Llama la atención la lenidad del episcopado, salvo alguna honrosa excepción, que debió y debe protestar sin vacilaciones contra el atentado que se está perpetrando; para numerosos fieles se trata simplemente de complicidad con la destrucción de lo que resta de la España católica.
Por Monseñor Héctor Aguer
El cristiano es un hombre de memoria. Esta supone, obviamente, la actividad de esa potencia del alma por medio de la cual retenemos y recordamos el pasado, pero en cuanto cristiana hunde sus raíces en el Antiguo Testamento. En ese documento de la Revelación divina, es recurrente el verbo zakar, recordar, y otros términos de la raíz zkr; el sujeto es tanto Dios como su pueblo, Israel. Está connotada siempre la relación de alianza -berît- y frecuentemente se suceden el recuerdo y el olvido.
Dios se acordó de Noé y de quienes estaban con él en el arca, hizo soplar un viento y bajaron las aguas del diluvio. Esa primera alianza quedó representada en el arco iris; cuando lo vea, Dios se acordará de su promesa de no volver a inundar la tierra: «Me acordaré de mi alianza con ustedes» (Gén 9, 15). Se acordó de Abraham y libró a su sobrino Lot de la destrucción de Sodoma (Gén 19, 29); también de la esterilidad de Raquel, esposa de Jacob, y le dio un hijo (Gén 30, 22).
Durante la esclavitud de Israel en Egipto, Dios «se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob» (Éx 2, 24); este es el respaldo cierto con el que cuenta el pueblo elegido en su historia: «Yo me acordaré de mi alianza con Jacob, Isaac y Abraham» (Lev 26, 42). También el hombre debe acordarse de Dios. La súplica del creyente ha de ser como la de Sansón: «Señor, acuérdate de mí y devuélveme la fuerza por esta sola vez» (Jc 16, 28). «Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos» (Sal 24, 6) es una certeza que inspira la alabanza y la acción de gracias «al que en nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterno su amor» (Sal 135, 23). Se aspira a que esa memoria que caracteriza a la fe de Israel, se extienda al mundo entero. «Todos los confines de la tierra se acordarán y volverán al Señor» (Sal 21, 28). Los profetas han sostenido esa memoria. Refiriéndose a los cautivos en Babilonia, dice Jeremías: «¡Acuérdate del Señor desde lejos y piensa en Jerusalén!» (Jer 51, 50); y Ezequiel apuntando la expectación divina respecto del «resto» de Israel: «Los sobrevivientes se acordarán de mí en medio de las naciones donde hayan sido deportados» (Ez 6, 9). El judío ha de ser un hombre de memoria; debe recordar sus pasadas rebeldías: «Acuérdate de esto, no lo olvides» (Dt 9, 7), y concretar su recuerdo de Dios en el culto: «Acuérdate del día sábado para santificarlo» (Éx 20, 8).
La memoria cristiana se concentra en Jesucristo y en su enseñanza, por la gracia del Espíritu Santo, tal como lo anunció el mismo Jesús en la Última Cena con sus discípulos: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará -hypomnēsei - lo que yo les he dicho» (Jn 14, 26). La exhortación a conservar la memoria está expresada plenamente en las palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo: «Acuérdate -mnemóneue- de Jesucristo resucitado de entre los muertos, de la estirpe de David»; esa es la síntesis de la predicación evangélica (2 Tim 2, 8).
El hombre cristiano, el Adam recreado en Cristo, vive de Él, presente en la memoria eclesial; esa memoria no es un simple recuerdo, sino realidad viva. Los hechos de la vida de Cristo, especialmente su pasión, muerte, descenso al lugar de los muertos, resurrección y ascensión, mediante los cuales obró la salvación del hombre y la recreación del mundo, y que fueron visibles para sus contemporáneos y recogidos con amor por sus discípulos, se actualizan en el culto sacramental de la Iglesia, principalmente en la Santísima Eucaristía. Lo expresó San León Magno en una fórmula admirable: Quod Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit.
