Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación, y que sepa cada uno de vosotros poseer su vaso en santificación y honor, no en pasiones de deseos, como los gentiles que no conocen a Dios
DEL SEXTO MANDAMIENTO DEL DECALOGO
No cometerás adulterio
Así como la unión del marido y la mujer es la más estrecha de todas, y cada uno de ellos tiene su mayor complacencia en entender, que recíprocamente le mira su consorte con especial amor; así por el contrario no hay cosa más molesta, que llegar a sentir que el debido y legítimo amor se extravíe a otra parte. Por esto, con mucha razón y orden muy concertado, después de la ley que libra de la muerte la vida del hombre, se sigue ésta, que prohíbe el adulterio; a fin de que ninguno sea osado a manchar o deshacer de algún modo, con la maldad del adulterio, aquella santa y respetable unión del matrimonio, donde suele intervenir un lazo de ferviente Caridad. Más en la explicación de este punto vaya con gran cautela e igual prudencia el Párroco, usando de palabras encubiertas en cosas que más requieren moderación, que abundancia de voces. Porque es de temer, que si quiere explicar larga y difusamente los modos con que suelen apartarse los hombres de lo que manda esta divina ley, venga a caso la plática a parar en cosas, que más sean incentivos de lascivia que remedios para apagarla.
Más como en este mandamiento se contienen muchas cosas, que no deben dejarse, las explicarán por su orden los Párrocos. De dos maneras es el sentido y la fuerza que hay en él. Una, en que con palabras expresas se veda el adulterio. Otras se incluye en este mandamiento, y es, que guardemos castidad de cuerpo y de alma.
Empezando pues la explicación por lo que se prohíbe, el adulterio es injuria del lecho legítimo, sea propio o ajeno. Porque si un casado peca con soltera, mancha su propio lecho. Y si un soltero ofende a Dios con una mujer casada, mancha con adulterio el hecho ajeno. Por esta prohibición del adulterio se vedan todas las cosas deshonestas e impuras, como lo afirman San Ambrosio y San Agustín. Y en este sentido se debe entender esas palabras, como se deja ver por las Escrituras, así del Testamento viejo, como del nuevo. Porque además del adulterio se ven castigados por Moisés otros géneros de lujuria.
En el Génesis está la sentencia de Judas contra su nuera. En el Deuteronomio hay aquella clarísima ley de Moisés, sobre que ninguna de las hijas de Israel fuese ramera. Hay también aquella exhortación de Tobías a su hijo: Guárdate, hijo mío, de toda fornicación. Asimismo dice el Eclesiástico: Avergonzaos de la vista de la mujer deshonesta. Y en el evangelio dice Cristo Señor nuestro, que del corazón salen los adulterios y fornicaciones que manchan al hombre. Más el Apóstol afea muchas veces este vicio con muchas y gravísimas palabras. Esta es, dice, la voluntad de Dios: que seáis santos, y que os apartéis de la fornicación. En otra parte, Huid de la fornicación. Y en otra: No comuniquéis con los fornicarios. Y en otro lugar: Así la fornicación, como toda inmundicia o avaricia, ni se nombre siquiera entre vosotros. Y en otro: Ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los impúdicos, ni los sodomitas poseerán el Reino de Dios.
La razón principal por la que expresamente se vedó el adulterio, es porque además de la torpeza, que tiene en común con las demás especies de incontinencia, trae consigo el pecado de injusticia, no solo contra el próximo, sino también contra la sociedad civil. Y también es cierto que el que no se abstiene de la intemperancia de otras liviandades, fácilmente caerá en la incontinencia del adulterio. Y así por esta prohibición del adulterio entendemos sin dificultad, que está prohibida toda suerte de impureza e inmundicia, con que se mancha el cuerpo. Y que aún más bien está vedada por este mandamiento toda liviandad interior del alma, lo manifiesta así el espíritu de la misma ley, que nos consta ser espiritual, como aquella doctrina de Cristo Señor nuestro: Oisteis que se dijo a los antiguos, no adulterarás; mas yo os digo: todo aquel que pusiere los ojos en mujer por codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón. Estas son las cosas que juzgamos se deben enseñar públicamente a los fieles; pero añadiendo las que decretó el santo Concilio de Trento contra los adúlteros, y contra los que mantienen mancebas y concubinas, dejados otros muchos y varios géneros de impureza y liviandad, en los cuales podrá instruir el Párroco a cada uno privadamente, según lo pida la condición del tiempo y las personas; síguese ahora explicar las cosas que se deben hacer en virtud de lo que se manda por este precepto.
