Por Cristina de Magistris
Queremos recoger algunos detalles de ese dramático juicio, objeto de estudios hasta nuestros días.
Por el evangelista San Juan (11,47 y sigs.) sabemos que los dirigentes de la nación judía, enfurecidos contra el Señor, que acababa de resucitar a Lázaro, se reunieron en consejo para eliminarlo: “¿Qué haremos nosotros? Porque este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos continuar, todo el mundo va a creer en él: y los romanos vendrían y destruirían nuestro Lugar (santo) y también nuestro pueblo”. En esta afirmación se escondía la más fina hipocresía, pues los judíos, si Cristo hubiera sido un mesías político -lo que sabían muy bien que no correspondía a la verdad- hubieran sido los primeros en seguirlo para liberarse del yugo romano. El sumo sacerdote de aquel año, Caifás, pronunció entonces la primera sentencia de muerte: “es mejor que un solo hombre muera por todo el pueblo, antes que todo el pueblo perezca”. (Juan 11:50). “Con la más diabólica astucia”, comentó el padre Marco Sales – “Caifás, fingiendo estar movido no por el odio contra Jesús, sino por la razón de Estado, o sea por el celo del bien público, juzgó que era mejor que un hombre, es decir, Jesús, aunque sea inocente, vaya a la muerte antes que ver perecer a toda la nación”. Desde ese día -concluye San Juan- decidieron matarlo (v. 53), es decir, se decretó la muerte del Justo.
Tras la traición de Judas, el Señor fue sometido a dos juicios: uno religioso ante Anás y Caifás, y otro civil ante Pilatos.
El primer juicio, organizado por las autoridades judías, tuvo lugar por la noche: el proceso era ilegal porque debía celebrarse de día y en presencia de testigos, pero éstos, en plena noche, fueron sorprendidos en su impostura (cfr. Mt 26, 59 y ss.). Caifás, entonces, rogó solemnemente al inocente Jesús (lo cual era contrario a la ley mosaica que, en este caso, anulaba la confesión del acusado) que le dijera si era el Hijo de Dios. Entonces Jesús afirmó solemnemente su divinidad ante el Sanedrín y por ello fue considerado digno de muerte. Durante el resto de la noche, el divino Cordero fue dejado a merced de las vejaciones y burlas de los judíos, que blasfemaban contra Él cubriéndolo de escupitajos.
Pero como Palestina estaba en ese momento bajo el control de Roma, que era la única que tenía el poder de condenar a muerte, era necesario someter el caso a Pilatos, el procurador romano, para obtener de la autoridad romana la ratificación de la condena. Jesús fue entonces llevado al Pretorio, donde los judíos no entraron para no contaminarse antes de la Pascua. Extraño legalismo: tienen miedo de contaminarse entrando en la casa de un pagano, ¡pero no tienen miedo de matar a un inocente! Estaba entonces por comenzar el juicio político de Cristo y en este nuevo tribunal era necesario presentar acusaciones de carácter político contra Él. Éstas, en resumen, fueron tres.
Los judíos acusaron a Cristo de 1) ser un seductor de multitudes; 2) prohibir el pago de tributos al César; 3) afirmar ser rey.
comprendió inmediatamente la falsedad de las dos primeras acusaciones y sólo se detuvo ante la última. Cuando Pilatos le preguntó a Jesús si era rey, Jesús -en este admirable coloquio- le contestó que lo era, pero le explicó el significado de su realeza: «Mi reino no es de este mundo» (San Juan, XVIII, 35), dijo, y de este modo llevaba la cuestión al terreno religioso. Satisfecho con la respuesta, Pilatos lo declaró no merecedor de condena alguna.
Luego intentó liberar a Jesús con tres expedientes. En primer lugar, lo envió a Herodes, ya que Jesús venía de Galilea y Herodes era tetrarca de esa región, pero este primer intento fracasó, ya que Herodes no encontró ningún cargo para acusarlo. Luego confrontó al Salvador del mundo con un asesino, Barrabás, remitiendo la elección a la multitud, pero este intento también fracasó.
Finalmente, lo hizo azotar. Era un suplicio atroz reservado a los esclavos, durante el cual la víctima solía perder la vida. Después de esta terrible tortura, Jesús fue presentado a la multitud revestido con un manto de púrpura, con una corona de espinas y una caña en su derecha. (cfr. San Mateo, XXVII, 28-29). ¿Se atreverán a ver en este rey de la burla un competidor del César? Pilatos ya había cometido una injusticia al enviar al inocente Jesús a Herodes; pero condenándolo a la flagelación, había cometido una mucho peor. Y aunque esperaba por este medio apaciguar a los judíos, en realidad, al mostrar su indecisión, los hizo más audaces para exigir la muerte del inocente Jesús.
