Por Rafael Gambra (1920-2004)
Siempre me admiró la forma como la Iglesia Católica se entrañaba en la vida de los pueblos y de las familias. Cómo sostenía sus costumbres, haciéndose carne de ellas, y cómo a la vez, las santificaba.
¡Qué obra de arte, de armonía y de profundidad fue la civilización cristiana! Las plegarias cotidianas y los toques de oración señalaban las horas del día. Las fiestas y el año litúrgico marcaban los tiempos, las faenas y el descanso.
Cristianas eran las alegrías y cristianos los dolores del pueblo cristiano. Santo el nombre de cada humano, y su fiesta era de un santo. Un sacramento alumbraba la vida que nacía, otro, la plenitud gozosa del matrimonio; otro consolaba al que se iba de este mundo.
¡Qué fácil era para el cura de pueblo, desde la dignidad de su sotana, mantener el respeto reverencial y a la vez el gesto amable y paternal! ¡Qué figura venerable la del párroco de nuestra juventud! ¡Cómo acudían a él los niños a besarle la mano, pronunciando el "Ave María Purísima"! Y a escuchar de sus labios siempre una palabra de padre. Él era inequívocamente pastor, y a él acudían para consuelo y consejo las tribulaciones de la juventud y las penas de la vejez. Y aquellas gentes tenían como la mayor honra de su vida ver a un hijo suyo sacerdote.
¡Qué grandeza la de los templos que nuestra fe levantó! En cualquiera de nuestra aldeas su templo parroquial vale más que todo el pueblo junto.
¡Y qué dignidad y belleza la del culto divino, aún con los medios más modestos! El latín, el canto gregoriano, la solemnidad de la Misa "de Angelis", obras de una Tradición milenaria. Y en el funeral por el que alguien se nos fue, ¡qué estremecimiento íntimo en el oficio de difuntos, en el "Dies irae", en el responso final...! Las devociones sinceras de la Virgen del lugar, Las procesiones de santos, la romería anual... apostolado sencillo, religión entrañada y de verdad, que nos hizo llegar pujante y consoladora la fe de nuestros mayores, la del mismo Cristo...
Pero llegó el post-concilio y con él, el "nuevo cura". Y ya todo terminó. El sabe más que veinte siglos de catolicidad. En su inmenso portafolios lleva un nuevo culto, casi una nueva religión, que aprendió de maestros holandeses. Y un inmenso desprecio por la fe de aquel lugar.
Ya no vestirá sotana, vestirá como cualquiera, y con torpe desenvoltura tratará de hablar y de reír como los demás. Para reconocer en él al cura, es preciso apelar a nociones abstractas, porque lo que se ve es la antítesis, su negación misma. ¡Qué afrenta a la fe, que desprecio al pueblo fiel!
Ya no hay unción ni respeto, ni devoción, ni fervor. Solo ruidos, innovación, petulancia e impiedad. Ya los niños no acuden al paso del sacerdote. ¿A qué fin? Todo cuanto ha existido debe ser cambiado por "preconciliar". Ya no suenan las campanas del Angelus, ni el pueblo se reúne en la Misa Mayor.
El culto divino se ha extenuado hasta su extremo. Ya no existe el latín, ni el gregoriano de la Liturgia Católica; toda la polifonía clásica ha sido estirada. Salmos con ritmo protestante y ritmos irreverentes han ocupado su lugar.
Y la estridencia, la improvisación constante, el mal gusto. El silencio, el recogimiento, la oración personal, no tienen ya cabida en el templo.
Y como sustancia de toda esta siniestra algarabía, la prédica "social". ¡Que todos la escuchen callados, y que nadie se arrodille al comulgar...!
Violencia a las almas, violencia a las conciencias y a la sensibilidad... todo en nombre de la libertad y del "hombre moderno".
Mientras tanto, las costumbres se corrompen en los pueblos, y la fe se pierde en las almas. ¿Quién enderezará ya todo esto, quién sembrara de nuevo la fe? ¡Danos, Señor, paciente y fortaleza para tantos males aguantar!
Publicado en "Luz de Tradición", Sevilla, Septiembre-octubre 1998.
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