Cada vez hay menos sacerdotes; éste es un lugar común, y el hombre de la calle más indiferente a las cuestiones religiosas está informado de esta situación por su diario. Hace ya más de cinco años se publicó un libro titulado “Mañana, ¿una Iglesia sin sacerdotes?”
Pero la situación es aún más grave de lo que parece. Habría que agregar esta pregunta: ¿cuántos sacerdotes tienen todavía fe? Y hasta hacer una tercera pregunta: ¿ciertos sacerdotes ordenados estos últimos años, están verdaderamente ordenados? Dicho de otra manera, ¿son válidas las ordenaciones por lo menos en parte? Aquí la duda es idéntica a la que se tiene respecto de los otros sacramentos. Esa duda se extiende a ciertas ordenaciones de obispos, como por ejemplo, aquella que se verificó en Bruselas en el verano de 1982 y en la que el obispo consagrador dijo al ordenando:
"¡Sé apóstol como Gandhi, Helder Cámara y Mahoma!" ¿Se pueden conciliar estas referencias, por lo menos en lo que atañe a Gandhi y a Mahoma, con la intención evidente de hacer lo que quiere la Iglesia?
Considérense los detalles de una ordenación sacerdotal que se verificó en Tolosa hace unos años. Un "animador" inicia la celebración presentando al ordenando con el nombre de pila C y dice: “C decidió vivir (el don total que hizo a Dios y a los hombres) más en profundidad y consagrarse enteramente al servicio de la Iglesia en la clase obrera". C. realizó su formación, es decir, su seminario en equipo. Ese equipo es el que lo propone al obispo: "Le pedimos a usted que reconozca y autentique sus actividades y lo ordene sacerdote". Entonces el obispo le hace varias preguntas que tendrían que ver con la definición del sacerdocio: Quieres ser ordenado sacerdote "para ser, con los creyentes, Signo y Testigo de lo que buscan los hombres en sus esfuerzos de Justicia, Fraternidad y Paz", "para servir al pueblo de Dios", "para reconocer en la vida de los hombres la acción de Dios en las múltiples maneras, culturas y opciones", "para celebrar la acción de Cristo y asegurar ese servicio"; quieres "compartir conmigo y con el conjunto de los obispos la responsabilidad que nos ha sido confiada para el servicio del Evangelio". La materia del sacramento quedó conservada pues inmediatamente después se verificó la imposición de manos, y lo mismo cabe decir de la forma, pues se pronunciaron las palabras de la ordenación. Pero nos vemos obligados a observar que la intención no es muy clara. ¿Se ordena al sacerdote para uso exclusivo de una clase social y ante todo para establecer la justicia, la fraternidad y la paz en un plano que, por lo demás, parece limitado al orden natural?
La celebración eucarística que sigue, "la primera misa" del nuevo sacerdote señala en esa dirección. El ofertorio fue compuesto para esa circunstancia particular: “Te acogemos, Señor, al recibir de tu parte este pan y este vino que nos ofreces y queremos representar por ello todos nuestros trabajos, nuestros esfuerzos para construir un mundo más justo y más humano, representar todo lo que tratamos de ordenar a fin de que haya garantías de mejores condiciones de vida...”
La oración sobre las ofrendas es aún más dudosa: "Mira, Señor, te ofrecemos este pan y este vino; que ellos sean para nosotros una de las formas de tu presencia". ¡No, hombres que celebran de esta manera no tienen fe en la Presencia real de Cristo!
Una cosa es segura: la primera víctima de esta ordenación escandalosa es el joven sacerdote que acaba de comprometerse para siempre sin saber exactamente a qué, o creyendo que lo sabe. Es inevitable que en un plazo más o menos breve ese joven se plantee ciertas cuestiones pues el ideal que le han propuesto no puede satisfacerlo por mucho tiempo, y entonces se le manifestará la ambigüedad de su misión. Esto es lo que se llama "la crisis de identidad del sacerdote". El sacerdote es esencialmente el hombre de la fe. Si ya no sabe lo que es, pierde la fe en sí mismo y en lo que es su sacerdocio.
La definición del sacerdocio dada por san Pablo y por el concilio de Trento ha quedado radicalmente modificada. El sacerdote ya no es esa persona que sube al altar para ofrecer a Dios un sacrificio y por la remisión de los pecados. Ahora se ha invertido el orden de los fines. El sacerdocio tuvo siempre un primer fin, que es el de ofrecer el sacrificio, y un fin secundario que es la evangelización.
El caso de C, que dista mucho de ser el único, pues tenemos muchos ejemplos, muestra hasta qué punto se pone la evangelización por delante del sacrificio y de los sacramentos. La evangelización es un fin en sí misma. Este grave error tiene consecuencias trágicas: la evangelización, al perder su finalidad, quedará desorientada, buscará motivos que complazcan al mundo como la falsa justicia social y la falsa libertad que toman nombres nuevos: desarrollo, progreso, construcción de un mundo mejor, mejora de las condiciones de vida, pacifismo. Este es el lenguaje que conduce a todas las revoluciones y nosotros estamos sumergidos en él.
