; porque, dejando aparte la cuestión de si la atención interior es o no de esencia de la oración, defiendo que el sacrificio del altar no es solamente una oración, sino el acto excelentísimo del culto de religión, al que irroga grave irreverencia quien en el momento en que tiene que vengar religiosamente a Dios se distrae voluntariamente con pensamientos extraños. De aquí esta advertencia de la rúbrica: “Cuando hay que pronunciar las palabras en alta voz, debe tener mucho cuidado el sacerdote de pronunciarlas distintas, claramente y sin preocupación, de modo que pueda darse cuenta de lo que se lee”.
b) De la observancia de las rúbricas y cómo hay que observarlas todas.
Por lo que hace el cumplimiento de la ceremonias prescritas por las rúbricas en la celebración de la Misa, San Pío V, en la bula colocada al principio del Misal, ordena formalmente y en virtud de santa obediencia que “se celebre la Misa según el rito del Misal, observando las ceremonias, el rito y cada una de las reglas allí formalmente trazadas”.
Razón tiene, por lo tanto, el padre Suárez en decir que no se puede excusar de pecado venial la omisión de cualquier ceremonia prescrita por las rúbricas, como una bendición, una genuflexión, una inclinación y otras ceremonias semejantes. Benedicto XIII lo declaró expresamente en el Concilio Romano, en el que leemos con motivo de la celebración de la Misa: “Los sacerdotes no pueden, sin pecado, omitir o cambiar aún la más pequeñita de las rúbricas”. Santa Teresa decía: “Sabía bien de mí que en cosa de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me ponía yo a morir mil muertes”. Y ¿se atreverá el sacerdote a tratarlas a la ligera?
c) De la perfecta exactitud de las rúbricas.
Es igualmente pecado despachar las ceremonias precipitadamente, como sostiene La Croix, de acuerdo con Pasqualigi, o hacerlas a medias, como dice el padre Concina hablando de aquellos sacerdotes que al arrodillarse no fijan la rodilla en tierra, o que en vez de besar el altar hacen solo ademán de besarlo, o que hacen imperfectamente la señal de la cruz, contraviniendo las rúbricas que preceptúan estas delicadezas, porque, como dicen Gavanto y Ledesma, desempeñar mal las ceremonias prescritas equivale a omitirlas, según aquello de la axioma de derecho: “Hacer mal la ceremonias equivale a omitirlas”.
d) Peligro de pecar.
Además dicen comúnmente los doctores como Wigand, Roncaglia, Concina y La Croix, que quien omite las ceremonias de la Misa en cantidad notable, aún cuando fuesen de las menos importantes, no se excusaría la falta grave, porque tales omisiones repetidas en el mismo sacrificio se unen y constituyen materia grave, ya que tal acumulamiento forma grave irreverencia contra el santo sacrificio. Recordemos que hasta en la ley antigua castigaba el Señor a los sacerdotes que descuidaban las ceremonias prescritas en aquellos sacrificios, que no eran sino simples figuras del nuestro: “Si no escuchas la voz de Yahveh, tu Dios, cuidando de practicar todos sus preceptos y leyes que hoy te intimo, te sobrevendrán todas estas maldiciones y te alcanzarán: Maldito serás en la ciudad y maldito en el campo. Maldita tu cesta y tu artesa. Malditos el fruto de tu vientre y el fruto de tu suelo, el parto de tu vacada y las crías de tu rebaño. Maldito en tu entrar y maldito en tu salir” (Deut. 28: 15-19)
e) De la inobservancia de las rúbricas.
Esto sentado, al ver cómo celebra la mayoría de los sacerdotes, con tal precipitación y atropello de las ceremonias, preciso sería llorar, y llorar lágrimas de sangre. A estos tales pudiera muy bien aplicárseles lo que Clemente Alejandrino aplicaba a los sacerdotes cuando les reprochaba que convertían el Cielo en una comedia y a Dios en objeto de comedia: “¡Oh impiedad! hicisteis del cielo una escena de teatro, y Dios no es para vosotros más que una suerte de histrión”. Pero ¿qué digo comedia? Si estos desgraciados tuvieran que representar el papel de cómicos, ¡qué atentos estarían a ello! Y ¿cuál es la atención que ponen en la celebración de la Misa? Palabras mutiladas, genuflexiones a medio hacer, que más bien parecen actos de desprecio que de reverencia, bendiciones cuyas cruces no se sabe qué quieren significar, modos de gesticular en el altar que excitan la hilaridad. Después de la consagración tocan la sagrada hostia y el cáliz consagrado como si fuera un trozo de pan y un vaso de vino, mezclan desordenadamente las palabras con la ceremonias, anteponiendo unas a otras antes del tiempo destinado para cada una; en suma, que toda su Misa no es, desde el principio hasta el fin, más que un cúmulo confuso de desórdenes e irreverencias.
f) Grave insulto al santísimo Sacramento.
