¿Pero qué hacen estos dos sacerdotes que es tan extraño? Sólo ejercen como sacerdotes, celebran la Santa Misa, administran los Sacramentos e imparten una buena educación católica a niños y adultos.
Por Cristiano Lugli
Ya estamos otra vez.
En Reggio Emilia, una vez más, la diócesis vuelve a pronunciarse contra dos sacerdotes que han fijado su residencia en las colinas de Casalgrande Alto, en una colina desde la que se domina todo el paisaje del valle del Po de la provincia.
El semanario católico de Reggio Emilia La Libertà, en su versión en línea, auténtico megáfono de la diócesis, publica la noticia e inmediatamente yerra el tiro, publicando la foto de un castillo de Casalgrande Alto e identificándolo, en el pie de foto, como la “sede de la Ciudad de la Divina Misericordia”. Lástima que ese castillo no sea en absoluto la sede de los dos sacerdotes.
Pero volviendo a los dos sacerdotes, se trata de Don Claudio Crescimanno y Don Andrea Maccabiani, que desde hace tiempo son noticia local y nacional por lo que la propia Curia considera una presencia, pero sobre todo un ministerio, ilícito y no autorizado por la jerarquía.
¿Qué hacen estos dos sacerdotes que es tan extraño?
En pocas palabras: sólo ejercen como sacerdotes, celebran la Santa Misa, administran los Sacramentos e imparten una buena educación católica a niños y adultos. Junto a ellos, en lo que fácilmente podría describirse como una humilde vivienda, se encuentran algunos animales pertenecientes a lo que es una granja gestionada por los propios sacerdotes con la ayuda de algunos laicos.
Sin estridencias. Ningún perfil llamativo o deliberadamente polémico, en las colinas de Casalgrande se respira más bien un cierto silencio y un estilo de vida muy tranquilo, tanto para los sacerdotes como para los laicos que frecuentan la pequeña comunidad que ha surgido por una razón sencilla y muy práctica: buscar lo que en las instituciones eclesiales ordinarias ahora parece faltar: la Fe Católica.
Pues bien, es sabido que, hoy en día, la categoría más detestada por la “jerarquía eclesiástica” es precisamente la que, en la sencillez de la Tradición bimilenaria de la Iglesia Católica, busca la Fe tal y como siempre se ha enseñado, a través del catecismo y la liturgia, siendo esta última una verdadera y propia teología rezada.
Dos sacerdotes cansados de las instituciones ordinarias, cansados de las estructuras sin fe y de las liturgias protestantizadas (“Señor, no soy digno de participar en Tu mesa”, corean todos aquellos que siguen celebrando y asistiendo al nuevo rito, inconscientes, o no, de adherirse ipso facto a un protestantismo velado bajo el disfraz de catolicismo) no podían pasar desapercibidos, y por ello llegaron a la encrucijada más importante de sus vidas: Quedarse con Dios y con la Iglesia, o prestar obediencia a quienes siempre ponen a Dios en segundo lugar, o incluso lo convierten en “el dios” de todas las religiones.
Sí, porque mientras que la Diócesis de Reggio Emilia en los últimos días elaboró, y luego la hizo pública -tal vez incluso con la lectura en las iglesias de la provincia durante la misa dominical- la carta que ve la imposición de la pena de interdicto para Don Claudio Crescimanno (por 'interdicto' se entiende la pena que impide no sólo la administración de todos los Sacramentos, Sacramentales, a participar en cualquier forma de culto litúrgico, sino también la imposibilidad de recibir cualquiera de las cosas enumeradas), Don Bergoglio en Yakarta, causando gran escándalo al participar en un “encuentro interreligioso” y visitar la mezquita de Istiqlal, no contendiendo, al encontrarse con los jóvenes de Schola Occurrentes pertenecientes a las más diversas 'confesiones' les impartió una 'bendición interreligiosa', en la cual, dando continuidad a su 'agenda', faltó la señal de la cruz.
