Por Mons. Martin Dávila Gandara
El Evangelio de San Mateo, XXV, 31-46, nos dice que Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo.
Si Nuestro Maestro y Señor fue tentado, así también nosotros; por eso toda nuestra vida aquí en la tierra es un continuo combate. Pero el arma principal y más temible de Satanás para hacernos caer en el pecado es nuestra propia concupiscencia: foco de mil males que llevamos en nosotros mismos y que se enciende naturalmente y se alimenta con los bienes sensibles. Es el fomes peccati o incentivo del pecado, de que habla el Concilio de Trento… Ahora bien, según nos enseña el Apóstol S. Juan, la concupiscencia es triple: “Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y soberbia de la vida” (I, Juan, II, 13). Por la malicia del demonio y la complicidad de nuestra voluntad perversa, esta triple concupiscencia es verdaderamente el manantial y el principio del pecado… Por ella Satanás venció a nuestros primeros Padres; por ella quiso tentar a Jesucristo en el desierto; por ella hace caer una multitud de almas y las arrastra al infierno, del que estas tres concupiscencias son como tres grandes puertas: Si satisfaces los antojos de tu alma, dice el sabio, ella hará que seas gozo de tus enemigos (Ecli., XVIII, 31). Es importante conocer bien estas concupiscencias, para combatirlas y triunfar de ellas.
I. LA CONCUPIESCENCIA DE LA CARNE
“Y se le acercó el tentador y le dijo, si eres el Hijo de Dios has que estas piedras se conviertan en pan”
1.- La concupiscencia de la carne es el amor y la búsqueda de los placeres sensuales. Ella hace de nosotros esclavos del cuerpo y todas sus tiranías desordenadas, decía S. Pablo: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo mortal? (Rom.,VII, 24). Nuestra naturaleza corrompida tiene sed de voluptuosidad y, no contenta con los placeres permitidos, corre detrás de los placeres prohibidos: este es el cuerpo del pecado como dice S. Pablo (Rom., VI, 6).
2.- Este apetito, es el amor al cuerpo y a los placeres carnales, al mismo tiempo que utiliza todos nuestros sentidos para sus abominables satisfacciones, nos arrastra por ellos a toda suerte de pecados: la gula, la embriaguez, la ociosidad, la pereza, la lujuria, la afeminación en el vestir, etc… “Con este mal, dice S. Agustín, no es compatible virtud alguna, sabiduría alguna; si que con él reinan toda clase de perversidades”.
Y S. Ambrosio, escribiendo a una virgen, cuya virtud acababa de naufragar, le dijo que “su alma, antes templo del Espíritu Santo, por el vicio de la impureza había llegado ser la morada de los demonios…”
Por la concupiscencia de la carne los hombres atrajeron para sí el Diluvio; por ella las ciudades culpables de Sodoma y Gomorra merecieron ser reducidas a ceniza. Ella fue la causa de las desgracias de Sansón, de la caída de David y de Salomón. ¡cuantas herejías nacieron de esta fuente envenenada: Montano, Lutero, Enrique VIII!… ¡Cuántas enfermedades, guerras, discordias en las familias y males de todas suertes ha acarreado a los hombres, a las sociedades y a las naciones!… ¿No es también ésta una de las principales causas que han retenido lejos de la verdad y del divino redil a tantas naciones que no han aceptado el Evangelio, a pesar de los incesantes esfuerzos de los misioneros?
3.- ¿Cuáles serán los remedios para vencer semejante plaga? Los remedios son:
1.- La concupiscencia de la carne es el amor y la búsqueda de los placeres sensuales. Ella hace de nosotros esclavos del cuerpo y todas sus tiranías desordenadas, decía S. Pablo: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo mortal? (Rom.,VII, 24). Nuestra naturaleza corrompida tiene sed de voluptuosidad y, no contenta con los placeres permitidos, corre detrás de los placeres prohibidos: este es el cuerpo del pecado como dice S. Pablo (Rom., VI, 6).