¿De dónde procede todo esto? De la ignorancia de las rúbricas, que se ignoran y no se trabaja por aprender, y también del afán de terminar la Misa lo más pronto posible. Diríase que tales sacerdotes celebran como si fuera a caerse la iglesia o estuvieran para asaltarla los turcos y no hubiera tiempo para escapar. Y acontecerá que más de uno habrá gastado más de dos horas en asuntos mundanales, charlando en una tienda o en la sacristía, y luego atropellarán la celebración, sin más cuidado que acabarla lo más rápidamente posible. Sería preciso que hubiera siempre alguien que les murmurase al oído lo que el santo P. Maestro Ávila dijo subiendo al altar en que celebraba cierto sacerdote de tal guisa: “Trátelo bien, que es hijo de buen padre” (1). Ordenó Dios a los sacerdotes de la antigua ley que se acercaran al santuario temblorosos de reverencia. Y el sacerdote de la nueva ley, ¿se atreverá a conducirse con tamaña irreverencia cuando, al hallarse en el altar ante la presencia real de Jesucristo, lo toma en sus manos, lo sacrifica y se alimenta de Él?
“El sacerdote en altar -como dice San Cipriano, y así es en realidad- representa la misma persona de Jesucristo”; por eso dice en persona de Jesucristo: “Esto es mi cuerpo” (2), “Este es el cáliz de mi sangre” (3). Pero, ¡ay, Dios mío!, al ver a tantos sacerdotes como hoy celebran con tales irreverencias, ¿qué habrá que decir? ¿Que representan a Jesucristo o a tantos saltimbanquis como ganan la vida embobando a la aldeanía con sus juegos de manos? Así se expresa el Sínodo de Spalatro: “la mayoría de los sacerdotes se esfuerzan en no celebrar bien, sino en despachar la Misa, no en ejercitar un acto de piedad, sino en sostener un modo de vivir; de aquí que tales celebraciones sean no ya un acto de religión, sino un tráfico y un negocio lucrativo”.
Y aún hay algo más de admirar, o mejor decir, de deplorar, y es ver hasta a Religiosos, y aún a Religiosos de Ordenes reformadas y observantes, celebrar con tal precipitación y atropellando de tal modo las ceremonias, que escandalizarían hasta a los idólatras y no obrarían peor que si fuesen los sacerdotes seculares más relajados.
g) Como edifica la exacta observancia de las rúbricas.
Nótese ahora que los sacerdotes que celebran de modo tan indigno pecan, no solo porque cometen grave irreverencia contra el santo sacrificio, sino a la vez porque escandalizan gravemente al personal que asiste a la Misa. Así como el santo sacrificio celebrado devotamente infunde gran devoción y veneración, de igual manera celebrado irreverentemente hace perder el concepto y veneración que le son debidos. Cuéntase de San Pedro de Alcántara que una sola de sus Misas, celebrada con el fervor que le caracterizaba, hacía más bien a las almas que los sermones de los predicadores de la provincia donde se hallase. Dice el Concilio de Trento que la Iglesia al instituir las ceremonias no se propuso más fin que el de inspirar a los fieles la veneración debida al sacrificio del altar y a los sublimes misterios que encierra.
h) Cómo escandaliza la inobservancia de las rúbricas.
Esta ceremonias, desempeñadas negligentemente y con precipitación, lejos de inspirar, hacen que los seglares pierdan toda veneración hacia tan santo misterio. Las Misas celebradas con poca reverencia dan pie para que el pueblo haga poco caso del Santísimo Sacramento, y como dice Pedro Blesense de Blois: “De la desordenada e indisciplinada muchedumbre de sacerdotes proviene hoy día que se llegue a menospreciar el venerable Sacramento de nuestra redención”. Por eso el Concilio de Tours, celebrado el año 1583, ordenó que los sacerdotes estuviesen bien instruidos en las ceremonias de la Misa, dando para ello esta noble razón: “No sea que aparten de la devoción al pueblo a ellos encomendados, antes de inducirlo a la veneración de los misterios”.
