1939 -20 de octubre - 2020
La encíclica, escrita con motivo del primer año de su pontificado y del cuadragésimo aniversario de la consagración de la humanidad al Sagrado Corazón de Jesús por León XIII, denuncia aún más el vacío espiritual y la indigencia interior en la vida espiritual y social de la época actual. Recuerda las consecuencias de la crisis de fe y la propagación de ideologías anticristianas e insta a los fieles a resistir y enfrentar la persecución. Esboza el diseño de una verdadera hermandad universal, que sólo puede fundamentarse en la realeza del Christus universorum Rex.
La Verdad es atemporal y nos llega en situaciones tan pobres con enseñanzas perennes que sin embargo, de vez en cuando, podemos desenterrar - y compartir - de la vena dorada inagotable de los tesoros de la Tradición de 2.000 años que nos ha sido entregada y que apreciamos con amor y fidelidad.
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[...] Pero si el olvido de la ley, venerables hermanos, que manda amar a todos los hombres y que, apagando los odios y disminuyendo desavenencias, es lo único que puede consolidar la paz, es fuente de tantos y tan gravísimos males para la pacífica convivencia de los pueblos, sin embargo, no menos nocivo para el bienestar de las naciones y de toda la sociedad humana es el error de aquellos que con intento temerario pretenden separar el poder político de toda relación con Dios, del cual dependen, como de causa primera y de supremo señor, tanto los individuos como las sociedades humanas; tanto más cuanto que desligan el poder político de todas aquellas normas superiores que brotan de Dios como fuente primaria y atribuyen a ese mismo poder una facultad ilimitada de acción entregándola exclusivamente al lábil y fluctuante capricho o a las meras exigencias configuradas por las circunstancias históricas y por el logro de ciertos bienes particulares.
Despreciada de esta manera la autoridad de Dios y el imperio de su ley, se sigue forzosamente la usurpación por el poder político de aquella absoluta autonomía que es propia exclusivamente del supremo Hacedor, y la elevación del Estado o de la comunidad social, puesta en el lugar del mismo Creador, como fin supremo de la vida humana y como norma suprema del orden jurídico y moral; prohibiendo así toda apelación a los principios de la razón natural y de la conciencia cristiana.
No ignoramos, es verdad, que los principios erróneos de esta concepción no siempre ejercen absolutamente su influjo en la vida moral; cosa que sucede principalmente cuando la tradición de una vida cristiana, de la que se han nutrido durante siglos los pueblos, ha echado, aunque no se advierta, hondas raíces en las almas. A pesar de lo cual, hay que advertir con insistente diligencia la esencial insuficiencia y fragilidad de toda norma de vida social que se apoye sobre un fundamento exclusivamente humano, se inspire en motivos meramente terrenos y haga consistir toda su fuerza eficaz en la sanción de una autoridad puramente externa.
Donde se rechaza la dependencia del derecho humano respecto del derecho divino, donde no se apela más que a una apariencia incierta y ficticia de autoridad terrena y se reivindica una autonomía jurídica regida únicamente por razones utilitarias, no por una recta moral, allí el mismo derecho humano pierde necesariamente, en el agitado quehacer de la vida diaria, su fuerza interior sobre los espíritus; fuerza sin la cual el derecho no puede exigir de los ciudadanos el reconocimiento debido ni los sacrificios necesarios.
No ignoramos, es verdad, que los principios erróneos de esta concepción no siempre ejercen absolutamente su influjo en la vida moral; cosa que sucede principalmente cuando la tradición de una vida cristiana, de la que se han nutrido durante siglos los pueblos, ha echado, aunque no se advierta, hondas raíces en las almas. A pesar de lo cual, hay que advertir con insistente diligencia la esencial insuficiencia y fragilidad de toda norma de vida social que se apoye sobre un fundamento exclusivamente humano, se inspire en motivos meramente terrenos y haga consistir toda su fuerza eficaz en la sanción de una autoridad puramente externa.
Donde se rechaza la dependencia del derecho humano respecto del derecho divino, donde no se apela más que a una apariencia incierta y ficticia de autoridad terrena y se reivindica una autonomía jurídica regida únicamente por razones utilitarias, no por una recta moral, allí el mismo derecho humano pierde necesariamente, en el agitado quehacer de la vida diaria, su fuerza interior sobre los espíritus; fuerza sin la cual el derecho no puede exigir de los ciudadanos el reconocimiento debido ni los sacrificios necesarios.
