DEL CUARTO MANDAMIENTO DEL DECÁLOGO
Siendo muy grande la virtud y dignidad de los mandamientos antecedentes, con razón se imponen inmediatos a ellos los que ahora se siguen: porque son en gran manera necesarios. Aquellos miran derechamente al fin que es Dios: estos nos instruyen en el amor del prójimo; aunque últimamente también nos enderezan y encaminan a Dios, quien es el fin, por cuya causa amamos al prójimo. Por eso dijo Cristo nuestro Señor, que estos dos mandamientos de amar a Dios y al prójimo eran semejantes entre sí. Apenas puede decirse las utilidades de este mandamiento, porque produce muchos y aventajados frutos, y es como una muestra que indica la obediencia y observancia del primer mandamiento. Porque el que no ama a su hermano a quien ve -dice San Juan- ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Pues a este modo, si no respetamos y no reverenciamos a los Padres, a quienes debemos amar según Dios, estando casi siempre a nuestra vista, ¿qué honor, ni qué culto daremos al mayor y mejor Padre Dios, a quien en manera ninguna vemos? Por aquí se ve clara la conformidad de estos dos mandamientos entre sí.
Muchísimo se extiende la observancia y uso de este mandamiento. Porque además de aquellos que nos engendraron, hay otros muchos a quienes debemos tener en lugar de Padres, o por razón de la potestad, o de la dignidad, o de la utilidad, o de algún cargo y oficio honorífico. Aligera además de esto esta ley el trabajo de los Padres, y de todos los mayores. Porque siendo su primer cuidado que todos los que tienen bajo su potestad, vivan anivelados y ajustados a la divina ley; este cuidado será muy llevadero, una vez que todos hayan entendido que es Dios el que manda y amonesta que se trate a los Padres con toda veneración. Más para que podamos cumplir esto, es preciso conocer la diferencia que hay entre los mandamientos de la primera y la segunda tabla.
Primeramente pues ha de explicar el Párroco, y prevenir muy en particular, que los divinos mandamientos del Decálogo fueron grabados en dos tablas. En una de ellas, como lo aprendimos de los Santos Padres, estaban los tres que ya se han explicado, y los siete restantes estaban en la otra. Y esta partición fue muy conveniente, para que el mismo orden de los mandamientos nos descubriese la diferencia que entre ellos hay. Porque todo lo que manda o veda la Ley Divina en las Sagradas Letras nace de uno de estos dos capítulos; pues en toda acción se mira ó al amor de Dios, ó al del prójimo. Y de hecho, el amor para con Dios se enseña en los tres primeros mandamientos; y lo que mira a la unión y compañía con los prójimos, se contiene en los siete restantes. Y así, no sin causa se hizo esa división, de que unos se pusiesen en la primer tabla, y otros en la segunda.
En los tres mandamientos primeros de que hemos tratado, es como la materia o sujeto, de qué se trata el mismo Dios, esto es el Sumo Bien. En los demás es el bien del prójimo. En aquellos se propone el amor último, en éstos el inmediato. Aquellos miran al fin, éstos a los medios que se ordenan a él.
Además de esto la Caridad de Dios depende del mismo Dios; porque Dios debe ser amado sobre todo por sí mismo, no por otro respeto. Pero la Caridad del prójimo nace de Dios y debe enderezarse a ella como a regla cierta. Porque si amamos a los Padres, si obedecemos a los Señores, si respetamos a Los superiores en dignidad; todo esto se debe hacer por Dios, que es su Criador, que quiso que presidiesen a otros, y que por su ministerio gobierna y defiende a los demás hombres. Siendo pues Dios quien nos manda que reverenciemos a tales personas, por lo tanto, lo debemos ejecutar, por cuanto el mismo Dios las hizo dignas de ese honor. De donde se sigue que la honra que damos a los Padres, más bien la damos a Dios que a los hombres; pues tratando del respeto debido a los superiores, se dice así en San Mateo: El que os recibe, me recibe. Y el Apóstol en la Epístola a los de Éfeso dice, doctrinando a los siervos: Siervos, obedeced a vuestros señores temporales con temor y temblor y con sencillez de vuestro corazón, como a Cristo, y esto no solo en presencia o como agradando a los hombres; sino como siervos de Cristo, haciendo de veras la voluntad de Dios.
