Karen, Cecilia, María, Gisela, Caterina, son una ínfima muestra de la cantidad de chicas que mientras estaban paradas con sus miradas sin brillo en cualquier esquina, no quisimos ver, hasta que la crónica policial nos informaba de su asesinato o desaparición.
Por Orlando Agustín Gauna
Quienes transitamos a diario por la ciudad, en distintas esquinas hemos visto a Mónica, a Mary, a Rosa y a tantas otras ofreciendo sus cuerpos a eventuales clientes, con los que alternarán en “piringundines” cercanos con fachada de hotel, donde controlarán los “pases” que hacen para rendir exactas cuentas a sus explotadores.
Sus “clientes” pueden ser psicópatas, sádicos, o padecer enfermedades infectocontagiosas. Pero eso a nadie le importa. Solo interesa lo que pueden recaudar.
Unas son explotadas por un “panzón” que hace las veces de marido y facilita y promueve su prostitución, a las buenas o a las malas.
Otras son esclavas sexuales de mafias dedicadas a la trata de personas.
Unas pocas, no tienen pareja y ejercen la prostitución como único medio a su alcance para lograr la subsistencia de ella y su prole.
A todas ellas las podemos ver en distintas esquinas, tratando de mostrarse sexis, escudriñando entre los autos algún posible cliente, fumando, manipulando sus celulares o conversando con otras compañeras de oficio, a las que pomposamente ahora se las llama “trabajadoras sexuales”.
Pero en sus ojos nunca veremos el brillo de una mujer feliz.
Y un día cualquiera desapareció Mónica Aquino, otro día asesinaron a Lorena Maria Riquel.
Karen Liliana Peralta, Cecilia Fernanda Correa, María Florencia Avalos, Gisela Bustamante, Caterina Giménez, son una ínfima muestra de la cantidad de chicas que mientras estaban paradas con sus miradas sin brillo en cualquier esquina, no quisimos ver, hasta que la crónica policial nos informaba de su asesinato o desaparición.
El Estado no puede seguir eludiendo su responsabilidad.
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