Por el Prof. Plinio Correa de Oliveira
El motivo de estos comentarios sobre ambientes, costumbres, civilizaciones y símbolos es que, por razones no sólo convencionales, algunos colores, líneas y formas de objetos, así como ciertos olores y sonidos, tienen afinidad con determinados estados de ánimo del hombre.
Hay colores que tienen afinidad con la alegría, otros con la tristeza. Algunas formas las llamamos majestuosas, otras sencillas. Decimos que una familia es acogedora, y lo mismo puede decirse de una casa. Calificamos de encantadora la conversación de alguien, y lo mismo puede afirmarse de una canción. Podemos encontrar vulgar un perfume, y lo mismo puede decirse de la persona a la que le gusta usarlo.
El ambiente es una armonía formada, en este caso, por la afinidad de los distintos componentes reunidos en un mismo lugar. Imaginemos una habitación de proporciones agradables, decorada con colores alegres, amueblada con objetos bonitos. En ella muchas flores exhalan un aroma fragante y alguien está escuchando una música alegre. En esta habitación se respira un ambiente de alegría.
Evidentemente, cuanto más numerosas sean las afinidades en una habitación así, más expresivo será el ambiente. Y así, este ambiente, además de ser alegre, también podría ser digno, culto y templado si la dignidad, la cultura y la templanza existen en las personas y las cosas que allí se encuentran.
El ambiente será lo contrario -triste, extravagante, feo y vulgar- si los objetos que hay en él tienen estas notas.
Los hombres se crean ambientes a su imagen y semejanza, ambientes que reflejan sus costumbres y su civilización. Pero lo recíproco también es cierto: Los ambientes forman hombres, costumbres y civilizaciones a su imagen y semejanza.
En pedagogía, esto es una cuestión trivial. Pero, ¿es sólo válido para la pedagogía? ¿Quién se atrevería a negar la importancia del ambiente en la formación de los adultos? Decimos “formación” con toda propiedad porque, en esta vida, los hombres de todas las edades tienen que dedicarse a la lucha para formarse y reformarse, preparándose así para el Cielo, donde termina finalmente la marcha hacia la perfección.
Por eso, el católico puede y debe hacer que los ambientes en que vive sean eficaces para su formación moral.
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Tenemos una prueba de la importancia del ambiente para el equilibrio de la vida mental y la recta formación moral del hombre en la sabiduría, belleza y magnificencia que Dios puso en la naturaleza para que la contemplemos. En el universo no hay uno, sino miles y miles de ambientes, y todos propicios para instruir y formar al hombre. Esto es tan cierto que la Escritura apela numerosas veces a las cosas materiales para hacernos comprender y apreciar las realidades espirituales y morales.
El hombre, con su limitado poder, forma sus ambientes fabricando cosas sin vida - muebles, tapicerías, etc. - y reproduciendo figuras de la realidad - pinturas, esculturas, mosaicos, etc. Dios, por el contrario, hizo la realidad misma y, como Autor de la vida, dio distinción y riqueza al ambiente de la Creación colocando en él seres vivos: plantas, animales y, sobre todo, el hombre.
En el Evangelio tenemos pruebas del poder de expresión que esos seres inferiores -sobre todo los animales- tienen para el hombre. Así, en su hermoso sermón sobre la misión de los Apóstoles (Mt 10,16), Nuestro Señor nos presenta a la paloma y a la serpiente como modelos de dos altas virtudes: la inocencia y la prudencia.
Pero le falta algo: las cualidades que aseguran su supervivencia en la lucha contra los factores adversos. Su perspicacia es mínima, su combatividad nula, su única defensa es la huida. Por eso nos dice el Espíritu Santo: “¡Palomas imberbes, sin inteligencia!” (Os 7: 11).
Esto nos recuerda a ciertos católicos deformados por el romanticismo, para quienes la virtud consiste sólo y siempre en esconderse, en someterse al recibir golpes, en retroceder y en dejarse pisotear.
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¡Qué distinta es la serpiente: agresiva, venenosa, engañosa, astuta y ágil!
Elegante pero repugnante, lo bastante frágil para ser aplastada por un niño y lo bastante peligrosa para matar a un león con su veneno. Toda su forma y manera de moverse está adaptada para un ataque velado, traicionero y rápido como el rayo. Tan hechizante que ciertas especies hipnotizan a su víctima, pero emite y difunde un aura de terror. Así es el símbolo del mal, con toda la hechicería y toda la traición de las fuerzas de la perdición.
Sin embargo, en toda esta maldad, ¡qué prudencia! ¡Qué astucia! La prudencia es la virtud por la que uno emplea los medios necesarios para alcanzar los fines que tiene a la vista. La astucia es un aspecto y, en cierto sentido, una quintaesencia de la prudencia, que mantiene toda discreción y emplea todas las artimañas lícitas necesarias para llegar a un fin. Todo en la serpiente es astucia y prudencia, desde su mirada penetrante, su forma larga y esbelta y su terrible arma clave: un veneno que atraviesa la piel de la víctima a través de una única y pequeña perforación y circula por todo su cuerpo en unos instantes.
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Pero llega una cobra y se traga un huevo, amenazando con devorar el resto. Tan listo y capaz como el reptil, el ibis lo ataca en un punto vulnerable, haciendo inútiles todos sus recursos de agresión y defensa.
Tras ejercer presión durante algún tiempo en este punto, la serpiente entrega el huevo tragado y, debilitada, cae al suelo.
El ibis logró su objetivo honorablemente con la inocencia de la paloma, empleando un medio de lucha que conquistó a la serpiente por su astucia.
Tradition in Action
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