Francisco Palau y Quer vino a la luz el 29 de diciembre de 1811 bajo el signo de las crisis que sacuden el mundo moderno. Sus padres eran pequeños propietarios en la vecindad de Aytona, pueblo de la próspera región de Cataluña (España).
El hogar era impregnado por la piedad familiar y por inmemoriales costumbres que generaciones de fe y trabajo destilaron en un ambiente orgánico rebosante de genuina cultura popular.
Francisco nació en territorio ocupado. Napoleón I había invadido España e intentaba implantar a punta de bayoneta los pseudo-ideales de la Revolución Francesa.
El pueblo natal de Francisco padecía bajo la bota de la soldadesca napoleónica comandada por el coronel Henriot, establecido en Lérida. Henriot instauró un régimen de terror y miseria. Reprimía severamente la población fiel al rey legítimo, a las costumbres tradicionales, a los derechos regionales o Fueros y al catolicismo.
Los hombres habían huido a los bosques. En las ciudades quedaban mujeres, niños y ancianos. Reinaban el hambre, el frío, la penuria y el luto.
Cuando, por fin, las maltrechas huestes napoleónicas abandonaron España, dejaron atrás de sí una tierra arrasada.
Desde niño, Francisco tuvo que ayudar a su padre y hermanos a reconstruir la casa paterna y recuperar la producción de sus parcelas.
Ya en la infancia se revelaron sus cualidades intelectuales y su vocación religiosa. A los 17 años ingresó en el seminario de Lérida, donde fue formado en la teología de Santo Tomás de Aquino.
Allí decidió ingresar en la Orden del Carmen, pero el Rector del seminario y sus propios padres se opusieron [1]. Hizo una novena a San Elías.
Según el padre Canudas, uno de los colaboradores de Francisco, “el último día de la novena, el Cielo le concedió la paz interior al indicarle claramente a qué Orden Religiosa debía pertenecer: el propio San Elías extendió su capa sobre Francisco y lo cubrió con ella. Con tan clara señal, no dudó ni un instante en dirigirse al anhelado Monte a la sombra del Carmelo” [2].
Cuando tenía 21 años fue admitido en el convento Carmelita de San José, en Barcelona. El 15 de noviembre de 1833 hizo la profesión solemne en la Orden.
En la España de entonces, pronunciar votos religiosos equivalía a arrostrar el martirio:
Fray Francisco y sus compañeros fueron despertados por el horrible grito “¡Maten a los frailes!” y por la luz de las llamas que consumían la iglesia conventual [4].
En la España de entonces, pronunciar votos religiosos equivalía a arrostrar el martirio:
“Cuando hice mi profesión religiosa –escribió años más tarde– la revolución tenía ya en su mano la tea incendiaria para abrasar todos los establecimientos religiosos y el temible puñal para asesinar los individuos refugiados en ellos” [3].Efectivamente, en la noche del 25 de julio de 1835 estalló un motín liberal. Grupos revolucionarios incitando al homicidio, portando antorchas y cuchillos, prendieron fuego a numerosos monasterios y martirizaron religiosos por toda España.
Fray Francisco y sus compañeros fueron despertados por el horrible grito “¡Maten a los frailes!” y por la luz de las llamas que consumían la iglesia conventual [4].
Fray Francisco y algunos Hermanos de vocación salvaron la vida. Pero enseguida fueron atrapados y encerrados en cárceles, donde quedaron aguardando la muerte.
El gabinete ministerial de la monarquía española era acentuadamente anticlerical. Después de esa sublevación sacrílega y sangrienta, las Órdenes Religiosas de Clausura fueron suprimidas y sus bienes rematados.
Los frailes fueron dispersados y sus hábitos prohibidos. Fueron tolerados sólo los que se presentasen como sacerdotes seculares. El convento de San José donde estaba Fray Francisco era el más antiguo carmelitano de Barcelona y fue demolido y en su lugar fue instalado un mercado.
El Beato Palau recuperó la libertad pero para encontrarse sumariamente en la calle. Ya no tenía convento donde vivir, no podía usar sus ropas religiosas, no podía reunirse con otros carmelitas y era hostilizado por piquetes anticlericales.
Durante décadas la Orden del Carmen sería perseguida por leyes inicuas. La Provincia Carmelitana de Cataluña sólo fue restaurada el 3 de diciembre de 1906, más de 30 años después de la muerte del bienaventurado.
La Revolución había subvertido completamente la vida de Fray Palau. Mas éste, admirador entusiasmado del profeta S. Elías, tomó una resolución y la ejecutó rectilíneamente: imitar al fundador del Carmelo viviendo como ermitaño en una gruta en Aitona, en las montañas de Cataluña.
Completó sus estudios en la soledad y volvió a la ciudad para ser ordenado sacerdote el 2 de abril de 1836, por el Obispo de Barbastro, Mons. Jaime Fort y Puig. Éste le nombró asistente de la parroquia de Aitona, su ciudad natal.
En sus nuevas funciones, Fray Palau se reveló como un apóstol de excepcional valor: recorría las calles para asistir enfermos, instruir niños y convertir pecadores.
Sus sermones eran llenos de ardor y lógica, riqueza de imágenes y sabor de expresión, tenían decisiva fuerza de convicción. Las gentes se agolpaban en su confesionario. Los progresos de la parroquia eran manifiestos.
La envidia y el odio revolucionarios también. Pronto fue calumniado como “absolutista”, “exagerado”, incapaz de comprender el progreso y el mundo.
Por fin, agentes revolucionarios solventaron asesinos para eliminarlo.
El padre Palau había construido una ermita de piedra donde solía recogerse cuando el ministerio sacerdotal se lo permitía.