2.- Este apetito, es el amor al cuerpo y a los placeres carnales, al mismo tiempo que utiliza todos nuestros sentidos para sus abominables satisfacciones, nos arrastra por ellos a toda suerte de pecados: la gula, la embriaguez, la ociosidad, la pereza, la lujuria, la afeminación en el vestir, etc… “Con este mal, dice S. Agustín, no es compatible virtud alguna, sabiduría alguna; si que con él reinan toda clase de perversidades”.
Y S. Ambrosio, escribiendo a una virgen, cuya virtud acababa de naufragar, le dijo que “su alma, antes templo del Espíritu Santo, por el vicio de la impureza había llegado ser la morada de los demonios…”
Por la concupiscencia de la carne los hombres atrajeron para sí el Diluvio; por ella las ciudades culpables de Sodoma y Gomorra merecieron ser reducidas a ceniza. Ella fue la causa de las desgracias de Sansón, de la caída de David y de Salomón. ¡cuantas herejías nacieron de esta fuente envenenada: Montano, Lutero, Enrique VIII!… ¡Cuántas enfermedades, guerras, discordias en las familias y males de todas suertes ha acarreado a los hombres, a las sociedades y a las naciones!… ¿No es también ésta una de las principales causas que han retenido lejos de la verdad y del divino redil a tantas naciones que no han aceptado el Evangelio, a pesar de los incesantes esfuerzos de los misioneros?
3.- ¿Cuáles serán los remedios para vencer semejante plaga? Los remedios son:
a) La mortificación de la carne, es decir, los ayunos, las abstinencias, las vigilias, el trabajo: por eso decía S. Pablo: “Castigo mi cuerpo, y lo reduzco a servidumbre, no sea que predicando a otros sea yo réprobo” (I, Cor., IX, 27) Y S. Pedro: “Por lo tanto, habiendo Cristo padecido en la carne, armaos también vosotros de la misma disposición, a saber, que el que padeció en la carne ha roto con el pecado” (I, Ped., IV, 1). Se extingue el fuego retirando la leña: también se extinguen los ardores de la concupiscencia mortificando la carne y poniendo un freno a su apetitos desordenados. Veamos la terrible suerte final tuvo el rico epulón, que todos los días concedía a su cuerpo las delicias y las satisfacciones de una comida abundante (Luc., XVI, 19).
b) El temor de Dios, que es el principio de la sabiduría… (Salmos, CX, 10); el pensamiento de la santísima presencia de Dios. c) La guarda de los sentidos: decía Job: “Había hecho pacto con mis ojos de no mirar a doncella alguna” (XXXI, 1). Vigilancia exacta y severa, huida de las ocasiones peligrosas: como dice S. Pedro: “Estar alertas y vigilantes, porque el demonio anda como león rugiente buscando presa que devorar” (I, V, 8). Dios nos ha dado los sentidos para que fuesen nuestros instrumentos en el trabajo de nuestra santificación; no les dejemos, usurpar un papel que no les pertenece, y desconfiemos de su convivencia con Satanás…
d) Oraciones fervientes y continuas… Meditación asidua de la palabra de Dios: Recordemos que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de Dios; Meditación de la vida y de la Pasión de Jesucristo; de las postrimerías… Nos dice el Espíritu Santo: “acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás”.
e) Confianza en Dios, fe, fortaleza, unión con Jesucristo…
b) El temor de Dios, que es el principio de la sabiduría… (Salmos, CX, 10); el pensamiento de la santísima presencia de Dios. c) La guarda de los sentidos: decía Job: “Había hecho pacto con mis ojos de no mirar a doncella alguna” (XXXI, 1). Vigilancia exacta y severa, huida de las ocasiones peligrosas: como dice S. Pedro: “Estar alertas y vigilantes, porque el demonio anda como león rugiente buscando presa que devorar” (I, V, 8). Dios nos ha dado los sentidos para que fuesen nuestros instrumentos en el trabajo de nuestra santificación; no les dejemos, usurpar un papel que no les pertenece, y desconfiemos de su convivencia con Satanás…
d) Oraciones fervientes y continuas… Meditación asidua de la palabra de Dios: Recordemos que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de Dios; Meditación de la vida y de la Pasión de Jesucristo; de las postrimerías… Nos dice el Espíritu Santo: “acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás”.
e) Confianza en Dios, fe, fortaleza, unión con Jesucristo…
II. EL ORGULLO
“Entonces llevó el diablo a la ciudad santa…, y estando sobre el pináculo del templo, le dijo: si eres el Hijo de Dios tírate... etc.”
