Por Alejandro A. Sarubbi Benítez *
Según sostienen, la mujer se encuentra en una situación de vulnerabilidad permanente por su condición de tal y en tanto existe en lo que llaman una “sociedad patriarcal” en la cual se encuentran sometidas al yugo perpetuo del hombre, condicionando su ámbito de autodeterminación y llevándola a realizar determinadas conductas en pos de la autopreservación.
En términos jurídicos, implica que jueces y fiscales deben tener una mirada benevolente de la mujer delincuente aun cuando ello no encuentre ningún tipo de sustento normativo y afecte de manera clara la igualdad ante la ley.
Del mismo modo, la existencia de órdenes directas para el poder judicial de aplicar esta “mirada” desde la política implica una clara afectación a la división de poderes, y en especial a la imparcialidad de los jueces, que deberán resolver un caso bajo parámetros preestablecidos y que exceden la esfera de la normatividad, y al mismo tiempo que afecta al principio de legalidad consagrado en el art. 18 de nuestra Constitución Nacional en tanto la única fuente válida del derecho penal es la norma escrita; elemento que no se encuentra satisfecho ante la aplicación de la “perspectiva de género”.
Corresponde preguntarse, entonces, ¿cómo afecta esta tendencia de facto en casos concretos?
El 17 de octubre de 2016, Natalia Soledad Schreider sacudió a su hija de apenas meses de vida provocándole lesiones cerebrales que ocasionaron su muerte. A medida que fue avanzando el proceso, quedó descartada cualquier vinculación de su marido en el hecho, resultando ser la única acusada por el hecho.
Durante los primeros días del mes de julio del corriente año, el tribunal resolvió condenarla a tres años de prisión en suspenso por haberla encontrado culpable de homicidio culposo, en tanto que el fiscal Marcos Sacco había requerido una pena de cuatro años y seis meses de prisión.
Como vemos, la mirada tanto del fiscal como del tribunal fue burdamente benevolente para con la rea, ya que la misma debió saber que sacudir a un bebé puede aparejar la muerte debido a su fragilidad, y que su condición de madre implica un nivel responsabilidad mayor. En consecuencia, la pena roza lo ridículo.
Otro caso es el de Julieta Silva, que asesinó quien por entonces era su pareja, Genaro Fortunato. Recibió la pena de 3 años y 9 meses de prisión por homicidio culposo, recientemente ratificada por la Suprema Corte de Justicia de Mendoza.
Los jueces, llamativamente, decidieron omitir el hecho de que la rea arrolló a su víctima en reiteradas ocasiones y se centró en sus supuestos “problemas de visión”. Colmo de males, la condenada permanecerá con prisión domiciliaria para “cuidar” de sus hijos.
El caso más curioso, tal vez, es el de Nahir Galarza. Condenada a prisión perpetua por el homicidio agravado por el vínculo de Fernando Pastorizo, se convirtió en la bandera del progresismo abolicionista. ¿El argumento? Alegan que fue condenada por ser “mujer, linda y rubia”, y que no se tuvo en consideración la presunta violencia de género a la cual estaba sometida, pero que nunca pudo siquiera infefirirse a lo largo de todo el proceso judicial. Por el contrario, sí pudo acreditarse el comportamiento psicópata de la rea para con Pastorizo, que derivó en su ejecución por la espalda y por la cual fue debidamente condenada.
Al día de hoy, la defensa ha interpuesto un recurso de revisión alegando irregularidades en el proceso judicial. No obstante, tal empresa requiere de la introducción de hechos nuevos que hubieren implicado de manera inequívoca que la sentencia fuese otra. Como ello no ocurre, uno podría prever que será rechazado. Sin embargo, la palabra final no está dicha, y cualquier resolución distinta a ratificar la condena despertará, cuanto menos, una polémica de proporciones aún por verse.
Ante este escenario uno bien podría preguntarse ¿por qué se insiste en la “perspectiva de género” cuando ello implica un claro atentado contra la igualdad y la legalidad?
La respuesta está dada por el progresismo y su brazo feminista radical. Hoy por hoy, la mujer —en tanto y en cuanto responda a los intereses propios del movimiento— está ubicada en un plano celestial; puro; de iluminación divina. Se la ubica por encima del resto de la sociedad por el supuesto sometimiento en el cual se encuentra y sobre el cual me expresé en parágrafos anteriores.
Así, la violencia es propiedad exclusiva del hombre, sea ejercida de modo directo o derivado. Por ello, la mujer mata porque el hombre la obliga a hacerlo directa o indirectamente; maltrata a sus hijos porque es un acto reflejo humano producto de la violencia real o simbólica a la que es sometida diariamente por el “patriarcado”; explota sexualmente a otras mujeres porque se ve a sí misma como un objeto a raíz de la “cosificación sexual” en la cual es colocada por los “intereses hegemónicos y culturales” de la “sociedad machista”.
En definitiva, no se trata de otra cosa más que la búsqueda de la impunidad de la mujer. Un movimiento que se proclama abolicionista para con ellas, pero que al mismo tiempo pretende apartar y/o suprimir de facto las garantías constitucionales que protegen los derechos de la sociedad toda.
Las personas de derecho entendemos que cualquier movimiento discursivo —teórico o práctico— que pretenda gozar de privilegios ilegítimos en detrimento del Estado de derecho es en sí mismo inconstitucional, inviable, desigual, ilegal e infundado.
La violencia es inherente al ser humano, y la comisión de un delito no depende en modo alguno del sexo de la persona. Hombres y mujeres somos lo mismo, y el derecho lo reconoce haciéndonos iguales ante la ley.
Depende de nosotros —los juristas— hacerle frente a tamaño atropello: desde el discurso, desde la academia, desde tribunales. Pues somos los que contamos con los recursos técnicos para poder evitar que el Estado constitucional de derecho se convierta en, lisa y llanamente, una dictadura hembrista.
[*] Abogado penalista (UBA). Carrera de Especialización en Derecho Penal (UBA). Parte del cuerpo Docente de Derechos Humanos y Garantías (UBA).
RestaurArg
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