Allí fueron a buscarle tres homicidas a sueldo. Al verlos, el padre Palau no se intimidó. Por el contrario, los sicarios fueron sobrecogidos por un terror sobrenatural. El más atrevido avanzó:
– “Adelante, hermano mío –le dijo el padre Palau- ¿Qué te trae a esta hora?”
– “Vengo a matarte” -respondió el criminal.
Un intrépido predicador durante una sangrienta guerra civil
En sus nuevas funciones, Fray Palau se reveló como un apóstol de excepcional valor: recorría las calles para asistir enfermos, instruir niños y convertir pecadores.
Sus sermones eran llenos de ardor y lógica, riqueza de imágenes y sabor de expresión, tenían decisiva fuerza de convicción. Las gentes se agolpaban en su confesionario. Los progresos de la parroquia eran manifiestos.
La envidia y el odio revolucionarios también. Pronto fue calumniado como “absolutista”, “exagerado”, incapaz de comprender el progreso y el mundo.
Por fin, agentes revolucionarios solventaron asesinos para eliminarlo.
El padre Palau había construido una ermita de piedra donde solía recogerse cuando el ministerio sacerdotal se lo permitía.
Allí fueron a buscarle tres homicidas a sueldo. Al verlos, el padre Palau no se intimidó. Por el contrario, los sicarios fueron sobrecogidos por un terror sobrenatural. El más atrevido avanzó:
– “Adelante, hermano mío –le dijo el padre Palau- ¿Qué te trae a esta hora?”
– “Vengo a matarte” -respondió el criminal.
– “¿Tú vienes a matarme? –retrucó el bienaventurado – Sería mejor que vinieses a confesarte pues hace veinte años que no lo haces. Escucha, tú no sabes cuando Dios te llamará a su Juicio. Ven”.
El asesino cayó de rodillas y se confesó, siendo luego imitado por sus dos cómplices [5].
El apostolado del padre Palau se realizaba en condiciones dramáticas. La guerra civil llamada de los siete años (1833-1840) devastaba España.
Isabel II de España
Por el otro lado, el partido carlista, que consideraba rey legítimo al príncipe Carlos de Borbón (Carlos V) alistaba las fuerzas conservadoras.
Inscribieron “Religión” en sus banderas y defendieron los derechos regionales de los reinos y provincias de España, orgánicamente, a lo largo de siglos de existencia autónoma bajo el signo de la fe y de ricas y variadas culturas locales.
El padre Palau prodigó lo mejor de sí predicando en diócesis dentro del territorio carlista, y asistiendo a soldados y heridos [7].
A su paso, de ciudad en ciudad, el fervor religioso se reanimaba, las esperanzas se encendían, las multitudes corrían a recibir los Sacramentos, con evidente refuerzo de las convicciones carlistas.
La Santa Sede reconoció la magnitud de sus esfuerzos por la Iglesia.
El Vicario General Castrense y Delegado Apostólico en Berga –capital provisoria del carlismo– Mons. Millau le concedió el título de Misionero Apostólico el 19 de febrero de 1840, con el poder de erigir Calvarios y exponer el Santísimo Sacramento cuando lo juzgase provechoso.
El padre Palau no dudaba de la legitimidad del carlismo y fue uno de sus más fervorosos defensores.
No obstante esto, nunca fue llevado por ilusiones, nostalgias del pasado o un sentimentalismo monárquico-tradicionalista.
Para él, la suerte del carlismo estaba intrínsecamente unida a la causa de la Religión. Y el gran enemigo de ambos no era tanto el partido liberal cuanto la Revolución que ardía en toda Europa insuflada desde antros ocultos.
En todo momento el Bienaventurado exhortaba príncipes y jefes carlistas a que fueran consecuentes con los postulados religiosos tradicionales que profesaban. El padre Palau les pedía una reforma personal de costumbres.
Así darían al pueblo el ejemplo eficaz a que están obligados nobles y miembros de las elites legítimas. Sin esto –decía– la causa carlista estaba destinada al desastre pese a tener el apoyo mayoritario de la población.
Así como la experiencia mostró que el padre Palau era un profundo conocedor de las almas, también los hechos evidenciaron que veía la política y la estrategia con más clarividencia que príncipes y generales carlistas.
Éstos escogieron el camino opuesto: dejaron para después –en la práctica para nunca– la reforma moral. Confiaron apenas en su capacidad bélica y en el apoyo popular para ganar la guerra civil.
En 1840, la catástrofe militar carlista era generalizada: las tropas huían en desbandada hacia Francia. Los soldados liberales avanzaban cobrando terribles represalias sobre la población. El clero era especial objeto de venganzas.
El padre Palau junto con otros religiosos fugitivos se salvó atravesando la frontera francesa el 21 de julio de 1840.
Papa Gregorio XVI
La reacción del gobierno fue rápida y brutal: encarceló sacerdotes y obispos, exigió diplomáticamente que Francia estrechase la vigilancia de los religiosos españoles refugiados. El Nuncio Apostólico fue expulsado.
El gobierno instaló usurpadores en el lugar de 22 obispos, varios diocesanos fueron desterrados y numerosas diócesis quedaron vacantes [8]. Por su parte, la prensa escarnecía al Papa por tramar una quimérica cruzada contra España desde las ciudades fronterizas.
Mientras socorría a sus compatriotas desterrados, el padre Palau meditó cuidadosamente las exhortaciones de Gregorio XVI. Movido por ellas, compuso seis grandes conferencias espirituales “para aquellos que quieren rezar instruidos de la manera de dialogar con Dios por el triunfo de la Religión Católica en España, y para exterminar de esta nación las sectas impías que la combaten”. Estas conferencias fueron publicadas en 1843 con el título “Lucha del alma con Dios” [9].