1.- El orgullo es un amor desordenado de sí mismo, de la propia excelencia, un deseo de ser alabado y estimado más que los otros. Es un vicio odioso, del que todos estamos más o menos inficionados; es la consecuencia de las palabras de la serpiente: “El día que comieres del fruto prohibido, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal” (Gen. III, 5). El mismo demonio fue precipitado al infierno por causa de su orgullo (Isa., XIV, 14).
2.- Engendra el egoísmo, la ambición, la presunción, la vanidad, la hipocresía, la desobediencia, los celos, la envidia, el odio y el desprecio del prójimo… Por él cayeron del cielo los ángeles secuaces de Lucifer, nuestros primeros Padres en el Paraíso terrenal, Caín, los hermanos de José, y tantos otros… ¡Cuántas virtudes empañadas por el orgullo! ¡Cuántos méritos perdidos!… ¡Cuántos cismas y herejías en la Iglesia! ¡Cuántos disturbios y guerras en los países! ¡Cuántas caídas vergonzosas, cuántas almas condenadas por el orgullo! Dice el Eclesiástico: “el inicio de todo pecado es la soberbia” (X,15).
3.- Para desarraigarlo de nuestro corazón, ¿Qué remedios o medios se han de tomar? a) La consideración y el recuerdo de nuestros pecados, de nuestras miserias… Ejemplo de S. Pablo, quien con frecuencia hace alusión a sus años transcurridos en el odio a Cristo, por no sobreponerse al orgullo: “No soy digno de llamarme Apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios” (I. Cor., XV, 9). También el de Santa Teresa…
b) Excitar frecuentemente en nosotros vivos sentimientos de humildad, de desconfianza de nosotros mismos, de confianza en la misericordia de Dios: Nos dice le libro de las Lamentaciones: “Es por la misericordia de Yahvé que no hayamos perecido, porque nunca se acaban sus piedades” (III, 22).
c) La meditación asidua de la vida y de la doctrina de Jesucristo: Aprended de mí que soy humilde y manso de corazón... etc…
d) Ser iguales con todos, perfecta sumisión a Dios, a la Iglesia, a todo superior legítimo, sin discutir lo que nos mandan, sin murmurar… la humildad es fácil al que es obediente; y, recíprocamente, un alma verdaderamente humilde se someterá sin trabajo a la autoridad que manda. Los santos, no sólo obedecían sin demora, sino que se guardaban bien de no cuestionar o discutir las razones de las órdenes de sus superiores, por duras y penosas que fuesen. Ahora bien, un alma así dispuesta no deja hueco alguno al demonio del orgullo… Eva sucumbió, porque, en lugar de mantenerse en la obediencia a la palabra de Dios, acepto imprudentemente razonar con la serpiente, que halagó su orgullo y la dejó discutir el mandato divino.
e) Temamos la vanidad y la presunción; no hagamos nada sino conforme a la voluntad de Dios y por obediencia: “No tentarás al Señor tu Dios”.
f) Pidamos sin cesar la gracia de la humildad.
1.- El orgullo es un amor desordenado de sí mismo, de la propia excelencia, un deseo de ser alabado y estimado más que los otros. Es un vicio odioso, del que todos estamos más o menos inficionados; es la consecuencia de las palabras de la serpiente: “El día que comieres del fruto prohibido, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal” (Gen. III, 5). El mismo demonio fue precipitado al infierno por causa de su orgullo (Isa., XIV, 14).