Todos los pueblos tienen una memoria histórica, concretada en la relación de acontecimientos principales que se recogen y escriben para ilustrarla. No es infrecuente la necesidad de revisarla con objetividad científica, sobre todo cuando con el tiempo se hace evidente que ha sido impuesta oficialmente con designios ideológicos, o intereses políticos que la han tergiversado. La mala memoria cuenta muchas veces con la indiferencia o complicidad de multitudes, que han sido modeladas por la propaganda o por itinerarios educativos duraderos, que los han convencido de la verdad de esos relatos.
La Iglesia puede ser afectada por tales procesos; se comprende, porque ella se encarna en la vida de los pueblos. Me limito a un solo ejemplo, que se ubica en relación con el objeto principal de esta nota. El 7 de Octubre de 1571 se libró en el mar Jónico la batalla de Lepanto, que enfrentó a las naciones cristianas con el Imperio Otomano, dispuesto a conquistar Europa; la Santa Liga -España, Venecia y los Estados Pontificios- comandada por Don Juan de Austria, logró la victoria que salvó a la civilización cristiana. La dimensión teológica de ese combate estuvo claramente expresada en el empeño del Papa San Pío V, que exhortó a invocar la protección de la Madre del Señor mediante el rezo del rosario; de allí que el 7 de Octubre entró en la liturgia católica para honrar a Nuestra Señora del Rosario, o de la Victoria. Gracias a ese acontecimiento providencial, se conservó en Europa la fe que España pudo llevar al Nuevo Mundo.
En la actualidad, esta gesta es amenazada por la mala memoria que procede de un pacifismo estólido y de una especie de «buenismo» derrotista, cuando nuevamente el Islam se ha hecho presente con fuerza en Occidente, para ocupar el lugar que deja vacante la decadencia de la Iglesia, y la apostasía de las naciones que fueron cristianas. De paso, simplemente, apunto un hecho biológico incontrovertible: los europeos no tienen hijos, y esas poblaciones envejecen aceleradamente; no es difícil advertir quiénes van ocupando ese lugar; ¿cuánto falta, si no se verifica una reacción consciente y sostenida, para que España se convierta en un país islámico? Se comprueba ahora el efecto fatal del rechazo de la profética encíclica de Pablo VI, Humanae vitae, que no fue asumida por la Iglesia; generaciones de católicos fueron extraviadas por todo tipo de publicaciones y por el goteo constante del error a través de la predicación y el confesionario. ¿Cómo se puede ahora reparar semejante daño?
Me parece importante esta advertencia: el recuerdo elogioso de la batalla de Lepanto no quiere contradecir, de ninguna manera, la necesidad del diálogo interreligioso con el Islam, que ha de basarse en la sinceridad, la objetividad histórica y la buena voluntad. Quizá valga la pena reflexionar sobre este hecho: San Francisco de Asís, movido por su fe ardiente y su confianza sobrenatural, fue en el siglo XIII un precursor del diálogo; su propósito era llegar hasta el Sultán y procurar su conversión. Pudo establecer el contacto, pero al comprobar que la conversión era imposible, abandonó el proyecto. Además son bien conocidas las relaciones culturales y las discusiones filosóficas entabladas en la Edad Media entre católicos y musulmanes, de lo cual se conservan en España frutos preciosos. Esos resultados fueron posibles porque se vivía la fe con fervor, y porque la ortodoxia, que brillaba en la Iglesia, era el soporte de una cristiandad. En la actualidad, los antecedentes son muy otros: la crisis profunda de la Iglesia, y la renuncia -contra clarísimos pronunciamientos del Concilio Vaticano II- a una orientación cristiana de la vida social.
El actual gobierno socialista - comunista de España está empeñado en profundizar a fondo la secularización de la sociedad, que desde hace tiempo se viene impulsando con un carácter decididamente anticatólico. La mala memoria se apoya ahora en una Ley de Memoria Histórica hemipléjica, que calla por sistema las persecuciones que ha padecido la Iglesia en el siglo XX. Se cierne, además, sobre el futuro inmediato una anunciada Ley de Memoria Democrática, para arremeter con el propósito de liquidación contra la tradición española ya debilitada.