A esto se junta que a Dios no se da honor, piedad ni culto alguno digno de su grandeza; y para con él puede aumentarse infinitamente la Caridad. Por esto es necesario que nuestra Caridad hacia Dios se haga de día en día más ardiente; pues por mandamiento suyo le debemos amar de todo corazón, con toda el alma y todas nuestras fuerzas. Pero la Caridad con que amamos al prójimo tiene sus límites; porque manda el Señor que le amemos como a nosotros mismos. Y si alguno traspasare estos términos, de manera que iguale en el amor a Dios y a los prójimos, comete una gravísima maldad: Si alguno viene a mí -dice el Señor- y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas, y hasta su misma vida, no puede ser mi discípulo. A cuyo propósito dijo también: Deja que los muertos entierren a sus muertos queriendo uno enterrar primero a su padre, y después seguir a Cristo. Pero la explicación más clara es la que hay en San Mateo: El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí.
Sin embargo, de esto no tiene duda que debemos amar y respetar en gran manera a los Padres. Más para que esto sea virtuosamente, es necesario que el principal honor y culto se dé a Dios, que es el Padre y Criador de todos, y que de tal modo amemos a los Padres naturales, que toda la fuerza del amor se encamine al eterno Padre celestial. Y si en alguna ocasión se encontraron los mandamientos de los Padres con los de Dios, no hay duda que deben los hijos anteponer la voluntad de Dios a la voluntad de sus Padres, acordándose de aquella divina sentencia: Más razón es obedecer a Dios que a los hombres.
Expuestas estas cosas explicará el Párroco las palabras del mandamiento, y primeramente que es honrar. No es otra cosa que juzgar bien de uno, y apreciar en mucho todas sus cosas. Y esta voz Honra lleva consigo todo esto: amor, respeto, obediencia y veneración. Pero sabiamente se puso en la ley la voz de honra, y no la de amor o miedo; aunque los padres, deban ser muy amados y temidos. Porque el que ama, no siempre honra y respeta; y el que teme no siempre ama; pero el que de veras honra a uno, le ama y le reverencia. Y habiendo el Párroco explicado esto tratará de los Padres, y de los que son entendidos por este nombre.
Porque aunque la ley habla principalmente de los Padres que nos engendraron, sin embargo, también pertenece este nombre a otros, que asimismo parece están comprendidos en la ley, según se colige de varios lugares de la Divina Escritura. Pues además de aquellos que nos dieron el ser, hay en las Sagradas Letras otros géneros de Padres, según ya tocamos, y a cada uno de ellos se debe su respectivo honor. Primeramente se llaman Padres los Prelados y Pastores de la Iglesia y los Sacerdotes: como consta del Apóstol, quien escribiendo a los Corintios dice: No os escribo esto, por avergonzaros, más amonéstoos como a mis muy amados hijos. Porque aunque tengáis diez mil años en Cristo, no tenéis muchos Padres; pues yo os engendré en Jesucristo por medio del Evangelio. Y en el Eclesiástico está escrito: Alabemos a los varones gloriosos y a nuestros padres en su generación.
También se llaman Padres aquellos a quienes está encomendado el imperio, el Magistrado o la potestad de gobernar la República. Así Naaman era llamado Padre por sus criados.
Además de esto decimos Padres a aquellos, a cuya protección, fidelidad, bondad y sabiduría están otros encargados: como son los Tutores, Curadores, Ayos y Maestros; por cuya razón los hijos de los Profetas llamaban Padres a Elías y a Eliseo.
Últimamente llamamos Padres a los ancianos y de edad avanzada, a quienes también debemos honrar. Pero sea el primero y principal entre los documentos del Párroco enseñar, que todos los Padres, de cualquier condición que sean, deben ser honrados, y especialmente aquellos de quienes nacimos: pues de ellos señaladamente habla la ley divina.
Porque los Padres naturales son como ciertas imágenes de Dios inmortal. En ellos contemplamos la semejanza de nuestro nacimiento. Ellos nos dieron la vida, y de ellos se valió su Majestad para comunicarnos el alma y el entendimiento. Ellos nos llevaron a los Sacramentos, nos instruyeron en la Religión y en el trato humano y civil, y nos enseñaron la integridad y santidad de costumbres. Y enseñe también el Párroco que con mucha razón se expresó también en este precepto el nombre de la Madre: para que consideremos sus beneficios y merecimientos, y lo mucho que le debemos: con cuanto cuidado y solicitud nos llevó en su vientre, y con cuanto trabajo y dolor nos parió, y nos crió.