¿Cómo pretenderán, pues, los sacerdotes con tan indevotas celebraciones alcanzar perdón de sus pecados y gracias de Dios, si al tiempo de ofrecerlas le ofenden, causándole más deshonra que honor?. “Con la celebración del sacrificio -dice el Papa San Julio- bórranse los pecados; y ¿que se podrá ofrecer al Señor en expiación de los pecados cometidos hasta en la oblación del sacrificio?” Ofendería a Dios el sacerdote que no creyese en el Sacramento de la Eucaristía, pero le ofende aún más el que, creyendo en él, no le tributa el debido respeto, por ser causa de que aquellos que le ven celebrar con tan poca reverencia pierdan la que conservarían si obrara él de otro modo. Los judíos respetaron a Jesucristo al principio de su predicación; pero cuando vieron cómo lo despreciaban los sacerdotes, perdieron el buen concepto que de él tenían y acabaron por gritar con los mismos sacerdotes: Quita, quita, crucifícale. Y así también hoy los seglares, viendo el atropello y ligereza con que los sacerdotes celebran la Misa, piérdenle el respeto y veneración.
i) La inobservancia de las rúbricas quita la fe a los asistentes.
Como antes dijimos, la Misa celebrada devotamente inspira devoción a cuantos la oyen, al paso que la atropellada hace que se pierda la devoción y casi la fe. Cierto religioso muy digno de fe me refirió un hecho terrible a este respecto, que relata también el padre Serafín María Loddi, dominico, en su opúsculo titulado Motivos para celebrar la Misa sin precipitación, etc. Había en Roma un hereje resuelto a abjurar, como había prometido al Sumo Pontífice Clemente XI, más luego que vio en cierta iglesia celebrarse una Misa indevotamente, se escandalizó hasta el punto de que fue al Papa y le anunció que ya no quería abjurar, porque estaba persuadido que ni los sacerdotes ni el Papa creían en los dogmas de la Iglesia Católica. El Papa le respondió que por la falta de devoción de un sacerdote o de muchos sacerdotes descuidados no se podían poner en tela de juicio las verdades de la fe enseñadas por la Iglesia, a lo que aludió el hereje: “Si yo fuese Papa y supiera que había un sacerdote que celebrase con tamaña irreverencia, lo haría quemar vivo; pues bien, como veo que hay en Roma sacerdotes que celebran tan indignamente, y hasta en presencia del Papa, y no se les castiga, me persuado de que ni el Papa cree”; y así diciendo, se despidió y permaneció obstinado en la voluntad de no abjurar. He de añadir a este propósito que esta misma mañana cierto seglar, mientras me hallaba yo escribiendo la presente obrita, luego de oír una Misa celebrada de esta forma, no pudo menos que decir a un compañero de nuestra Congregación, que me lo ha contado: “A la verdad que estos sacerdotes con tales misas nos hacen perder la fe”.
Escuchemos las quejas que este lamentable escándalo arranca al piadosísimo cardenal Belarmino, citado por Benedicto XIV en su Bulario: “Otra cosa muy digna de lágrimas irrestañables es la negligencia o perversidad de ciertos sacerdotes cuando celebran con tanta irreverencia, que se diría no creen en la presencia real de la Divina Majestad en la hostia consagrada. En efecto, hay sacerdotes que celebran sin atención, sin fervor, sin respeto y con increíble apresuramiento, como si no creyesen que Jesucristo está realmente presente en sus manos o pensasen que no les ve”. ¡Pobres sacerdotes! El Santo P. Juan de Ávila, al oír que cierto sacerdote acababa de morir después de haber celebrado una sola Misa, exclamó: “¡Harto habrá tenido que responder a Dios por esa misa!” ¿Qué no hubiera dicho de los sacerdotes que la celebran durante treinta o cuarenta años escandalosamente?