Bien es verdad que a veces el poder público, aunque apoyado sobre fundamentos tan débiles y vacilantes, puede conseguir por casualidad y por la fuerza de las circunstancias, ciertos éxitos materiales que provocan la admiración de los observadores superficiales; pero llega necesariamente el momento en que aparece triunfante aquella ineluctable ley que tira por tierra todo cuanto se ha construido velada o manifiestamente sobre una razón totalmente desproporcionada, esto es, cuando la grandeza del éxito externo alcanzado no responde en su vigor interior a las normas de una sana moral. Desproporción que aparece por fuerza siempre que la autoridad política desconoce o niega el dominio del Legislador supremo, que, al dar a los gobernantes el poder, les ha señalado también los límites de este mismo poder.
Porque el poder político, como sabiamente enseña en la encíclica Immortale Dei nuestro predecesor León XIII, de piadosa memoria, ha sido establecido por el supremo Creador para regular la vida pública según las prescripciones de aquel orden inmutable que se apoya y es regido por principios universales; para facilitar a la persona humana, en esta vida presente, la consecución de la perfección física, intelectual y moral, y para ayudar a los ciudadanos a conseguir el fin sobrenatural, que constituye su destino supremo.
El Estado, por tanto, tiene esta noble misión: reconocer, regular y promover en la vida nacional las actividades y las iniciativas privadas de los individuos; dirigir convenientemente estas actividades al bien común, el cual no puede quedar determinado por el capricho de nadie ni por la exclusiva prosperidad temporal de la sociedad civil, sino que debe ser definido de acuerdo con la perfección natural del hombre, a la cual está destinado el Estado por el Creador como medio y como garantía.
El que considera el Estado como fin al que hay que dirigirlo todo y al que hay que subordinarlo todo, no puede dejar de dañar y de impedir la auténtica y estable prosperidad de las naciones. Esto sucede lo mismo en el supuesto de que esta soberanía ilimitada se atribuya al Estado como mandatario de la nación, del pueblo o de una clase social, que en el supuesto de que el Estado se apropie por sí mismo esa soberanía, como dueño absoluto y totalmente independiente.
Porque, si el Estado se atribuye y apropia las iniciativas privadas, estas iniciativas —que se rigen por múltiples normas peculiares y propias, que garantizan la segura consecución del fin que les es propio— pueden recibir daño, con detrimento del mismo bien público, por quedar arrancadas de su recta ordenación natural, que es la actividad privada responsable.
De esta concepción teórica y práctica puede surgir un peligro: considerar la familia, fuente primera y necesaria de la sociedad humana, y su bienestar y crecimiento, como institución destinada exclusivamente al dominio político de la nación, y se corre también el peligro de olvidar que el hombre y la familia son, por su propia naturaleza, anteriores al Estado, y que el Criador dio al hombre y a la familia peculiares derechos y facultades y les señaló una misión, que responde a inequívocas exigencias naturales.
Según esta concepción política, la educación de las nuevas generaciones no pretende un desarrollo equilibrado y armónico de las fuerzas físicas, intelectuales y morales, sino la formación unilateral y el fomento excesivo de aquella virtud cívica que se considera necesaria para el logro del éxito político, por lo cual son menos cultivadas las virtudes de la nobleza, de la humanidad y del respeto, como si éstas deprimiesen la gallarda fortaleza de los temperamentos jóvenes.
Por todo lo cual, se alzan ante nuestra vista los tremendos peligros que tememos puedan venir sobre la actual y las futuras generaciones, de la disminución y de la progresiva abolición de los derechos de la familia. Juzgamos, por tanto, obligación nuestra, impuesta por la conciencia del deber exigido por nuestro grave ministerio apostólico, defender religiosa y abiertamente estos derechos de la familia; porque nadie, sin duda, padece tan amargamente como la familia las angustias de nuestro tiempo, tanto materiales como espirituales, y los múltiples errores con sus dolorosas consecuencias. Hasta tal punto es esto así, que el paso diario de las desgracias y la indigencia creciente por todas partes, tan luctuosa que tal vez ningún siglo anterior la experimentó mayor, y cuya razón o necesidad verdadera son consecuencia imposibles de discernir, resultan hoy intolerables sin una firmeza y una grandeza de alma capaz de despertar la admiración universal. Los que, por el ministerio pastoral que desempeñan, ven los repliegues íntimos de la conciencia y pueden conocer las lágrimas ocultas de las madres, el callado dolor de los padres y las innumerables amarguras —de las que ninguna estadística pública habla ni puede hablar—, ven con mirada hondamente preocupada el crecimiento cada día mayor de este cúmulo de sufrimientos, y saben muy bien que las tenebrosas fuerzas de la impiedad, cuya única finalidad es, abusando de la dura situación, la revolución y el trastorno social, están al acecho buscando la oportunidad que les permita realizar sus impíos propósitos.
