DEL QUINTO MANDAMIENTO DEL DECALOGO
No matarás.
Aquella gran felicidad prometida á los pacíficos: Pues serán llamados hijos de Dios debe estimular en gran manera a los Pastores, para que enseñen con cuidado y desvelo a los fieles la doctrina de este mandamiento. Porque el mejor medio que se puede tomar para conciliar las voluntades de los hombres es, que explicada bien esta divina ley, se guarde por todos con la santidad que se debe: pues entonces se puede esperar que unidos entre sí los ánimos con suma conformidad vivan con la mayor paz y concordia.
Y cuan necesario sea explicar este mandamiento, se puede ver, de que después de aquella universal inundación de toda la tierra, esto fue lo primero que Dios vedó a los hombres: Pediré cuenta -dijo- de vuestras vidas a las bestias y a los hombres. En el Evangelio también esta fue la primera de las leyes antiguas que el Señor explicó: sobre la cual dice así por San Mateo: Dicho fue a los antiguos: no matarás, con lo demás que acerca de esto se escribe en el mismo lugar.
Deben asimismo los fieles oír con atención y con el mayor gusto esta divina ley. Porque bien mirado su espíritu, es una defensa muy poderosa de la vida de cada uno: pues por estas palabras: No matarás, totalmente se veda el homicidio. Y así todos los hombres y cada uno de ellos la debe recibir con tanto placer de su alma, como si nombrándole a él en particular, mandara Dios so pena de incurrir en su ira y otras penas gravísimas, que ninguno le ofenda, ni le dañe. Y por lo tanto, siendo este mandamiento tan gustoso al oído, también lo debe ser guardarse del pecado que por él se prohíbe.
Dos cosas mostró el Señor al explicar la fuerza de esta ley, que se contenían en ella. Una: que no matemos: Y esto es lo que se veda. Otra: que abracemos a los enemigos con amor y caridad entrañable; que vivamos con todos en paz; y que llevemos con paciencia todos los trabajos. Y esto es lo que se manda.
Por lo que mira a vedarse matar, se ha de enseñar primeramente, qué muertes son las que se prohíben por este mandamiento: pues no está vedado matar a las bestias. Porque si está concebido por Dios a los hombres comer de sus carnes, no puede menos que ser lícito matarlas. Acerca de esto dice así San Agustín: Cuando oímos: No matarás, no entendemos que se haya dicho esto por los frutales, porque son insensibles; ni por los animales irracionales, porque en manera ninguna se acompañan con nosotros.
Otro linaje de muerte permitido es el que pertenece a aquellos magistrados, a quienes está dada potestad de quitar la vida, en virtud de la cual castigan a los malhechores según el orden y juicio de las leyes, y defienden a los inocentes. Y ejerciendo justamente este oficio, tan lejos están de ser reos de muerte, que antes bien guardan exactamente esta ley divina que manda no matar. Porque como el fin de este mandamiento es mirar por la vida y salud de los hombres, a eso mismo se enderezan también los castigos de los magistrados, que son los vengadores legítimos de las maldades: para que reprimida la osadía y la injuria con las penas, esté segura la vida de los hombres. Por eso decía David: En la mañana quitaba yo la vida a todos los pecadores de la tierra, por acabar en la Ciudad de Dios con todos los obradores de maldad.
Por la misma razón tampoco pecan los que movidos no de codicia o crueldad, sino de solo amor por el bien público, quitan en guerra justa la vida a los enemigos. De esta condición son también las muertes que se hacen por orden expreso de Dios. Y así no pecaron los hijos de Leví, matando en un día tantos millares de hombres: pues hechas esas muertes les dijo Moisés: Consagrasteis hoy vuestras manos al Señor.
Tampoco quebranta este mandamiento el que no de voluntad, ni de pensado, sino casualmente mata a un hombre. Sobre esto se dice en el Deuteronomio: El que hiriese a su prójimo sin advertirlo, y que no se comprueba que tuviese algún odio contra él de ayer, o de antes de ayer; sino que fue con él sencillamente a cortar leña al monte, y en la misma corta se le fue el hacha de la mano, o el hierro que saltó del astil, hiriese y matase a su amigo. Estas muertes son tales, que como no se hacen de voluntad ni de propósito, no del todo se cuentan entre los pecados. Y esto se confirma con la sentencia de San Agustín que dice: No permita Dios se nos imputen a culpa aquellas cosas que hacemos por fin bueno o lícito, si por ventura acaece algo malo sin quererlo nosotros.