j) Castigos terribles
Cuentan los Anales de los P.P. Capuchinos el siguiente terrible caso a propósito de la Misa atropellada. Érase cierto párroco que celebraba con toda rapidez y sin el menor respeto. Un buen día, al entrar en la sacristía luego de la celebración, reprendiólo fuertemente el padre Mateo Barssi, general de los Capuchinos, diciéndole que su Misa, lejos de edificar, escandalizaba a los fieles, por lo que le rogaba que la celebrase con la debida gravedad o que, al menos, dejara de celebrarla para no volver a dar al pueblo el escándalo que daba. De tal modo se enfadó el párroco con aquella reprimenda, que se despojó apresuradamente de las vestiduras sagradas y corrió tras el religioso para darle a entender su resentimiento, y, no hallándolo, se retiró a su casa, en la que muy luego fue asaltado por ciertos enemigos suyos y quedó tan malamente herido, que murió el desgraciado infelizmente en el espacio de una hora. Entonces se desencadenó tan fiera tempestad de vientos huracanados, que desarraigaba las encinas y lanzaba por los aires a los rebaños. Oyóse luego a un poseso exclamar que todos los demonios de los contornos se habían aunado para impedir la conversión de este sacerdote y que, obtenida la victoria, en señal de triunfo habían desencadenado tal tempestad.
k) Grave responsabilidad que incumbe a los superiores eclesiásticos.
No acierto a comprender cómo los párrocos y a quien esto incumbe se forman en la conciencia para permitir la celebración en sus iglesias a los sacerdotes que lo hacen con tamaña irreverencia. El padre Pasqualigi no les excusa de pecado grave. He aquí sus palabras: “Los superiores eclesiásticos, tanto regulares como seculares, pecan mortalmente cuando permiten que sus súbditos celebren con sobrada precipitación, porque en virtud de su cargo están obligados a velar porque la Misa se celebre de modo conveniente”. Y está fuera de duda que los obispos están obligados a prohibir la celebración, sin acepción de personas, a semejantes sacerdotes, como lo preceptúa el Concilio de Trento al hablar de la Misa: “Decreta el Santo Sínodo que los ordinarios de los lugares han de cuidar diligentemente y están obligados a impedir todos estos abusos, resultando de una irreverencia tan rayana en la impiedad que apenas si se puede distinguir de ella”. Nótese las palabras han de cuidar diligentemente y están obligados a impedir, de las que se deduce que los prelados están obligados a velar y hasta a informarse diligentemente sobre el modo con que se celebran las Misas en sus diócesis, y deben suspender de la celebración a los sacerdotes que las celebraran sin debida reverencia. Y hasta los regulares caen también bajo esta ley, “porque -añade el Concilio de Trento- los obispos, como delegados de la Sede Apostólica, tienen que adoptar todos los modos para prohibir, ordenar y corregir, aún con censuras y otras penas”, para que la Misa se celebre debidamente.
l) Cuánto ha de durar la Misa.
Examinemos ahora el tiempo que ha de emplearse en la celebración de la Misa para que pueda decirse de manera irreprochable. Según el padre Molina, no sería demasiado consagrarle una hora. Con todo, el cardenal Lambertini juzga, de acuerdo con la sentencia general de los teólogos, que el tiempo de duración de la Misa no ha de pasar de media hora ni estar por debajo de los veinte minutos, porque, como él dice, en menos de veinte minutos no se puede celebrar con la debida reverencia, y si se pasase de media hora fastidiaría a los oyentes. He aquí sus palabras: “La Misa no ha de durar menos de veinte minutos ni ha de exceder la media hora, porque en el primer caso es imposible que se puedan hacer las rúbricas con la debida conveniencia, y en el segundo se fastidiaría a los asistentes”. Lo mismo prescribe el Capítulo general de los Clérigos Regulares: “Nadie pase de media hora en la celebración de la Misa ni la celebre en menos de veinte minutos”. Las Constituciones de los Carmelitas Descalzos preceptúan también: “La Misa privada durará cerca de media hora, y no más”. Las Reglas de la Compañía de Jesús dicen asimismo: “Los padres emplearán media hora en la celebración de la Misa, sin pasar mucho de ella ni a cortarla notablemente”.
ll) La Misa ha de durar media hora.
