Un año después, nada ha cambiado desde entonces, y todavía oímos repetir que tendremos que prepararnos para un nuevo encierro para permitir que la población sea sometida a un suero genético experimental, impuesto por el lobby farmacéutico a pesar de no conocer los efectos secundarios a largo plazo.
En muchas naciones se empezó a prohibir su uso, ante muertes sospechosas tras su inoculación; sin embargo, a pesar de la palpitante campaña de terrorismo mediático, algunos tratamientos están demostrando ser eficaces y capaces de reducir drásticamente las hospitalizaciones y, en consecuencia, también las muertes.
Como católicos estamos llamados a comprender el significado de lo que, desde hace más de un año, toda la humanidad se ha visto obligada a sufrir en nombre de una emergencia que -datos oficiales en la mano- ha provocado un número de muertes comparable al de años anteriores. Estamos llamados a comprender, incluso antes de creer: porque si el Señor nos ha dotado de una inteligencia, lo ha hecho para que la utilicemos para reconocer y juzgar la realidad que nos rodea. En el acto de Fe el bautizado no renuncia a su propia racionalidad en un fideísmo acrítico, sino que acepta lo que el Señor le revela, inclinándose ante la autoridad de Dios, que no nos engaña y que es la Verdad misma.
Nuestra capacidad para comprender los acontecimientos nos preserva, a la luz de la Gracia, de encontrarnos con esa suerte de irracionalidad imprudente que, a la inversa, muestran quienes hasta ayer celebraban la ciencia como un antídoto necesario a la "superstición religiosa", y que hoy celebran los autodenominados "Expertos" como nuevos sacerdotes de la pandemia, negando los principios más elementales de la medicina. Y si para el cristiano una verdadera pestilencia es un llamado saludable a la conversión y la penitencia por los pecados de los individuos y las naciones; para los adeptos de la religión de la salud un síndrome gripal tratable debería ser el grito de la 'Madre Tierra' violada por la humanidad. Una madrastra Naturaleza, a la que muchos recurren en palabras de Leopardi: ¿Por qué no devuelves lo que prometes? ¿Por qué engañas tanto a tus hijos? Nos damos cuenta de que esa crueldad tribal, esa fuerza primitiva que quisiera exterminarnos como un virus planetario no reside en la Naturaleza, de la cual el Creador es el arquitecto admirable, sino en una élite subordinada a la ideología globalista, que por un lado, quiere imponer la tiranía del Nuevo Orden Mundial y por otro lado, para mantener el poder, remunera generosamente a quienes se ponen a su servicio. Los rebeldes, los refractarios, son en cambio aniquilados en sus posesiones, privados de su libertad, obligados a someterse a hisopos poco fiables y vacunas ineficaces en nombre de un 'bien mayor' que deben aceptar sin posibilidad de disentimiento o crítica.
Hace unos días una señora, creyendo aparecer dotada de sentido práctico, dijo que es necesario someterse al uso de la máscara y al distanciamiento social no tanto por su efectividad, sino para apoyar a nuestros gobernantes en vista de una relajación de la medidas adoptadas hasta ahora: “Si nos ponemos la mascarilla y nos vacunamos, tal vez paren y nos dejen vivir de nuevo”- comentó. Ante esta observación, un señor mayor respondió que algunos judíos, en la Alemania de los años treinta, quizás pensaban que llevar la estrella de David cosida en su chaqueta de alguna manera satisfaría los delirios de Hitler, evitando violaciones mucho peores y salvándose de la deportación. Ante esta calmada objeción, su interlocutora se estremeció al comprender la inquietante similitud entre la dictadura nazi y la locura pandémica de nuestros días; entre la forma en que se podía imponer la tiranía a millones de ciudadanos aprovechando su miedo, entonces como ahora.