Pero en esto se puede pecar por dos causas. La primera: si haciendo uno alguna cosa injusta, matara a otro: como si diese una puñalada o puntapié a una mujer embarazada, de donde se le siguiese abortar. Esto aunque sucediese sin voluntad del agresor, no sería sin culpa: porque de ningún modo le era lícito herir a una mujer embarazada. La segunda causa es, cuando sin mirar bien todas las circunstancias, matase a otro incauta y descuidadamente.
Por la misma razón es manifiesto, que no quebranta esta ley el que puesta toda la cautela posible, mata a otro por defender su vida. Estos homicidios que hemos mencionado, no están prohibidos por este mandamiento. Pero a excepción de estos, todos los demás están prohibidos; sea por lo que toca al homicida, o al muerto, o a los modos con que se hace la muerte.
Por lo que mira a los que hacen la muerte, ninguno está exceptuado, ni ricos, ni poderosos, ni Señores, ni Padres: a todos está vedado a matar sin diferencia ni distinción ninguna.
Si miramos a los que pueden ser muertos, a todos ampara esta divina ley. No hay hombre, por despreciado y abatido que sea, que no quede abrigado y defendido por este mandamiento. Y a ninguno es lícito tampoco matarse a sí mismo. Porque nadie es tan dueño de su vida, que se la pueda quitar a su antojo. Y por eso no se puso la ley en estos términos: No mates a otro: sino que absolutamente se dice: No matarás.
Pero atendiendo a los muchos modos que hay de matar, ninguno hay que esté exceptuado. Porque a ninguno es ilícito quitar la vida a otro, no solo por sus manos, o con espada, piedra, palo, cordel, o veneno; más si por consejo, favor, auxilio, o cualquier otro modo. Todos enteramente están vedados. Acerca de esto fue suma la rudeza y estupidez de los judíos, pues creían guardaban este mandamiento con solo apartar sus manos de ejecutar la muerte. Pero el hombre cristiano, que por declaración del mismo Cristo sabe que esta ley es espiritual, esto es, que no solo manda tener las manos limpias, sino también el corazón casto y sencillo, en manera ninguna debe satisfacerse con lo que aquellos pensaban que habían cumplido cabalmente la ley: porque ni airarse es lícito a ninguno, como nos enseña el Evangelio, donde dice el Señor: Más yo os digo: todo aquel que se airare contra su hermano, será reo de juicio. El que le dijere alguna palabra de desprecio, será reo de concilio y el que le llamare fatuo, será reo del fuego del infierno.
Por estas palabras se ve con claridad, que no carece de culpa el que se indigna contra su prójimo, aunque retenga la ira encerrada en su pecho: que peca gravemente el que de esta ira diere algunas señales; y mucho más gravemente el que se propase a tratarle con aspereza, y hacerle injuria. Esto es verdad, si no hay causa ninguna de airarse. La causa de la ira concedida por Dios y por las leyes es, cuando castigamos a los que están sujetos a nuestra jurisdicción y potestad, si hubiere culpa en ellos. Porque la ira del cristiano no debe proceder de los ímpetus de la carne, sino del Espíritu Santo: pues debemos ser templos de este divino Espíritu, donde habite Jesucristo.
Otros muchos documentos nos dio el Señor pertenecientes a la perfección de esta ley: cuales son aquellos: No resistir al malo; más si alguno te hiriese en la mejilla derecha, vuélvele también la otra: y al que quisiera ponerte pleito, por quitarte la túnica, déjale también la capa; y al que te precisare a andar una milla, ve con él otras dos. Por lo dicho hasta aquí se puede conocer lo muy inclinados que están los hombres a los pecados que se cometen contra este mandamiento, y los muchos homicidas que hay, sino de mano, de corazón.
Más como las Sagradas Escrituras nos dan remedios para una enfermedad tan peligrosa, es oficio del Párroco aplicarlos con diligencia a los fieles. El primero y principal es, que entiendan cuán horrible pecado es quitar a un hombre la vida. Esto se puede ver claro por muchísimos y muy graves testimonios de las Sagradas Letras. Porque en tanto grado abomina en ellas el Señor el homicidio, que hasta en las bestias dice que ha de vengar la muerte de los hombres; y manda sea muerta la fiera que dañare a alguno. Y no por otra causa quiso que se mirase con horror la sangre, sino que de todos modos se retrajese el corazón y la mano de la cruel acción del homicidio.
