VIRTUS IN INFIRMITATE PERFICITUR
Homilía del Arzobispo Carlo Maria Viganò
para el domingo de la Sexagesima
En el domingo de Sexagesima nos acercamos al tiempo de penitencia y ayuno en preparación de la Pascua. Desde hace ya una semana, el Aleluya ha enmudecido en la liturgia, sustituido en la Misa por el Tractus. Y en este domingo cuasi-penitencial la Iglesia -con las Lecturas de Maitines- nos acompaña en la consideración del pecado que lleva a Dios a destruir al rebelde género humano con el Diluvio, salvando sólo a la familia de Noé.
La Sagrada Escritura habla de la maldad de los hombres: todo deseo interior de sus corazones no era más que el mal. Cuesta creer que la humanidad haya podido cometer en el pasado las maldades que le vemos hacer hoy en día: en ninguna cultura antigua el abismo del mal fue tan profundo como en el que vemos hundirse al mundo contemporáneo. Masacres, violencia, guerras, perversiones, hurtos, robos, matanzas, profanaciones, sacrilegios cometidos no sólo por personas individuales, sino impuestos mediante leyes por los jefes de las naciones, exaltados por los medios de comunicación, alentados por maestros y magistrados, tolerados e incluso aprobados por los sacerdotes. Nos preguntamos si el hombre moderno no merece castigos aún peores que el diluvio, por la maldad que inspira cada una de sus acciones contra Dios, contra sus semejantes, contra la Creación; y al contemplar el aparente triunfo del mysterium iniquitatis, al ver cuán extendido y arraigado está el mal en nuestro mundo corrupto y apóstata, nos preguntamos cuánto tiempo podrá tolerar la Divina Majestad la abominación de los hombres. Casi nos cuesta creer en la promesa del Señor: No maldeciré más la tierra a causa del hombre, porque toda intención del corazón humano está inclinada al mal desde la juventud; ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho (Gn 8, 21).
Lo que nos deja desorientados no es tanto el silencio en que quedamos abandonados a nosotros mismos y a nuestras tribulaciones, cuanto el hecho de que la impunidad de los crímenes y pecados actuales puede ser en sí misma un castigo aún más tremendo y severo que el que el Padre Eterno pudiera enviarnos. La modernidad paganizada, sumida en la barbarie, prepara con sus propias manos un azote mucho más desastroso que el antiguo Diluvio, una destrucción mucho más vasta del género humano, en la que cree poder barrer de la faz de la tierra no a los malvados, sino a los buenos: a los que permanecen fieles al Señor y a Su santa ley. Y mientras se acumulan, oscuras y amenazadoras, las nubes de tormenta por las que serán sumergidos, nuestros contemporáneos se burlan de quienes preparan su propia Arca espiritual tratando de salvarse a sí mismos y a sus seres queridos; es más, hacen todo lo posible para impedirles que la lleven a término.
La Sagrada Escritura y los Padres nos enseñan que el Arca es un tipo de la Santa Iglesia, gracias a la cual los elegidos pueden salvarse del naufragio común de la humanidad.
Hæc est arca -cantamos en el Prefacio de la Dedicación de una Iglesia- quæ nos a mundi ereptos diluvio, in portum salutis inducit. "Esta es el arca que nos conduce, salvados del diluvio del mundo, al puerto de la salvación". Pero, ¿dónde podemos encontrar el Arca de la Salvación? ¿Cómo distinguirla de sus falsificaciones, destinadas a hundirse bajo el peso de quienes toman asiento en ellas? ¿De sus imitaciones, utilizadas para salvar a los malvados, mientras el timonel impide subir a bordo a los buenos e incluso ahuyenta a sus propios hijos, identificándolos como inmigrantes ilegales indignos de ser rescatados de las aguas?
Este angustioso pensamiento no está fuera de lugar si tenemos en cuenta quién se sienta hoy en el Trono de Pedro. El Arca de la Iglesia parece querer acoger a cualquiera, con excepción de aquellos que realmente tienen derecho a ser rescatados. De hecho, parece que es inútil, porque no habrá ninguna inundación de la que escapar. O peor aún: la enorme inundación provocada no por la ira de Dios, sino por la marea de las iniquidades de los hombres, se considera en realidad un momento de regeneración, una oportunidad para reducir la población mundial según los delirantes planes del Gran Reinicio. Al igual que en el Titanic, la tripulación y los pasajeros bailaban, ebrios y despreocupados, mientras el barco avanzaba a toda velocidad contra el iceberg que lo hundiría, un arrogante monumento al orgullo de quienes se creen exentos de la justicia divina. El hombre que debería llamarnos a subir a bordo del Arca Verdadera también ha subido a bordo de este horrible transatlántico, y lo vemos junto con los malvados brindando por los poderosos de la tierra, los enemigos de Dios.
Pero si por un lado estas consideraciones humanas pueden sumirnos en la desesperación y hacernos temer por nuestra propia supervivencia, por otro lado podemos reconocer la Verdadera Arca de la Salvación, porque la vemos preparada en el monte del Calvario donde fue construida, y en el Calvario místico del altar donde nos espera cada día.
Poco importa que se nos señale otra arca -incluso por personas en las que depositamos nuestra confianza y que no deberían engañarnos- o que haya quienes la consideren inútil y por ello se burlan de nosotros o nos tratan como a locos. Poco importa que haya quien niegue el diluvio inminente, aunque él mismo sea su impío artífice en su insensata presunción de poder incluso controlar los fenómenos atmosféricos con su geoingeniería.
Sabemos que la Verdadera Arca, la Única Arca, es la Santa Iglesia. Y por las palabras de Nuestro Señor, el Timonel divino que sostiene firmemente el timón, creemos que esta Arca atravesará ilesa el diluvio, y al final encontrará tierra firme en la que posarse. Por eso, estamos decididos a no dejarnos engañar, ilusionándonos con que podemos salvarnos fuera de esta Arca o construyendo una para nosotros.
En la Epístola de la Misa de hoy, San Pablo enumera todas las pruebas que tuvo que afrontar al sembrar la Palabra de Dios, siguiendo el ejemplo de la parábola del Sembrador que nos ofrece el Evangelio. Y me dijo: Bástate mi gracia, porque mi poder se manifiesta mejor en la debilidad. (2 Cor 12,9). En el reconocimiento de nuestra debilidad, en la conciencia de nuestra flaqueza y de nuestra nada, el poder de Dios se hace perceptible de un modo tanto más fuerte cuanto mayor es nuestra humildad y nuestra fe en Él. Sufficit tibi gratia mea: Te basta mi gracia. Porque es por la Gracia que somos hechos dignos de encontrar refugio en el Arca; y es por la Gracia que podemos permanecer allí durante el Diluvio; y es por la Gracia que llegaremos al Puerto del Cielo.
No perdamos, pues, la gracia de Dios. Subamos a la montaña mística en la que nos espera el Arca; un Arca en la que también encontramos alimento para nuestras almas: el Pan de los Ángeles.
Y que así sea.
12 de febrero de 2023
Dominica en Sexagesima
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