Sería inútil tratar de ocultarnos que la Iglesia está siendo sometida por su Señor a una prueba muy dura; una prueba que le hacen quienes están escondidos en su propio seno. A pesar de los discursos optimistas, el Papa actual [1] no ha dudado en hablar de esta crisis; la palabra "autodemolición" es, en efecto, suya [2]; además, la experiencia cotidiana ya no permite pensar que, tanto desde el punto de vista de las garantías dadas por la autoridad como desde el punto de vista de la fe de los fieles, todo seguiría funcionando como antes del Concilio. En la expresión utilizada por Maritain en El campesino del Garona: "apostasía inmanente", comprobamos cada día su terrible exactitud. Son innumerables los hechos que nos hacen sentir las deficiencias de la autoridad jerárquica, el asombroso poder de las autoridades paralelas, los sacrilegios en el culto, las herejías en la enseñanza doctrinal.
La cuestión de la obediencia
Ante esta prueba, muchos sacerdotes y fieles se han puesto del lado de lo que llaman "obediencia". En realidad no obedecen, porque no se cumplen las verdaderas órdenes que ofrecerían plenas garantías jurídicas. Tomo el ejemplo que conozco bien de religiosos y religiosas o sacerdotes seculares. Los que no llevan el hábito, los que recitan un oficio confeccionado por o para una casa determinada, los sacerdotes, quiero decir los sacerdotes piadosos, que confeccionan las liturgias que más les convienen según los días y las asambleas, ¿podemos decir de todos estos que obedecen?
En realidad siguen, generalmente sin mucho entusiasmo, indicaciones ambiguas; sufren, aceptan innovaciones. Los más sabios intentan no comprometerse demasiado en una u otra dirección; no excluyen radicalmente lo que se ha hecho durante siglos, ni adoptan lo que se llama una posición de vanguardia. En cualquier caso, aunque se muevan en la dirección de las innovaciones, es seguro que no se trata de obediencia en el sentido propio de la palabra, aunque ellos crean que lo es; no se conforman con un precepto que tendría las cualidades de un precepto, que se presentaría con la claridad y la fuerza de una obligación; parece sobre todo [3], que no quieren o no se atreven a oponerse a una cierta moda, sobre cuyo valor y validez permanecen más bien perplejos. En todo caso, estos fieles, estos sacerdotes, estos religiosos están decididos a no cuestionar la fe de la Iglesia, ni la moral que enseña; pensamos que, para un cierto número de ellos, su docilidad y su buena fe han sido sorprendidas; son más bien abusados que culpables. Pero nunca se nos ha ocurrido pensar que ya no estarían en el seno de la Iglesia. No los consideramos de otro modo, huelga decirlo, que como hijos de la Iglesia. La desgracia, la gran desgracia, es que, aun sin quererlo, su conducta juega a favor de la subversión. Han cedido a innovaciones desastrosas; innovaciones introducidas por enemigos ocultos, transformaciones equívocas y versátiles, que no tienen otra finalidad efectiva que socavar una tradición cierta y sólida, debilitarla y finalmente, sin dar la alarma, cambiar poco a poco la religión. Con el pretexto de que había que hacer reformas, con el pretexto de que había que intentar ganarse a los protestantes, los modernistas, esos herejes encubiertos, trajeron la Revolución.
Pues bien, los cristianos que, conscientes de la ambigüedad de las recientes innovaciones, no son menos conscientes de las perversas intenciones que hay detrás de ellas, que las estropean y corrompen radicalmente, los cristianos que las han rechazado por apego a la fe y a la Iglesia, ¿acusaremos a estos fieles cristianos de desobediencia? ¿Gemiremos ante su ceguera y les reprocharemos que cedan al libre examen, que se erijan en árbitros de la situación? Entendamos más bien que ante la penosa falta de autoridad, ante la aterradora incertidumbre de las directivas y la inverosímil multiplicidad de cambios, lejos de erigirse en árbitros, se ciñen, por así decirlo, a un arbitraje, a un conjunto de leyes y costumbres que se han perpetuado hasta Juan XXIII, que todavía se recibían pacíficamente hace unos quince años, que sólo pueden ser completamente seguras, teniendo para ellas la fuerza de la tradición in eodem sensu et eodem sententia [5]. Los cristianos de los que hablo ruegan con toda su alma a Cristo nuestro Señor, que es nuestra cabeza y rey invisible, que haga sentir el poder y la santidad de su gobierno sobre el cuerpo místico por medio de una cabeza visible, por medio de un pontífice romano que, en lugar de lamentarse de la autodemolición, ejerza su oficio supremo con claridad y suavidad, y confirme la tradición; la confirme con algunas adaptaciones necesarias; lo haga sin ambigüedades, garantizando lo esencial lejos de exponerla a la ruina. A la espera de este día, no veo qué autorizaría a ciertos cristianos a acusar de desobediencia a los fieles o a los sacerdotes que conservan la tradición; veo aún menos qué permitiría acusarles de no ser ya hijos de la Iglesia.