Como el sacrificio del altar ya no es la razón primera del sacerdocio, todos los sacramentos están en juego y el sacerdote "responsable del sector parroquial" y su "equipo" apelarán a la ayuda de los laicos, pues ellos mismos están demasiado ocupados en tareas sindicales o políticas y a menudo más políticas que sindicales. En efecto, los sacerdotes que entran en las luchas sociales eligen casi exclusivamente las organizaciones más politizadas. En el seno de ellas, esos sacerdotes declaran la guerra a las estructuras políticas, eclesiásticas, familiares, parroquiales. No debe quedar nada de todo eso. Nunca el comunismo encontró agentes tan eficaces como esos sacerdotes.
Un día exponía yo a un cardenal lo que hacía en mis seminarios, en los cuales la espiritualidad se orientaba sobre todo a la profundización de la teología del Sacrificio de la misa y a la oración litúrgica. El cardenal me dijo:
-Pero monseñor, eso es exactamente lo opuesto de lo que hoy desean nuestros jóvenes sacerdotes. Hoy el sacerdote sólo se define en relación con la evangelización.
Yo respondí:
— ¿Qué evangelización? Si la evangelización no tiene una relación fundamental y esencial con el Santo Sacrificio, ¿cómo la entiende usted? ¿Evangelización política, social, humanitaria?
Si ya no anuncia más a Jesucristo, el apóstol se convierte en militante, sindicalista y marxista. Esto es natural y se lo comprende muy bien. El sacerdote tiene necesidad de una nueva mística que encuentra de esta manera, pero, perdiendo la mística del altar. Como está completamente desorientado, no debe causarnos asombro que se case y abandone el sacerdocio. En Francia en 1970 hubo 285 ordenaciones y en 1980, solo 110. Pero, ¿cuántos sacerdotes retornaron o retornarán a la vida civil?
Sin embargo, las cifras dramáticas que se citan no corresponden al acrecentamiento real del clero. Lo que se les propone a los jóvenes y lo que, según se dice, ellos "desean actualmente" no responde visiblemente a sus aspiraciones.
Por lo demás, es fácil comprobarlo. Ya no hay vocaciones porque ya no se sabe lo que es el Sacrificio de la misa. En consecuencia, no se puede definir al sacerdote. En cambio, en aquellos lugares en los que el Sacrificio es conocido y enseñado como lo enseñó siempre la Iglesia, las vocaciones son numerosas.
Así lo atestiguan mis propios seminarios; en ellos no se hace otra cosa que volver a afirmar las verdades de siempre. Las vocaciones nos vinieron por sí mismas, sin publicidad. La única publicidad fue hecha por los modernistas. En trece años ordené a ciento ochenta y siete sacerdotes. Desde 1983, el ritmo regular alcanzado es de treinta y cinco a cuarenta ordenaciones por año.
No lo digo para mostrar cierto mérito personal: en este dominio tampoco he inventado nada. Los jóvenes que solicitan ingresar en Écóne (Francia), en Ridgefield (Estados Unidos), en Zitzkofen (República Federal de Alemania), en Francisco Álvarez (Argentina), en Albano (Italia) son atraídos por el Sacrificio de la misa. ¡Qué gracia extraordinaria para un joven subir al altar como ministro de Nuestro Señor, ser otro Cristo! En esta tierra no hay nada más hermoso ni más grande. Así vale la pena abandonar la familia, renunciar a fundar una, renunciar al mundo y aceptar la pobreza.
Pero si ya no existe esa atracción, lo digo francamente, no vale la pena el sacrificio, y esa es la razón por la que los seminarios están vacíos.
Si se continúa marchando según la línea adoptada por la iglesia desde hace unos veinte años, se puede responder ¡no! a la pregunta: ¿habrá todavía sacerdotes en el año 2000? Pero, si se retorna a las nociones verdaderas de la fe habrá vocaciones en los seminarios y en las congregaciones religiosas.
Porque ¿qué es lo que hace la grandeza y la belleza de un religioso y de una religiosa? Ofrecerse como víctima en el altar con nuestro Señor Jesucristo. De otra manera la vida religiosa ya no tiene ningún sentido. En nuestra época, la juventud es tan generosa como en épocas anteriores. Aspira a sacrificarse. Nuestra época es la que desfallece.
Todo está relacionado; al ser atacada la base del edificio, éste se destruye por entero. Ya no hay misa, ya no hay sacerdotes. Antes de ser reformado, el ritual hacía decir al obispo: "Recibid el poder de ofrecer a Dios el Santo Sacrificio y de celebrar la Santa Misa tanto para los vivos como para los muertos en nombre del Señor". El obispo había bendecido previamente las manos del ordenando con estas palabras: "A fin de que todo lo que ellas bendigan sea bendito y todo lo que ellas consagren sea consagrado y santificado..."