Han de ser pues reverenciados los padres de manera que el honor que les damos sea como nacido del amor y de lo íntimo del corazón. Este acatamiento les es muy debido; por mirarnos ellos con tales afectos, que ningún trabajo, dificultad ni peligro se les pone delante que rehúsen por adelantamiento de sus hijos; y no hay para ellos cosa de mayor gusto que entender que son amados por sus hijos a quienes tanto aman. Hallándose Joseph en Egipto tan entronizado, que solo le precedía el Rey en el solio del Reino recibió honoríficamente a su Padre, cuando fue allá. Y Salomón se levantó del trono por cortejar a su madre que entró a hablarle, y habiéndole hecho un gran acatamiento, la sentó a su diestra en solio real.
Hay además de estos, otros muchos oficios de honra que se deben a los Padres. Porque los honramos también, cuando pedimos rendidamente a Dios que todas las cosas les sucedan próspera y felizmente; que estén bien vistos y estimados entre los hombres, y que sean muy agradables a Dios y a los Santos que están en el Cielo.
Honramos además de esto a los Padres, cuando concertamos nuestros negocios y dependencias según su arbitrio y voluntad; como lo aconseja Salomón diciendo: Oye, hijo mío, la doctrina de tu Padre, y no deseches la ley de tu Madre: para que sea aumento de gracia para tu cabeza y collar para tu cuello. A este modo también son aquellas exhortaciones del Apóstol: Hijos, obedeced en todo a vuestros padres; porque esto es muy del agrado de Dios. Y se confirma con el ejemplo de varones santísimos. Porque Isaac siendo maniatado por su Padre para ser sacrificado, le obedeció con modestia y sin réplica. Y los Recabitas se abstuvieron perpetuamente del vino, por no discrepar jamás del consejo de su Padre.
Asimismo honramos a los Padres, cuando imitamos sus buenas acciones y costumbres; pues es prueba grande de que los estimamos, el procurar ser muy parecidos a ellos. Y los honramos también, cuando no sólo les pedimos su consejo; sino que le seguimos.
Honramos además de esto a los padres, cuando los socorremos con lo necesario para su sustento y vestido; como se comprueba por el testimonio de Cristo, quien reprendiendo la impiedad de los Fariseos, les dijo: ¿Y por qué vosotros traspasáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: honra a tu Padre y a tu Madre. Y el que maldiga a su Padre y a su Madre, muera de muerte. Más vosotros decís: cualquiera que dijere a su Padre o a su Madre: toda ofrenda que yo hiciere a Dios, aprovechará a ti también, sin honrar a su Padre ni a su Madre. Y así hicisteis nulo el mandamiento de Dios por vuestra tradición.
En todo tiempo debemos tributar a los Padres estos oficios de honra; pero nunca con mayor cuidado, que cuando se hayan enfermos de peligro. Porque sea de hacer diligencia de que no omitan cosa perteneciente a confesarse, o a los demás Sacramentos que deben recibir los cristianos. Cuando se acerca la muerte, se ha de cuidar que los visiten con frecuencia personas piadosas y religiosas, que los alienten en su debilidad, los ayuden con sus exhortaciones, y animándolos mucho, los alienten a la esperanza de la inmortalidad, para que apartando el pensamiento de las cosas humanas, todo le pongan a Dios. Así se conseguirá que fortalecidos con la felicísima comitiva de la Fe, Esperanza y Caridad y con el escudo de la Religión, juzguen que no solo no ha de ser temida la muerte, pues es necesaria; sino que ha de ser deseada; como que franquea la puerta para la eternidad.
Por último, se honra a los Padres aún después de difuntos, si les hacemos los funerales, si cohonestamos sus exequias, si les damos decente sepultura, si cuidamos de hacer por ellos sufragios y misas de aniversario, y si cumplimos puntualmente cuanto mandaron en su Testamento.
Más no solamente deben ser honrados los Padres naturales, sino también otros que se llaman Padres, como los Obispos, los Sacerdotes, los Reyes, los Príncipes y Magistrados, los Tutores, Curadores, Maestros, Ayos, Ancianos y otros tales. Porque todos son dignos de recibir los frutos de nuestra Caridad, obediencia y otros bienes, aunque unos más que otros. Acerca de los Obispos y otros Pastores escribe así el Apóstol: A los Presbíteros que gobiernan bien, se debe doblada honra; mayormente a los que trabajan en la predicación y doctrina. Pues los de Galacia ¿qué demostraciones de amor no hicieron con el Apóstol? A los cuales corresponde con un testimonio de benevolencia tan encarecido, como decir: Aseguro de vosotros, que si posible fuera, os habríais sacado los ojos, y me los hubierais dado.