La intención revolucionaria de los innovadores
La posición de estos fieles es todo, menos cómoda. Se niegan a transigir; se niegan a colaborar con una Revolución que es ciertamente modernista. Sociológicamente se les mantiene a raya. Sean cuales sean sus méritos, los puestos de responsabilidad importantes no son para ellos. No se quejan de ello, sabiendo que no pueden dar testimonio sin exponerse, según el lugar y la persona, a la culpa, la sospecha y la segregación. No se quejan de tener que pagar este precio para seguir siendo hijos de la Iglesia. Si dudas en seguirlos, al menos no les tires piedras. No sería justificado hacerlo, porque ellos mismos nunca han pensado en anatematizarte, aunque piensan que, probablemente sin entenderlo del todo, le estás haciendo el juego a la subversión.
Estos cristianos que guardan la tradición no concediendo nada a la Revolución desean ardientemente, para ser plenamente hijos de la Iglesia, que su fidelidad esté penetrada de humildad y fervor; no tienen gusto por el sectarismo ni la ostentación. Desde su lugar, modesto y justamente sostenido, tratan de mantener lo que la Iglesia les ha transmitido, estando bien seguros de que no ella lo ha revocado, y procurando, en su mantenimiento, conservar el espíritu de lo que mantienen.
No somos menos Iglesia por ordenar las misas que se celebran o las formas de enterramiento que se pretenden imponer a las familias, en contra de la voluntad expresa del difunto. No hay nada de cismático en elegir entre ritos, oraciones y predicaciones, porque la propia Iglesia nos ha enseñado a hacer esta elección. - A este respecto, recuerdo las lamentables palabras de Louis Daménie, que era el director de la Orden francesa, a finales de 1969, durante la invasión de las nuevas misas. Hasta hace poco -me confió- iba a misa casi todos los días y a la hora que mejor se adaptaba a mis movimientos. Estaba seguro de la misa que encontraría, fuera cual fuera la iglesia a la que acudiera. Pero ahora veo tantas variaciones y diferencias, sufro tanto por estos ritos de comunión casuales e incluso sacrílegos, estos ritos degradados, contrarios a la fe en la Presencia Real, contrarios a la función reservada al sacerdote, en una palabra, encuentro por todas partes y tan a menudo misas protestantes, misas que no llevan ni el carácter de la fe ni el de la piedad, que me veo obligado a abstenerme. Al fin y al cabo, es la Iglesia la que me enseñó a hacer lo que hago: no pactar con lo que destruye la fe. Me he limitado a algunas capillas; pero debido a esta limitación inevitable, sólo voy a misa muy pocas veces durante la semana.
¿Quién se atrevería a decir que el cristiano de lealtad ejemplar que había tomado esta decisión tan dolorosa había dejado de ser tan filial hacia la Iglesia desde el día en que había hecho esta elección? Tomó esta decisión precisamente porque amaba a la Iglesia como un hijo; porque sabía que nuestra Madre Iglesia considera abominables los ritos ambiguos. Porque una Iglesia cuya liturgia es ambigua cometería una injusticia con su Esposo, el Sumo Sacerdote; expondría a sus fieles a un peligro mortal. Deseo a todos nuestros hermanos católicos que podrían tener la tentación de atribuir nuestras opciones a alguna pasión sectaria, a alguna atracción por el cisma, que consideren que es precisamente para evitar una ruptura de la disciplina y una decadencia de la fe, es para permanecer en el corazón de la Santa Iglesia, que mantenemos las opciones que la tradición ha mantenido. Además, si nuestras opciones sobre los ritos de la Misa, los catecismos, los entierros o los bautismos abrieran una brecha cismática o procedieran de una raíz diabólica de rebelión, sería de rigor que fuéramos tachados en las normas y condenados jurídicamente. Pero no lo somos. Es cierto que se nos mira con recelo, a menudo se nos mira mal, se nos ridiculiza o se nos desprecia; pero esto no tiene nada que ver con las sanciones legales.
Es porque somos Iglesia, es para seguir siendo sus hijos dóciles y amorosos, que hemos optado por no caminar en la dirección de todas estas innovaciones, sabiendo bien que la meta inconfesada pero cierta es la demolición, la autodemolición. Además, y como es obvio, estas innovaciones, que se multiplican sin medida y sin freno, no están en manos de las autoridades eclesiásticas.