Durante el exilio en Francia, la condesa de Cahuzac y el vizconde de Serres, le acogieron en el castillo de Montdésir (Tarn-et-Garonne).
Estos nobles apoyaron la instalación del bienaventurado y un pequeño grupo de ermitaños en las grutas excavadas en la gargantas de Galamus, parte del coto señorial. Es la conocida ermita de Saint-Antoine de Galamus. Luego se instaló en Cantayrac y en la proximidad del santuario de Notre Dame de Livron.
Allí el padre Palau podía entregarse a su amado aislamiento del mundo, a la contemplación, oración y meditación sobre la Revelación y la dimensión religiosa de los acontecimientos políticos y sociales que le tocaba vivir.
Pronto las gentes empezaron a reunirse en la planicie frente a la gruta para confesarse y asistir a la Misa, atraídas por su fama de santidad y por milagros que le eran atribuidos [10].
El apoyo de la nobleza local le fue indispensable pues el clero de la región le acusaba ante el obispo por “competición desleal”.
La presencia de un religioso atípico que se levantaba muy temprano, llevaba una vida llena de oraciones y buenas obras, reenfervorizando el pueblo era mal vista. El 22 de mayo de 1848, los gendarmes de Caylus recibieron la orden de arrestar cualquier religioso vestido de hábito fuera de su ermita.
El padre Palau percibió que el obispo de Montauban no le quería más en su diócesis y desaprobaba sus curas prodigiosas. Su exilio en Francia no podía durar mucho más.
Durante el largo exilio (1840-1851) la animosidad gubernamental contra los refugiados había amainado. En 1851, el Bienaventurado regresó a España.
Barcelona estaba en plena fiebre. Por un lado, la industrialización creciente había atraído a la ciudad masas de campesinos desarraigados de sus tierras y de sus estilos tradicionales de vida. Despojados de apoyo espiritual, eran fácil presa de la agitación revolucionaria.
Por otro lado, los principios igualitarios y libertarios de la Revolución Francesa habían corroído ampliamente los medios políticos dirigentes. Rápidamente habían engendrado sus desdoblamientos socialista, comunista y anarquista.
Barcelona se había convertido en un foco de agitación contra la Iglesia.
El padre Palau no se quedó de brazos cruzados: propuso al Arzobispo de Barcelona, D. José Domingo Costa y Borrás, la construcción de una gran iglesia en medio de los nuevos barrios obreros.
El Obispo, que ya había autorizado al padre Palau a ejercer su ministerio en la diócesis y le había nombrado director espiritual de los seminaristas, aprobó y contribuyó económicamente para la erección del templo auxiliado por algunos ricos industriales católicos.
En el centro neurálgico de lo que era un foco de agitación socialista-comunista, el padre Palau fundó la Escuela de la Virtud, una obra catequística-apologética, inteligente y fructífera.
El propio Beato explicó la finalidad:
Un coro de niños repetía de memoria la lección previamente distribuida en folletos o anunciada por la prensa. A continuación, los adultos cantaban salmos y recibían una exposición del tema, seguida de debates.
Los profesores, guiados por el padre Palau, daban lecciones de Doctrina Católica y refutaban los argumentos contrarios, especialmente los errores del socialismo, del comunismo y del ateísmo.
Al final se hacía un acto de fe en las tesis expuestas, y el director concluía la sesión con un breve discurso. Coreografías y representaciones, discusiones públicas, síntesis y oraciones finales consolidaban en las mentes los principios católicos y contra-revolucionarios aprendidos.
Las prédicas en la Escuela de la Virtud eran recogidas por la prensa católica y esparcidas a los cuatro vientos [11].
El 1º de enero de 1852 el padre Palau condujo una impresionante procesión de la Escuela de la Virtud desde los barrios populares hasta las puertas del Palacio Episcopal, tan hostilizado en aquel tiempo.
Ermita de Saint-Antoine de Galamus
Allí el padre Palau podía entregarse a su amado aislamiento del mundo, a la contemplación, oración y meditación sobre la Revelación y la dimensión religiosa de los acontecimientos políticos y sociales que le tocaba vivir.
El apoyo de la nobleza local le fue indispensable pues el clero de la región le acusaba ante el obispo por “competición desleal”.
La presencia de un religioso atípico que se levantaba muy temprano, llevaba una vida llena de oraciones y buenas obras, reenfervorizando el pueblo era mal vista. El 22 de mayo de 1848, los gendarmes de Caylus recibieron la orden de arrestar cualquier religioso vestido de hábito fuera de su ermita.
El padre Palau percibió que el obispo de Montauban no le quería más en su diócesis y desaprobaba sus curas prodigiosas. Su exilio en Francia no podía durar mucho más.
Apóstol de las masas obreras
Durante el largo exilio (1840-1851) la animosidad gubernamental contra los refugiados había amainado. En 1851, el Bienaventurado regresó a España.
Barcelona estaba en plena fiebre. Por un lado, la industrialización creciente había atraído a la ciudad masas de campesinos desarraigados de sus tierras y de sus estilos tradicionales de vida. Despojados de apoyo espiritual, eran fácil presa de la agitación revolucionaria.
Por otro lado, los principios igualitarios y libertarios de la Revolución Francesa habían corroído ampliamente los medios políticos dirigentes. Rápidamente habían engendrado sus desdoblamientos socialista, comunista y anarquista.
Barcelona se había convertido en un foco de agitación contra la Iglesia.
El padre Palau no se quedó de brazos cruzados: propuso al Arzobispo de Barcelona, D. José Domingo Costa y Borrás, la construcción de una gran iglesia en medio de los nuevos barrios obreros.