Debe pues enseñar a los fieles y exhortarlos con eficacia a que se guarden con todo recato, pureza y castidad, y a que se conserven limpios de toda mancha de carne y de espíritu, perfeccionando su santificación en temor de Dios. Pero primeramente se les ha de advertir, que aunque la virtud de la castidad, donde más resplandece, sea en aquellas personas que profesan santa y religiosamente el hermosísimo y del todo divino instituto de la virginidad; sin embargo conviene también a los que viven castamente, o a los que se conservan en el matrimonio puros y limpios de toda liviandad prohibida.
Y por qué los Santos Padres dejaron escritas muchas cosas, por las que nos enseñan a tener domadas las pasiones de la carne, y a refrenar sus deleites, procure el Párroco explicarlas al pueblo con cuidado, y sea muy diligente en tratar de estas cosas. Estas son unos remedios, que parte de ellos consiste en el pensamiento, y parte en la acción.
El remedio de parte del pensamiento señaladamente está en que entendamos cuán feo y cuán pernicioso es este pecado; pues conocido esto, será mucho más fácil su abominación. Y que es maldad perniciosa se deja entender, de que por este pecado son los hombres excluidos y derrocados del Reino de Dios, que es el último de todos los males. Cierto es que esta calamidad es común de todas las maldades. Pero es propio de ésta, que de los fornicarios se dice, que pecan contra sus mismos cuerpos, según la sentencia del Apóstol, que escribe: Huid de la fornicación, porque cualquier otro pecado que el hombre hiciere, es fuera del cuerpo; más el fornicario peca contra su cuerpo. Esto se dice, porque le trata injuriosamente, profanando su santidad. Acerca de lo cual escribe así a los de Tesalónica: Esta es la voluntad de Dios vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación, y que sepa cada uno de vosotros poseer su vaso en santificación y honor, no en pasiones de deseos, como los gentiles que no conocen a Dios.
De más de esto (lo que hace más enorme la maldad), si un cristiano se entrega torpemente a una ramera, hace que sean de esa vil mujer los miembros que son de Cristo. Así dice el Apóstol. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Quitando pues los miembros de Cristo, ¿los haré de una ramera? ¡No lo permita a Dios! ¿Ignoráis por ventura, que el que se junta con la mujer perdida, se hace un cuerpo con ella? Es también el Cristiano, como el mismo Apóstol afirma, templo del Espíritu Santo, y mancharle, no es menos que arrojar de sí a este divino Espíritu.
Pero en la maldad del adulterio hay gran iniquidad. Porque como dice el Apóstol, si los que están unidos en el matrimonio, de tal manera está sujeto el uno a la potestad del otro, que ninguno tiene jurisdicción ni dominio de su cuerpo, sino que recíprocamente están aprisionados entre sí, como con un cierto lazo de servidumbre, en tal forma, que el marido debe acomodarse a la voluntad de la mujer, y ésta, a correspondencia, atenerse a la disposición y voluntad del marido; ciertamente si alguno de ellos dividiere su cuerpo, que es de dominio ajeno, y le aparta de aquel a quien está vinculado, es sobremanera injusto y traidor. Y por cuanto el temor de la infamia incita a los hombres con vehemencia a hacer lo que se les manda, y los retrae mucho de lo que se les veda, enseñará el Párroco, que el adulterio marca a los hombres con una infame nota de torpeza. Porque en las Sagradas Letras leemos así: El que es adúltero, por la miseria de su corazón perderá su alma. Torpeza e ignominia allega para sí, y nunca jamás se borrará su oprobio. Más por dónde se puede conocer fácilmente lo grande de esta maldad, es por la severidad del castigo. Porque los adúlteros en fuerza de ley establecida por el Señor en el Testamento viejo, morían apedreados.
Aún por la liviandad de uno solo ha sido alguna vez, no solo destruido el que cometió la maldad, sino una ciudad entera, como lo leemos de los Siquimitas. Muchos ejemplares de castigos de Dios, que se refieren en las Escrituras, podrá recoger el Párroco, para retraer a los hombres de la abominable liviandad: como la desolación de Sodoma y demás ciudades comarcanas, el castigo de los israelitas, que fornicaron con las hijas de Moab en el desierto, y la destrucción de los de Benjamín. Y aunque a veces escapen de la muerte, no se libran con todo eso de intolerables dolores y tormentos penosos con que muchas veces son castigados. Porque se hacen tan mentecatos (que es pena gravísima), que ni tiene en cuenta con Dios, ni cuidan de su honra, ni de su dignidad, ni de los hijos, ni aún de su misma vida. De este modo quedan tan despreciados e inútiles, que no puede fiárseles cosa de importancia, y apenas son hábiles para algún oficio. De esto nos dan ejemplos David y Salomón, de los cuales el uno, luego que adulteró, se hizo de repente tan desemejado de sí mismo, que de muy apacible, apareció tan cruel, que sacrificó a la muerte a Urías, que le había servido con suma lealtad. Y el otro habiéndose abandonado enteramente a la liviandad, de tal modo se apartó del culto del verdadero Dios, que adoró los dioses ajenos. Roba este pecado, como Oseas dice, el corazón del hombre, y muchas veces le ciega. Ahora vamos a los remedios que consisten en la acción.
