viernes, 12 de julio de 2019

ÁRBOLES DE OTOÑO

Hace algunos días me comentaron que una religiosa a la que conozco desde hace mucho, dejó los hábitos y vive ahora sola en una pequeña casa que ha rentado. Lo curioso es que esta ahora ex-monja tiene más de sesenta años y casi cuatro décadas de vida religiosa. El motivo que adujo para justificar su decisión fue que sus superioras la cambiaban a un destino que ella rechazaba y entonces prefería pasar sus últimos años cerca de su familia de sangre.

El hecho, que no es desacostumbrado en los tiempos que corren, provoca algunas reflexiones. La primera y más obvia es que probablemente la razón aducida no haya sido más que la excusa que, consciente o inconscientemente buscaba desde hace mucho para dejar la vida religiosa.

La segunda es posterior a la primera reacción que mucho tenemos al enterarnos de defecciones como esta: “Fue infiel”; “No quiso seguir diciendo sí”, “¡Insensata!” o, incluso, proferimos la maldición del apóstol Judas: “¡Ay de ellos, que son árboles de otoño sin fruto!” (12). And yet… Me pregunto si esta infructuosidad de árboles otoñales se debió a su propia incapacidad de dar frutos o, más bien, al terreno en el cual fue plantada. Dicho de otra manera, ¿no habrá sido que esta religiosa decidió, en la plenitud de su juventud, entregarse a Dios en una congregación determinada en la que esperaba dar frutos pero que, a la postre, ese instituto religioso terminó estafándola, porque el terreno que le ofreció era pedregoso y sulfuroso? ¿Hasta dónde, entonces, las culpas no son compartidas o, más bien, recaen en los dueños del terreno?

Una buena parte de la vida religiosa actual se ha convertido en una estafa, y no me refiero a la estafa de la vida religiosa que denunciaba Bouyer en su “Clérigos contra Dios”; me refiero a otra más grave aún. 

Imaginemos cómo habrá sido la vida de nuestra monja. Habrá pasado algunos años en colegios de su congregación pero que ya no son gestionado por las religiosas sino por laicos que les conceden graciosamente, en el mejor de los casos, la coordinación de la catequesis, o la posibilidad de alguna breve reflexión diaria antes de izar la bandera. Coordinará catequistas que estudiaron sus catecismos según las directivas de las Conferencia Episcopal, que apenas sabrán los puntos básicos de la fe y que rebosarán de sociología y de palabras como “encuentro”, “solidaridad”, “amor”, “servicio”. Sus reflexiones diarias le entrarán a alumnos y maestros por un oído y le saldrán por el otro en cuestión de segundos. Si tiene suerte, esta monja organizará un grupo de “jóvenes misioneros” que se reunirá una vez por semana para tener veinte minutos de oración en los que, luego de leer un párrafo de alguno de los libritos de Mons. Tucho Fernández, se tomarán de la mano, cantarán una cancioncita pavota y pasarán a la segunda parte de la reunión que consistirá, indefectiblemente, en planificar una colecta solidaria, un recorrida por un barrio pobre distribuyendo juguetes a los niños o una noche de juerga católica.

Otro lustro lo habrá pasado nuestra religiosa como superiora de la casa que tiene su congregación para almacenar a las monjas ancianas y enfermas. Todo un privilegio: es la única casa que crece de toda la provincia religiosa. Su cometido será estar al día con el pago de los servicios de emergencia, mantener a raya a médicos y enfermeras y conseguir los mejores precios en las funerarias de la zona.

Probablemente, en sus años más jóvenes, la habrán destinado al pensionado que tiene la congregación en alguna ciudad capital, y en el que albergan a jovencitas que van allí a hacer sus estudios universitarios. Allí habrá intentado por todos los medios reunir un grupo de residentes al menos una hora a la semana para hablarles de la fe, es decir, de la necesidad de amar al prójimo, pero seguramente habrá tenido poco éxito. Las pensionistas estaban más bien preocupadas en sus estudios, en sus novios, en que no se les note demasiado las resacas de los fines de semana y en no quedar inadvertidamente embarazadas.

Puede haber pasado también algún tiempo en alguna casa “de misión”. Puede haber sido en Bolivia, donde habrá quedado condolida por la cantidad de jóvenes y adultos alcohólicos, pero su superiora le advirtió que es parte de la cultura de ese pueblo por lo que ella no tiene ningún derecho a ejercer colonialismo cultural pretendiendo imponer la sobriedad. También se habrá escandalizado porque en el dispensario que atienden sus hermanas religiosas se distribuyen a jóvenes y adolescentes pastillas y otros medios anticonceptivos. Pero nuevamente su superiora le advertirá que lo hacen porque las niñas ricas de la ciudad tiene acceso a estos métodos porque tienen plata, y no es justo ni igualitario que las pobres queden embarazadas o deban privarse de divertirse con sus novios. [Estos dos casos son reales; los he escuchado con mis propios oídos].

La “misión” puede haberle tocado en algún barrio pobre del país. Allí, junto a una capilla a la que un cura viene a decir “misa”, o algo que se parece, una vez por semana, habrá vivido junto a otras dos hermanas. Allí habrá enseñado a cocinar y a coser a las mujeres adultas, a lavarse las manos a los niños y el pelo a las niñas. Habrá tocado la guitarra con los jóvenes -los escasos jóvenes que asisten de tanto en tanto a la “misión”- y les habrá hablado de un Dios en el que ella escasamente cree porque, en definitiva, si ese es el Dios verdadero, una y otra vez se preguntará a sí misma si vale la pena consagrarse a él en pobreza, castidad y obediencia. Con los más pequeños, habrá pintado dibujos que luego colgaría en el interior del salón frío y feo que sirve de capilla, con la esperanza de que fueran un señuelo para que los padres de esos niños vayan a la misa dominical. Habrá soportado diversos sacerdotes, algunos mejores y otros peores, pero todos mediocres, y habrá tenido que disimular los problemas que esos curas tenían con el alcohol, con las mujeres o con los muchachitos, porque a ellos, como a ella, también los estafaron.

Llegada a los sesenta años, esta monja con toda legitimidad se habrá preguntado: “¿Qué sentido tiene mi vida? Si me equivoqué, al menos me quedan diez o veinte años para aprovechar”. Habrá imaginado su futuro en una agonizante casa religiosa de su congregación, rodeada de la indiferencia y el tedio de la vida comunitaria, escasa vida comunitaria con otras dos monjas de su edad o más ancianas. Habrá decidido, entonces, dejar los hábitos y volver junto a sus hermanos y sobrinos de sangre. Con lo que recibe de su jubilación de maestra, le bastará para vivir entre ellos, esperando recibir más afecto que el que recibía en su vida religiosa y haciendo algo que la haga sentir útil.

Esta mujer, que entró en la vida religiosa a fines de los ’70 o principio de los ’80, fue estafada por la Iglesia. Habrá sido más o menos consciente y más o menos culpable de esa estafa, pero la plantaron en un terreno sin nutrientes, con sólo piedras y ripios que le impidieron crecer y dar fruto. Y ella no eligió el terreno. Ella tomó una decisión generosa y sincera, y fue engañada.

¿Se equivocó? Probablemente, pero yo no la juzgo.


The Wanderer


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