El Obispo, que ya había autorizado al padre Palau a ejercer su ministerio en la diócesis y le había nombrado director espiritual de los seminaristas, aprobó y contribuyó económicamente para la erección del templo auxiliado por algunos ricos industriales católicos.
En el centro neurálgico de lo que era un foco de agitación socialista-comunista, el padre Palau fundó la Escuela de la Virtud, una obra catequística-apologética, inteligente y fructífera.
El propio Beato explicó la finalidad:
“Nuestra escuela, defendiendo la virtud desde la catedra de la verdad, se ha propuesto desbaratar estos tres formidables aliados (pseudodoctores, la incredulidad de los modernos filósofos y el ángel de las tinieblas).La Escuela de la Virtud era un curso para niños y adultos meticulosamente programado, con 52 aulas, una cada domingo. Las funciones se realizaban en la iglesia de San Agustín y empezaban con el canto o recitación del Veni Sancte Spiritus.
Nuestras explicaciones están destinadas a disecar la fraseología y toda la hojarasca de voces, términos y nombres, tras los que viven parapetados los pseudofilósofos, y a desnudar la fingida gloria del ángel rebelde, dejándole con sus cuernos, cola y uñas, tan feo como le hizo su pecado de rebelión”.
Un coro de niños repetía de memoria la lección previamente distribuida en folletos o anunciada por la prensa. A continuación, los adultos cantaban salmos y recibían una exposición del tema, seguida de debates.
Los profesores, guiados por el padre Palau, daban lecciones de Doctrina Católica y refutaban los argumentos contrarios, especialmente los errores del socialismo, del comunismo y del ateísmo.
Al final se hacía un acto de fe en las tesis expuestas, y el director concluía la sesión con un breve discurso. Coreografías y representaciones, discusiones públicas, síntesis y oraciones finales consolidaban en las mentes los principios católicos y contra-revolucionarios aprendidos.
Las prédicas en la Escuela de la Virtud eran recogidas por la prensa católica y esparcidas a los cuatro vientos [11].
El 1º de enero de 1852 el padre Palau condujo una impresionante procesión de la Escuela de la Virtud desde los barrios populares hasta las puertas del Palacio Episcopal, tan hostilizado en aquel tiempo.
Las palabras lúcidas e incisivas de Fray Francisco, su lógica impecable, su oratoria llena de personalidad, timbre y vigor, su fe ardiente, atraían centenares de adultos, hombres sobre todo.
El entusiasmo religioso de la Escuela de la Virtud se extendió rápidamente por los barrios obreros, convirtiéndose en una amenaza intolerable para los agitadores de la Revolución.
Maliciosos artículos de la prensa izquierdista e incendiarios panfletos anónimos corrían repletos de vulgares calumnias contra el padre Palau y su obra.
Era acusado de dividir la clase obrera, de levantar los operarios contra el gobierno, de celebrar siniestros cultos, maquinar infames conspiraciones jesuíticas y practicar lo que demagogos posteriores llamarían “lavado de cerebro” sobre pobres víctimas seducidas y esclavizadas mentalmente en confesionarios y sacristías [12].
El 2 de marzo de 1852, el periódico “El Clamor Público” de Madrid denunciaba las congregaciones religiosas por conspirar contra el trono y la libertad aduciendo como prueba:
“se traslade el curioso espectador de las 6 a las 8 de la noche, los domingos, en el grandioso templo de San Agustín y, entre ceremonias extrañas y lúgubres, verá la influencia que esta gente fanática ejerce sobre los innumerables jóvenes confiados a su educación”.El 31 de marzo de 1854, el Capitán General de Barcelona –máxima autoridad local– suprimió la Escuela de la Virtud. El Obispo de Barcelona protestó ante el gobierno nacional. Hicieron lo mismo el Arzobispo de Tarragona y los diocesanos de Lérida, Tortosa, Gerona y Urgel.
Gran número de testigos civiles denunció ante un tribunal eclesiástico la falsedad de las acusaciones. Pero la inicua decisión fue mantenida.
El padre Palau fue condenado a residencia forzosa en la isla de Ibiza (Baleares) a donde llegó en la noche del 9 al 10 de abril de 1854.
Gran orador sacro en España
Durante el ostracismo en Ibiza, el padre Palau se instaló en Es Cubells donde organizó una ermita.
Desde allí podía contemplar un formidable monolito de piedra que surge aislado en el mar, rodeado por un collar de olas que ora revientan contra su perímetro casi inaccesible, ora parecen lamerle suavemente como una fiera domesticada.
El peñón se llama Vedrà y está envuelto por gloriosos horizontes luminosos provocados por el sol. Entre el promontorio y el bienaventurado se estableció una consonancia profunda.
Resolvió entonces pasar algunos días todos los años en el inhabitable peñasco para exámenes de conciencia, retiros espirituales y despachar correspondencia.
Más tarde, cuando creó el personaje literario del “Ermitaño” lo instaló en un paraje fabuloso entre el Cielo y el infierno en el cual se reconoce esa grandiosa roca.
La isla de Ibiza era asolada por la delincuencia. Los crímenes pasionales eran frecuentes, las escuelas inexistentes y la policía ausente.
El efecto benéfico de las misiones del Beato fue tanto que hasta hoy “se conservan en Ibiza estribillos y canciones que recuerdan el inolvidable pasaje del misionero, una cosa parecida a la sucedida con San Luis María Grignion de Montfort en el Oeste de Francia” [13].
En Es Cubells, a algunos kilómetros de la ciudad de Ibiza, el incansable predicador construyó la ermita y la capilla a la cual el Papa Pío IX concedió el carácter de oratorio privado, y que fue la semilla del santuario marial de Nuestra Señora del Monte Carmelo.