El poder así conferido está expresado sin ambigüedades: "Que los sacerdotes obren por la salvación de vuestro pueblo y, mediante la santa bendición de ellos, operen la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de vuestro divino Hijo".
El obispo dice ahora: "Recibid la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios". Esta fórmula hace del nuevo sacerdote más un intermediario que el titular del ministerio sacerdotal. La concepción es completamente diferente. En la Santa iglesia, el sacerdote siempre fue considerado como alguien que posee un carácter conferido por el sacramento del orden sagrado. Un obispo que no fue suspendido llegó a escribir: "El sacerdote no es alguien que hace cosas que los simples fieles no hacen; es tan otro Cristo como cualquier otro bautizado". Ese obispo se atenía sencillamente a las lecciones de la enseñanza que prevalece desde el concilio y la nueva liturgia.
Se ha producido una confusión en lo que se refiere al sacerdocio de los fieles y el sacerdocio de los sacerdotes. Ahora bien, como decían los cardenales encargados de hacer observaciones sobre el demasiado famoso catecismo holandés, "la grandeza del sacerdocio como ministerio (el de los sacerdotes) en su participación en el sacerdocio de Cristo, difiere del sacerdocio común de los fieles de una manera no sólo gradual sino esencial" . Pretender lo contrario significa también en este punto alinearse en el protestantismo.
La doctrina constante de la Iglesia sostiene que el sacerdote está revestido de un carácter sagrado indeleble: Tu es sacerdos in aeternum. Y ante los ángeles y ante Dios continuará siendo sacerdote por toda la eternidad. Esa condición no se alterará nunca por más que el sacerdote cuelgue la sotana, que lleve un pulóver rojo o de cualquier otro color o que cometa los peores crímenes. El sacramento del orden sagrado lo modificó en su naturaleza.
Bien lejos estamos así del sacerdote "elegido por la asamblea para asumir una función en la Iglesia" y más aún del sacerdocio de tiempo limitado propuesto por algunos, según el cual el encargado del culto -pues no veo otra manera de designarlo- vuelve a ocupar su lugar entre los fieles.
Esta visión desacralizada del ministerio sacerdotal lleva naturalmente a interrogarse sobre el celibato de los sacerdotes. Ruidosos grupos de presión reclaman su abolición, a pesar de las repetidas advertencias del magisterio romano. En los Países Bajos se registraron huelgas de ordenaciones por parte de seminaristas que querían obtener "garantías" sobre este asunto. No citaré las voces episcopales que se hicieron oír para urgir a la Santa Sede a considerar esta cuestión.
Pero la cuestión ni siquiera se plantearía si el clero hubiera conservado el sentido de la misa y el sentido del sacerdocio.
Pues la razón profunda se presenta ella misma cuando se comprenden bien estas dos realidades. Es la misma razón que hace que la Santa Virgen haya permanecido virgen: habiendo llevado en su seno a Nuestro Señor era justo y era conveniente que ella lo fuera. Asimismo el sacerdote, por las palabras que pronuncia en la Consagración, hace descender a Dios a la tierra. El sacerdote tiene una proximidad tal con Dios, ser espiritual, espíritu ante todo, que es bueno, justo y eminentemente conveniente que también él sea virgen y permanezca célibe.
Se objetará que en el Oriente hay sacerdotes casados. Pero aquí no hay que engañarse, pues se trata sólo de una tolerancia. Los obispos orientales no pueden estar casados, ni tampoco aquellos que cumplen funciones de alguna importancia. Ese clero venera el celibato sacerdotal, que forma parte de la tradición más antigua de la Iglesia y que los apóstoles observaron desde el momento de Pentecostés; y aquellos que, como san Pedro, ya estaban casados continuaron viviendo con sus esposas, pero ya sin "conocerlas".
Es notable el hecho de que los sacerdotes que sucumben a los espejismos de una presunta misión social o política contraigan casi automáticamente matrimonio. Ambas cosas van juntas.
Quieren hacernos creer que los tiempos actuales justifican cualquier clase de abandono, que en las actuales condiciones de vida es imposible ser casto, que el voto de virginidad de los religiosos y las religiosas es un anacronismo. La experiencia de estos veinte años muestra que los ataques librados contra el sacerdocio con el pretexto de adaptarlo a la época actual son mortales para el sacerdocio. Ahora bien, no es posible siquiera imaginar una Iglesia sin sacerdotes, pues la Iglesia es esencialmente sacerdotal.
¡Triste época ésta que quiere la unión libre para los laicos y el matrimonio para los clérigos! Si el lector percibe en esta aparente falta de lógica una lógica implacable que tiene como objeto la ruina de la sociedad cristiana, cobra una buena visión de las cosas y formula un juicio exacto.
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