¿Qué hombre sensato, prudente, en esta grave situación, negará al Estado unos derechos más amplios que los ordinarios, que respondan a la situación y con los que se pueda atender a las necesidades del pueblo? Sin embargo, el orden moral establecido por Dios exige que se determine con todo cuidado, según la norma del bien común, la licitud o ilicitud de las medidas que aconsejen los tiempos como también la verdadera necesidad de estas medidas.
De todos modos, cuanto más gravosos son los sacrificios materiales exigidos por el Estado a los ciudadanos y a la familia tanto más sagrados e inviolables deben ser para el Estado los derechos de las conciencias. El Estado puede exigir los bienes y la sangre pero nunca el alma redimida por Dios. Por esta razón, la misión que Dios ha encomendado a los padres de proveer al bien temporal y al bien eterno de la prole y de procurar a los hijos una adecuada formación religiosa, nadie puede arrebatarla a los padres sin una grave lesión del derecho. Esta adecuada formación debe, sin duda, tener también como finalidad preparar la juventud para la aceptación de aquellos deberes de noble patriotismo, con cuyo cumplimiento inteligente, voluntario y alegre s e demuestre prácticamente el amor a la tierra patria. Pero, por otra parte, una educación de la juventud que se despreocupe, con olvido voluntario, de orientar la mirada de la juventud también a la patria sobrenatural, será totalmente injusta tanto contra la propia juventud como contra los deberes y los derechos totalmente inalienables de la familia cristiana; y, consiguientemente, por haberse incurrido en una extralimitación, el mismo bien del pueblo y del Estado exige que se pongan los remedios necesarios. Una educación semejante podrá, tal vez, parecer a los gobernantes responsables de ella una fuente de aumento de fuerza y de vigor; pero las tristes consecuencias que de aquélla se deriven demostrarán su radical falacia. El crimen de lesa majestad contra el Rey de los reyes y Señor de los que dominan (1Tim 6,15; Ap 19,16) cometido con una educación de los niños indiferente y contraria al espíritu y a sentimiento cristianos, al estorbar e impedir el precepto de Jesucristo: Dejad que los niños vengan a mí (Mc 10,14), producirá, sin duda alguna, frutos amarguísimos. Por el contrario, el Estado que libera estas preocupaciones a las madres y a los padres cristianos, entristecidos por esta clase de peligros, y mantiene enteros los derechos de la familia, fomenta la paz interna del Estado y asienta el fundamento firme sobre el cual podrá levantarse la futura prosperidad de la patria. Las almas de los hijos que Dios entregó a los padres, purificadas con el bautismo y señaladas con el sello real de Jesucristo, son como un tesoro sagrado, sobre el que vigila con amor solícito el mismo Dios. El divino Redentor, que dijo a los apóstoles: Dejad que los niños vengan a mí, no obstante su misericordiosa bondad, ha amenazado con terribles castigos a los que escandalizan a los niños, objeto predilecto de su corazón. Y ¿qué escándalo puede haber más dañoso, qué escándalo puede haber más criminal y duradero que una educación moral de la juventud dirigida equivocadamente hacia una meta que, totalmente alejada de Cristo, camino, verdad y vida, conduce a una apostasía oculta o manifiesta del divino Redentor? Este divino Redentor que se le roba criminalmente a las nuevas generaciones presentes y futuras es el mismo que ha recibido de su Eterno Padre todo poder y tiene en sus manos el destino de los Estados, de los pueblos y de las naciones. El cese o la prolongación de la vida de los Estados, el crecimiento y la grandeza de los pueblos, todo depende exclusivamente de Cristo. De todo cuanto existe en la tierra, sólo el alma es inmortal. Por eso, un sistema educativo que no respete el recinto sagrado de la familia cristiana, protegido por la ley de Dios; que tire por tierra sus bases y cierre a la juventud el camino hacia Cristo, para impedirle beber el agua en las fuentes del Salvador (cf Is 12,3), y que, finalmente, proclame la apostasía de Cristo y de la Iglesia como señal de fidelidad a la nación o a una clase determinada, este sistema, sin duda alguna al obrar así, pronunciará contra sí mismo la sentencia de condenación y experimentará a su tiempo la ineluctable verdad del aviso del profeta: Los que se apartan de ti serán escritos en la tierra (Jer 17,13) .
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