A esas actividades apostólicas se sumaba la atención del voluminoso carteo que le llegaba del continente. Simultáneamente era invitado a pronunciar homilías en la ciudad de Palma de Mallorca.
En aquel entonces, la Santa Sede le había renovado los títulos y poderes de Misionero Apostólico.
El exilio forzado en Ibiza acabó más de seis años después. El 2 de agosto de 1860 el ministerio de Gracia y Justicia le devolvió la libertad, después que decreto real le reconociera inocente.
De vuelta al continente, su empeño parecía no tener límites. En 1861 predicó la Cuaresma ante la nobleza de Madrid en las iglesias de San Isidro y Santa Isabel.
En los años anteriores el orador había sido San Antonio María Claret, ex-Arzobispo de Cuba y confesor de la reina Isabel II. Las palabras del Bienaventurado encontraron inesperado eco en la prensa y el propio Nuncio Apostólico presidió las ceremonias.
Las misiones del Bienaventurado se sucedían con ritmo impetuoso. Los historiadores modernos penan para reconstituir el periplo de los incesantes viajes de uno de los grandes oradores sacros de España.
Las listas de actividades elaboradas a posteriori, si bien son extensas, sin duda, son incompletas.
De grandes ciudades a minúsculos pueblos, de púlpitos cubiertos de oro a la más pobre capilla, las exhortaciones del Bienaventurado explicaban a hidalgos y plebeyos, ricos y pobres, las grandes verdades de la fe y les desvendaban la dimensión sobrenatural y la influencia de lo preternatural en la vida cotidiana.
En mayo de 1868, logró predicar sucesivamente en todas las parroquias de Barcelona.
De su pluma brotaban artículos y libros. Al mismo tiempo, las comunidades femeninas que había fundado se diseminaban en numerosas ciudades, multiplicando tanto sus trabajos como sus preocupaciones.
Exorcista valiente, distinguido con insignes gracias
Entre las casas que fundó sobresale la de Santa Cruz de Vallcarca –en las proximidades de Barcelona– por el papel que jugó en sus últimos y más fértiles años de vida. Allí estableció un colegio de niñas a cargo de una comunidad femenina [14].
Iglesia Santa Cruz de Vallcarca, derribada por orden del Ayuntamiento en 1960
El leviatán de doctrinas revolucionarias y convulsiones políticas, la progresiva descomposición moral, la vertiginosa desarticulación de la organización social bajo la capa de la maquinización y las comunicaciones tenía, ante sus ojos, algo de una marcha incomprensible si no se tomaban en consideración los poderes del averno.
Él concluyó que delante de potencias espirituales maléficas nada mejor ni más imperioso y urgente que la Iglesia desplegase su arsenal espiritual. Especialmente, el uso sistemático del oficio de Exorcista.
Un hecho inusual pesó decisivamente en esta determinación.
Él creía tener la vocación de infatigable predicador. Los grandes frutos apostólicos recogidos le confirmaban esta idea. Pero, siempre ávido de atender del modo más perfecto la voluntad divina, rogaba luces con insistencia a Dios.
En carta al Procurador General de la Orden del Carmen en Roma, del 1º de agosto de 1866, describe una gracia extraordinaria que le aclaró el rumbo tan ardientemente implorado:
“Diez años ha que en los veranos vengo a esta montaña [n.r.: Vedrà] a dar cuenta a Dios de mi vida y a consultar los designios de su providencia sobre la Orden a la que pertenezco. (...)
El año 1864, habiéndome retirado a este montaña, una voz grande, que hacía 20 años me hablaba en los desiertos sobre los destinos de nuestra Orden y la cual no sabía de dónde procedía, me dijo con gran fuerza lo que sigue:
Yo soy el ángel de quien habla el capítulo XX del Apocalipsis; a mí me está confiada la custodia del pendón del Carmelo y la dirección de los hijos de esta Orden. (...)
Vengo a ti enviado por Dios para instruiros sobre el porvenir de la Orden a la que perteneces para que sepáis la misión que has de cumplir y su forma” (...)
Elías, profeta grande, y los hijos de su Orden sois, y en adelante seréis, mi dedo y el dedo de Dios y mi brazo en las batallas contra los demonios y contra la revolución, y para que vuestra fe en el día de las batallas no falte, Dios me ha enviado a ti que vives en los desiertos, atento a mi voz para instruiros sobre la materia y el propósito del oficio de Exorcista” [15].
Desde entonces, sus pensamientos y acciones se canalizaron poderosamente a poner el oficio de exorcista en pie de guerra [16].
Él pedía al Papa que movilizase los 400.000 sacerdotes del Clero para expulsar la influencia de las potencias infernales que animan la revolución del mundo. Con ese fin viajó dos veces a Roma. En 1866 fue a exponer sus argumentos al Papa Pío IX.
En 1870 volvió a la Ciudad Eterna para distribuir un alegato impreso a favor de la renovación y movilización del Exorcistado a los Obispos reunidos en el Concilio Vaticano I [17].
En la ocasión, presentó verbalmente sus raciocinios a los Padres Conciliares de habla hispana. El asunto, sin embargo, no fue abordado dada la invasión militar de la Ciudad y la interrupción violenta de los trabajos conciliares.
Construyó la mencionada gran casa de Vallcarca para recibir a cuantos diesen señales de posesión o se sintiesen acosados por la influencia del maligno.
Cuando –esperaba él– el Papa convocase una cruzada sacerdotal contra el diablo y sus sicarios que incluyese retiros espirituales especializados, aquel edificio estaría listo para la gran empresa.
En el medio tiempo, muchos enfermos que visitaron Vallcarca se declararon curados milagrosamente, y otros se decían librados del demonio después de haber sufrido horrendas posesiones. Tales curas y liberaciones las atribuían al Bienaventurado.
