El Evangelio es el camino de la conversión continua: volver la espalda a los ídolos y volvernos al amor de Dios y del prójimo, todos los días.
Domingo 1º Cuaresma- B / 01-03-2009
Por el P. Jesús Álvarez, ssp
Enseguida el Espíritu lo empujó al desierto. Estuvo cuarenta días en el desierto y fue tentado por Satanás. Vivía entre los animales salvajes y los ángeles le servían. Después de que tomaron preso a Juan, Jesús fue a Galilea y empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios. Decía: - El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Conviértanse de sus caminos equivocados y crean al Evangelio.
(Mc 1,12-15).
Jesús estuvo expuesto a las mismas tentaciones a que acosan a toda persona humana, para enseñarnos a mantenernos libres frente a los ídolos de hoy: el poder, el placer y la riqueza, cuyos adoradores tratan de esclavizarnos también a nosotros y arrebatarnos la libertad, la dignidad y la alegría de vivir como hijos de Dios.
Si el mismo Hijo unigénito de Dios sufrió tentaciones, no podemos pretender que nosotros –aunque hijos de Dios- no estamos sometidos a las mismas; y más aun: cedemos ante los ídolos, tal vez sin advertirlo, o sin querer darnos cuenta.
Necesitamos verificar si quizás no estamos transitando por los caminos equivocados que transita la multitud de quienes se han rendido a esos ídolos, y que están programados como autómatas para la “esclavitud de la alienación”: libres para hacer lo que quieran, con tal que quieran lo que se les sugiere y les halaga de inmediato. Mecanizados y manipulados como robots sin vida digna propia, incapaces de opciones nobles, despojados de los valores permanentes que no se esfuman con el rápido paso del tiempo.
Por eso es plenamente válida y actual también para nosotros la invitación de Jesús: “Conviértanse y crean al Evangelio”. El Evangelio es el camino de la conversión continua: volver la espalda a los ídolos y volvernos al amor de Dios y del prójimo, todos los días. Jesús nos da ejemplo de libertad frente al poder, al placer y al dinero, a fin de que esos dones de Dios no se conviertan para nosotros en ídolos al servicio del egoísmo, del mal y de la muerte.
La Iglesia nos propone en la cuaresma -camino hacia la Pascua-, tres recursos de conversión al amor, a la libertad y a la alegría de los hijos de Dios: la oración, la limosna y el ayuno.
La oración nos libra de la esclavitud al ídolo-poder. En la oración el ser humano vive su finitud de criatura y su máxima grandeza, por ser imagen e hijo de Dios, mediante el trato filial y de amistad con él, de tú a tú, lejos de todo cumplimiento. La oración es el máximo poder del hombre, pues en ella se pone a su disposición la omnipotencia del mismo Dios. "Es el poder del hombre y la debilidad de Dios". El Infinito se abaja a nosotros. ¡Qué inmensa dignación! La oración es conversión al amor a Dios.
La limosna nos hace libres frente al ídolo-dinero y a los bienes materiales. Nos hace capaces de compartir, sobre todo con los más necesitados, pues Dios nos ayuda para que ayudemos. No podemos merecer los dones de Dios si luego nos negamos a compartirlos. Sólo recibiremos de Dios el ciento por uno de lo que compartimos y de lo que gozamos con gratitud y orden. Todo lo demás se pierde. La limosna es conversión al amor al prójimo.
El ayuno nos hace libres frente al ídolo-placer, al ayunar de lo que perjudica al prójimo, a nosotros mismos, a la creación y al Creador. El ayuno nos ayuda a gozar con orden, intensidad y gratitud el placer de vivir y todos los demás placeres con que Dios nos hace gratificante y feliz –incluso a pesar del sufrimiento- la existencia física, moral, espiritual, familiar y social, como aperitivo de los inmensos placeres eternos. El ayuno es conversión al justo y necesario amor a sí mismo, pues nos abre a los gozos del banquete eterno.
El placer hecho ídolo termina envenenando todo placer y cierra el camino hacia el placer del paraíso eterno. Hacernos esclavos del placer, es vender nuestra herencia eterna por un plato de lentejas. Huyamos de tan fatal e irremediable fracaso.
