sábado, 7 de septiembre de 2024

POR QUÉ EL CATOLICISMO Y EL LIBERALISMO SON ENEMIGOS IRRECONCILIABLES

Trágicamente, los seres humanos, en nuestro estado caído, a menudo asociamos la rebelión contra la ley, en lugar de la conformidad con la ley, como el camino hacia la libertad.

Por Matthew McCusker


Los hombres que caen en este error pueden acusar al Estado y a la Iglesia, y en última instancia a Dios mismo, de limitar su libertad, en lugar de promoverla.

Esta es la quinta parte de una serie sobre la verdadera naturaleza de la libertad humana.

La primera parte trató sobre la libertad natural del hombre, por la cual es libre de elegir cómo actuar. La segunda parte examinó la libertad moral, por la cual el hombre actúa libremente de acuerdo con su propia naturaleza. La tercera parte exploró las formas en que Dios nos ayuda para que podamos alcanzar la libertad moral. La cuarta parte explicó cómo las leyes hechas por el estado pueden ayudar al hombre a alcanzar la verdadera libertad.

El tema de esta entrega es la ideología del liberalismo y su incompatibilidad con la verdadera libertad.

La ley de la razón nos hace libres

En las anteriores entregas hemos visto que para ser verdaderamente libre, el hombre debe actuar conforme a su propia naturaleza, es decir, conforme a la razón. Y esto lo hace observando la ley natural, que está escrita en su corazón y que le es dada a conocer por los juicios de su conciencia. La ley natural es interna al hombre.

Sin embargo, los mismos principios morales son enseñados por la Iglesia Católica, a la que fueron dados a conocer por revelación divina. Esta ley divina es externa al hombre.

No hay conflicto entre estas dos leyes, porque ambas tienen su origen en Dios. Siguiéndolas y cooperando con la gracia divina, el hombre alcanza la libertad moral.

Finalmente, el hombre se ve asistido por las leyes justas del Estado en que vive. Estas leyes humanas derivan de la ley natural y regulan con mayor precisión ciertas acciones en beneficio del bien común. Fomentan la moralidad y contribuyen a asegurar la libertad humana, disuadiendo de la mala conducta mediante el castigo.

La ley natural, la ley divina y la ley humana derivan todas de la ley eterna de Dios, que dirige todo el universo hacia su fin último. Al conformarse a esta ley, el hombre actúa siempre de acuerdo con su verdadera naturaleza y alcanza así su fin último, la felicidad. El cumplimiento de la ley eterna de Dios hace al hombre más libre, no menos libre.

Trágicamente, los seres humanos, en nuestro estado caído, a menudo asociamos la rebelión contra la ley, en lugar de la conformidad con la ley, como el camino hacia la libertad. Los hombres que caen en este error pueden acusar al Estado y a la Iglesia, y en última instancia a Dios mismo, de limitar su libertad, en lugar de promoverla.

En su carta encíclica Sobre la libertad humana, el Papa León XIII lamentó este mal:
Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré, entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales [1].
Los liberales, según el Romano Pontífice, son los enemigos de la verdadera libertad.

¿Qué es el liberalismo?

El liberalismo es una ideología política, que tiene sus raíces en las falsas filosofías del racionalismo y el naturalismo.

El Papa León XIII explica que:
El principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad [2].
Y del naturalismo escribe:
Ahora, la doctrina fundamental de los naturalistas, que son suficientemente conocidas por su propio nombre, es que la naturaleza humana y la razón humana en todas las cosas deben ser maestras y guías. Dejando esto, les importan poco los deberes a Dios, o los pervierten por opiniones erróneas y vagas. Porque niegan que Dios haya enseñado algo; no permiten ningún dogma de religión o verdad que no pueda ser entendido por la inteligencia humana, ni ningún maestro que deba ser creído por su autoridad. Y como el deber especial y exclusivo de la Iglesia católica es exponer plenamente en palabras las verdades que se recibieron de manera divina, enseñar, además de otras ayudas divinas para la salvación, la autoridad de su cargo y defenderlas con perfecta pureza, es contra la Iglesia que la rabia y el ataque de los enemigos se dirigen principalmente [3].
El liberalismo es la aplicación del racionalismo y el naturalismo “en el ámbito de la moral y la política” [4].

