Por Monseñor De Segur (1862)
Esta prueba, que suple por todas, y que a todas las supera, es el MILAGRO. Puede decirse que Nuestro Señor Jesucristo no ha hecho uso más que de esta prueba, para hacer primeramente que recibiesen sus Apóstoles y sus discípulos, el dogma de que Él es Dios; y para convencer en seguida hasta a sus mismos contradictores de aquella verdad capital. “Si no creéis a mis palabras -les decía- creed por lo menos a mis obras. Los milagros que hago dan testimonio de Mí”.
Los enemigos de Jesucristo confesaban la realidad de sus prodigios, temblando de rabia al considerar sus efectos. “Este hombre, decían, hace una multitud de milagros y arrastra en pos de sí al mundo”. El milagro supremo de la Resurrección, comprobado por la vista y el tacto, fue el último que destruyó la incredulidad obstinada de los mismos Apóstoles, después de la Pasión; y en particular la incredulidad de Santo Tomás, que no cedió hasta que él pudo poner su dedo en los agujeros de los clavos, y su mano en la llaga del costado de Cristo vencedor.
El milagro, pues, obra sobrehumana y absolutamente divina, es la gran prueba de Jesucristo. Ella es también la gran prueba de su Iglesia.
No solamente se verifican incesantemente milagros en la Iglesia, por la virtud de Jesucristo, que vive en sus Santos; sino que la misma Iglesia es un milagro vivo, público, permanente y que supera a toda demostración científica; milagro accesible a la inteligencia del pobre y del ignorante, como a la del doctor y del filósofo. Desde los primeros siglos de la fe, ya lo decía San Agustín: “El establecimiento del Cristianismo en el mundo sin milagros, sería el mayor y más asombroso de los milagros”.
Los Apóstoles y sus discípulos y sucesores, en los tres o cuatro primeros siglos, resucitaron a los muertos, curaron a los enfermos, dieron vista a los ciegos, oído a los sordos y movimiento a los paralíticos. Solamente con la señal de la cruz, ellos hicieron caer los ídolos y hundirse los templos del paganismo. A pesar de trescientos años de carnicería, y a despecho del furor de aquellos hombres a quienes el milagro no pudo subyugar, la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, salió de las Catacumbas victoriosa de sus enemigos.
Luego ella misma era un milagro, es decir, una obra evidentemente sobrehumana y que demostraba la Omnipotencia de Dios. De la misma manera, ella se ha conservado a través de los siglos, llevando en su frente la marca divina, dándose a conocer como Cristo se dio a conocer, pues ni aun tenía necesidad de argumentar. Para convencerse de su divinidad, basta verla.
Este hecho divino de la conservación de la Iglesia, y especialmente la del Papado, toma cada día nuevas y mayores proporciones. San Ireneo, ya desde el fin del segundo siglo de nuestra era, invocaba la duración de la Iglesia Romana, hasta entonces, a pesar de las contradicciones que había sufrido, como una prueba concluyente de su divino origen. ¿Pues qué diría este Santo Padre, si volviendo al mundo, viese que el milagro se ha perpetuado hasta el siglo XIX?
La Iglesia es un milagro, siempre vivo; y su misma existencia es, de consiguiente, una prueba de su divinidad. Griten y hagan cuantas contorsiones quieran los pobres pastores heréticos, en vista de este hecho divino. Los Escribas quedaron confundidos delante de Jesús, cuando resucitó a Lázaro. Los protestantes quedan espantados como un pigmeo, al ver la talla sobrehumana del Gigante Católico.
Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.
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