De igual modo se explica el padre Gobato explicando el breviter con que los teólogos dicen se ha de celebrar la Misa: “Esto se entiende -dice- de alrededor de media hora, porque no es posible que en menos tiempo se desempeñe con la debida conveniencia y devoción cuanto respecta a las Misas ordinarias”. Y añade: “Y no me persuado fácilmente de que se pueda celebrar devotamente en un cuarto de hora, pues se me hace imposible que en tan corto espacio de tiempo no se cometan muchas faltas contra las rúbricas”. Roncaglia da por cierto que no se puede excusar de pecado mortal al sacerdote que celebrara en menos de un cuarto de hora. “Nadie -son sus palabras- juzgue que es larga la Misa cuya celebración no pasa de media hora, y todos han de juzgar demasiado breve la que dura menos de un cuarto de hora, como de ordinario estiman los teólogos. Con todo, como es imposible celebrar en el corto espacio de quince minutos devotamente y sin exponerse a no pocas omisiones, confusiones, síncopas y mutilaciones, los teólogos generalmente sostienen que no dejará de haber pecado mortal. De aquí nace que los obispos y superiores religiosos están gravemente obligados a impedir que se celebre la Misa con tan torpe y escandalosa precipitación”. De igual parecer que Roncaglia son la mayoría de los doctores, como Pasqualigi y otros citados por el cardenal Lambertini, como Quarti, Bissus, Clericato, etc. Dados estos precedentes, sostengo que hay que concluir que es difícil, por no decir imposible, excusar de pecado mortal al sacerdote que celebra en menos tiempo de un cuarto de hora, aún cuando fuese una Misa de Difuntos o la votiva de la Santísima Virgen, porque en tan poco tiempo no se puede leer sin faltar gravemente al respeto que exige el santo sacrificio y sin escandalizar gravemente al pueblo.
m) Respuestas a las excusas.
Escuchemos ahora las excusas que aducen a su favor los sacerdotes que atropellan la Misa. “Yo -dirá alguien- no tardo en celebrar, pero no falto en nada, pues gracias a Dios tengo la lengua expedita y el movimiento pronto, de arte que en poco tiempo pronuncio bien todas las palabras y hago con exactitud las ceremonias”. A esto respondo que para celebrar sin defectos no basta con que se pronuncien las palabras y se hagan las ceremonias con prontitud, puesto que hay que ejecutarlas con la debida gravedad y esta gravedad es intrínsecamente necesaria a la reverencia requerida; de otro modo, si se ejecutan con celeridad la ceremonias, no denotan reverencia ni inspiran la debida veneración al sacrificio, sino que, como arriba indicamos, es origen de notable irreverencia y de grave escándalo para los asistentes. He aquí como hablan los teólogos. En primer lugar el padre Pablo María Quarti dice: “Es cierto que hay que pasar en el altar todo el tiempo requerido para desempeñar las ceremonias con la gravedad que trae consigo tan augusto sacrificio”. Pasqualigi se expresa de igual manera: “Concluyamos que una moderada lentitud es preferible al vergonzoso apresuramiento, porque la majestad del sacrificio exige más bien el modo que conviene a la gravedad de la acción que el dar en el exceso contrario”; y aduce como razón que en la celebración apresurada se puede no solamente pecar, sino también escandalizar, a lo que no ha lugar cuando la Misa es de bastante duración, siendo entonces el único inconveniente el causar fastidio a los que la oyen. “Es muy de temer -concluye el padre Quarti- que la mayoría de los sacerdotes que precipitan la Misa se precipiten también ellos en los infiernos”.
n) La precipitación es más culpable que la lentitud.
Objetará tal vez otro, que los teólogos ponen de ordinaria la brevedad entre las condiciones requeridas para la celebración. Antes de responder preguntaré, a mi vez, a quien esto dijese: Y, ¿por qué, sacerdote mío, no quieres atender nada más que la condición de la brevedad, cuando están también las otras condiciones de la devoción y la exactitud? Además, que la rúbrica explica también cómo se ha de extender el breviter, es decir, en oposición al modo cansado y demasiado lento, que fastidia a quienes oyeren tal Misa. Adviértase asimismo que la propia rúbrica prohíbe también que se vaya demasiado de prisa. De aquí que el continuador de Tournely escriba prudentemente: “Por Misa breve entiendo la que no acaba con la devoción; por eso, si no se le dedica, por lo menos, media hora, no se la puede llamar devota y, en consecuencia, se la celebrará mal”. De hecho deduce que la palabra breve se dice en oposición a aquella lentitud exagerada que causa tanto enojo a los asistentes, e invoca en su favor el parecer del ya citado Pasqualigi: “Es preferible pecar por largo que por corto, pues en el primer caso no se hace uno culpable a la vez, como en el segundo, de una falta grave y de un pecado de escándalo”.