Debe también proveerse a los Sacerdotes de lo que necesiten para su docencia y mantenimiento. Por eso dice el Apóstol: ¿Quién peleó jamás a sus expensas? Y en el Eclesiástico está escrito: Honra a los Sacerdotes, y purifícate con el trabajo de tus brazos. Dales la parte que te es mandada de las primicias y de la ofrenda por el pecado. Y que asimismo se les debe obedecer, lo enseña el Apóstol, diciendo: Obedeced a vuestros Prelados, y sujetaos a ellos: porque ellos se desvelan, como que han de dar cuenta por vuestras almas. Y por Cristo Señor nuestro fue mandado, que obedeciésemos a los Pastores, por malos que fuesen, diciendo: Sobre la cátedra de Moisés se sentaron los Escribas y Fariseos. Guardad pues, y haced cuanto os dijeren, más no queráis obrar como obran ellos; porque dicen, y no hacen.
Lo mismo debe decirse de los Reyes, Príncipes, Magistrados y de todos los demás a cuya potestad estamos sujetos. Y qué género de honra, veneración y culto se les debe dar, lo explica el apóstol largamente en la Epístola a los Romanos advirtiendo también, que debe hacerse oración por ellos. Y San Pedro dice: Obedeced a toda humana criatura por amor de Dios, ya sea al Rey, como a Soberano, ya a los Gobernadores, como ha enviados por él, pues todo el acatamiento que les hacemos, se endereza a Dios: por cuanto la excelencia de la dignidad debe ser venerada de los hombres, por ser imagen de la potestad divina. En lo cual veneramos también la Providencia de Dios, quien les encomendó el cuidado del gobierno público, y se vale de ellos como de ministros de su potestad.
Y aunque los magistrados sean malos, no reverenciamos la perversidad o malicia; sino la autoridad divina que en ellos hay. De manera que (cosa que acaso parecerá extraña) aunque nos miren con ánimo enemigo y lleno de ira, aunque sean implacables, todavía no es causa suficiente, para no mirarlos con el mayor respeto. Porque así miró David a Saúl, y le hizo grandes servicios al mismo tiempo que él le perseguía de muerte; como lo insinúa por estas palabras: Con los que aborrecían la paz, era yo pacífico. Pero si acaso mandaran alguna cosa injusta y malvadamente, como en eso no obraban según la autoridad divina, sino según su propia injusticia y perversidad, entonces de ningún modo debían ser obedecidos. Luego que hubiere el Párroco explicado menudamente estas cosas, considere cuán grande y cuán correspondiente es el premio que está prometido a los que obedecen a este divino mandamiento.
El fruto muy grande que se saca de aquí, es vivir largo tiempo: porque son dignos de gozar dilatadamente de aquel beneficio cuya memoria perpetua conservan. Pues como los que honran a sus Padres, corresponden agradecidos a los que les hicieron el beneficio de la luz y de la vida, es muy justo que se alargue la suya hasta la mayor ancianidad. Luego se ha de añadir una explicación clara de la promesa divina. Porque no solo promete el Señor la vida eterna y bienaventurada, sino también el goce de esta temporal; como lo declara el Apóstol cuando dice: La piedad para todas las cosas aprovecha: porque tiene promesas de la vida presente y venidera.
Y no es pequeño ni para desecharlo este galardón de larga vida, aunque varones santísimos como Job, David y Pablo desearon la muerte; y también sea molesta la dilación de esta vida a los que se ven en trabajos y miserias grandes. Porque aquellas palabras que se añaden: Que tu Dios y señor te dará, no solo prometen largos años de vida sino también reposo, quietud y seguridad para bien vivir; pues en el Deuteronomio no dice solamente el Señor: Para que vivas largo tiempo; sino que añade: Para que lo pases bien lo cual fue después repetido por el Apóstol.
