miércoles, 20 de enero de 2021

ESCUELA CATÓLICA: EDUCAR PARA LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS

Breve ensayo sobre la escuela católica y sobre el sentido y la finalidad que debería tener una verdadera educación digna de llamarse católica.

Por Pedro Luis Llera

El sentido de la vida

Dios es el principio y el fin último de todo el universo. Y el hombre debe dirigir su mente y su conducta hacia la única meta de la perfección, que es Dios mismo. Como dice San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Hemos sido creados por Dios y para Dios y por ello aspiramos a la justicia, a la paz, al bien, a la verdad y a la belleza, que son atributos del Creador. Nuestra verdadera patria es el cielo y no estaremos satisfechos ni seremos plenamente felices hasta que lleguemos a esa deseada “morada sin pesar” [1].

El pecado original ha provocado efectos devastadores: «la privación de la gracia, la pérdida de la bienaventuranza, la ignorancia, la inclinación al mal, todas las miserias de esta vida y, en fin, la muerte» [2]. Después del pecado original, el hombre no podría salvarse, a no ser por la misericordia de Dios. Y esa misericordia consistió en la encarnación del Hijo de Dios para liberar al hombre de la esclavitud del demonio y del pecado.
«El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos». Isaías 9, 1-2.
«Pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vino por Jesucristo». Jn. 1, 16-17
Cristo pagó con su sangre el precio de nuestra redención, el precio de nuestra liberación de la esclavitud del pecado y, así, nos abrió las puertas del cielo y dio la esperanza de la salvación a cuantos creen en su Nombre:
«Vino a los suyos, pero los suyos no le conocieron. Pero a cuantos le recibieron les dio poder de convertirse en hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre». Jn. 1, 11-12.
«Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos! Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida» Romanos 5, 15, 18
No hay más esperanza que Cristo. No hay otro Salvador que Nuestro Señor Jesucristo. Esa es nuestra fe. Y «la fe es necesaria para nuestra salvación. El Señor mismo lo afirma: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”» (Mc 16,16). (Catecismo 183).


La necesidad y la gracia de la fe

¿Y cómo se transmite la fe? Por la predicación y el bautismo.
«Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea, se condenará». (Mc. 16, 15-16).
Dice el Catecismo en el punto 168:
La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, –A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra– cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también: «creo», «creemos». Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: « ¿Qué pides a la Iglesia de Dios?» Y la respuesta es: «La fe». « ¿Qué te da la fe?» «La vida eterna».
Pero los modernistas pretendieron cambiar la doctrina de la Iglesia. Y así, la fe, para estos herejes, ya no es creer, sino «sentir y tener experiencias de encuentro personal con Jesús». La revelación divina para los modernistas sólo se hace creíble por la experiencia personal o por una especie de intuición o de inspiración privada. Esta doctrina falsa fue condenada explícitamente por San Pío X:
«Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado» (Pascendi 4).
En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.

Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Más, el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo. (Pascendi 13).

Pero veamos ya cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzar es éste: llevar al hombre, que todavía carece de fe, a que logre acerca de la religión católica aquella experiencia que es, conforme a los principios de los modernistas, el único fundamento de la fe. (Pascendi 33).

Para los modernistas, la experiencia «mística» (más bien pseudomística), el sentimiento subjetivo es el fundamento de la fe y la precede: «Creo porque he experimentado en mi vida la presencia de Cristo y lo he sentido en mi corazón…». Primero siento y experimento y luego acepto, según lo vaya experimentando yo, la doctrina, la verdad revelada, la moral, los sacramentos, etc.

Pero la fe, el conocimiento y la aceptación de la santa doctrina de la Iglesia, debe preceder a la mística y no al contrario, como pretenden los herejes.

Los fundamentos de la fe no son la experiencia ni el sentimiento religioso. Para Santo Tomás de Aquino, «la fe es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios; se trata, pues, de un acto sometido al libre albedrío y es referido a Dios. En consecuencia, el acto de fe puede ser meritorio».[3]

Según el Catecismo de San Pío X, (864) Fe es una virtud sobrenatural, infundida por Dios en nuestra alma y por la cual, apoyados en la autoridad del mismo Dios, creemos que es verdad cuanto Él ha revelado y que nos propone para creerlo por medio de la Iglesia.