Sacerdote hubo que para excusarse de la ligereza con que celebraba dijo: “Pues San Felipe Neri empleaba solo siete u ocho minutos en celebrarla”. ¡Habráse visto locura semejante! Léese, en efecto, en la vida del santo que cuando celebraba en público empleaba poco tiempo; pero por este poco tiempo no hay que entender ocho ni quince minutos, sino que el autor de la biografía pretendía excluir la fastidiosa lentitud que causa tedio y está reprobada por las rúbricas; por lo demás, léese en la misma biografía que el santo celebraba con tanta devoción, que aún en público arrancaba lágrimas de compunción a quienes lo veían. Con una Misa de ocho minutos, ¿qué hubiera hecho más excitar no lágrimas, si no risas y burlas?
ñ) Por qué se cansan los seglares de la Iglesia.
En tercer lugar, replicará otro: “Los seglares se impacientan y murmuran cuando la Misa es larga...” Pues bien, responderé yo, en primer lugar, ¿por ventura habrá de ser la poca devoción de los seglares la regla de la veneración debida a la Misa? Respondo, además, que si los sacerdotes celebraran con la reverencia y gravedad requeridas, los seglares tendrían para Sacramento tan sacrosanto el debido respeto y no se quejarían de tener que asistir a él durante media hora. Mas debido a que las Misas son tan breves y atropelladas y no mueven a devoción, los seglares asisten a ellas con poca devoción y menos fe, a imitación de los sacerdotes que las celebran, y si ven que un sacerdote tarda en decirla veinte minutos o tan solo quince minutos, por lo mal acostumbrados que están, se cansan y se quejan, y los que no se cansan pasando horas y horas ante la tabla del juego o perdiendo el tiempo en medio de la calle fastídianse luego con una Misa de media hora. La causa de todo este mal son los sacerdotes. “A vosotros, sacerdotes, menospreciadores de mi nombre. Más diréis: ¿en qué hemos menospreciado tu nombre? Ofreciendo sobre mi altar comida mancillada”.
Esto equivale a decir que el poco caso que hacen los seglares de la Misa nace del poco caso que los sacerdotes hacen de la reverencia que se le debe.
o) Exhortación a celebrar bien la Misa.
En consecuencia, queridos sacerdotes míos, procurad celebrar como se debe, sin temor de que eso se os censure. Básteos merecer la aprobación de Dios y la de los ángeles que rodean el altar, y si alguna persona de viso os dijere que apresuráis la Misa, respondedle como respondió San Teutonio, Canónigo Regular, a Teresa, reina de Portugal.
Tenía ésta que despachar cierto negocio de importancia, por lo que rogó al santo que aligerase la celebración de la Misa, a lo que aquel respondió que había en el cielo otra reina mucho más grande que todas las de la tierra, en honor de la cual había de celebrar, y que si ella no podía aguardar, que se fuese a sus asuntos, ya que él no podía faltar el respeto debido al santo sacrificio. Y ¿qué eso es lo que aconteció? Que recapacitando la reina, hizo llamar al santo, se humilló a sus pies y prometió entre lágrimas hacer penitencia por su temeridad.
Procuremos, por lo tanto, enmendarnos, sacerdotes míos, si en lo pasado celebramos este augusto sacrificio con poca devoción y reverencia. Consideremos la gran obra que vamos a ejecutar cuando nos dirigimos a celebrar y consideremos el gran tesoro de méritos que adquiriremos al celebrar devotamente. ¡Cuánto bien reporta al sacerdote una Misa celebrada con devoción! Dice el discípulo que así como la oración se oye mejor en la iglesia ante la presencia de Dios, así es mejor atendida la oración del celebrante.