“Me gustaría dar una bendición (...) Aquí pertenecéis a diferentes religiones, pero tenemos un Dios, es uno. Y en unión, en silencio, rezaremos al Señor y daré una bendición para todos, una bendición para todas las religiones”. Quizá por primera vez, un “papa” bendijo algo sin hacer la señal de la cruz.
Nihil sub sole novum, está todo visto y vuelto a ver en el seno de los predecesores de Bergoglio, que en particular desde Asís '86 en adelante han consolidado la práctica -ya que la teoría hunde sus raíces en el concilio Vaticano II y sus propios documentos- de un sincretismo que hay que cultivar y, de hecho, 'bendecir'.
En otras palabras, suplen las carencias de sus muchos hermanos y de los propios obispos, ocupados en llenarse la boca con palabras como “unidad”, “comunión eclesial” y tantas otras, sólo para socavarla continuamente con su pleno apoyo o, peor aún, con su silencio respecto a una Iglesia fundada ahora en valores -o, más bien, disvalores- que nada tienen que ver con Cristo.
Sería interesante, e incluso muy convincente, poner de relieve todas las posibles lagunas e inexactitudes presentes en el comunicado por el que se condena a Don Crescimanno, pero no es esa la intención. Por el contrario, quisiera subrayar aquí lo que personalmente considero la total imposibilidad, según la razón y la lógica, de recibir, aceptar y considerar válidas estas “penas”.
Si bien es cierto que el reconocimiento de la autoridad debe reconocer también el mando y, por lo tanto, la posible prohibición y castigo, la situación de grave crisis de la Iglesia obliga a obispos, sacerdotes y fieles aún católicos a elegir entre obedecer ciegamente a guías que, aunque con el carácter de guías, son guías ciegos, o recurrir a los medios adecuados para salvar las almas.
Dios o los hombres. La propia alma, las almas de los fieles, o la obediencia desproporcionada y sin anclaje en la Verdad a quienes ya no proponen los verdaderos medios de Salvación, ya no proponen, en definitiva, a Jesucristo y su Sacrificio extremo en la Cruz, que se repite incruento en el Altar.
La cuestión, más allá de cualquier discusión de derecho canónico, es más simple que nunca, y nos obliga, no tanto por superficialidad como por capacidad de captar las prioridades, a tomar una opción inmediata para preservar la Fe, dada la grave crisis en la que está sumida la Santa Iglesia desde hace más de medio siglo, obligándonos a invocar un estado de necesidad igualmente real para tantas almas en peligro por carecer de verdaderos pastores.
Ante estos hechos reales, ante el estrago idéntico en contenido a sus predecesores, pero de forma aún más evidente y rápida, ya no hay lugar para medias tintas, ni tiempo para cantinelas conservadoras, ahora enterradas como polvo bajo la alfombra, barridas siguiendo la suerte de quienes, estando siempre en medio, son tragados por un bando o escupidos por el otro, siguiendo las coordenadas de brújulas rotas, grupos (in)estables y timones sin timonel.
Además de los ya presentes y estructurados, tal vez sea el momento de pequeñas minorías dispuestas a levantarse y librar su propia batallita al servicio de Dios.
Tal vez sea el momento de recrear aquella relación interrumpida por aquella diabólica revolución francesa que, como enseñaba el difunto Agostino Sanfratello, había interrumpido, para siempre, aquella relación más sencilla y genuina entre el clero y el pueblo, en el campo, en las parroquias reales.
Si el obispo de Reggio Emilia, monseñor Giacomo Morandi, se perdiera en un sendero de montaña durante un paseo o una excursión, tal vez se daría cuenta de que buscando nuevos caminos podría perderse; volviendo, sin embargo, por el camino principal ya recorrido, podría encontrar de nuevo el camino correcto.
El que tenga oídos, que oiga.
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