Como católicos estamos llamados a comprender el significado de lo que, desde hace más de un año, toda la humanidad se ha visto obligada a sufrir en nombre de una emergencia que -datos oficiales en la mano- ha provocado un número de muertes comparable al de años anteriores. Estamos llamados a comprender, incluso antes de creer: porque si el Señor nos ha dotado de una inteligencia, lo ha hecho para que la utilicemos para reconocer y juzgar la realidad que nos rodea. En el acto de Fe el bautizado no renuncia a su propia racionalidad en un fideísmo acrítico, sino que acepta lo que el Señor le revela, inclinándose ante la autoridad de Dios, que no nos engaña y que es la Verdad misma.
Nuestra capacidad para comprender los acontecimientos nos preserva, a la luz de la Gracia, de encontrarnos con esa suerte de irracionalidad imprudente que, a la inversa, muestran quienes hasta ayer celebraban la ciencia como un antídoto necesario a la "superstición religiosa", y que hoy celebran los autodenominados "Expertos" como nuevos sacerdotes de la pandemia, negando los principios más elementales de la medicina. Y si para el cristiano una verdadera pestilencia es un llamado saludable a la conversión y la penitencia por los pecados de los individuos y las naciones; para los adeptos de la religión de la salud un síndrome gripal tratable debería ser el grito de la 'Madre Tierra' violada por la humanidad. Una madrastra Naturaleza, a la que muchos recurren en palabras de Leopardi: ¿Por qué no devuelves lo que prometes? ¿Por qué engañas tanto a tus hijos? Nos damos cuenta de que esa crueldad tribal, esa fuerza primitiva que quisiera exterminarnos como un virus planetario no reside en la Naturaleza, de la cual el Creador es el arquitecto admirable, sino en una élite subordinada a la ideología globalista, que por un lado, quiere imponer la tiranía del Nuevo Orden Mundial y por otro lado, para mantener el poder, remunera generosamente a quienes se ponen a su servicio. Los rebeldes, los refractarios, son en cambio aniquilados en sus posesiones, privados de su libertad, obligados a someterse a hisopos poco fiables y vacunas ineficaces en nombre de un 'bien mayor' que deben aceptar sin posibilidad de disentimiento o crítica.
Hace unos días una señora, creyendo aparecer dotada de sentido práctico, dijo que es necesario someterse al uso de la máscara y al distanciamiento social no tanto por su efectividad, sino para apoyar a nuestros gobernantes en vista de una relajación de la medidas adoptadas hasta ahora: “Si nos ponemos la mascarilla y nos vacunamos, tal vez paren y nos dejen vivir de nuevo”- comentó. Ante esta observación, un señor mayor respondió que algunos judíos, en la Alemania de los años treinta, quizás pensaban que llevar la estrella de David cosida en su chaqueta de alguna manera satisfaría los delirios de Hitler, evitando violaciones mucho peores y salvándose de la deportación. Ante esta calmada objeción, su interlocutora se estremeció al comprender la inquietante similitud entre la dictadura nazi y la locura pandémica de nuestros días; entre la forma en que se podía imponer la tiranía a millones de ciudadanos aprovechando su miedo, entonces como ahora.
Se han dejado persuadir de obedecer, de no reaccionar ante la violación de los derechos de los ciudadanos alemanes culpables sólo de ser judíos, de informar sobre los "criminales" a las autoridades civiles.
Y yo me pregunto: ¿qué diferencia existe entre la denuncia de un vecino que informaba a las autoridades sobre una familia judía y la denuncia entusiasta de quienes reciben conocidos en su casa en violación de una disposición inconstitucional que limita las libertades de los ciudadanos? ¿No están ambos respetando la ley, observando las reglas, mientras que esas mismas reglas violan los derechos de una parte de la población, criminalizada ayer por motivos raciales y hoy por motivos de salud? ¿No hemos aprendido nada de los horrores del pasado?