La fe consiste en creer: no en sentir ni en tener experiencias.

Dice el Catecismo de San Pío X:
«Ser cristiano es un don enteramente gratuito de Dios nuestro Señor, que no hemos podido merecer. Verdadero cristiano es el que está bautizado, cree y profesa la doctrina cristiana y obedece a los legítimos Pastores de la Iglesia.
La Doctrina Cristiana es el conjunto de verdades reveladas que nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo para mostrarnos el camino de la salvación. Es necesario aprender la doctrina enseñada por Jesucristo y faltan gravemente los que descuidan aprenderla.
La verdad de la doctrina cristiana se demuestra por la santidad eminente de tantos que la profesaron y profesan, por la heroica fortaleza de los mártires, por su rápida y admirable propagación en el mundo y por su completa conservación por espacio de tantos siglos de varias y continuas luchas. Las partes principales y más necesarias de la doctrina cristiana son cuatro: el Credo, el Padrenuestro, los Mandamientos y los Sacramentos».
Eso es lo que tenemos que creer los cristianos.

En resumen:

1.- El hombre ha sido creado para ir al cielo y disfrutar de la felicidad eterna, de la bondad infinita, de la belleza sin mancha, de la verdad absoluta.

2.- En este mundo, no podemos disfrutar de esa plenitud por culpa del pecado. Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Sólo Él puede cambiar el mundo: suyo es el Reino, el poder y la gloria.

3.- Para ir al cielo tenemos que vivir y morir en gracia de Dios, unidos a Nuestro Señor Jesucristo, en comunión con Él. Y quien cree en Cristo, guarda sus mandamientos y vive con coherencia eucarística: vive conforme a la fe que profesa y profesa la fe tal cual la ha predicado la Iglesia siempre y en todas partes.

Las escuelas y universidades católicas, pues, tienen que transmitir la verdadera fe de la Iglesia y así, contribuir a que los niños caminen hacia ese fin para el que han sido creados: tienen que ayudar a la salvación de sus almas, enseñándoles a vivir piadosamente, como buenos cristianos.


La Escuela y la Universidad Católicas

Santo Tomás define la educación como la «conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud». La escuela serviría para preparar al niño para que al llegar a la edad adulta, se pueda valer por sí mismo y vivir como un buen cristiano y así salvar su alma.

En el Proemio de las Constituciones de la Congregación Paulina de los Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, San José de Calasanz escribe en la misma línea que el Doctor Angélico:
«En la Iglesia de Dios y bajo la guía del Espíritu Santo, las Instituciones Religiosas tienden a la plenitud de la Caridad como a su fin verdadero, mediante el ejercicio de su propio ministerio. Esto mismo y con todo empeño, se propone hacer nuestra Congregación cumpliendo la misión que le ha sido confiada por su Santidad Pablo V, de feliz memoria, Vicario de Cristo en la tierra. Concilios Ecuménicas, Santos Padres, filósofos de recto criterio afirman unánimes que la reforma de la Sociedad Cristiana radica en la diligente práctica de esta misión. Pues si desde la infancia el niño es imbuido diligentemente en la Piedad y en las Letras, ha de preverse, con fundamento, un feliz transcurso de toda su vida».
Por caridad, los escolapios pretendían educar a los niños para que llevaran una vida piadosa desde pequeños y llegaran al cielo.

San Juan Bautista de La Salle, en sus Meditaciones, se dirige a los maestros con estas palabras:
«Como ustedes son los embajadores y los ministros de Jesucristo en el empleo que ejercen, tienen que desempeñarlo como representando al mismo Jesucristo. Él desea que sus discípulos los miren como a Él mismo, y que reciban sus instrucciones como si se las diera Él mismo (2 Co 5,20).
Deben estar persuadidos de que es la verdad de Jesucristo la que habla por su boca, que sólo en nombre suyo les enseñan y que Él es quien les da autoridad sobre ellos. Son ellos la carta que Él les dicta y que ustedes escriben cada día en sus corazones, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo (2 Co 3,3), que actúa en ustedes y por ustedes, por la virtud de Jesucristo. Esta los hace triunfar de cuantos obstáculos se oponen a la salvación de los niños, iluminándolos en la persona de Jesucristo (2 Co 4,6) para que eviten todo lo que le puede desagradar».
Está claro que para La Salle el centro de sus escuelas es Cristo y el fin primordial es la salvación de los niños. Los maestros son nada más y nada menos que embajadores y ministros de Jesucristo.