El traslado de los restos del Generalísimo Francisco Franco ha sido el inicio del desmantelamiento del monumental complejo del Valle de los Caídos; ¿por cuánto tiempo podrá mantenerse allí el monasterio, centro de oración que asume la dolorosa historia española? Llama la atención la lenidad del episcopado, salvo alguna honrosa excepción, que debió y debe protestar sin vacilaciones contra el atentado que se está perpetrando; para numerosos fieles se trata simplemente de complicidad con la destrucción de lo que resta de la España católica. Desde los años posconciliares el progresismo teológico, espiritual y pastoral ha venido socavando los cimientos de la ortodoxia eclesial, de la misión y de la proyección de la fe en la vida y cultura de la sociedad.
Tengo ante mis ojos la edición bilingüe (Buenos Aires, Ed. Gladium, 1937) de la obra de Paul Claudel «A los mártires españoles» (Poema - Prólogo para un libro), referida a hechos prácticamente contemporáneos, las horrendas masacres consumadas por la República Roja contra la Iglesia, en 1936. La traducción castellana, que me complazco en citar, se debe a uno de los máximos escritores argentinos, Leopoldo Marechal. Es emocionante el elogio del gran poeta francés a la España católica:
Santa España, cuadrada en el extremo de Europa, concentración de la Fe, maza dura y trinchera de la Virgen Madre,
Y la zancada última de Santiago, que solo termina donde acaba la tierra.
Patria de Domingo y de Juan, y de Francisco el Conquistador y de Teresa.
Arsenal de Salamanca, y pilar de Zaragoza, y raíz ardiente de Manresa,
Inconmovible España, que rehúsas los términos medios, jamás aceptados,
Golpe de hombro contra el hereje, paso a paso contenido y rechazado...
Profetisa de aquella otra tierra bajo el sol, allá lejos, y colonizadora del otro mundo.
Santa España, en esta hora de tu crucifixión; hermana España, en este día que es tu día,
¡Con los ojos llenos de entusiasmo y de lágrimas te envío mi admiración y mi amor!
Claudel evoca la grandes y sangrientas persecuciones anteriores, y a los atizadores del odio:
Es lo que sucedió en el tiempo de Enrique VIII y en los de Nerón y Diocleciano...
¡Robespierre, Lenin y los demás, Calvino, no han agotado los tesoros de la rabia y del odio!
¡Voltaire, Renan y Marx tampoco han tocado aún el fondo de la idiotez humana!
Pero, a su vez, el millón de mártires que fueron antes que nosotros, todos aquellos inocentes que antaño se colmaron de gloria,
Tampoco ellos lo han derramado todo ni lo han ofrecido todo.
¡Somos nosotros los que ahora estamos en su lugar, y lo estamos por una sola vez!
La enumeración de los mártires es impresionante:
¡Once obispos, dieciséis mil sacerdotes masacrados, y ni una sola apostasía!...
¡Dieciséis mil sacerdotes! ¡El contingente reunido en un momento y el cielo colonizado en una sola llamarada!...
¡Y vosotras también, oh piedras; salud os digo desde el fondo de mi alma, santas iglesias exterminadas!
Estatuas que se destrozan a martillazos, y todas esas pinturas venerables, y ese copón que ha de ser pisoteado...
¡Salud vosotras, las quinientas iglesias catalanas destruidas! Y tú, gran catedral de Vich, catedral de José María Sert!... ¡También vosotras sois mártires!...
¡La casulla y el sacerdote ardieron juntos, y el cirio puso fuego al candelabro!
Me he detenido a citar ampliamente esta elegía, de metro típicamente claudeliano, porque es muy poco conocida, y permite vincular el desafuero del actual gobierno español con los desmanes horrendos de sus parientes ideológicos del siglo pasado. El «diálogo» y la «cultura del encuentro» no justifican la mala memoria. La memoria auténtica ha de ser objetiva, es decir, respetuosa de la realidad tal como ha sucedido, serena, libre de todo rencor, y desde esas premisas dispuesta al diálogo con todos, sin renunciar jamás a la verdad.