La voz de la Iglesia invoca a la divina Majestad para eliminar el "flagella tuae iracundiae, quae pro peccatis nostris meremur". Estos flagelos que se han manifestado a lo largo de la historia con guerras, plagas y hambrunas; hoy se muestran con la tiranía del globalismo, capaz de hacer más víctimas de un conflicto mundial y de destruir las economías nacionales más que un terremoto. Debemos entender que si el Señor permitiera que los partidarios de la emergencia de Covid tuvieran éxito, sin duda sería por nuestro bien mayor.
La voz de la Iglesia invoca a la divina Majestad para eliminar el "flagella tuae iracundiae, quae pro peccatis nostris meremur". Estos flagelos que se han manifestado a lo largo de la historia con guerras, plagas y hambrunas; hoy se muestran con la tiranía del globalismo, capaz de hacer más víctimas de un conflicto mundial y de destruir las economías nacionales más que un terremoto. Debemos entender que si el Señor permitiera que los partidarios de la emergencia de Covid tuvieran éxito, sin duda sería por nuestro bien mayor.
Porque hoy se nos ha excluído, como si fuera una falta, lo poco que quedaba en nuestra sociedad que todavía estaba inspirada en la civilización cristiana y que hasta ayer considerábamos normal y dábamos por sentado: ejercitar nuestras libertades fundamentales, encontrarnos rezando en la iglesia, saliendo con amigos, viéndonos en una cena con nuestros seres queridos, abriendo nuestra tienda o restaurante y ganando honestamente nuestro dinero, yendo a la escuela o haciendo un viaje.
Si esta pseudopandemia es una plaga, no es difícil entender cuáles son los pecados por los que el Cielo nos castiga: delitos, abortos, asesinatos, divorcios, violencia, perversiones, vicios, robos, engaños, estafas, traiciones, mentiras, profanaciones y crueldad. Fallos públicos y defectos de los particulares. Pecados de los enemigos de Dios y pecados de sus amigos. Las faltas de los laicos y las faltas de los clérigos, de los bajos y de los altos, de los gobernados y de los gobernantes, de los jóvenes y viejos, de los hombres y mujeres.
Aquellos que creen que la violación de los derechos naturales que estamos sufriendo no tiene un significado sobrenatural, y que nuestra parte de responsabilidad es irrelevante para hacernos cómplices de lo que sucede, están errados. Jesucristo es el Señor de la Historia, y quien quiera desterrar al Príncipe de la Paz del mundo que creó y redimió con su preciosa Sangre no quiere aceptar la inexorable derrota de Satanás, el eterno perdedor.
Si esta pseudopandemia es una plaga, no es difícil entender cuáles son los pecados por los que el Cielo nos castiga: delitos, abortos, asesinatos, divorcios, violencia, perversiones, vicios, robos, engaños, estafas, traiciones, mentiras, profanaciones y crueldad. Fallos públicos y defectos de los particulares. Pecados de los enemigos de Dios y pecados de sus amigos. Las faltas de los laicos y las faltas de los clérigos, de los bajos y de los altos, de los gobernados y de los gobernantes, de los jóvenes y viejos, de los hombres y mujeres.
Aquellos que creen que la violación de los derechos naturales que estamos sufriendo no tiene un significado sobrenatural, y que nuestra parte de responsabilidad es irrelevante para hacernos cómplices de lo que sucede, están errados. Jesucristo es el Señor de la Historia, y quien quiera desterrar al Príncipe de la Paz del mundo que creó y redimió con su preciosa Sangre no quiere aceptar la inexorable derrota de Satanás, el eterno perdedor.
Así, en un delirio que tiene todos los rasgos de la soberbia, sus sirvientes se mueven como si la victoria del mal fuera ahora segura, mientras que en realidad es necesariamente efímera y momentánea. La némesis que se les está preparando nos recordará al pueblo de Israel después del paso del Mar Rojo, y que el faraón no podría haber hecho nada si no se lo hubiera permitido Dios.