Son ciertamente los homicidas enemigos capitales del linaje humano, y por lo mismo de toda la naturaleza; y en cuanto es de su parte, dan por el pie a todas las obras de Dios, pues destruyen al hombre; por cuya causa afirma el mismo Señor que las hizo todas. Y aún como en el Génesis en tanto se prohíbe la muerte del hombre, en cuanto Dios le crio a su imagen y semejanza, síguese que hace a Dios una señalada injuria, y que viene a poner en su Majestad manos violentas el que destruye su imagen. Habiendo contemplado esto David con altísima consideración, se queja con amargura grande de los hombres sanguinarios por estas palabras: Veloces son sus pies para derramar sangre. No dijo puramente matan, si no derraman sangre, explicándose así para amplificar lo abominable de aquella maldad, y para mostrar su crueldad atroz; y a fin de declarar más en particular cuán precipitados se dejan llevar de diabólico impulso a semejante arrojo, dice: Veloces sus pies.
Ahora: Las cosas que Cristo Señor nuestro manda observar por este precepto, a lo que miran es, para que tengamos paz con todos. Porque dice explicando este lugar: Si ofreces pues tu ofrenda en el altar, y así te acordaras que tu prójimo ha recibido algún agravio de ti, deja allí tu ofrenda al pie del altar, y ve primero y reconcíliate con él; y hecho esto, vuelve a ofrecer tu don; y lo demás que se sigue. De tal manera ha de explicar el Párroco estas cosas, que enseñe que sin excepción alguna debemos amar con caridad a todos; y con gran encarecimiento excitará a los fieles a esta virtud en la explicación de este precepto; porque en él resplandece sobremanera la virtud de amar al prójimo. Porque como este mandamiento veda expresamente el odio: pues es homicida el que aborrece a su hermano; es claro que se manda por él la caridad y amor.
Una vez que se dan por esta ley los preceptos de la caridad y el amor, se dan también los de todos aquellos oficios y acciones, que son seguidas a la misma caridad. De la Caridad dice el Apóstol: Que es paciente. Luego se manda también la paciencia, en la cual nos enseña el Salvador, que poseeremos nuestras almas. La Beneficencia también es compañera y asistente de la caridad: Porque la Caridad es benigna. Esta virtud de la benignidad y beneficencia tiene gran extensión, y su oficio consiste señaladamente en socorrer a pobres con lo necesario, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo, y de asistir a cada uno con tanto mayor liberalidad, cuanto más necesitado le veamos de nuestro socorro.
Estos oficios de la beneficencia y bondad, que por sí son ilustres, se realzan muchísimo cuando se ejercitan con los enemigos. Porque dice el Salvador: Amad a vuestros enemigos, y haced el bien a aquellos que os aborrecen. Y el Apóstol lo amonesta también por estas palabras: Si padeciere hambre tu enemigo, dale de comer; si sed, dale de beber; que haciendo esto, amontonas carbones de fuego sobre tu cabeza. No quieras ser vencido por el mal; más véncele haciendo bien. Finalmente si atendemos a la ley de la caridad, que es benigna, hallaremos que por este precepto se nos manda ejercitar todos los oficios que pertenecen a la mansedumbre, apacibilidad, y otras virtudes de esta clase.
Pero la hora encumbrada sobre todas, y que está más llena de Caridad, y en la que muy señaladamente conviene ejercitarnos, es redimir y perdonar con igualdad de ánimo las injurias que nos hubieren hecho. Para que lo hagamos con toda lisura, nos amonestan y exhortan muchas veces las Sagradas Letras, no solo llamando bienaventurados a los que así lo hacen, sino afirmando también que les está concedido por Dios el perdón de sus pecados; como asimismo que no le conseguirán los que no cuidan de esto, ó del todo lo rehúsan. Más como el apetito de vengarse está tan entrañado en los corazones de los hombres, es necesario que el Párroco ponga diligencia suma, no solo en enseñar, sino también en persuadir enteramente a los fieles, que el cristiano debe olvidar y perdonar las injurias. Y pues sobre este punto dijeron tanto los Escritores Sagrados, consúltelos para rechazar la terquedad de aquellos, que con ánimo obstinado y endurecido se abrasan con el fuego de vengarse; y tenga pronto para este fin los argumentos que con gran piedad le ofrecen aquellos Padres; que son de gran peso, y muy acomodados para el caso.
Estas tres cosas señaladamente se han de explicar. La primera, que al que se juzga agraviado, le persuada del todo, que el causador principal del perjuicio o injuria, no es aquel de quien intenta vengarse. Así lo hizo aquel maravilloso Job, quien ofendido gravemente por los Sabeos, Caldeos, y por el demonio, con todo eso, sin acordarse de ellos, como varón justo y hombre en gran manera Santo, justa y santamente se valió de estas palabras: El Señor lo dio, el Señor lo quitó. Y así a vista de los dichos y hechos de este varón pacientísimo, tengan muy por cierto los cristianos, que todas cuantas cosas padecemos en esta vida, proceden del Señor, que es el Padre y Autor de toda justicia y misericordia.