Y las consecuencias morales y políticas de esta ideología son profundas:
Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada [5].
El liberalismo es la creencia de que la acción humana es independiente de cualquier orden objetivo externo a la persona humana. En consecuencia, no hay ninguna razón objetiva por la que el hombre no deba ser libre de pensar, creer, escribir, decir o hacer lo que él mismo juzgue correcto. Ahora bien, es evidente para todos que la consecuencia de tal posición, si se llevase al límite, sería la anarquía total. Así, el liberal generalmente sostiene que la libertad de acción del hombre está, de hecho, limitada, pero sólo cuando infringe los derechos de otro ser humano.

Por lo tanto, el enfoque liberal y el enfoque católico de la moral difieren completamente. Para el liberal, una acción es moralmente incorrecta porque infringe los derechos de otra persona. Para el católico, una acción es moralmente incorrecta porque es contraria al orden de la razón, que ha sido ordenado por Dios.

El liberal considera al hombre como la medida de todas las cosas. La acción humana sólo puede estar limitada por los derechos de otro hombre. El católico considera a Dios y su razón eterna como la medida de todas las cosas. La acción humana debe conformarse al orden de la razón divina.

El liberalismo y el catolicismo son irreconciliables

La ideología transgénero es un buen ejemplo de adónde nos ha llevado el liberalismo. Los defensores de esta ideología se consideran emancipados de cualquier “sumisión” a “la razón eterna”. Aunque la masculinidad o feminidad de una persona está codificada en cada célula del cuerpo y es claramente reconocible para todos, no obstante proclaman su “independencia” y se consideran “el principio supremo, la fuente y el juez de la verdad”. Sólo por este medio llegamos al absurdo de poder proclamar que un hombre es una mujer y que una mujer es un hombre.

De este liberalismo intelectual y moral se desprenden también consecuencias políticas. Una vez que el liberal ha afirmado el principio de que las personas tienen “derecho” a su propia “identidad de género”, se deduce lógicamente que argumentará que nadie está justificado en violar el ejercicio de ese derecho. De hecho, quienes intenten hacerlo estarán violando el principio moral fundamental del liberalismo y deben ser considerados inmorales.

Como el liberal no acepta que exista un orden racional externo al cual los seres humanos deban ajustarse, los argumentos de sus oponentes –que necesariamente se basan en argumentos racionales– deben ser identificados como “opresivos” o “intolerantes”.

La ideología del transgenerismo es un claro ejemplo del absurdo al que nos ha llevado el liberalismo. Pero muchas otras conclusiones del liberalismo han sido aceptadas en general en nuestra sociedad, incluso –por desgracia– por personas buenas y sinceras que desean ser fieles católicos.

Sin embargo, sin lugar a dudas, el liberalismo es una de las principales causas de los males que afligen al mundo moderno. Su derrota es necesaria para la restauración de la civilización cristiana y la consecución de la verdadera libertad, y para derrotarlo primero hay que comprenderlo.

El liberalismo surgió por primera vez tras la Reforma protestante, cuando se introdujo el principio del juicio privado en los asuntos religiosos. Si bien en teoría los protestantes reconocían la existencia de una revelación divina y una ley divina a las que el hombre debía ajustarse, en la práctica el principio de la sola scriptura obligaba al protestante intelectualmente comprometido a formar su propia comprensión del significado de las escrituras y a afirmar su independencia de cualquier autoridad humana que intentara obligarlo a aceptar un conjunto particular de doctrinas.

Además, la división causada por la fractura de la cristiandad y las persecuciones y guerras asociadas con ella llevaron a muchos hombres a abogar por la tolerancia del juicio individual en cuestiones religiosas. Pero la tolerancia como práctica, con el fin de asegurar la paz social, pronto se convirtió en la afirmación de un derecho fundamental a creer lo que uno quisiera en cuestiones religiosas.