La Pascua cristiana, la verdadera Pascua que en el Antiguo Testamento era sólo una figura, tuvo lugar en el Gólgota, en el madero bendito de la Cruz. De ese perfecto Sacrificio, Cristo fue Altar, Sacerdote y Víctima. L ' Agnus Dei, sostenido por el Precursor a orillas del Jordán, tomó sobre Sí los pecados del mundo, para ofrecerse como víctima humana y divina al Padre, restaurando en Su Sangre el orden violado por nuestro Progenitor. Es allí, en el Calvario, donde se produjo el verdadero Gran Reseteo, gracias al cual la deuda inextinguible de los hijos de Adán fue cancelada por los méritos infinitos de la Pasión del Redentor, redimiéndonos de la esclavitud del pecado y de la muerte.
Sin arrepentirnos de nuestros pecados, sin la intención de modificar nuestra vida y conformarla a la voluntad de Dios, no podemos esperar que desaparezcan las consecuencias de nuestros pecados, que ofenden a la divina Majestad y sólo pueden ser aplacados por la penitencia. Nuestro Señor nos mostró el camino real de la Cruz: "Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un ejemplo para seguir sus pasos" (I P 2, 21). Tomemos cada uno nuestra cruz, negándonos a nosotros mismos y siguiendo al divino Maestro. Acerquémonos a la Santa Pascua con la conciencia de estar siempre bajo la mirada del Señor: "Vagasteis como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas" (I P 2, 25). Y recordemos que en el dies irae ciertamente todos lo tendremos como Juez, pero gracias al Bautismo nos hemos merecido el derecho a reconocerlo como Hermano y Amigo.
Le pedimos al Juez Supremo, en palabras de la Sagrada Escritura: "Discerne causam meam de gente non sancta, ab homine iniquo et doloso erue me". Al Padre Misericordioso, que en su Hijo divino nos ha hecho herederos de la gloria eterna, nos dirigimos con humildad a las palabras de David: "Amplius lava me ab iniquitate mea, et a sin meo munda me". Le pedimos al Espíritu Consolador: "Da virtutis meritum, da salutis exitum, da perenne gaudium".
Si de verdad queremos que esta supuesta pandemia se derrumbe como un castillo de naipes -como sucedía siempre con flagelos mucho peores, cuando el Señor decretó su fin- recordemos reconocerlo solo a él, y a ese Señorío universal que usurpamos con cada pecado, negándonos a obedecer Su santa Ley y convirtiéndonos así en esclavos de Satanás. Si queremos la paz de Cristo, es Cristo quien debe reinar, y es Su reino el que debemos desear, comenzando por nosotros mismos, con nuestra familia, con nuestro círculo de amigos y conocidos, con nuestra comunidad religiosa. Adveniat regnum tuum. Si, por otro lado, permitimos que se establezca la odiosa tiranía del pecado y la rebelión contra Cristo, la locura de Covid será solo el comienzo del infierno en la tierra.
Por tanto, preparemos la Confesión y la Comunión Pascual con este espíritu de reparación y expiación, tanto por nuestros pecados como por los de nuestros hermanos, hombres de Iglesia y gobernantes. El verdadero y santo "nuevo renacimiento" al que debemos aspirar debe ser la vida de la Gracia, la amistad de Dios, la asiduidad con Su Santísima Madre y con los Santos. El verdadero "nada volverá a ser como antes" debemos decirlo saliendo del confesionario con la intención de no pecar más, ofreciendo al Rey Eucarístico nuestro corazón como un trono en el que él se deleite en habitar, consagrandole cada una de nuestras acciones, cada pensamiento, cada respiración.