El primero es huir en gran manera de la ociosidad; pues embotados con ella los vecinos de Sodoma, como dice el Profeta Ezequiel, cayeron precipitados en aquella maldad asquerosísima de la liviandad nefanda. A más de esto, se ha de evitar muchísimo la demasía en comer y beber. Los harté, dice el Profeta, y adulteraron. Porque de la repleción y hartura del vientre procede la lascivia. Así lo dio a entender el Salvador por aquellas palabras: Guardáos de que se carguen vuestros corazones de glotonería y embriaguez. Y el Apóstol: No queráis, dice, embriagaros con el vino, donde está la lujuria. Pero señaladamente los ojos suelen ser grandes incentivos de la liviandad del corazón. A esto mira aquella sentencia de Cristo Señor nuestro: Si alguno de tus ojos te escandaliza, sácatelo, y arrójale de ti. Muchas acerca de esto son las voces de los Profetas; como aquella del Santo Job: Hice concierto con mis ojos, de ni pensar mirar a una doncella. Finalmente hay muchos, y casi innumerables ejemplos de males, que se originaron de la vista. Así cayó David, así pecó el Rey de Siquen, y así se perdieron los viejos calumniadores de Susana.
El adorno excesivo que arrastra en gran manera tras de sí el sentido de los ojos, da muchas veces ocasión no pequeña de lascivia. Por eso amonesta el Eclesiástico: Aparta tu rostro de la mujer peinada. Ya que las mujeres ponen tanto cuidado en este atavío, no será de extrañar que aplique el Párroco alguna diligencia, para amonestarlas y reprenderlas con aquellas gravísimas palabras, que sobre este punto pronunció el Apóstol San Pedro: La compostura de las mujeres no sea exterior en rizos del cabello, ni aderezos de oro y preciosos vestidos. Y el Apóstol San Pablo: No en cabellos encrespados, oro, perlas ni vestidos costosos. Porque muchas adornadas de oro y pedrería, perdieron el adorno del cuerpo y del alma.
A este incentivo de liviandad, que suele provenir del demasiado aseo en el vestido, se sigue otro que es el de las pláticas torpes y obscenas. Porque la obscenidad de las palabras es como un fuego, con el cual se encienden los corazones de la juventud; pues como dice el Apóstol: Las pláticas malas, corrompen las costumbres buenas. Y como especialmente causan este efecto las canciones amorosas y afeminadas, y los bailes; por esto se han de evitar con diligencia todas estas cosas.
En esta clase entran también los libros obscenos y amatorios, los cuales se deben desechar, como las imágenes que representan alguna especie de deshonestidad. Porque tienen gran fuerza para inflamar los ánimos juveniles con el fuego de cosas indecentes. Pero ponga el Párroco particular cuidado sobre que se guarden con toda puntualidad las cosas que acerca de esto están piadosa y religiosamente decretadas por el Santo Concilio de Trento. Si se evitasen con el cuidado y diligencia debida todas las cosas que hemos mencionado, se quitaban casi todos los cebos de la liviandad.
Más para reprimir los ímpetus de la liviandad, es muy provechoso el frecuente uso de la Confesión y Eucaristía, como también la continua y devota oración, acompañada de limosnas y ayunos. Porque la castidad es don de Dios, que no se le niega a los que le piden bien, ni permite que seamos tentados sobre lo que podemos.
También se debe mortificar el cuerpo no sólo con ayunos, y especialmente aquellos que instituyó la Santa Iglesia, sino también con vigilias, con peregrinaciones devotas, y con otros géneros de aflicciones, y refrenar los apetitos y antojos de los sentidos. Porque en estos y otros semejantes ejercicios, es donde más se descubre la virtud de la templanza. Conforme a esto escribe así el Apóstol a los de Corinto: Todo aquel que lucha en la palestra, se abstiene de todas las cosas. Y aquellos hacen esto por recibir una corona corruptible, pero nosotros eterna. Y poco después: Castigo mi cuerpo, y le reduzco a servidumbre; no sea acaso que predicando a otros, me haga yo reprobado. Y en otra parte: No cuidéis de los antojos de la carne.
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