(✞ 1591)
El angelical patrón de la juventud, san Luis Gonzaga, nació en Castellón, y fue hijo primogénito de don Ferrante Gonzaga, príncipe del imperio y marqués de Castellón y de doña María Tana Santena de Chieri del Piamonte, dama muy principal y muy favorecida de la reina doña Isabel, mujer del rey don Felipe II.
Sus padres lo criaron con gran cuidado como heredero suyo y de otros dos tíos suyos, en cuyos estados había de suceder.
Siendo de cinco años, y tratando con los soldados de cosas de guerra con más ánimo de discreción, disparó un arcabuz y se quemó la cara, y otro día estuvo en peligro de perder la vida por poner fuego a un tiro pequeño de artillería.
Entonces se le pegaron algunas palabras desconcertadas, que oía decir a los soldados sin comprender lo que significaban, pero siendo avisado y reprendido por un ayo, nunca jamás las volvió a decir, y quedó por eso tan avergonzado, que tuvo éste por el mayor pecado de su vida.
Siendo ya de ocho años, se crio en la corte del duque de Toscana e hizo voto de perpetua virginidad ante la imagen de la Anunciada, y tuvo un don de castidad tan perfecta, que, como aseguraba el santo Cardenal Belarmino, que le confesaba generalmente, jamás sintió estímulo en el cuerpo ni imaginación torpe en el alma, a pesar de ser, de naturaleza sanguínea, viva y amorosa.
No dejaba él de ayudarse para conservar aquella preciosa joya, refrenando sus sentidos, y llevando bajos los ojos, sin mirar jamás el rostro a las damas, ni a la emperatriz, ni aún a su propia madre.
Ayunaba tres días por semana, traía a raíz de las carnes las espuelas de los caballos y se disciplinaba rigurosamente.
Comulgando la fiesta de la Asunción en el Colegio de la Compañía de Jesús de Madrid, oyó una voz clara y distinta que le decía se hiciese religiosos de la Compañía de Jesús.
No se puede creer los medios que tomó su padre para divertirle de su vocación; más después de muchas y recias batallas, rindió el joven santo el corazón del padre y renunciando a sus estados en favor de su hermano Rodolfo, entró en el noviciado de San Andrés de Roma, a la edad de dieciocho años aun no cumplidos.
Entonces resplandecieron con toda su claridad celestial las virtudes de aquel angelical mancebo.
Era tan dado a a oración, que parece, vivía de ella. Preguntado si padecía en ella distracciones, dijo al Superior que todas las que había padecido en el espacio de seis meses, no llegarían al tiempo que es menester para rezar un Ave María.
De sólo oír hablar de amor divino se le encendía súbitamente el rostro como un fuego, y cuando oraba delante del Santísimo Sacramento, parecía un abrasado serafín en carne mortal.
Finalmente, habiendo asistido a los pobres enfermos de un mal contagioso, fue víctima de su ardientísima caridad, y como tuviese revelación del día de su muerte, cantó el Te Deum laudamus, y besando tiernísimamente el crucifijo, dio su bendita alma al Criador, siendo de edad de veintitrés años.
Reflexión:
El Sumo Pontífice Benedicto XIII, que puso al bienaventurado Luis en el catálogo de los Santos, lo declaró también patrón y ejemplar de la juventud estudiosa. Mírense pues en este celestial espejo todos los jóvenes cristianos y aprendan de él a conservar la inocencia de su alma, y, si la han perdido, a compensar con la penitencia la pérdida de joya tan preciosa.
Oración:
¡Oh Dios! repartidor de los dones celestiales, que juntaste en el celestial mancebo Luis, una gran inocencia de alma con una maravillosa penitencia, concédenos por su intercesión y por sus merecimientos, que imitemos en la penitencia al que no hemos imitado en la inocencia. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
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