Necesitamos aferrarnos a Cristo resucitado, presente, el único que puede librarnos del poder aniquilador de los ídolos. Donde está Cristo, no hay espacio para los ídolos. Sólo su presencia pascual y su Palabra nos librarán de la esclavitud del poder, del placer y del dinero.
“El reino de Dios está cerca…, dentro de ustedes”. “Conviértanse y crean en el Evangelio”. “¡Venga a nosotros tu reino!”
Génesis 9, 8-15
Dios dijo a Noé y a sus hijos: «Yo establezco mi Alianza con ustedes, con sus descendientes, y con todos los seres vivientes que están con ustedes: con los pájaros, el ganado y las fieras salvajes; con todos los animales que salieron del arca, en una palabra, con todos los seres vivientes que hay en la tierra. Yo estableceré mi Alianza con ustedes: los mortales ya no volverán a ser exterminados por las aguas del diluvio, ni habrá otro diluvio para devastar la tierra». Dios añadió: «Éste será el signo de la Alianza que establezco con ustedes, y con todos los seres vivientes que los acompañan, para todos los tiempos futuros: Yo pongo mi arco en las nubes, como un signo de mi Alianza con la tierra. Cuando cubra de nubes la tierra y aparezca mi arco entre ellas, me acordaré de mi Alianza con ustedes y con todos los seres vivientes, y no volverán a precipitarse las aguas del diluvio para destruir a los mortales».
Los contemporáneos de Noé pasaron improvisamente de su seguridad e idolatría a la aniquilación. ¿No sigue sucediendo también hoy algo semejante? Aunque las catástrofes sólo alcancen sólo a una pequeña parte del mundo. Pero el arco iris sigue apareciendo entre las nubes como garantía de la fidelidad de Dios a su Alianza, y no sólo no destruye la humanidad y la creación a causa del pecado, sino que las defiende contra la iniquidad destructora de las fuerzas del mal.
Dios hace Alianza -promete la bendición de su presencia conservadora y salvadora- a favor de todos los hombres y de toda la creación, porque Dios ama las obras de sus manos y no las abandona a los superpoderes destructores.
Mas hoy la Alianza, el arco iris de Dios es una persona: Cristo resucitado, Luz del mundo, que nos llama a la conversión continua y a colaborar con él en conducir la historia, la humanidad y la creación por misteriosos caminos hacia la resurrección y la gloria. Y lo hace desde la Iglesia, en especial desde la Eucaristía, mediante la cual llega la salvación a toda la humanidad, incluso a las víctimas de los desastres naturales, del egoísmo, del odio, del hambre y de las guerras.
1Pedro 3, 18-22
Queridos hermanos: Cristo padeció una vez por los pecados -el justo por los injustos- para que, entregado a la muerte en su carne y vivificado en el Espíritu, los llevara a ustedes a Dios. Y entonces fue a hacer su anuncio a los espíritus que estaban prisioneros, a los que se resistieron a creer cuando Dios esperaba pacientemente, en los días en que Noé construía el arca. En ella, unos pocos -ocho en total- se salvaron a través del agua. Todo esto es figura del bautismo, por el que ahora ustedes son salvados, el cual no consiste en la supresión de una mancha corporal, sino que es el compromiso con Dios de una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que está a la derecha de Dios, después de subir al cielo y de habérsele sometido los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades.
Cristo murió una sola vez, pues su muerte y su resurrección tienen una eficacia infinita de perdón y salvación a favor de la humanidad. Y sin embargo, la salvación sólo la alcanzan quienes la acogen con la conversión, ya sea de forma consciente o sin saberlo. Un vaso sólo se puede llenar si está boca arriba.
Entre su muerte y su resurrección Jesús fue a anunciar la salvación “a los espíritus que estaban prisioneros” por no creer en Dios. Esto nos recuerda lo dicho por Jesús: “A los hombres se les perdonarán todos los pecados, menos el pecado contra el Espíritu Santo”, y: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.
Las aguas del diluvio -que lavaron la tierra de la corrupción-, son figura del bautismo, que nos lava del pecado y nos hace hijos de Dios, con derechos divinos y el compromiso de vivir en relación filial con él, mediante una conciencia pura y un corazón sumiso. Así alcanzaremos un día la plenitud de la filiación, “viéndolo cara a cara, tal cual es”.
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