El origen del liberalismo radica en la afirmación de la independencia del hombre respecto de las reivindicaciones de cualquier autoridad religiosa externa.

Liberalismo religioso

Los efectos de los principios liberales, cuando se aplican a la religión, fueron enunciados muy claramente por Juan Henry Newman en un discurso pronunciado con ocasión de su ascenso al Colegio Cardenalicio en Roma en 1878. Aprovechó la oportunidad para advertir sobre el creciente peligro del “liberalismo en la religión”. Dijo:
Durante treinta, cuarenta, cincuenta años he resistido con todas mis fuerzas el espíritu del liberalismo en la religión. Nunca la Santa Iglesia ha necesitado tantos defensores contra él como ahora, cuando, ¡ay!, es un error que se extiende como una trampa por toda la tierra; y en esta gran ocasión, cuando es natural que alguien que está en mi lugar mire al mundo, a la Santa Iglesia como parte de él, y a su futuro, no se considerará fuera de lugar, espero, que renueve la protesta contra él que he hecho tantas veces [6].
Luego describió la naturaleza de este liberalismo con más profundidad:
El liberalismo en la religión es la doctrina de que no hay una verdad positiva en la religión, sino que un credo es tan bueno como cualquier otro, y ésta es la enseñanza que está ganando fuerza y ​​consistencia día a día. Es incompatible con cualquier reconocimiento de cualquier religión como verdadera. Enseña que todas deben ser toleradas, porque todas son cuestiones de opinión. La religión revelada no es una verdad, sino un sentimiento y un gusto; no es un hecho objetivo, no es milagrosa; y cada individuo tiene derecho a hacerla decir exactamente lo que le apetezca. La devoción no se basa necesariamente en la fe [7].
El liberal considera que su intelecto es independiente de la autoridad externa. Por lo tanto, se considera a sí mismo –y a su prójimo– libre de elegir y practicar la religión que desee. Esto contrasta marcadamente con el enfoque del católico –o de cualquier otro buscador genuino de la verdad religiosa– que quiere saber qué religión ha sido verdaderamente revelada por Dios, para poder conformar su intelecto a su doctrina.

La adopción de principios religiosos liberales tiene consecuencias prácticas muy reales. Newman continúa:
Los hombres pueden ir a las iglesias protestantes y a la católica, pueden obtener beneficios de ambas y no pertenecer a ninguna de ellas. Pueden fraternizar juntos en pensamientos y sentimientos espirituales, sin tener ninguna opinión doctrinal en común, ni ver la necesidad de tenerlas. Puesto que la religión es una peculiaridad tan personal y una posesión tan privada, necesariamente debemos ignorarla en las relaciones entre los hombres. Si un hombre se pone una nueva religión cada mañana, ¿qué te importa? Es tan impertinente pensar en la religión de un hombre como en sus fuentes de ingresos o en su gestión. La religión no es en ningún sentido el vínculo de la sociedad [8].
La consecuencia del liberalismo religioso es el secularismo. Como bien dice Newman, cuando el liberalismo es dominante, “la religión no es en ningún sentido el vínculo de la sociedad”. La religión deja de ser una regla pública de vida que une a los miembros de una sociedad entre sí y con Dios. En cambio, la religión se convierte en un asunto meramente privado y Dios queda excluido de la vida del Estado. Las leyes del Estado se considerarán a partir de ahora liberadas de cualquier conformidad necesaria con las leyes de Dios.

De este modo, el liberalismo religioso conduce al liberalismo político.

Liberalismo político

El liberalismo, como hemos visto anteriormente, niega “la existencia de cualquier autoridad divina a la que se deba obedecer” [9].

Si no existe una autoridad divina a la que el hombre deba someterse, ya no existe ninguna regla divinamente ordenada por la que deban gobernarse los Estados. Y como advirtió el Papa León XIII:
Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre si superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber [10].
En el liberalismo, el gobierno se centra en seguir los deseos del pueblo –a menudo, de las personas más ricas, más influyentes o más despiadadas– en lugar de seguir el curso de acción que sea más objetivamente beneficioso para el pueblo. Esto es, como dice León XIII, una “contradicción con la razón” [11] porque lo que es razonable en una situación dada no está determinado por lo que piensa la mayoría, o los ricos, o los poderosos, sino por si se ajusta al orden de la razón establecido por Dios.