El padre Palau practicaba exorcismos solemnes cuando el Obispo le autorizaba. Otras veces sus oraciones y carismas personales eran suficientes para poner el diablo en fuga.
Una meticulosa obediencia a las normas canónicas y un acertado discernimiento le hacían distinguir los casos que pertenecían a la medicina. A estos enfermos los confiaba al cuidado de médicos de confianza.
Polemista intrépido
En los círculos políticos se desataron furias irracionales contra el misionero apostólico. Difamaciones periodísticas, amenazas, falsas denuncias, allanamientos, intentaron demoler la obra de Vallcarca y, si fuera posible, silenciarlo para siempre [18].
Para empeorar las cosas, el 29 de septiembre de 1868 estalló en España una revolución de carácter jacobino. La reina Isabel II fue destronada y partió al destierro. Iglesias y conventos fueron saqueados e incendiados. Juntas Revolucionarias reprimían cualquier oposición.
En Madrid, so pretexto de libertad, una dictadura velada se volcó contra la Religión y las instituciones que florecían bajo su sombra protectora. Se multiplicaron las leyes anti-familiares y los impuestos abusivos que carcomían la propiedad.
Una casta de funcionarios públicos enriquecidos de la noche a la mañana sancionaba leyes y decretos poco o nada concordantes con la realidad local y los legítimos intereses de todas las categorías sociales.
En las calles, piquetes fanatizados agredían a quien usase indumentarias eclesiásticas, invadían casas, robaban y asesinaban a quienes consideraban monarquistas tradicionalistas o carlistas.
Del lado opuesto, el partido carlista recobró vigor. Circulaban perturbadores rumores de una nueva guerra civil que servían de óptimo pretexto para enardecer la saña revolucionaria.
En ese clima de miedo, opresión y atropello, el padre Palau concibió un proyecto audaz. Los revolucionarios se inspiraban en los pseudo-ideales de la Revolución Francesa derivados del mito del buen salvaje de Jean Jacques Rousseau.
Contra ellos, el Bienaventurado opuso un personaje literario que aunque pueda parecerse al buen salvaje, constituye la antítesis catolicísima del naturalismo ateo y del libre pensamiento [19].
'El Ermitaño' fue el valiente periódico editado por el padre Palau
En fin, un hombre sin los vicios de la sociedad, lleno de bondad y fe.
Fue así que en el fragor de la tempestad anticristiana apareció el primer número de “El Ermitaño”, un boletín semanal religioso-político-literario.
Era literario por el estilo adoptado, político por el objeto inmediato que focalizaba, religioso por la dimensión más alta y sutil de la política que analizaba. Tomaba el nombre de su principal redactor: El Ermitaño.
Exigía una cosa tanto a revolucionarios como a carlistas: ser consecuentes con sus principios. Los revolucionarios gritaban: “¡Libertad!”, y el ermitaño respondía: “¿Y por qué no dan libertad a la Iglesia?”
– “¡Igualdad!” exigían los amotinados. – “¿Y por qué no conceden libertad a las Órdenes Religiosas prohibidas de existir?” retrucaba.
Cuando el gobierno revolucionario de Madrid argumentó que el clero se demostraría verdaderamente espiritual si aceptaba la eliminación de la ayuda estatal a la Iglesia, el Ermitaño tuvo una sugerencia económica que ofrecer: los ministros, los miembros del Parlamento y los funcionarios públicos en general deberían renunciar a sus salarios; de esta manera demostrarían que realmente tenían los intereses del país en el corazón.
Los revolucionarios vociferaban “¡Soberanía popular!” y el ermitaño exclamaba que si el pueblo es soberano, que él mismo decidiese cuántos impuestos debía pagar, y no una cáfila de ministros y diputados en los palacios de la capital.
El partido carlista inscribía en sus banderas: ‘Dios, Patria, Rey y Religión’. El Ermitaño respondió que ya era hora de que los dirigentes carlistas comenzasen por dar ejemplo de práctica de la Religión.
Los carlistas anunciaban próximos alzamientos y una nueva guerra civil y el Ermitaño les recordaba que era completamente inútil tomar las armas sin conocer y oponerse a los cerebros de la Revolución que pretendían combatir: las fuerzas del Infierno.
“El Ermitaño” obtuvo un rápido eco inicial. En el boletín, no aparecía el nombre del padre Palau... ¡y con razón!
Su autoría fue reconocida sólo después de que los responsables de la revolución de 1868 moderaron sus posiciones en una retirada estratégica que culminó con la restauración de la monarquía.
Impasible en medio de la persecución
El odio revolucionario contra “El Ermitaño” se desencadenó implacable. La onda denigradora no economizaba epítetos.
Loco, mente trastornada por el aislamiento, supersticioso, alarmista, incitador al odio, enseña doctrinas falsas, incitador de los enemigos de la Iglesia, visionario delirante, para él todo es diablo, desanimador de los católicos, estafador, curandero, amigo de gente de mala vida, soñador maniático, brujo, fundador de un establecimiento ofensivo a la decencia y la moral pública, director de una casa de blasfemia, fanático, practicante de nigromancia religiosa”.
Éstas fueron algunas de las acusaciones que el gran enemigo de la Revolución anticristiana y del Padre de las Mentiras tuvo que refutar.
En septiembre de 1870 se declaró una pavorosa epidemia de cólera morbus en Barcelona. En ese entonces no había remedio para la enfermedad que mataba en pocas horas. La población huía en masa, los cadáveres quedaban insepultos en las calles y hasta las cárceles se vaciaron.
Fue entonces cuando soldados del gobierno allanaron la casa de Vallcarca, secuestraron al padre Palau, a las mujeres de la comunidad laica que lo ayudaban, a los estudiantes, a los enfermos y a los familiares que los visitaban. Todos fueron obligados a subir a carretas y arrojados en las cárceles asoladas por el cólera.