Que estos sean nuestros deseos para la próxima Pascua de Resurrección, bajo la mirada benigna de Nuestra Reina y Señora, Corredentora y Mediadora de todas las Gracias.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
9 de marzo de 2021
Meditación de Pascua
La Pascua cristiana, la verdadera Pascua que en el Antiguo Testamento era sólo una figura, tuvo lugar en el Gólgota, en el madero bendito de la Cruz. De ese perfecto Sacrificio, Cristo fue Altar, Sacerdote y Víctima. L ' Agnus Dei, sostenido por el Precursor a orillas del Jordán, tomó sobre Sí los pecados del mundo, para ofrecerse como víctima humana y divina al Padre, restaurando en Su Sangre el orden violado por nuestro Progenitor. Es allí, en el Calvario, donde se produjo el verdadero Gran Reseteo, gracias al cual la deuda inextinguible de los hijos de Adán fue cancelada por los méritos infinitos de la Pasión del Redentor, redimiéndonos de la esclavitud del pecado y de la muerte.
Sin arrepentirnos de nuestros pecados, sin la intención de modificar nuestra vida y conformarla a la voluntad de Dios, no podemos esperar que desaparezcan las consecuencias de nuestros pecados, que ofenden a la divina Majestad y sólo pueden ser aplacados por la penitencia. Nuestro Señor nos mostró el camino real de la Cruz: "Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un ejemplo para seguir sus pasos" (I P 2, 21). Tomemos cada uno nuestra cruz, negándonos a nosotros mismos y siguiendo al divino Maestro. Acerquémonos a la Santa Pascua con la conciencia de estar siempre bajo la mirada del Señor: "Vagasteis como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas" (I P 2, 25). Y recordemos que en el dies irae ciertamente todos lo tendremos como Juez, pero gracias al Bautismo nos hemos merecido el derecho a reconocerlo como Hermano y Amigo.
Le pedimos al Juez Supremo, en palabras de la Sagrada Escritura: "Discerne causam meam de gente non sancta, ab homine iniquo et doloso erue me". Al Padre Misericordioso, que en su Hijo divino nos ha hecho herederos de la gloria eterna, nos dirigimos con humildad a las palabras de David: "Amplius lava me ab iniquitate mea, et a sin meo munda me". Le pedimos al Espíritu Consolador: "Da virtutis meritum, da salutis exitum, da perenne gaudium".
Si de verdad queremos que esta supuesta pandemia se derrumbe como un castillo de naipes -como sucedía siempre con flagelos mucho peores, cuando el Señor decretó su fin- recordemos reconocerlo solo a él, y a ese Señorío universal que usurpamos con cada pecado, negándonos a obedecer Su santa Ley y convirtiéndonos así en esclavos de Satanás. Si queremos la paz de Cristo, es Cristo quien debe reinar, y es Su reino el que debemos desear, comenzando por nosotros mismos, con nuestra familia, con nuestro círculo de amigos y conocidos, con nuestra comunidad religiosa. Adveniat regnum tuum. Si, por otro lado, permitimos que se establezca la odiosa tiranía del pecado y la rebelión contra Cristo, la locura de Covid será solo el comienzo del infierno en la tierra.
Por tanto, preparemos la Confesión y la Comunión Pascual con este espíritu de reparación y expiación, tanto por nuestros pecados como por los de nuestros hermanos, hombres de Iglesia y gobernantes. El verdadero y santo "nuevo renacimiento" al que debemos aspirar debe ser la vida de la Gracia, la amistad de Dios, la asiduidad con Su Santísima Madre y con los Santos. El verdadero "nada volverá a ser como antes" debemos decirlo saliendo del confesionario con la intención de no pecar más, ofreciendo al Rey Eucarístico nuestro corazón como un trono en el que él se deleite en habitar, consagrandole cada una de nuestras acciones, cada pensamiento, cada respiración.
Que estos sean nuestros deseos para la próxima Pascua de Resurrección, bajo la mirada benigna de Nuestra Reina y Señora, Corredentora y Mediadora de todas las Gracias.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
9 de marzo de 2021
Meditación de Pascua
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