Pues bien, si la oración del seglar es más pronto despachada por Dios cuando se hace en presencia del sacerdote que celebra, ¡con cuánta mayor razón será oída la oración del propio sacerdote cuando celebra con devoción! Dios le dará siempre nuevas luces y nuevas fuerzas; Jesucristo lo iluminará siempre más, lo consolará, lo animará y le concederá cuántas gracias deseare. Esté el sacerdote seguro, especialmente después de la consagración de que alcanzará del Señor cuanto le pida. Decía el venerable padre Antonio de Colellis, pío operario: “Cuando celebro y tengo a Jesucristo en mis manos, alcanzo cuanto quiero”.
p) El más mínimo esfuerzo siempre es recompensado por Dios.
Por último, hablando del respeto que se debe a Jesucristo, que se sacrifica en la Misa, no puedo menos de recordar este mandato del Papa Inocencio III: “Ordenamos que los oratorios, los vasos sagrados, los corporales, los ornamentos sacerdotales, se hallen en buen estado y brillen por su limpieza; pues sería sobrado absurdo tolerar en el santuario manchas que en ninguna parte se tolerarían”.
Harta razón tenía este Papa para hablar así, porque a la verdad ciertos sacerdotes no se avergüenzan de celebrar o de permitir que otros celebren con corporales, purificadores y cálices de los que se avergonzarían de servirse a la mesa.
3° De la acción de gracias
a) Necesidad
Finalmente, a la celebración ha de seguir la acción de gracias. “Cuando se nos presta el más mínimo servicio -dice San Juan Crisóstomo- se espera nuestro agradecimiento; y con mayoría de razón habemos de ser agradecidos para con Dios, que nos presta tan grandes favores y no espera nuestra recompensa, sino nuestra gratitud. Es cierto -añade el santo- que no podemos agradecer al Señor cuanto él se merece, pero agradezcámosle cuánto podamos”.
b) Deplorable negligencia.
¡Qué miseria y qué desorden es ver cómo se conducen tantos sacerdotes, acabada la Misa, después de haber recibido de Dios el honor de ofrecerle en sacrificio a su propio Hijo y después de haberse alimentado con su sacratísimo cuerpo! No bien llegados a la sacristía, los labios todavía teñidos con la sangre divina, y rezada de cualquier modo una breve oración sin devoción ni atención alguna, pónense a charlar de cosas inútiles o de negocios mundanos o salen del templo y van a pasear a Jesucristo por las calles, pues aún lo llevan en el pecho, bajo las especies sacramentales. Sería el caso de hacer con esto tales lo que hizo en cierta ocasión el santo padre Juan de Ávila, quien, viendo como un sacerdote salía de la iglesia inmediatamente luego de celebrar, mando que lo acompañasen dos clérigos con velas encendidas; preguntóles el sacerdote qué es lo que hacían, y ellos le respondieron: “Acompañar al santísimo, al cual lleva usted en el pecho”. A estos tales también habría que decirles lo que escribió en cierta ocasión San Bernardo al arcediano Fulcón: “Dios mío, y, ¿cómo te cansas tan pronto de Cristo? ¿Cómo te fastidia tan presto la compañía de Jesucristo, que se halla dentro de ti?”
¡Cuántos libros de piedad exhortan e inculcan la acción de gracias después de la Misa!, pero, ¿cuántos son los sacerdotes que la den? Pudiéramos contar con los dedos los sacerdotes que se detengan en la acción de gracias después de la Misa, cosa de maravillar es que aún haya sacerdotes exactos en la meditación y otros ejercicios espirituales, y, sin embargo, aún estos muy poco o nada se detengan después de la Misa a tratar con Jesucristo. La acción de gracias después de la Misa no habría de terminar sino con el día.
c) Inmensas bendiciones anejas a la acción de gracias.
El santo padre Ávila miraba como extremadamente precioso el tiempo que sigue a la sagrada comunión. El tiempo que sigue a la Misa es tiempo de negociar con Dios y de hacerse con tesoros celestiales de gracias. Decía Santa Teresa: “Estaos vos con Él de buena gana; no perdáis tan buena sazón de negociar como es la hora después de haber comulgado”. Y añadía que Jesús después de la sagrada comunión está en nuestra alma como sobre trono de gracias, como diciendo al alma lo que dijo al ciego de nacimiento: ¿Qué quieres que haga contigo?, porque estoy pronto a darte cuantas gracias me pidieres.