La intención era clara: que muriesen infectados. La prensa anticlerical aplaudió el hecho.
- “Me parecía –escribió el Bienaventurado– hallarme en Francia allá el año 1792 entre los rojos; conducidos a la guillotina. (...) esto era una figura de lo que harán los rojos en su día” [20].
El pérfido intento no se concretizó. Dos meses después, el padre Palau obtuvo libertad condicional.
Aún tenía que enfrentarse a un proceso judicial que lo atormentaría durante sus años restantes. La absolución definitiva de todos los cargos no se entregó a su abogado hasta el 19 de marzo de 1872.
Nunca llegó al Padre Palau, pues murió de peste en Tarragona al día siguiente.
Sin embargo, al salir de la cárcel, el Padre Palau se sentía más animado que nunca. Considerando insignificantes sus sufrimientos y trabajos, viajó a Calasanz a finales de febrero de 1872 para atender a las víctimas del tifus en esa región.
En marzo partió hacia Tarragona, donde llegó gravemente enfermo. Tras una agonía edificante, el padre Palau partió a las 7:30 de la mañana del 20 de marzo.
En un último gesto levantó la mano con la que tantas veces había alzado la Cruz durante sus sermones y exorcismos, y exclamó: “Ahora [Santa] Teresa, ha llegado la hora”, y entregó su alma al Creador.
Fue enterrado con el hábito carmelita.
La fama de su santidad se extendió rápidamente. El proceso diocesano rumbo a la beatificación fue abierto el 20 de marzo de 1951. La causa ingresó en Roma el 15 de abril de 1958.
Juan Pablo II lo declaró Bienaventurado el 24 de abril de 1988. Su cuerpo aguarda la Resurrección en Tarragona y su fiesta se celebra el 7 de noviembre.
Continúa...
Notas:
[1] La Orden Carmelita, o más precisamente, los Hermanos de la Santísima Virgen María, tiene sus orígenes en el Antiguo Testamento. Es la más antigua de todas las Ordenes Monásticas y, según la piadosa tradición, está destinada a perdurar hasta el fin del mundo. La Orden tiene como fundador al profeta Elías, nacido en Tesba, de la tribu de Gad, en el siglo IX a. C. San Elías estableció comunidades de discípulos en Tierra Santa. Vivió en la más famosa de ellas, en el Monte Carmelo (cerca de la actual Haifa). Los seguidores de Elías eran llamados “hijos del profeta”. El más conocido fue San Eliseo (cf. 3 Reyes 19, 16-21; 4 Reyes 2, 1 ss.). San Elías es considerado el primer devoto de la Santísima Virgen María, de quien tuvo conocimiento profético desde las alturas del Carmelo. El título de Nuestra Señora con raíces más antiguas es Virgo Flos Carmeli (Virgen Flor del Carmelo).
En la segunda mitad del siglo XII, un grupo de Cruzados se convirtió en eremitas en torno a la fuente de Elías, en el Monte Carmelo. Se dedicaron por completo a la devoción a la Santísima Madre y a la imitación del gran profeta del Antiguo Testamento. El primer superior general de la Orden en el Nuevo Testamento fue san Bertoldo de Malefaida. El segundo, san Brocard (m. 1220), inspiró la Regla Carmelita aprobada por san Alberto, patriarca de Jerusalén, a principios del siglo XIII. A pesar de ello, los carmelitas no reconocen a otro fundador que al profeta Elías. En la Basílica de San Pedro de Roma, entre las estatuas de los fundadores, se encuentra una de Elías como padre y cabeza de la Orden Carmelita.
Siete Papas (Sixto IV, Juan XXII, Julio III, San Pío V, Gregorio XIII, Sixto V y Clemente VIII) declararon en bulas papales que los Carmelitas “preservan la sucesión hereditaria de los santos profetas Elías y Eliseo”. Sixto V autorizó la devoción a Elías y Eliseo como patrones de la Orden, así como fiestas en su honor y Oficios en su memoria (cf. Cornelius a Lapide, SJ, Commentaria in Scripturam Sacram, In librum III Regnum - cap. XVIII). Cuando los musulmanes recuperaron Palestina, los carmelitas huyeron a Europa. Desde allí, por obra de la Divina Providencia, se expandieron a muchos países.
[2] Tarraconem, Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, Canonización de los Siervos de Dios Francisco y Jesús María José - Posición sobre las Virtudes (Roma: Tipografia Guerra, 1985), vol. 2, p. 34. En adelante Posición.
[3] Canónigo Odilon Bosc,Palau y Quer (Montauban: Ateliers du Moustier, 1983), p. 25.
[4] Cf. Fr. Alvaro Huerga, “El P. Francisco Palau y la eclesiología de su tiempo” en Una Figura Carismática del siglo XIX - El P. Francisco Palau y Quer O.C.D., Apóstol y Fundador (Burgos: Imprenta Monte Carmelo, 1973), p. 283.
[5] Bosc, op. cit., pág. 33.
[6] Fernando VII falleció en 1833. El mundo político español, dominado por tendencias anticlericales, reconoció a su hija, Isabel II, como reina. María Cristina, la Reina Madre, ejercería la regente hasta que Isabel alcanzara la mayoría de edad. Sin embargo, un grupo de políticos liberales dirigía el gobierno y abusaba de sus poderes. La sucesión al trono fue impugnada por el príncipe Carlos de Borbón (1788-1845), hermano menor de Fernando VII. Afirmó que una monarquía liberal anticatólica que estaba destruyendo los cimientos del país era intrínsecamente ilegítima. Se declaró defensor de una monarquía tradicional como Carlos V de España.
