Francisco está acabado. Esa es la verdad. Todos sus liderazgos yacen caídos hechos triza por su torpeza y ambición. Y la mejor prueba de ello son los manotazos de ahogado que está dando en los últimos días.
Un papa decrépito, con la expresión hosca en su rostro a la que estábamos acostumbrados en Argentina cuando era arzobispo de Buenos Aires y que revela un hombre cansado y, sobretodo, decepcionado, irritado y entristecido por el evidente fracaso de su pontificado, acelerado en las últimas semanas por la irrupción inesperada de un virus chino.
Francisco hizo todo mal. Tuvo la oportunidad de liderar las reformas profundas que la Iglesia necesita, y no lo hizo. Mas bien, agravó los problemas. Su vocación política frustrada de puntero de barriada porteña, lo llevó a pretender erigirse en líder del progresismo mundial. No fueron más que pininos, bastante grotescos y que solo consiguieron sonrisas despectivas, aunque costaron millones de dólares.
Francisco hizo todo mal. Tuvo la oportunidad de liderar las reformas profundas que la Iglesia necesita, y no lo hizo. Mas bien, agravó los problemas. Su vocación política frustrada de puntero de barriada porteña, lo llevó a pretender erigirse en líder del progresismo mundial. No fueron más que pininos, bastante grotescos y que solo consiguieron sonrisas despectivas, aunque costaron millones de dólares.
¿Qué efecto tuvieron sus bravatas cotidianas en favor de los consabidos pobres, migrantes, desplazados y periféricos? ¿Para qué sirvieron los frecuentes congresos organizados por el despreciable Marcelo Sánchez Sorondo, que llevó a sentar cátedra en el mismísimo Vaticano a un rufián como Gustavo Vera, a una comunista como Manuela Carmena y a un demonio como Jeffrey Sachs? Nada de nada. Un clamoroso vacío es el resultado de este pontificado en agonía.
Francisco está acabado. Esa es la verdad. Todos sus liderazgos yacen caídos hechos triza por su torpeza y ambición. Y la mejor prueba de ello son los manotazos de ahogado que está dando en los últimos días. Un indigestible documento dirigido a los “hermanos y hermanas de los movimientos y organizaciones populares”, en el que reclama un “salario universal” para los trabajadores precarizados, sin explicar de dónde saldrá el dinero para afrontarlo. No es necesario ser un gran analista para darse cuenta que no es más que cháchara, palabras vacías e insustanciales con las pretende recuperar la escasa porción del liderazgo que se les escurrió de las manos.
La semana pasada designó al sacerdote argentino Augusto Zampini para liderar una "task-force" destinada a pensar respuestas urgentes frente a las situaciones que plantea el mundo que se asoma pasada la epidemia. Cuando leo estas noticias me pregunto si esta gente tiene realmente conciencia de quiénes son y de qué es lo que están haciendo. ¿Alguien con un mínimo de sensatez puede pensar que los líderes y organismos mundiales en serio, y no de utilería como los vaticanos, podrán estar interesados en lo que pueda aconsejarles el padre Zampini? Ni siquiera se reirán; no le atenderán el teléfono. La Iglesia ha dejado de tener relevancia en la escena internacional desde hace mucho. ¡San! Pablo VI la proclamó “experta en humanidad” en su fatídico discurso ante la asamblea de las Naciones Unidas. Ya vemos en qué terminó esa experticia.
Francisco eligió convertir a la iglesia en una gigantesca ONG experta en humanidad, y la privó de lo que le era propio: la dimensión religiosa.