Los judíos reiteraron entonces la acusación al título de Hijo de Dios, que tenía que ser la única causa de su muerte. Pilatos intentó un último recurso y con un gesto simbólico se lavó las manos para mostrar a los judíos que, ante su tribunal, Jesús era inocente. «Con este acto -explica Sales- Pilatos se entrega de nuevo al fanatismo del pueblo. Si Jesús es justo, ¿por qué el juez que debe hacer triunfar la justicia lo abandona en manos de sus enemigos?» Interrogó a la multitud por segunda y tercera vez, protestando por la inocencia de Jesús, con el resultado de que oyó reiterar Su condena a muerte. Pilatos les habló de nuevo, queriendo liberar a Jesús. Pero ellos gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Y les dijo por tercera vez: «¿Qué mal ha hecho este hombre? No he encontrado nada en él que merezca la muerte. Lo castigaré severamente y luego lo liberaré. Pero insistieron en voz alta, exigiendo que fuera crucificado, y sus gritos se hicieron más fuertes. Pilatos decidió entonces que se hiciese según su petición» (Lc. XXIII, 20-24).
Pilatos era un hombre inseguro, cuya conciencia pagana supersticiosa, avalada por los sueños de su esposa Claudia, temía un posible castigo de los dioses. Por otro lado, temía aún más la denuncia al César por parte de los judíos si no cedía a sus exigencias. Por eso -señaló el padre Marco Sales- «en lugar de hacer triunfar la justicia, él mismo se hace cómplice de la iniquidad y, sofocando la voz de la conciencia, se dejó guiar por la razón de Estado. El temor de ser acusado ante el César como demasiado sumiso en la defensa de la autoridad del Imperio, le hace convertirse en un instrumento dócil de los instintos salvajes de la multitud».
Se considera comúnmente que sobre las autoridades judías recae gran parte de la responsabilidad del deicidio, y sobre Pilatos, un pagano, la del homicidio. Pero, ¿cuál fue la debilidad y el error de Pilatos?
Los príncipes de los sacerdotes habían visto bien la indecisión de Pilatos, y por eso -cuando preguntó a quién liberar, si a Jesús o a Barrabás, excitaron a la multitud para que pidiera a Barrabás. En ese momento, viendo frustrados sus planes, Pilatos -escribe el padre Marco Sales- «cometió la suprema imprudencia de interrogar directamente al pueblo sobre la suerte de Jesús. ¿Qué voy a hacer con Jesús, al que llaman el Cristo? Todos dijeron: que lo crucifiquen» (Mt. XXVII, 22-23). Pilatos declinó su responsabilidad adoptando un principio democrático, dejando una decisión, que era sólo suya, en manos de un pueblo enfurecido y poseído, estimulado por las autoridades judías. Poco antes, Nuestro Señor, en su conversación con Pilatos, lo había llamado discretamente a su deber. Pilatos le dijo entonces: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo el poder de librarte y el poder de colocarte en la cruz?» Jesús le respondió: «No tendrías sobre Mí ningún poder, si no te hubiera sido dado de lo alto; por esto quien me entrego a ti, tiene una culpa más grande». (S. Juan, XIX, 10-11). «Es como si dijera -comenta Martini-: ni del César ni de mis enemigos tendrías derecho a hacer nada contra mí, si por especial consejo de la Divina Providencia no te fuese dada el arbitrio de Mi vida. Así sustenta modestamente la dignidad de Su ser, y exhorta a Pilatos a no temer la furia de aquella multitud enloquecida al punto de olvidar aquella potestad poder infinitamente superior, a la cual él también estaba sometido».
Pero las palabras del Salvador no hicieron mella en el corazón del procurador romano. Y el nombre de Pilatos, que esperaba con un gesto simbólico declinar toda responsabilidad por el asesinato de un inocente, estaba -por una irónica disposición de la Providencia- destinado a permanecer registrado en el Credo de la Iglesia Católica hasta el final de los tiempos, tristemente conocido por haber condenado a muerte con un procedimiento democrático al Hijo de Dios.
Corrispondenza Romana
Luego intentó liberar a Jesús con tres expedientes. En primer lugar, lo envió a Herodes, ya que Jesús venía de Galilea y Herodes era tetrarca de esa región, pero este primer intento fracasó, ya que Herodes no encontró ningún cargo para acusarlo. Luego confrontó al Salvador del mundo con un asesino, Barrabás, remitiendo la elección a la multitud, pero este intento también fracasó.