Sus seguidores eran conocidos como carlistas, y los de Isabel, isabelinos. Los desacuerdos entre ambos bandos políticos fueron tan grandes que generaron guerras civiles y numerosos conflictos a lo largo del siglo XIX, con repercusiones en el siglo XX.
[7] Véase Posición, vol. 1, págs. 53-54.
[8] Cfr. P. Armando Duval, PB, Padre Francisco Palau y Quer - La fertilidad del fracaso (Barcelona: FISA IG, 1988), p. 37.
[9] Francisco Palau, Lucha del alma con Dios, en Obras Selectas, vol. 7, Maestros Espirituales Carmelitas (Burgos: Editora Monte Carmelo, 1988), pp. 21ff.
[10] Cf. P. Gregorio de Jesús Crucificado, Carbón entre cenizas - Biografía del R.P. Francisco Palau y Quer OCD (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1956), pp. 49, 50 y 54.
[11] Cf. Fr. Ramiro Viola González, Historia de la congregación de Carmelitas Misioneras Teresianas (Burgos: Imprenta Monte Carmelo, 1986), vol. 1, pp. 297-365; Sor Josefa Pastor, “La Obra Socio-Religiosa del P. Francisco Palau en Barcelona, 1851-1854”, en Una Figura Carismática del Siglo XIX, p. 523.
[12] Un panfleto titulado “La Escuela del Vicio o la Nueva Inquisición” es un ejemplo de esta propaganda de baja calidad. El panfleto muestra un sótano oscuro y siniestro. En él, tres monjes encapuchados están de pie con dos esqueletos a cada lado. Ante ellos se arrodilla su víctima con los ojos vendados, jurando sobre un misal. El texto dice:
“Una verdadera y libre revelación de un miembro de la sucia y jesuítica secta conocida como la Escuela de la Virtud, después de enterarse de las inicuas y diabólicas tramas urdidas por los malvados sectarios de esta sociedad abolida para siempre.
No temáis a la secta malvada
ni a su perversa inquisición,
pues debemos sellar su destino
dando a conocer su disposición:
son repugnantes, viles y malvados,
de nuestras almas son invasores,
nos seducen con la cruz
para luego clavarnos en ella.
Confieso ante todos haber aceptado las mentiras de esta secta que me engañó y que ahora desprecio. Hablo de la infame secta que cautivó a la juventud incauta con el mal uso del nombre de la Virtud.
De esta manera lograron
fanatizarme de verdad
y me convirtieron en un cadáver ambulante
sin fuerza ni voluntad.
¡Qué situación tan patética!
¡Qué situación tan servil!
¡Con qué rapidez me convirtieron
en un instrumento tan vil!
¡Ay! ¡Pobre del desdichado miembro, que desleal a la Escuela, va camino del calabozo y quizás de la muerte! Un sacristán jorobado era el mejor espía. Ora hacía de dandi, ora limpiaba la pocilga.
Tramando conspiraciones carlistas,
engañando al pueblo para que se amotine,
haciéndoles creer que todo está planeado
bajo San Agustín en silencio.
Sería imposible
terminar la narración
de los sucios misterios
de esta última inquisición.
¡En guardia, pues, cada vez más!
¡Mirad que son conspiradores!
¡Cuidado con esos traidores jesuitas,
esos hermanos del Diablo!
¡Mirad que aunque su guarida
fue destruida por el fuego
las bestias siguen vivas tan odiosamente
y su veneno aún mata tan terriblemente!
(Francisco Palau, La Escuela de la Virtud Vindicada, en Obras Selectas, vol. 7, Maestros Espirituales Carmelitas, pp. 295-302).
[13] Duval, op. cit., pág. 161.
[14] Estas dedicadas damas fueron la semilla de una congregación religiosa formada años después de la muerte del Padre Palau.
[15] Palau, Cartas, en Obras Selectas, vol. 7, Maestros Espirituales Carmelitas, pp. 851-855.
[16] El exorcismo consiste en ordenar a un espíritu maligno, en nombre de Dios y por el poder de la Iglesia, que abandone un lugar o una persona (cf. Diccionario de Teología Católica, sv. “exorcismo”). Nuestro Señor mandó a sus discípulos practicarlo (Mt. 10,8). Con el paso del tiempo, la Santa Madre Iglesia reguló su ejercicio, determinando que los exorcismos solemnes solo los realizara un sacerdote debidamente autorizado por el obispo diocesano y siguiendo las rúbricas del Ritual Romano. La Orden Menor de Exorcista fue conferida a todos los seminaristas hasta su suspensión, junto con la de las demás Órdenes Menores, por Pablo VI el 15 de agosto de 1972. Esta Orden confiere el poder de expulsar espíritus diabólicos en nombre de la Iglesia. Todo católico, sin embargo, tiene el derecho y/o el deber según el orden natural de repeler los ataques de las fuerzas diabólicas mediante el uso de los medios sobrenaturales que la Iglesia le proporciona: sacramentos, oraciones, sacramentales (agua bendita, etc.).
[17] Cf. Viola González, Historia de la congregación de Carmelitas Misioneras Teresianas, vol. 1, p. 679.
[18] Posición, vol. 2, págs. 552-553.
[19] Santo Tomás de Aquino enseña que el hombre es social por naturaleza. Quien se aparta de la sociedad se convierte en un criminal peligroso o, si la abandona por llamada divina, camina hacia la santidad, como San Juan Bautista (cf. Santo Tomás de Aquino, In Libros Politicorum Aristotelis Expositio [Turín: Marietti, 1951], libro 1, lectio 1, n.º 35).
[20] “Un signo en el cielo”, El Ermitaño, no. 104, 11/3/1870.
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