Recuérdese también lo que enseñan los teólogos, como Suárez, Gonet y otros, que después de la comunión y mientras duran las especies sacramentales, cuanto mayor fuere la disposición del alma, tanto mayor será el fruto que reporte. Este Sacramento fue instituido como alimento, y así como el alimento terreno nutre más cuanto más permanece en nosotros, más abundancia de gracias concederá al alma siempre que ésta alimente con buenos actos su disposición. Añádase que entonces cualquier acto de virtud tiene más valor y mérito porque unidos a Jesucristo, según aquello que Él mismo decía: “El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él”; y como dice el Crisóstomo, entonces “Jesús nos hace una cosa con él”. Por esto crece de punto el valor de las acciones, porque el alma las ejecuta en unión con Jesucristo.
d) Duración de la acción de gracias
Por otra parte, el Señor no quiere perder sus gracias con los ingratos, según el dicho de San Bernardo: “¿No es perder cuanto se da a los ingratos?” Por eso, el santo padre Ávila solía estar luego de la Misa durante dos horas en oración entreteniéndose con Jesucristo. ¡Con qué ternura y afecto habla Jesucristo al alma después de la comunión y con qué finos amores responde en tal tiempo! No sería, pues, demasiado que los sacerdotes se entretuviesen con Jesucristo durante una hora después de la Misa. Ruégote, al menos, sacerdote mío, que le consagres media hora o siquiera, siquiera, un cuarto de hora; pero, Dios mío, ¿es que serán mucho quince minutos? Dice San Ambrosio que el verdadero ministro del altar ha nacido para Dios y no para sí. Por lo tanto, si el sacerdote desde el día de la ordenación sacerdotal no es suyo, ni es del mundo, ni de su familia, sino únicamente de Dios, ¿a quién ha de consagrar todos los días de su vida sino a Dios, y en particular después de haber recibido a Jesucristo en la sagrada comunión?
Notas:
1) En el proceso de beatificación (fol. 945, b y ss) cuenta el padre Pedro Luis de León el siguiente caso: “Estando ayudando la Misa cierto sacerdote en el dicho convento de Santa Clara de esta Villa (Montilla), en un altar cerca de la puerta de la sacristía, entró el dicho Maestro Ávila al tiempo que el dicho sacerdote hacía los signos con la partícula de labio ad labium del cáliz y los hacía muy de prisa y con poca reverencia, y se llegó a él dicho Maestro Ávila, como que llegaba a enderezar una vela, y le dijo en voz baja: Trátelo bien, que es hijo de buen padre; y acabando la Misa se llegó a dicho sacerdote el dicho Maestro Ávila, y con mucha modestia y cortesía le persuadió a la devoción, reverencia y recato del santo sacrificio de la Misa, y le dijo tales palabras que el buen sacerdote comenzó a llorar y tuvo gran sentimiento y propuso hacer y ejecutar su consejo, y con gran humildad, abrazó al dicho Maestro Ávila (ef. Fernández Bobadilla, Luis Marcos, El Beato Juan de Ávila, Maestro de santidad sacerdotal [Vitoria, ed. S. Católica, 1948], p. 29).
2) Bover-Cantera traen esta preciosa nota: No dijo Jesús: “Aquí está mi cuerpo”, sino “Esto es mi cuerpo”. No dijo, por lo tanto, que en el pan estaba su cuerpo; ni que el mismo pan, ni sustancial ni simbólicamente, era su cuerpo; sino que “esto”, lo que entonces tenía en las manos y todos miraban atentamente, era su propio cuerpo. Y como una misma cosa no puede a un mismo tiempo ser pan y ser cuerpo humano, de ahí que “esto” que el Señor mostraba ya no era pan; conservaba las propiedades sensibles o especies de pan, mas no la sustancia de pan. Además, si “esto” antes era pan y ahora es el cuerpo de Cristo, fuerza es que lo uno se haya transmutado en lo otro, transmutación sustancial, que con toda propiedad ha sido llamada Transustanciación. En consecuencia, las dos verdades dogmáticas, la de la Presencia Real del cuerpo de Cristo bajo las especies eucarísticas y la de la transustanciación, están claramente expresadas con las palabras del divino maestro” (ef. Sagrada Biblia, 2a ed. [BAC, Madrid 1951], p. 1610).
3) Hic est calix sanguinis mei.
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