La homilía del Santo Padre en la vigilia pascual es reveladora en ese sentido. Dijo: “En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza”. La realidad es que en esa noche santa, nosotros no conquistamos nada. Quien venció a la muerte con su muerte fue Jesucristo, y es Él quien nos da la vida nueva. Nos la da. Por eso, esta “bella humanidad” de la que habla Bergoglio, no tiene derecho a nada, y mucho menos derecho a la esperanza. Todos sabemos que la esperanza es una de las tres virtudes teologales y, como tal, nos es infundida en el alma por el bautismo como un don de Dios. La esperanza es una gracia, no un derecho, a no ser que el papa se refiera a otro tipo de esperanza, la esperanza inmanente que se aferra al “Tutto andrà bene” y a los vespertinos aplausos universales. Sí, esa es la esperanza de Francisco, la del “color de esperanza” que nos cantaban al comienzo del milenio, insulsa, humana, estúpida y destinada a estrellarse ante cualquier dificultad.
Bergoglio se enfrenta además, con un problema inmediato y acuciante que no podrá resolver con bergoglemas o fervorines: la Santa Sede está en bancarrota. Si ya antes del coronavirus la situación económica del Estado Vaticano era muy complicada, ahora es catastrófica, puesto que sus únicos ingresos genuinos, que son los que le permiten el funcionamiento como estado —pagar los sueldos de los más de cuatro mil empleados, por ejemplo—, desaparecieron, y nadie sabe cuándo y cómo volverán. Me refiero, por cierto, al turismo. Y el default del Vaticano no será como el default argentino que también está próximo: en estos lares ya tenemos mañas para zafar, el gobierno tiene la máquina de producir billetes y el país recursos naturales e industriales. El Vaticano no tiene nada de eso. En pocas palabras, no sería extraño que dentro de pocos meses el estado de la Ciudad del Vaticano dejara de existir y, a menos de un siglo de su firma, los Pactos Lateranenses fueran archivados. Y aunque los problemas económicos venían de lejos, fue Francisco el que dejó de hacer lo que se debía hacer e hizo lo que no se debía.
Por ejemplo, se desentendió de la suerte del cardenal George Pell, al que había encargado el control de los Asuntos Económicos de la Santa Sede, y persiguió mala y arteramente a las personas que él mismo había nombrado en la Comisión Pontificia Referente de la Organización de la Estructura Económico-Administrativa de la Santa Sede (COSEA) cuando éstos quisieron poner orden en esa maraña de corrupción. Bergoglio, fiel a su estilo, prefirió rodearse no sólo de obsecuentes, sino también de ribaldos y canallas (¿alguien sabe dónde está el P. Fabián Pedacchio) y de inútiles y maricas (¿alguien escuchó hablar en los últimos meses del Sustituto amigo Edgar?), a quienes podía manejar fácilmente porque conocía sus secretos. Así le fue.
Pero en este punto corresponde hacer un acto de justicia. La situación terminal de este pontificado (¿y de la iglesia?) que he descrito hunde sus raíces en lo sucedido hace décadas. Bergoglio no nació de un repollo ni lo trajo la cigüeña. Bergoglio fue engendrado por el Concilio Vaticano II, ese magno acontecimiento que abrió al mundo las ventanas de la Iglesia. El cambio radical de la misión de la Iglesia en el mundo que vemos en el discurso y en los actos francinquistas son nada más que la conclusión lógica de lo que se impuso en el Concilio. Bergoglio no inventó nada; aplicó lo que los venerables padres decidieron con su voto hace casi sesenta años.
Como he dicho más de una vez en este blog, Bergoglio no sería quien es si no hubiera estado precedido por quienes lo estuvo: Pablo VI, el ideólogo de la inmanentización de la Iglesia y Juan Pablo II —sobre todo Juan Pablo II—, el responsable directo de la extensión del virus del concilio a todos los confines del mundo. Él podría haber detenido el desastre. Sin embargo, creyó que con el “neoconismo”, ese quedarse en el medio revestidos del color de esperanza, era suficiente. Y hemos terminado en un estrepitoso fracaso.
Nadie sabe cómo será el mundo que vendrá cuando termine esta situación surrealista que estamos viviendo. Lo que sí sabemos es que la iglesia, guiada por el papa Francisco, entrará en un proceso agónico con un final expectante.
Wanderer
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