Estoy seguro de que muchos laicos católicos españoles pueden empeñarse en la patriada de resistir al intento de desespañolización de España, y de movilizar a muchos hombres y mujeres de buena voluntad para oponerse a los designios oficiales de borrar todo signo de la España católica. Será imprescindible intensificar la oración: apelar a la gracia de Dios, invocando la intercesión de la legión innumerable de santos hispanos, confesores de la fe, vírgenes y mártires.
+ Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata
Santa España, cuadrada en el extremo de Europa, concentración de la Fe, maza dura y trinchera de la Virgen Madre,
Y la zancada última de Santiago, que solo termina donde acaba la tierra.
Patria de Domingo y de Juan, y de Francisco el Conquistador y de Teresa.
Arsenal de Salamanca, y pilar de Zaragoza, y raíz ardiente de Manresa,
Inconmovible España, que rehúsas los términos medios, jamás aceptados,
Golpe de hombro contra el hereje, paso a paso contenido y rechazado...
Profetisa de aquella otra tierra bajo el sol, allá lejos, y colonizadora del otro mundo.
Santa España, en esta hora de tu crucifixión; hermana España, en este día que es tu día,
¡Con los ojos llenos de entusiasmo y de lágrimas te envío mi admiración y mi amor!
Claudel evoca la grandes y sangrientas persecuciones anteriores, y a los atizadores del odio:
Es lo que sucedió en el tiempo de Enrique VIII y en los de Nerón y Diocleciano...
¡Robespierre, Lenin y los demás, Calvino, no han agotado los tesoros de la rabia y del odio!
¡Voltaire, Renan y Marx tampoco han tocado aún el fondo de la idiotez humana!
Pero, a su vez, el millón de mártires que fueron antes que nosotros, todos aquellos inocentes que antaño se colmaron de gloria,
Tampoco ellos lo han derramado todo ni lo han ofrecido todo.
¡Somos nosotros los que ahora estamos en su lugar, y lo estamos por una sola vez!
La enumeración de los mártires es impresionante:
¡Once obispos, dieciséis mil sacerdotes masacrados, y ni una sola apostasía!...
¡Dieciséis mil sacerdotes! ¡El contingente reunido en un momento y el cielo colonizado en una sola llamarada!...
¡Y vosotras también, oh piedras; salud os digo desde el fondo de mi alma, santas iglesias exterminadas!
Estatuas que se destrozan a martillazos, y todas esas pinturas venerables, y ese copón que ha de ser pisoteado...
¡Salud vosotras, las quinientas iglesias catalanas destruidas! Y tú, gran catedral de Vich, catedral de José María Sert!... ¡También vosotras sois mártires!...
¡La casulla y el sacerdote ardieron juntos, y el cirio puso fuego al candelabro!
Me he detenido a citar ampliamente esta elegía, de metro típicamente claudeliano, porque es muy poco conocida, y permite vincular el desafuero del actual gobierno español con los desmanes horrendos de sus parientes ideológicos del siglo pasado. El «diálogo» y la «cultura del encuentro» no justifican la mala memoria. La memoria auténtica ha de ser objetiva, es decir, respetuosa de la realidad tal como ha sucedido, serena, libre de todo rencor, y desde esas premisas dispuesta al diálogo con todos, sin renunciar jamás a la verdad.
Estoy seguro de que muchos laicos católicos españoles pueden empeñarse en la patriada de resistir al intento de desespañolización de España, y de movilizar a muchos hombres y mujeres de buena voluntad para oponerse a los designios oficiales de borrar todo signo de la España católica. Será imprescindible intensificar la oración: apelar a la gracia de Dios, invocando la intercesión de la legión innumerable de santos hispanos, confesores de la fe, vírgenes y mártires.
+ Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata
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