Para San Juan Bautista, como para Santo Tomás, como para San José de Calasanz, la educación sienta las bases de una vida virtuosa. Ahora bien, para poder educar a los jóvenes, los maestros deben predicar con el ejemplo:
«Por consiguiente, ¿ponen su principal cuidado en instruir a sus discípulos en las máximas del Santo Evangelio y en las prácticas de las virtudes cristianas? ¿No hay nada que los entusiasme tanto como lograr que se aficionen a ellas? ¿Consideran el bien que intentan hacerles como el cimiento de todo el bien que ellos practicarán posteriormente en su vida? Los hábitos virtuosos que uno ha cultivado durante la juventud, al hallar menos obstáculos en la naturaleza corrompida, echan raíces más profundas en los corazones de quienes se han formado en ellos.
Si quieren que sean provechosas las instrucciones que dan a los que tienen que instruir, para llevarlos a la práctica del bien, es preciso que las practiquen ustedes mismos, y que estén bien inflamados de celo, para que puedan recibir la comunicación de las gracias que hay en ustedes para obrar el bien; y que su celo les atraiga el Espíritu de Dios para animarlos a practicarlo».
Si el maestro no arde en celo apostólico y practica lo que predica, es inútil su labor y está destinada al fracaso. Para salvar las almas de los niños, el maestro tiene que ser santo y arder en celo apostólico.

San Juan Bosco, en el siglo XIX, afirma que la educación es cosa del corazón e insistía en que con amabilidad y cariño se conseguía más que con los castigos físicos. Don Bosco resumía su sistema preventivo en tres palabras: razón, religión, amor y quiere, por encima de todo, que sus alumnos se salven y sean santos.
«Quiero que me ayuden en una empresa, en un negocio. Es el salvar vuestras almas. Este no es sólo el principal, sino el único motivo por el que yo estoy aquí. Pero sin su ayuda no puedo hacer nada. Necesito que nos pongamos de acuerdo y que entre ustedes y yo exista una verdadera confianza y amistad» [4].
La Religión es la idea central de todo el método educativo de don Bosco. Llevar a los muchachos a la amistad con Cristo. Que establezcan una relación sencilla y familiar con Dios en la oración, en el ofrecimiento de las pequeñas cosas: juegos, trabajo, estudio… Los medios fundamentales que propone San Juan Bosco son la eucaristía, la confesión, la dirección espiritual, la oración y el amor a la Virgen.

Así pues, los grandes santos de la educación católica, desde el siglo XIII de Santo Tomás de Aquino hasta San Juan Bosco en el XIX están de acuerdo en lo fundamental: educamos para llevar las almas de los niños a Cristo, para procurar su santificación, para que lleguen a ser personas virtuosas que en su vida adulta, puedan vivir como buenos cristianos y llegar al cielo.

El objetivo es el cielo. Por caridad, debemos mostrar a nuestros alumnos el camino que les permita vivir una vida plena que les lleve hasta el cielo. Los maestros católicos somos sembradores de la semilla del Reino en los corazones de nuestros alumnos. Por amor a Dios, a quien debemos amar sobre todas las cosas, amamos a nuestros alumnos y el mejor regalo que les podemos hacer es ese tesoro escondido por el que merece la pena venderlo todo: Cristo.