Y decimos que consiguen estos bienes todos aquellos cuya piedad quiere premiar el Señor; pues de otro modo no sería su Majestad fiel y constante en su promesa; cuando es a veces más breve la vida de aquellos que fueron más piadosos para con sus Padres. Pero esto sin duda acaece, ó porque se les hace gran beneficio en sacarlos de esta vida antes que se extravíen del camino de la santidad y justicia: Pues son arrebatados, para que la malicia no mude su entendimiento, o la ficción engañe su alma. Ó porque si amenaza algún estrago y perturbación en todas las cosas, son sacados del mundo para que se liberten de la común calamidad de los tiempos: Porque de delante de la malicia -dice el profeta- es recogido el justo. Y esto lo dispone así Dios: ó porque no peligre su virtud y salvación, cuando castiga su Majestad las maldades de los hombres, ó porque no sientan en tiempos tan tristes amarguísimos llantos, por ver las calamidades de sus parientes y amigos. Y por esto hay muchísimo porque temer, cuando a varones justos sobreviene una muerte temprana.
Pero así como tiene reservado el Señor para los hijos que son agradecidos y obedientes a sus Padres el premio y galardón por su piedad, así tiene también aparejadas gravísimas penas para los ingratos y rebeldes. Porque escrito está: El que maldijere a su Padre o a su Madre, muera de muerte. Y: El que aflige a su Padre, y huye de su Madre, será ignominioso y malaventurado. Y: El que maldice a su Padre o a su Madre, se apagará su antorcha en medio de las tinieblas. Y en otra parte: El que escarnece de su Padre, y menosprecia el parto de su Madre, sáquenle los ojos los cuervos de los arroyos y cómanselo los hijos del águila. De aquellos que injuriaron a sus Padres, leemos hubo muchos en cuya venganza se enardeció la ira de Dios. Porque no dejó sin castigo los agravios que padeció David de su hijo Absalón, sino que pagó las debidas penas muriendo atravesado con tres lanzas. Y de los que no obedecen a los Sacerdotes está escrito: El que se ensoberbeciere y no quisiera obedecer al mandamiento del Sacerdote que en ese tiempo sirve a tu Dios y Señor, por decreto del Juez morirá ese hombre.
Pero así como está establecido por la divina ley, que los hijos honren, obedezcan y sirvan a sus Padres, así es obligación y cargo propio de los Padres enseñar a los hijos doctrinas y costumbres santísimas, y darles las reglas más ajustadas de bien vivir: para que instruidos y formados según la Religión, veneren a Dios santa e inviolablemente, como leemos lo hicieron los Padres de Susana.
Y así el Sacerdote amoneste a los Padres, que se muestren a sus hijos, como Maestros de toda virtud, equidad, continencia, modestia y santidad; y que huyan principalmente de tres cosas en que de ordinario suelen tropezar. La primera, que no los hablen ni los traten con demasiada aspereza. Así lo manda el Apóstol, diciendo en la Epístola a los Colosenses: Padres, no provoquéis la indignación de vuestros hijos; para que no se hagan de ánimo apocado. Porque si en todo temen, corren peligro de que salgan acobardados y pusilánimes. Y así mándeles que huyan del rigor excesivo, y que quieran más corregir que vengarse de sus hijos.
La segunda es que si cometen alguna culpa, siendo necesario el castigo y la reprensión, que no les perdonen por demasiada condescendencia, pues muchas veces se pierden los hijos por la nimia blandura y facilidad de los Padres. Y así amenácelos con el ejemplo del Sumo Sacerdote Helí, quien fue castigado severísimamente, por haber sido muy blando con sus hijos.
La última es que en la crianza y enseñanza de los hijos no se propongan fines torcidos, que es cosa feísima. Porque muchos ni entienden ni atienden a otra cosa, que a dejarles dinero, riquezas y un patrimonio grande y opulento. Y los inclinan no a la Religión, no a la virtud, no a los estudios de las buenas letras; sino a la avaricia y amontonar hacienda. Ni cuidan de la honra ni de la salvación de sus hijos, con tal de que sean ricos y acaudalados, ¿qué se puede decir ni pensar más vil ni más indigno? De aquí es que trasladan a los hijos, no tanto sus bienes cuanto sus maldades y abominaciones, y les sirven de guía, no para el cielo sino para los tormentos eternos del Infierno. Enseñe pues el Sacerdote a los Padres estas santas máximas, y excítelos a seguir el ejemplo y la virtud de Tobías para que después que hubieren adoctrinado perfectamente a sus hijos en servicio de Dios y en santidad, cojan ellos también frutos muy abundantes de amor, de observancia y de obediencia.
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