2.- Engendra el egoísmo, la ambición, la presunción, la vanidad, la hipocresía, la desobediencia, los celos, la envidia, el odio y el desprecio del prójimo… Por él cayeron del cielo los ángeles secuaces de Lucifer, nuestros primeros Padres en el Paraíso terrenal, Caín, los hermanos de José, y tantos otros… ¡Cuántas virtudes empañadas por el orgullo! ¡Cuántos méritos perdidos!… ¡Cuántos cismas y herejías en la Iglesia! ¡Cuántos disturbios y guerras en los países! ¡Cuántas caídas vergonzosas, cuántas almas condenadas por el orgullo! Dice el Eclesiástico: “el inicio de todo pecado es la soberbia” (X,15).
3.- Para desarraigarlo de nuestro corazón, ¿Qué remedios o medios se han de tomar? a) La consideración y el recuerdo de nuestros pecados, de nuestras miserias… Ejemplo de S. Pablo, quien con frecuencia hace alusión a sus años transcurridos en el odio a Cristo, por no sobreponerse al orgullo: “No soy digno de llamarme Apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios” (I. Cor., XV, 9). También el de Santa Teresa…
b) Excitar frecuentemente en nosotros vivos sentimientos de humildad, de desconfianza de nosotros mismos, de confianza en la misericordia de Dios: Nos dice le libro de las Lamentaciones: “Es por la misericordia de Yahvé que no hayamos perecido, porque nunca se acaban sus piedades” (III, 22).
c) La meditación asidua de la vida y de la doctrina de Jesucristo: Aprended de mí que soy humilde y manso de corazón... etc…
d) Ser iguales con todos, perfecta sumisión a Dios, a la Iglesia, a todo superior legítimo, sin discutir lo que nos mandan, sin murmurar… la humildad es fácil al que es obediente; y, recíprocamente, un alma verdaderamente humilde se someterá sin trabajo a la autoridad que manda. Los santos, no sólo obedecían sin demora, sino que se guardaban bien de no cuestionar o discutir las razones de las órdenes de sus superiores, por duras y penosas que fuesen. Ahora bien, un alma así dispuesta no deja hueco alguno al demonio del orgullo… Eva sucumbió, porque, en lugar de mantenerse en la obediencia a la palabra de Dios, acepto imprudentemente razonar con la serpiente, que halagó su orgullo y la dejó discutir el mandato divino.
e) Temamos la vanidad y la presunción; no hagamos nada sino conforme a la voluntad de Dios y por obediencia: “No tentarás al Señor tu Dios”.
f) Pidamos sin cesar la gracia de la humildad.
III. LA CONCUPISCENCIA DE LOS OJOS
“De nuevo lo llevó el diablo, a un monte alto y le enseñó todos los reinos del mundo y su gloria, diciéndole todo esto te daré, si te postras delante mi y me adoras”.
1.- Entendemos por concupiscencia de los ojos un deseo desenfrenado de los bienes y riquezas de este mundo, un apego desordenado a estos bienes, la sed del oro, el culto al dinero, una verdadera idolatría, una cadena con la que el diablo tiene presos a casi todos los hombres: dice el Salmo, IV, 3: los hijos de los hombres tienen amor a la vanidad, y a las mentiras.
2.- Esta concupiscencia de los ojos engendra la codicia, la avaricia, la vanidad, el lujo, los gastos inmoderados…; los robos, los fraudes, las usuras, las discordias, los pleitos, las injusticias de todas clases.
Es el apetito de enriquecerse , de hacer fortuna… Es como venderle el alma al demonio por algunas monedas. Veamos a Judas… ¡cuántos males desencadenados sobre la tierra, y cuántas almas precipitadas en las llamas eternas por esta lamentable concupiscencia!… es seguir las sugestión diabólica: “todas estas cosas te daré, si te postras y me adoras” ¡Oh! ¡que promesa tan mentirosa!