No se imagine pues que el Señor, cuya benignidad es inmensa, nos trata como a enemigos, sino que nos corrige y castiga como a hijos. Y si lo examinamos con cuidado, no vienen a ser los hombres en todas estas cosas sino Ministros y Ejecutores de Dios. Y aunque puede el hombre aborrecer a uno, y desearle todo mal; nunca puedes sin permiso de Dios hacerle el menor daño. De esta razón se valió Joseph para sufrir los consejos malignos de sus hermanos; y por ella también llevó David con gran resignación las injurias que le hizo Semei. Para prueba de este punto es muy a propósito aquel modo de argüir, del que con gravedad y erudición igual usó San Crisóstomo a fin de convencer, que ninguno es dañado sino por sí mismo. Porque los que se creen injuriados, si llevan las cosas por camino derecho, encontrarán sin duda, que ni injuria ni daño ninguno han recibido de otros. Porque los agravios que los otros les hacen, les caen por defuera; más ellos se dañan gravísimamente a sí mismos, manchando su alma feísimamente con odios, ojerizas y envidias.
La segunda cosa que se ha de explicar es, que consigan dos provechos muy grandes los que movidos de piadoso afecto para con Dios, perdonan con franqueza las injurias. El primero es, que a los que perdonan las deudas ajenas, tiene Dios prometido perdonarles las propias. Por cuya promesa se ve claramente lo muy agradable que le es esta obra de piedad. Y el segundo, que conseguimos una nobleza y perfección grande. Porque en esta obra de perdonar injurias, venimos a hacernos en cierto modo semejantes a Dios, quien hace salir su sol sobre buenos y malos, y llueve sobre justos e injustos.
Últimamente se han de explicar los males en que incurrimos cuando no queremos perdonar las injurias que nos han hecho. Y así el Párroco ponga delante de los ojos de los que no pudiera reducir a que perdonen a sus enemigos, que el odio no solo es pecado grave, sino que se arraiga más profundamente por la continuación de pecar. Porque como aquel de cuyo corazón se apoderó este afecto, está sediento de la sangre de su enemigo, arrebatado por la esperanza de vengarse de él, pasa días y noches en una perpetua y congojosa agitación de ánimo, de modo que nunca parece cesa de maquinarle la muerte, o alguna otra malvada fechoría. Y de aquí proviene que nunca, o con grandísima dificultad, pueda el tal reducirse a perdonar del todo, a lo menos en parte, las injurias. Por esto se compara muy bien a la herida que tiene atravesada la saeta.
Hay además de estos, otros muchísimos perjuicios y pecados, que eslabona consigo solo este del odio. Por eso dijo San Juan: El que aborrece a su prójimo, está en tinieblas, y en tinieblas anda, ni sabe tampoco donde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos. Y así es preciso que caiga con mucha frecuencia. Porque, ¿cómo pueden parecerle bien los dichos o los hechos de aquel a quien aborrece? Luego de aquí resultan juicios temerarios y siniestros, iras, envidias, detracciones, y cosas a este modo, con las cuales suelen enredarse también sus parientes y amigos; por donde muchas veces acaece, que de un pecado nacen otros muchos. Y con razón se dice que este es pecado del diablo: Que era homicida desde el principio. Y por esto el hijo de Dios Nuestro Señor Jesucristo, cuando los fariseos andaban trazándole la muerte, dijo, que tenían por padre al diablo.
Además de estas cosas que se han dicho, de donde pueden tomarse razones para detestar este pecado, nos dan las Sagradas Escrituras otros muchos remedios, y ciertamente muy provechosos. El primero y el mayor de todos es el ejemplo de Nuestro Salvador, que nos debemos proponer para imitarle. Porque este Divino Señor, en quien no pudo caer la más leve sospecha de pecado, herido con azotes, coronado con espinas, y últimamente clavado en la cruz, hizo esta oración llena en grado sumo de piedad: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. De cuya sangre vertida, dice el apóstol, que habla mejor que la de Abel.
Otro remedio, que nos propone el Eclesiástico, es que nos acordemos de la muerte, y de aquel día de juicio: Acuérdate -dice- de tus postrimerías, y nunca pecarás. En las cuales palabras nos viene a decir: piensa una y muchas veces, que presto llegará la hora en que has de morir; y como en ese tiempo no debe haber para ti cosa más deseada, como no la hay más necesaria, que alcanzar la misericordia de Dios, forzoso es que por toda la vida renueves la memoria de la muerte; pues ella ciertamente te apagará del todo ese fuego maligno de vengarte. Porque para implorar la misericordia de Dios, no encontrarás remedio ni más útil, ni más eficaz, que olvidar las injurias, llamar a aquellos que hubieran ofendido de palabra o de obra a ti, o a los tuyos.
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