No hace muchos años, Benedicto XVI nos lanzaba una serie de preguntas a los responsables de las escuelas y universidades católicas que todavía resuenan proféticas en nuestros oídos:
« ¿Estamos realmente dispuestos a confiar todo nuestro yo, inteligencia y voluntad, mente y corazón, a Dios? ¿Aceptamos la verdad que Cristo revela? En nuestras universidades y escuelas ¿es “tangible” la fe? ¿Se expresa fervorosamente en la liturgia, en los sacramentos, por medio de la oración, los actos de caridad, la solicitud por la justicia y el respeto por la creación de Dios? Solamente de este modo damos realmente testimonio sobre el sentido de quiénes somos y de lo que sostenemos».
¿Es tangible la fe en nuestras escuelas y universidades? La escuela católica debe dirigir la mente y la conducta de los niños y jóvenes hacia Dios para procurar la salvación de sus almas. La Escuela Católica es Iglesia y ha de tener necesariamente los mismos fines que la Iglesia: salvar almas. Y para ello, debemos poner en práctica las obras de misericordia espirituales y, a veces, también las corporales: enseñar al que no sabe, dar buen consejo a quien lo necesita, corregir al que se equivoca, consolar al que está triste y sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Y además, rezamos por los vivos, por los enfermos y por los difuntos; damos ropa a quienes no tienen dinero para comprarla y hasta damos de comer a los niños y a las familias que no tiene medios ni para eso… Porque la norma fundamental de nuestras escuelas es la Caridad, que es Cristo mismo (Dios es amor).

Cristo es la roca firme que sustenta y cimienta nuestros colegios. Porque si las instituciones educativas católicas pretenden asentarse sobre otro cimiento que no sea Cristo, se hunden irremediablemente, porque estarán construidas sobre arena.

Y eso es lo que ha pasado y está pasando con la escuela y la universidad católica en los últimos cincuenta años y hasta el día de hoy. La mayoría de las escuelas católicas ha quitado a Cristo del centro, se han olvidado de su «principio y fundamento» [5]. Y han cambiado a Nuestro Señor por «la persona». Ahora las escuelas católicas parece ser que deben plantearse objetivos muy distintos al de llevar almas a Cristo. Ahora se propone un pacto educativo global que pretende [6]:
Poner en el centro de todo proceso educativo formal e informal a la persona, su valor, su dignidad, para hacer sobresalir su propia especificidad, su belleza, su singularidad y, al mismo tiempo, su capacidad de relacionarse con los demás y con la realidad que la rodea, rechazando esos estilos de vida que favorecen la difusión de la cultura del descarte.
Escuchar la voz de los niños, adolescentes y jóvenes a quienes transmitimos valores y conocimientos, para construir juntos un futuro de justicia y de paz, una vida digna para cada persona.
Fomentar la plena participación de las niñas y de las jóvenes en la educación.
Tener a la familia como primera e indispensable educadora.
Educar y educarnos para acoger, abriéndonos a los más vulnerables y marginados.
Comprometernos a estudiar para encontrar otras formas de entender la economía, la política, el crecimiento y el progreso, para que estén verdaderamente al servicio del hombre y de toda la familia humana en la perspectiva de una ecología integral.
Salvaguardar y cultivar nuestra casa común, protegiéndola de la explotación de sus recursos, adoptando estilos de vida más sobrios y buscando el aprovechamiento integral de las energías renovables y respetuosas del entorno humano y natural, siguiendo los principios de subsidiariedad y solidaridad y de la economía circular.
Hemos pasado de aspirar a salvar el alma de los niños y jóvenes, a predicar la ecología integral para cuidar a la Madre Tierra. Como ven, aquí hay un poco de todo: un kilo de antropocentrismo personalista, una capa de utopía pacifista, estilo «Imagine» [7]; una pizca de feminismo, mucho progresismo alternativo y una guinda de ecología integral. Todo, menos Cristo. Aquí el cielo se plantea en la Tierra y el paraíso, en una sociedad utópica con tintes comunistas y una lucha de clases disfrazada de acogida a los marginados. Pero, en definitiva, se trata de que la educación contribuya a un cambio social, económico y político similar (por no decir idéntico) al que propugna la ONU en sus objetivos del milenio y el Foro Económico Mundial (Foro de Davos). El nuevo paradigma de la iglesia quiere cambiar el mundo, al mejor estilo revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad. Pero nada de salvar almas ni de vida eterna ni de cielo ni, mucho menos, de infierno (eso ha quedado desterrado para siempre): todo inmanente, todo de tejas para abajo. Del más allá, de Dios, de Jesucristo, nada de nada.