3.- ¿Qué remedios hay que emplear para triunfar de esta pasión?
a) Consideremos la vida pobre y laboriosa de Jesucristo, y meditemos su doctrina sobre la pobreza y las riquezas: “Bienaventurados los pobres por que de ellos es el reino de los cielos” (Luc., VI, 29; Mat., V, 3).
b) Meditemos sobre la brevedad de nuestra vida aquí en la tierra, la caducidad de los bienes y de las riquezas terrenas (Ecle., I, 2; Mat., XVI, 26).
c) Excitémonos a amar la pobreza, a practicarla por amor de Jesucristo, según las circunstancias de tiempo, de lugar, etc. Si tenemos bienes de fortuna, seamos pobres de espíritu, es decir, no pongamos en ellos el corazón: “No confíes en la violencia, ni te gloríes en la rapiña. Si tus riquezas aumentan, no pongas en ellas el corazón” (Salmo, LXI, 11). Antes bien, cuanto más pronto, enviemos nuestra fortuna a lugar seguro, al cielo, multiplicando nuestras limosnas y nuestras buenas obras (Mat., VI, 20; Ecli., XXIX, 14, 15).
Hermanos, velemos sin cesar sobre nosotros mismos; porque el demonio busca todas las ocasiones de hacernos sucumbir y como dice S. Pedro: “Hay que resistir firmes en la fe” (I Ped., V, 9). Resistamos animosamente, a ejemplo de Jesucristo y con su ayuda, y nuestras victorias merecerán el seamos coronados en el cielo.
1.- Entendemos por concupiscencia de los ojos un deseo desenfrenado de los bienes y riquezas de este mundo, un apego desordenado a estos bienes, la sed del oro, el culto al dinero, una verdadera idolatría, una cadena con la que el diablo tiene presos a casi todos los hombres: dice el Salmo, IV, 3: los hijos de los hombres tienen amor a la vanidad, y a las mentiras.
2.- Esta concupiscencia de los ojos engendra la codicia, la avaricia, la vanidad, el lujo, los gastos inmoderados…; los robos, los fraudes, las usuras, las discordias, los pleitos, las injusticias de todas clases.
Es el apetito de enriquecerse , de hacer fortuna… Es como venderle el alma al demonio por algunas monedas. Veamos a Judas… ¡cuántos males desencadenados sobre la tierra, y cuántas almas precipitadas en las llamas eternas por esta lamentable concupiscencia!… es seguir las sugestión diabólica: “todas estas cosas te daré, si te postras y me adoras” ¡Oh! ¡que promesa tan mentirosa!
3.- ¿Qué remedios hay que emplear para triunfar de esta pasión?
a) Consideremos la vida pobre y laboriosa de Jesucristo, y meditemos su doctrina sobre la pobreza y las riquezas: “Bienaventurados los pobres por que de ellos es el reino de los cielos” (Luc., VI, 29; Mat., V, 3).
b) Meditemos sobre la brevedad de nuestra vida aquí en la tierra, la caducidad de los bienes y de las riquezas terrenas (Ecle., I, 2; Mat., XVI, 26).
c) Excitémonos a amar la pobreza, a practicarla por amor de Jesucristo, según las circunstancias de tiempo, de lugar, etc. Si tenemos bienes de fortuna, seamos pobres de espíritu, es decir, no pongamos en ellos el corazón: “No confíes en la violencia, ni te gloríes en la rapiña. Si tus riquezas aumentan, no pongas en ellas el corazón” (Salmo, LXI, 11). Antes bien, cuanto más pronto, enviemos nuestra fortuna a lugar seguro, al cielo, multiplicando nuestras limosnas y nuestras buenas obras (Mat., VI, 20; Ecli., XXIX, 14, 15).
Hermanos, velemos sin cesar sobre nosotros mismos; porque el demonio busca todas las ocasiones de hacernos sucumbir y como dice S. Pedro: “Hay que resistir firmes en la fe” (I Ped., V, 9). Resistamos animosamente, a ejemplo de Jesucristo y con su ayuda, y nuestras victorias merecerán el seamos coronados en el cielo.
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