Un buen gobierno hace lo correcto, incluso si va en contra de los deseos de la mayoría de la población.

El Papa León XIII continúa describiendo las consecuencias de la ruptura de los vínculos que mantienen a los hombres en unión entre sí y con Dios.

Él enseña:
Porque es totalmente contraria a la naturaleza la pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre o el Estado y Dios, creador y, por tanto, legislador supremo y universal. Y no sólo es contraria esa tendencia a la naturaleza humana, sino también a toda la naturaleza creada. Porque todas las cosas creadas tienen que estar forzosamente vinculadas con algún lazo a la causa que las hizo. Es necesario a todas las naturalezas y pertenece a la perfección propia de cada una de ellas mantenerse en el lugar y en el grado que les asigna el orden natural; esto es, que el ser inferior se someta y obedezca al ser que le es superior [12].
Los seres humanos somos por naturaleza criaturas de Dios, y sólo estando unidos a Él podemos alcanzar la perfección propia de nuestra naturaleza. El liberalismo rompe este vínculo al plantear que los hombres, tanto individual como colectivamente, no necesitan conformarse al orden establecido por Dios.

El Sumo Pontífice enseña que “una doctrina de tal carácter es en extremo perniciosa tanto para los particulares como para los Estados” [13]. Pues, continúa:
Si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones [14].
La naturaleza humana caída, libre de cualquier regla externa, no podrá resistir las tentaciones del pecado, y lo que es verdad para los individuos también será verdad cuando nos unamos como colectivo:
En cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía [15].
Al no reconocerse la obligación de obedecer a Dios,
sobre el hombre y sobre el Estado, arrastra consigo como consecuencia inevitable la ausencia de toda religión en el Estado, y consiguientemente el abandono más absoluto en todo la referente a la vida religiosa [16].

La ausencia de la religión como vínculo que une a la sociedad con Dios y sirve de fundamento a las leyes humanas, garantizará que “la anarquía y en la revolución, y suprimidos los frenos del deber y de la conciencia, no queda más que la fuerza; la fuerza, que es radicalmente incapaz para dominar por sí solas las pasiones desatadas de las multitudes” [17].

Así León XIII advirtió que el liberalismo conduciría a la revolución:
Tenemos pruebas convincentes de todas estas consecuencias en la diaria lucha contra los socialistas y revolucionarios, que desde hace ya mucho tiempo se esfuerzan por sacudir los mismos cimientos del Estado. Analicen, pues, y determinen los rectos enjuiciadores de la realidad si esta doctrina es provechosa para la verdadera libertad digna del hombre o si es más bien una teoría corruptora y destructora de esta libertad [18].
Estas afirmaciones de León XIII no deben considerarse incompatibles con la doctrina de que el hombre posee una regla interna de razón –la ley natural– que guía sus juicios morales.

De hecho, León XIII era muy consciente de que algunos liberales pensaban que el orden natural de la razón resultaría suficiente para garantizar la felicidad humana. Escribió:
Es cierto que no todos los defensores del liberalismo están de acuerdo con estas opiniones, terribles por su misma monstruosidad, contrarias abiertamente a la verdad y causa, como hemos visto, de los mayores males. Obligados por la fuerza de la verdad, muchos liberales reconocen sin rubor e incluso afirman espontáneamente que la libertad, cuando es ejercida sin reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia, es una libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por lo tanto, la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y consiguientemente debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Piensan que esto basta y niegan que el hombre libre deba someterse a las leyes que Dios quiera imponerle por un camino distinto al de la razón natural [19].
De los artículos anteriores de esta serie debería quedar claro por qué la ley natural en sí misma no es suficiente en la práctica para que el hombre alcance la libertad moral. En los artículos sobre la ley divina y la ley humana expliqué que el hombre en su estado caído necesita el apoyo de una regla externa si actúa consistentemente de acuerdo con la razón correcta. También expliqué que la ley natural solo nos dirige hacia la felicidad natural. Pero el objetivo último del hombre es la felicidad sobrenatural, y esta solo puede alcanzarse obedeciendo a la ley divina. Finalmente, es imposible para el hombre caído evitar constantemente el pecado sin la ayuda de la gracia divina.