Hemos cambiado a Cristo por un antropocentrismo que se ha olvidado del pecado original y de la necesidad de redención. Se ha olvidado hasta de la fe. Parece como si la encarnación del Hijo de Dios, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, hubiera sido para nada y que la pasión y muerte de Cristo en la Cruz hubiera sido en vano. Porque si la dignidad de todo ser humano es igual para todos por el hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, si todos estamos salvados, ¿para qué el sacrificio de Cristo en la cruz?

Hemos cambiado a Nuestro Señor por la ideología dominante, por el Pensamiento Único, por el Globalismo totalitario con pretensiones de «gobernanza mundial». En la mayoría de nuestras escuelas y universidades, antaño católicas, hoy se enseña Ideología de Género, se inculcan los principios del lobby lgbti, se normaliza el matrimonio homosexual, se difunde el multiculturalismo y el indiferentismo religioso (todas las religiones son igual de buenas para la salvación: de hecho, todos se salvan sin necesidad de fe ni de bautismo); y se promueve una fraternidad universal maravillosamente utópica y fuera de la realidad. Porque no hay más fraternidad que la de los hijos de Dios que nacen por el agua y el bautismo: la fraternidad de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Y no habrá verdadera paz hasta que todos los hombres y todas las naciones se conviertan y reconozcan a Cristo como único y verdadero Rey. Por eso, los misioneros siempre han dado su vida por anunciar el Evangelio (recordemos a San Francisco Javier), mostrando un celo apostólico infatigable: resultaba urgente salvar almas. Y solo Cristo salva.

Así lo afirmaba Pío XI en la Encíclica Quas Primas:
«En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador».
Las escuelas y universidades católicas, en su inmensa mayoría, han dejado de serlo. Porque han renunciado a su fundamento, que es Cristo, y a su finalidad última, que es llevar almas al Cristo para procurar que todos se salven. Cualquiera puede enseñar matemáticas o Lenguas o Física y Química. La excelencia educativa desde el punto de vista puramente académico no es exclusiva de las escuelas y universidades católicas.

Muchas de nuestras instituciones educativas se han vendido al mundo y han vendido a Cristo por un plato de lentejas o, si lo prefieren, por treinta monedas de plata. Traicionando la sangre de nuestros mártires, han decidido ir a favor de corriente y pactar con las ideologías del mundo que hace menos de cien años nos estaban matando y quemando nuestros templos. Lo importante es el negocio: tener clientes que paguen sus cuotas. Y si para eso hay que transigir con los pecados del mundo para no resultar antipáticos, pues adelante.

El liberalismo, el marxismo, el feminismo, el ecologismo político, la Ideología de Género… toda la bazofia ideológica de la modernidad ha entrado en las escuelas y universidades de la Iglesia. Y hay universidades que admiten el aborto y curas y frailes que justifican la eutanasia e instituciones educativas nominalmente católicas que aplauden el matrimonio homosexual; y centros educativos católicos cuyos profesores, mayoritariamente, no son católicos.

Por eso los pocos centros verdaderamente católicos que quedamos y los pocos directores o profesores realmente católicos que seguimos al pie del cañón somos tildados de «ultracatólicos»: no porque seamos más católicos que nadie, sino porque simplemente somos católicos mientras que la mayoría de los que se llaman católicos han dejado hace tiempo de serlo, aunque mantengan el rótulo y la licencia eclesiástica.

Nosotros vivimos en el mundo pero no somos de este mundo. Según Royo Marín, el mundo es «el ambiente anticristiano que se respira entre las gentes que viven completamente olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra». Nosotros no podemos ni debemos pactar con el mundo ni claudicar ante sus pecados ni guardar silencio ante sus iniquidades.

La mayoría de las escuelas y universidades católicas son realmente modernistas y liberales, cuando no, en bastantes casos, abiertamente marxistas. Y lo que pasa es que, cuando el sarmiento se separa de la vid verdadera, se muere y no sirva más que para echarlo al fuego [8]. Cristo es la vid y sin Él no podemos hacer nada. Por eso, si nos apartamos de Cristo, las escuelas católicas languidecen y se mueren. Y eso está pasando desde hace ya muchos años. Órdenes religiosas que pierden vocaciones y tiene que cerrar colegios o cederlos a fundaciones o a instituciones privadas para que sigan abiertos, perdiendo su identidad para siempre. Esa es la verdad, la triste realidad de las instituciones educativas católicas. Quedan unas pocas que siguen aferrándose a la Verdad pero son la excepción que confirma la regla.