Finalmente, lo hizo azotar. Era un suplicio atroz reservado a los esclavos, durante el cual la víctima solía perder la vida. Después de esta terrible tortura, Jesús fue presentado a la multitud revestido con un manto de púrpura, con una corona de espinas y una caña en su derecha. (cfr. San Mateo, XXVII, 28-29). ¿Se atreverán a ver en este rey de la burla un competidor del César? Pilatos ya había cometido una injusticia al enviar al inocente Jesús a Herodes; pero condenándolo a la flagelación, había cometido una mucho peor. Y aunque esperaba por este medio apaciguar a los judíos, en realidad, al mostrar su indecisión, los hizo más audaces para exigir la muerte del inocente Jesús.
Los judíos reiteraron entonces la acusación al título de Hijo de Dios, que tenía que ser la única causa de su muerte. Pilatos intentó un último recurso y con un gesto simbólico se lavó las manos para mostrar a los judíos que, ante su tribunal, Jesús era inocente. «Con este acto -explica Sales- Pilatos se entrega de nuevo al fanatismo del pueblo. Si Jesús es justo, ¿por qué el juez que debe hacer triunfar la justicia lo abandona en manos de sus enemigos?» Interrogó a la multitud por segunda y tercera vez, protestando por la inocencia de Jesús, con el resultado de que oyó reiterar Su condena a muerte. Pilatos les habló de nuevo, queriendo liberar a Jesús. Pero ellos gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Y les dijo por tercera vez: «¿Qué mal ha hecho este hombre? No he encontrado nada en él que merezca la muerte. Lo castigaré severamente y luego lo liberaré. Pero insistieron en voz alta, exigiendo que fuera crucificado, y sus gritos se hicieron más fuertes. Pilatos decidió entonces que se hiciese según su petición» (Lc. XXIII, 20-24).
Pilatos era un hombre inseguro, cuya conciencia pagana supersticiosa, avalada por los sueños de su esposa Claudia, temía un posible castigo de los dioses. Por otro lado, temía aún más la denuncia al César por parte de los judíos si no cedía a sus exigencias. Por eso -señaló el padre Marco Sales- «en lugar de hacer triunfar la justicia, él mismo se hace cómplice de la iniquidad y, sofocando la voz de la conciencia, se dejó guiar por la razón de Estado. El temor de ser acusado ante el César como demasiado sumiso en la defensa de la autoridad del Imperio, le hace convertirse en un instrumento dócil de los instintos salvajes de la multitud».
Se considera comúnmente que sobre las autoridades judías recae gran parte de la responsabilidad del deicidio, y sobre Pilatos, un pagano, la del homicidio. Pero, ¿cuál fue la debilidad y el error de Pilatos?
Los príncipes de los sacerdotes habían visto bien la indecisión de Pilatos, y por eso -cuando preguntó a quién liberar, si a Jesús o a Barrabás, excitaron a la multitud para que pidiera a Barrabás. En ese momento, viendo frustrados sus planes, Pilatos -escribe el padre Marco Sales- «cometió la suprema imprudencia de interrogar directamente al pueblo sobre la suerte de Jesús. ¿Qué voy a hacer con Jesús, al que llaman el Cristo? Todos dijeron: que lo crucifiquen» (Mt. XXVII, 22-23). Pilatos declinó su responsabilidad adoptando un principio democrático, dejando una decisión, que era sólo suya, en manos de un pueblo enfurecido y poseído, estimulado por las autoridades judías. Poco antes, Nuestro Señor, en su conversación con Pilatos, lo había llamado discretamente a su deber. Pilatos le dijo entonces: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo el poder de librarte y el poder de colocarte en la cruz?» Jesús le respondió: «No tendrías sobre Mí ningún poder, si no te hubiera sido dado de lo alto; por esto quien me entrego a ti, tiene una culpa más grande». (S. Juan, XIX, 10-11). «Es como si dijera -comenta Martini-: ni del César ni de mis enemigos tendrías derecho a hacer nada contra mí, si por especial consejo de la Divina Providencia no te fuese dada el arbitrio de Mi vida. Así sustenta modestamente la dignidad de Su ser, y exhorta a Pilatos a no temer la furia de aquella multitud enloquecida al punto de olvidar aquella potestad poder infinitamente superior, a la cual él también estaba sometido».
Pero las palabras del Salvador no hicieron mella en el corazón del procurador romano. Y el nombre de Pilatos, que esperaba con un gesto simbólico declinar toda responsabilidad por el asesinato de un inocente, estaba -por una irónica disposición de la Providencia- destinado a permanecer registrado en el Credo de la Iglesia Católica hasta el final de los tiempos, tristemente conocido por haber condenado a muerte con un procedimiento democrático al Hijo de Dios.
Corrispondenza Romana
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