No sólo la Iglesia no nos ha excomulgado por ajustarnos a la doctrina y la práctica anteriores al Concilio, sino que todo lo que creemos sobre la Iglesia y su estabilidad vital nos persuade de que, sin demasiada demora y con toda claridad, aprobará nuestra actitud y la consagrará con su autoridad. No pensamos, no decimos, que rechazará toda adaptación, bendecirá la esclerosis, canonizará el adormecimiento; al contrario, decimos que, por efecto de su santa voluntad de hacer valer la tradición por lo que realmente es, rechazará con gran claridad las innovaciones ambiguas que sesgan la tradición, que la agotan y la destruyen, so pretexto de restaurar su pureza primitiva o su amplitud misionera. (Como si, a pesar de la debilidad de los hombres de Iglesia, hubiera alguna antinomia entre vida y tradición, entre tradición y celo, tradición y vida evangélica). Esperamos en paz, y no con sueño sino con atenta fidelidad, que la Iglesia, sin demasiada demora, alce su poderosa voz y traiga decretos eficaces para hacer saber que no apoya catecismos dudosos, misas protestantes, la práctica abolición del latín en la liturgia, ni la práctica supresión del canon latino romano tradicional, ni ese tendencioso rito de comunión que astutamente frustra la fe en la Eucaristía y en el sacerdocio; - y no diremos nada aquí de la indisciplina religiosa y la anarquía clerical que son un ultraje al sacerdocio y un insulto a los santos fundadores.
Llegará el día en que la Iglesia, que desde hace un cuarto de hora sufre la ocupación enemiga, condenará abiertamente todos estos llamados "renacimientos" que se inclinan modernistamente contra la tradición; y quebrará, al mismo tiempo que estas novedades modernistas, a las autoridades ocultas que, desde las profundidades de alguna guarida masónica, mueven hábilmente los hilos e introducen en la práctica la religión anticrística del hombre en evolución. Amanecerá el día en que cantaremos con el gran clásico que parafraseó Isaías:
Es porque somos Iglesia, es para seguir siendo sus hijos dóciles y amorosos, que hemos optado por no caminar en la dirección de todas estas innovaciones, sabiendo bien que la meta inconfesada pero cierta es la demolición, la autodemolición. Además, y como es obvio, estas innovaciones, que se multiplican sin medida y sin freno, no están en manos de las autoridades eclesiásticas.
La ocupación de la Iglesia no durará para siempre
Jerusalén renace más brillante y más bella...En definitiva, si estamos persuadidos de que las innovaciones postconciliares no son de la Iglesia, no comprometen nuestra obediencia y serán manifiestamente rechazadas cuando termine la ocupación de la Iglesia, es porque estos trastornos obran por sí mismos para destruir a la Iglesia si la consideramos en su misterio fundamental. En efecto, tanto si consideramos a la Iglesia como templo y morada de Dios entre los hombres, como si la consideramos mediadora de la verdad y de la gracia con asistencia divina; Ya sea que la veamos como el cuerpo de Cristo y su extensión mística -Jesucristo derramado y comunicado, decía Bossuet- o como la Esposa sin mancha ni arruga que dispensa bienes sobrenaturales a los pecadores en íntima unión con su Esposo y Rey, en todos los sentidos [7] las medidas son ambiguas, el ritual cambiante, el catecismo informe, la moral sin precepto, la disciplina religiosa sin obligación, la autoridad jerárquica despersonalizada y transferida a un aparato esquivo y anónimo, ninguna de estas invenciones postconciliares pertenece verdaderamente a la Iglesia. No tenemos por qué tenerlas en cuenta, ya que somos hijos de la Iglesia y pretendemos seguir siéndolo. Mantenemos la tradición con paciencia. Las fuerzas modernistas ocupantes no podrán amordazar los sagrados labios de nuestra Madre durante mucho más tiempo. Nos dirá en voz alta que no tenemos nada mejor que hacer que aferrarnos santamente a la tradición. Patientia pauperum non peribit in finem (Salmo 9). La paciencia de los pobres no se dejará engañar indefinidamente.
De donde viene de todas partes
¿Los hijos que no llevó en su vientre?
Levántate, Jerusalén, alza tu orgullosa cabeza...
Los pueblos caminan a tu luz con envidia [6].
Notas a pie de página:
1) Así, en 1975, lo dijo el papa Pablo VI.
2) Sobre algunas de estas expresiones de Pablo VI, nos permitimos remitir al artículo del abate Jean-Michel Gleize, "Los humos de Satanás".
3) Hablamos de simples sacerdotes regulares y seculares; el caso de los obispos y cardenales, especialmente en Francia y Roma, es ciertamente mucho más complejo y mucho más inquietante.
4) Esta versión, lanzada al final del reinado de Pío XII, ya no es defendida por nadie hoy en día, ni siquiera por la Compañía de Jesús. - Para comprender la imprudencia de esta refundición del Salterio, con la abolición del latín bíblico, se puede leer en el Diction. de Théol. Cathol. el artículo Versions de la Bible. Pero, ¿quién, hace casi 30 años, tenía interés en asesorar a un gran Papa sobre una "reforma" ya tan ajena a la tradición?
5) En el mismo sentido y la misma concepción. (San Vicente de Lerins, Commonitorium. Citado en el Concilio Vaticano I, Constitución de Fide Catholica, final del cap. IV.
6) Escena VII del Acto III de Athalie.
7) Sobre este doble aspecto del misterio único de la Iglesia remitimos al benévolo lector al capítulo VII del volumen 1 de Mystères du Royaume de la Grâce (D.M.M. éditeur à Paris), páginas 122-127.
La Porte Latine
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