¿Solución? Volver a Cristo y a la sana doctrina. Podríamos empezar por acabar con las capillas que aparecen y desaparecen tras esas puertas correderas que facilitan que esos espacios puedan ser al mismo tiempo aulas multiusos; y colocar el Sagrario en el centro del colegio: en el centro físico y, sobre todo, en el centro de la vida del colegio. Podríamos seguir por contratar a profesores que sean realmente católicos y vivan su fe con coherencia, sabiéndose llamados a la santidad. Podríamos continuar apelando a los obispos a que cumplan con sus obligaciones para que exijan que las escuelas y universidades que se llamen católicas, lo sean realmente. Y podríamos terminar abandonando la estúpida pretensión de estar siempre en la vanguardia y de subirnos a las últimas novedades pedagógicas que salen cada cinco años para dedicarnos a hacer lo que toda escuela con sentido común debe hacer: que haya profesores que enseñen y alumnos que aprendan. Así de fácil: menos novedades y más Tradición.

Las teorías pedagógicas modernas son hijas de la Revolución y buscan afanosamente cambiar el mundo (seguimos en ello) y hacer felices a los niños; y todo eso, sin contar con Dios para nada. Así lo decía, en 1929, Pío XI en la Encíclica Divini Illius Magistri:
«En realidad, nunca se ha hablado tanto de la educación como en los tiempos modernos; por esto se multiplican las teorías pedagógicas, se inventan, se proponen y discuten métodos y medios, no sólo para facilitar, sino además para crear una educación nueva de infalible eficacia, que capacite a la nuevas generaciones para lograr la ansiada felicidad en esta tierra.
En vez de dirigir la mirada a Dios, primer principio y último fin de todo el universo, se repliegan y apoyan sobre sí mismos, adhiriéndose exclusivamente a las cosas terrenas y temporales; y así quedan expuestos a una incesante y continua fluctuación mientras no dirijan su mente y su conducta a la única meta de la perfección, que es Dios.
Es falso todo naturalismo pedagógico que de cualquier modo excluya o merme la formación sobrenatural cristiana en la instrucción de la juventud; y es erróneo todo método de educación que se funde, total o parcialmente, en la negación o en el olvido del pecado original y de la gracia, y, por consiguiente, sobre las solas fuerzas de la naturaleza humana. A esta categoría pertenecen, en general, todos esos sistemas pedagógicos modernos que, con diversos nombres, sitúan el fundamento de la educación en una pretendida autonomía y libertad ilimitada del niño o en la supresión de toda autoridad del educador, atribuyendo al niño un primado exclusivo en la iniciativa y una actividad independiente de toda ley superior, natural y divina, en la obra de su educación
Hemos de concluir que la finalidad de casi todos estos nuevos doctores no es otra que la de liberar la educación de la juventud de toda relación de dependencia con la ley divina. Por esto en nuestros días se da el caso, bien extraño por cierto, de educadores y filósofos que se afanan por descubrir un código moral universal de educación, como si no existiera ni el decálogo, ni la ley evangélica y ni siquiera la ley natural, esculpida por Dios en el corazón del hombre, promulgada por la recta razón y codificada por el mismo Dios con una revelación positiva en el decálogo. Y por esto también los modernos innovadores de la filosofía suelen calificar despreciativamente de heterónoma, pasiva y anticuada la educación cristiana por fundarse esta en la autoridad divina y en la ley sagrada».
Efectivamente, ahora la pedagogía debe promover la autonomía del alumno, su libertad y su espontaneidad y debe emplear metodologías activas y modernas. Por eso se desprecia a la escuela tradicional con el discurso de que «no se puede dar clase en el siglo XXI igual que se hacía en el XIX». Ahora se aprende a base de experiencias. Memorizar y estudiar es de fascistas.