La necesidad del hombre de apoyo externo y de ayuda divina no es la única razón por la que la posición liberal descrita anteriormente es insostenible. Porque una vez que el hombre acepta que Dios existe y que ha escrito una ley en nuestra naturaleza, resulta incoherente rechazar la ley de Dios que Él da a conocer por revelación.

León XIII enseña:
Porque si, como ellos admiten y nadie puede razonablemente negar, hay que obedecer a la voluntad de Dios legislador, por la total dependencia del hombre respecto de Dios y por la tendencia del hombre hacia Dios, la consecuencia es que nadie puede poner límites o condiciones a este poder legislativo de Dios sin quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida a Dios [20].
El liberal que acepta la existencia de Dios y de la ley natural está obligado a aceptar, como todos los hombres están obligados a aceptar, la ley divina que Dios ha revelado a la Iglesia católica y que ella enseña a las naciones:
Si la razón del hombre llegara a arrogarse el poder de establecer por sí misma la naturaleza y la extensión de los derechos de Dios y de sus propias obligaciones, el respeto a las leyes divinas sería una apariencia, no una realidad, y el juicio del hombre valdría más que la autoridad y la providencia del mismo Dios. Es necesario, por lo tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su infinita sabiduría, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales claras e indubitables [21].
Admitir la ley natural y, sin embargo, rechazar la ley divina enseñada por la Iglesia es “claramente inconsistente”:
Y tanto más cuanto que estas leyes tienen el mismo origen y el mismo autor que la ley eterna, son absolutamente conformes a la recta razón y perfeccionan la ley natural. Estas leyes son las que encarnan el gobierno de Dios, que dirige y dirige benignamente el entendimiento y la voluntad del hombre para que no caigan en error [22].
El hombre se guía por su razón natural, por la voz de su conciencia que juzga según la ley natural escrita en su corazón, pero, debido a los efectos de la caída, el hombre no puede repudiar la regla externa –ley divina y humana– sin caer en el error y en el pecado.

Un hombre puede conservar una percepción del orden moral en ciertas áreas de la vida, pero actuar de manera desenfrenada en otras. Un hombre puede ser bondadoso con su familia, mientras explota a su fuerza de trabajo; puede oponerse al asesinato, mientras vive de manera impúdica. Como seres humanos caídos, necesitamos apoyo externo para vivir de manera moralmente correcta; no podremos hacerlo solo con nuestros poderes naturales.

Hay, sin embargo, otro tipo de liberal, que acepta tanto la ley natural como la obligación del hombre de obedecer la ley divina revelada, pero que ve esto como un asunto personal entre el hombre y Dios, que no debería involucrar al Estado.

Trágicamente, este error se ha vuelto muy común, incluso entre aquellos que sinceramente desean ser fieles a la Iglesia Católica.

Por eso, en la próxima entrega nos ocuparemos con más detalle de lo que el Papa León XIII llamó
la perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado [23].


Referencias:

1) Papa León XIII, Libertas, nº 11.
2
) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
3) Papa León XIII, Humanum Genus, No. 12.
4) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
5) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
6) John Henry Newman, “Discurso de Biglietto”, 12 de mayo de 1878. Fuente: https://www.newmanreader.org/works/addresses/file2.html.
7) Ibidem.
8) Ibidem.
9) Ibidem.
10) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
11) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
12) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
13) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
14) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
15) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
16) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
17) Papa León XIII, Libertas, nº. 12.
18) Papa León XIII, Libertas, nº 12.
19) Papa León XIII, Libertas, nº 13 .
20) Papa León XIII, Libertas, nº 13.
21) Papa León XIII, Libertas, nº 13.
22) Papa León XIII, Libertas, nº 13.
23) Papa León XIII, Libertas, nº 14.

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