Y ya lo de la autoridad divina y la ley sagrada… Eso es de ultracatólicos rancios y anticuados. La fe no es aprenderse una doctrina: es tener experiencias de transcendencia. A la fe se llega desde la experiencia de un encuentro personal con el Señor, por sentirlo en nuestro interior… No por conocer, aceptar y aprender una doctrina. Y volvemos a la Pascendi:
«Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado» (Pascendi 4).
Buscando la santidad y la perfección de los alumnos, de sus familias y de los propios profesores y trabajadores de los centros educativos católicos, se está colaborando en la construcción de una sociedad mejor y más justa. La sociedad cambiará en la medida en que cada uno de nosotros seamos santos por la gracia de Dios: menos revoluciones y más penitencia. Pero no al revés, que es lo que pretenden los modernistas: cambiamos la sociedad para que todos sean felices. Es justo en el orden contrario: seamos justos y pacíficos y el mundo será justo y pacífico. Adoremos a Cristo todos los hombres y todas las naciones y entonces el mundo será mejor. Pero es Cristo quien quita el pecado del mundo: no nosotros con nuestras solas fuerzas. Solo unidos al Señor se extiende el Reino de Dios. Es lo que pedimos en el Padre Nuestro: que venga a nosotros su Reino y que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.

Casar la doctrina católica con la ideología liberal y con sus excrecencias posteriores resulta imposible. La antropología católica no predica la autonomía de ser humano, sino su teonomía: dependemos de Dios y debemos cumplir sus Mandamientos para ser realmente libres y alcanzar el fin para el que hemos sido creados: ir al cielo. Matar a Dios, convertir a Dios en algo accesorio y poco menos que decorativo es matar a la escuela católica. La escuela liberal modernista no es católica. Hay que llamar a los cosas por su nombre si queremos poner solución a la situación desastrosa de nuestras instituciones educativas. Ya no es hora de paños calientes, sino de extirpar los miembros hediondos y putrefactos para salvar la educación católica como elemento fundamental de la misión evangelizadora de la Iglesia. Lo que ya no sirve para aquello para lo que ha sido creado ya no vale para nada.

Corren tiempos de confusión y de apostasía. Más razón para que pidamos a Dios que aumente nuestra fe y nos haga cada día más santos para que el Espíritu Santo habite en nosotros y atraiga con el poder de su gracia a todas las almas de nuestros alumnos hacia sí para que se salven. Ese es el único y verdadero negocio de las instituciones educativas cristianas: la salvación de las almas. Y la mejor metodología, la caridad. Todo lo demás, dejémoslo en manos de la Divina Providencia. Volvamos a lo que siempre han propuesto nuestros santos educadores:

Objetivo: la caridad de Cristo nos urge a llevar a todas las almas a Cristo para que se salven.

Medios:

1.- Poner a Cristo en el centro de la vida de las instituciones educativas católicas:

● Eucaristía: comunión frecuente, misa diaria y visitas al Santísimo.

● Confesión frecuente y examen diario de conciencia.

● Dirección espiritual.

● Oración: sencilla, continua unión con Dios, jaculatorias.

● Amor a la Virgen: confianza en María Auxiliadora ante las dificultades, devoción al rosario, imitar las virtudes de la Virgen (pureza, fe…).

2.- Practicar las obras de misericordia:

● Enseñar al que no sabe: excelencia académica y fidelidad a la tradición.

● Dar buen consejo a quien lo necesita.

● Corregir al que se equivoca.

● Consolar al triste.

● Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.

Los educadores católicos hemos de procurar vivir en gracia de Dios para que el Espíritu Santo nos conceda a nosotros y a nuestros alumnos sus dones de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, conocimiento, piedad y el temor de Dios. Nosotros solos no podemos hacer nada. Pero todo lo podemos en Aquel que nos redime. Nuestra verdadera patria no es la «casa común»; nosotros no adoramos a la Madre Naturaleza. Nosotros somos de Cristo.

Pedro Luis Llera



[1] Este mundo es el camino/ para el otro, qu’es morada/ sin pesar. Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre.

[2] San Pío X, Catecismo, 65.

[3] Santo Tomás, Suma Teológica II-II, cuestión 1, artículo 4

[4] Buenas noches de Don Bosco

[5] Principio y fundamento. En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima…»

[6] Videomensaje del santo padre con ocasión del encuentro promovido y organizado por la congregación para la educación católica: “Global Compact on Education. Together to look beyond”

[7] John Lennon

[8] «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer». Jn. 15, 5


Revista Hispanica



No hay comentarios: