lunes, 8 de julio de 2024

BEATO FRANCISCO PALAU Y QUER O.C.D.: UN PROFETA DE AYER PARA HOY, PARA MAÑANA Y PARA EL FIN DE LOS TIEMPOS

“Yo no veré en toda la vida sino persecuciones, pues mi espíritu escupe el mundo y para conservar mis comodidades, yo no torceré nunca el camino” (B. Palau, Carta 9/18)


Francisco Palau y Quer vino a la luz el 29 de diciembre de 1811 bajo el signo de las crisis que sacuden el mundo moderno. Sus padres eran pequeños propietarios en la vecindad de Aytona, pueblo de la próspera región de Cataluña (España).

El hogar era impregnado por la piedad familiar y por inmemoriales costumbres que generaciones de fe y trabajo destilaron en un ambiente orgánico rebosante de genuina cultura popular.

Francisco nació en territorio ocupado. Napoleón I había invadido España e intentaba implantar a punta de bayoneta los pseudo-ideales de la Revolución Francesa.

El pueblo natal de Francisco padecía bajo la bota de la soldadesca napoleónica comandada por el coronel Henriot, establecido en Lérida. Henriot instauró un régimen de terror y miseria. Reprimía severamente la población fiel al rey legítimo, a las costumbres tradicionales, a los derechos regionales o Fueros y al catolicismo.

Los hombres habían huido a los bosques. En las ciudades quedaban mujeres, niños y ancianos. Reinaban el hambre, el frío, la penuria y el luto.

Cuando, por fin, las maltrechas huestes napoleónicas abandonaron España, dejaron atrás de sí una tierra arrasada.

Desde niño, Francisco tuvo que ayudar a su padre y hermanos a reconstruir la casa paterna y recuperar la producción de sus parcelas.

Ya en la infancia se revelaron sus cualidades intelectuales y su vocación religiosa. A los 17 años ingresó en el seminario de Lérida, donde fue formado en la teología de Santo Tomás de Aquino.

Allí decidió ingresar en la Orden del Carmen, pero el Rector del seminario y sus propios padres se opusieron. Hizo una novena a San Elías.

Cuando tenía 21 años fue admitido en el convento Carmelita de San José, en Barcelona. El 15 de noviembre de 1833 hizo la profesión solemne en la Orden.

En la España de entonces, pronunciar votos religiosos equivalía a arrostrar el martirio:
“Cuando hice mi profesión religiosa, – escribió años más tarde – la revolución tenía ya en su mano la tea incendiaria para abrasar todos los establecimientos religiosos y el temible puñal para asesinar los individuos refugiados en ellos.

No ignoraba yo el peligro apremiante a que me exponía, ni las reglas de previsión para sustraerme a él, me comprometí, sin embargo, con votos solemnes a un estado, cuyas reglas creía poder practicar hasta la muerte, independiente de todo humano acontecimiento”.
Efectivamente, en la noche del 25 de julio de 1835 estalló un motín liberal. Grupos revolucionarios incitando al homicidio, portando antorchas y cuchillos, prendieron fuego a numerosos monasterios y martirizaron religiosos por toda España.

Fray Francisco y sus compañeros fueron despertados por el horrible grito “¡Maten a los frailes!” y por la luz de las llamas que consumían la iglesia conventual.

Fray Francisco y algunos hermanos de vocación salvaron la vida. Pero enseguida fueron atrapados y encerrados en cárceles, donde quedaron aguardando la muerte.

El gabinete ministerial de la monarquía española era acentuadamente anticlerical. Después de esa sublevación sacrílega y sangrienta, las Órdenes Religiosas de Clausura fueron suprimidas y sus bienes rematados.

Los frailes fueron dispersados y sus hábitos prohibidos. Fueron tolerados sólo los que se presentasen como sacerdotes seculares. El convento de San José donde estaba Fray Francisco era el más antiguo carmelitano de Barcelona y fue demolido y en su lugar fue instalado un mercado.

El Beato Palau recuperó la libertad pero para encontrarse sumariamente en la calle. Ya no tenía convento donde vivir, no podía usar sus ropas religiosas, no podía reunirse con otros carmelitas y era hostilizado por piquetes anticlericales.

Durante décadas la Orden del Carmen sería perseguida por leyes inicuas. La Provincia Carmelitana de Cataluña sólo fue restaurada el 3 de diciembre de 1906, más de 30 años después de la muerte del bienaventurado.

La Revolución había subvertido completamente la vida de Fray Palau. Mas éste, admirador entusiasmado del profeta S. Elías, tomó una resolución y la ejecutó rectilíneamente: imitar al fundador del Carmelo viviendo como ermitaño en una gruta en Aytona, en las montañas de Cataluña.


Completó los estudios en la soledad y volvió a la ciudad para ser ordenado sacerdote el 2 de abril de 1836, por el obispo de Barbastro, Mons. Jaime Fort y Puig. Éste le nombró asistente de la parroquia de Aytona, su ciudad natal.

Intrépido predicador en feroz guerra civil

En las nuevas funciones, Fray Palau se reveló un apóstol de excepcional valor: recorría las calles para asistir enfermos, instruir niños y convertir pecadores.

Sus sermones eran llenos de ardor y lógica, riqueza de imágenes y sabor de expresión, tenían decisiva fuerza de convicción. Las gentes se agolpaban en su confesionario. Los progresos de la parroquia eran manifiestos.

La envidia y el odio revolucionarios también. Pronto fue calumniado como “absolutista”, “exagerado”, incapaz de comprender el progreso y el mundo.

Por fin, agentes revolucionarios solventaron asesinos para eliminarlo.

El padre Palau había construido una ermita de piedra donde solía recogerse cuando el ministerio sacerdotal le permitía.

Allí fueron a buscarle tres homicidas a sueldo. Al verlos, el padre Palau no se intimidó. Por el contrario, los sicarios fueron sobrecogidos por un terror sobrenatural. El más atrevido avanzó:

“Adelante, hermano mío –le dijo el padre Palau- ¿Qué te trae a esta hora?”

“Vengo a matarte” -respondió el criminal.

“¿Tú vienes a matarme? –retrucó el bienaventurado – Sería mejor que vinieses a confesarte pues hace veinte años que no lo haces. Escucha, tú no sabes cuando Dios te llamará a su Juicio. Ven”.

El asesino cayó de rodillas y se confesó, siendo luego imitado por sus dos cómplices.

El apostolado del padre Palau se realizaba en condiciones dramáticas. La guerra civil llamada de los siete años (1833-1840) devastaba España.

Isabel II de España

De un lado el gobierno monárquico-liberal de la reina Isabel II se había propuesto “modernizar” España. En otras palabras, implantar las utopías revolucionarias francesas de 1789, erradicando los prejuicios religiosos del pueblo, destruyendo los consagrados estilos de vida con el pretexto falaz del progreso.

Del otro lado, el partido carlista, que consideraba rey legítimo al príncipe Carlos de Borbón (Carlos V) alistaba las fuerzas conservadoras.

Inscribía la Religión en sus banderas y defendía los derechos regionales (Fueros) adquiridos por reinos y provincias de España, orgánicamente, a lo largo de siglos de existencia autónoma bajo el signo de la fe y de ricas y variadas culturas locales.

El padre Palau prodigó lo mejor de sí predicando en diócesis dentro del territorio carlista, y asistiendo a soldados y heridos.

A su paso, de ciudad en ciudad, el fervor religioso se reanimaba, las esperanzas se encendían, las multitudes corrían a recibir los Sacramentos, con evidente refuerzo de las convicciones carlistas.

La Santa Sede reconoció la magnitud de sus esfuerzos por la Iglesia.

El Vicario General Castrense y Delegado Apostólico en Berga ­­– capital provisoria del carlismo – Mons. Millau le concedió el título de Misionero Apostólico el 19 de febrero de 1840, con el poder de erigir Calvarios y exponer el Santísimo Sacramento cuando lo juzgase provechoso.

El padre Palau no dudaba de la legitimidad del carlismo y fue uno de sus más fervorosos defensores.

No obstante esto, nunca fue llevado por ilusiones, nostalgias del pasado o un sentimentalismo monárquico-tradicionalista.

Para él, la suerte del carlismo estaba intrínsecamente unida a la causa de la Religión. Y el gran enemigo de ambos no era tanto el partido liberal cuanto la Revolución que ardía en toda Europa insuflada desde antros ocultos.

A todo momento el bienaventurado exhortaba príncipes y jefes carlistas a que fueran consecuentes con los postulados religiosos tradicionales que profesaban. El padre Palau les pedía una reforma personal de costumbres.

Así darían al pueblo el ejemplo eficaz a que están obligados nobles y miembros de las elites legítimas. Sin esto –decía– la causa carlista estaba destinada al desastre pese a tener el apoyo mayoritario de la población.

Así como la experiencia mostró que el padre Palau era un profundo conocedor de las almas, también los hechos evidenciaron que veía la política y la estrategia con más clarividencia que príncipes y generales carlistas.

Éstos escogieron el camino opuesto: dejaron para después –en la práctica para nunca– la reforma moral. Confiaron apenas en su capacidad bélica y en el apoyo popular para ganar la guerra civil.

En 1840, la catástrofe militar carlista era generalizada: las tropas huían en desbandada hacia Francia. Los soldados liberales avanzaban cobrando terribles represalias sobre la población. El clero era especial objeto de venganzas.

El padre Palau junto con otros religiosos fugitivos se salvó atravesando la frontera francesa el 21 de julio de 1840.

Papa Gregorio XVI

Desde Roma, el Papa Gregorio XVI censuró repetidas veces al gobierno anticlerical de Madrid y la multitud de atropellos que perpetraba contra la Iglesia.

La reacción del gobierno fue rápida y brutal: encarceló sacerdotes y obispos, exigió diplomáticamente que Francia estrechase la vigilancia de los religiosos españoles refugiados. El Nuncio Apostólico fue expulsado.

El gobierno instaló usurpadores en el lugar de 22 obispos, varios diocesanos fueron desterrados y numerosas diócesis quedaron vacantes. Por su parte, la prensa escarnecía al Papa por tramar una quimérica cruzada contra España desde las ciudades fronterizas.

Mientras socorría a sus compatriotas desterrados, el padre Palau meditó cuidadosamente las exhortaciones de Gregorio XVI. Movido por ellas, compuso seis grandes conferencias espirituales
“para aquellos que quieren rezar instruidos de la manera de dialogar con Dios por el triunfo de la Religión Católica en España, y para exterminar de esta nación las sectas impías que la combaten”. Estas conferencias fueron publicadas en 1843 con el título “Lucha del alma con Dios”.
Durante el exilio en Francia, la condesa de Cahuzac y el vizconde de Serres, le acogieron en el castillo de Montdésir (Tarn-et-Garonne).

Estos nobles apoyaron la instalación del bienaventurado y un pequeño grupo de ermitaños en las grutas excavadas en la gargantas de Galamus, parte del coto señorial. Es la conocida ermita de Saint-Antoine de Galamulas. Luego se instaló en Cantayrac y en la proximidad del santuario de Notre Dame de Livron.

Allí el padre Palau podía entregarse a su amado aislamiento del mundo, a la contemplación, oración y meditación sobre la Revelación y la dimensión religiosa de los acontecimientos políticos y sociales que le tocaba vivir.


Pronto las gentes empezaron a reunirse en la planicie frente a la gruta para confesarse y asistir a la Misa, atraídas por su fama de santidad y por milagros que le eran atribuidos.

El apoyo de la nobleza local le fue indispensable pues el clero de la región le acusaba ante el obispo por “competición desleal”.

La presencia de un religioso atípico que se levantaba muy temprano, llevaba una vida llena de oraciones y buenas obras, reenfervorizando el pueblo era mal vista. El 22 de mayo de 1848, los gendarmes de Caylus recibieron la orden de arrestar cualquier religioso vestido de hábito fuera de su ermita.

El padre Palau percibió que el obispo de Montauban no le quería más en su diócesis y desaprobaba sus curas prodigiosas. Su exilio en Francia no podía durar mucho más.


Apóstol de las masas obreras

Durante el largo exilio (1840-1851) la animosidad gubernamental contra los refugiados había amainado. En 1851, el bienaventurado regresó a España.

Barcelona estaba en plena fiebre. Por un lado, la industrialización creciente había atraído a la ciudad masas de campesinos desarraigados de sus tierras y de sus estilos tradicionales de vida. Despojados de apoyo espiritual, eran fácil presa de la agitación revolucionaria.

Por otro lado, los principios igualitarios y libertarios de la Revolución Francesa habían corroído ampliamente los medios políticos dirigentes. Rápidamente habían engendrado sus desdoblamientos socialista, comunista y anarquista.

La gran ciudad española era un centro de efervescencia contra la Iglesia.

El padre Palau no hesitó: propuso al arzobispo de Barcelona, D. José Domingo Costa y Borrás, fallecido en olor de santidad, la construcción de una gran iglesia en el medio de los nuevos barrios obreros.

El obispo, que ya le había concedido uso de Órdenes y le había nombrado director espiritual de los seminaristas, aprobó y contribuyó económicamente para la erección del templo auxiliado por algunos ricos industriales católicos.

En el centro neurálgico de lo que debería ser un foco de agitación socialista-comunista, el padre Palau fundó la Escuela de la Virtud, una obra catequística-apologética corajosa, inteligente y fructífera.

El propio Beato explicó la finalidad:
“Nuestra escuela defendiendo la virtud desde la catedra de la verdad se ha propuesto desbaratar estos tres formidables aliados (pseudodoctores, la incredulidad de los modernos filósofos, el ángel de las tinieblas).

Nuestras explicaciones están destinadas a disecar la fraseología y toda la hoja-rasca de voces, términos y nombres, tras los que viven parapetados los pseudofilósofos, y a desnudar de las insignias de la virtud y moralidad pura el maniquí y los idolillos de las pasiones, y la fingida gloria del ángel rebelde, dejándole con sus cuernos, cola y uñas, tan feo como le hizo su pecado de rebelión”.
La Escuela de la Virtud era un curso para niños y adultos meticulosamente programado, con 52 aulas, una cada domingo. Las funciones se realizaban en la iglesia de San Agustín y empezaban con el canto o recitación del Veni Sancte Spiritus.

Un coro de niños repetía de memoria la lección previamente distribuida en folletos o anunciada por la prensa. A continuación, los adultos cantaban salmos y recibían una exposición del tema, seguida de debates.

Los profesores, guiados por el padre Palau, daban lecciones de Doctrina Católica y refutaban los argumentos contrarios, especialmente los errores del socialismo, del comunismo y del ateísmo.

Al final se hacía un acto de fe en las tesis expuestas, y el director concluía la sesión con un breve discurso. Coreografías y representaciones, discusiones públicas, síntesis y oraciones finales consolidaban en las mentes los principios católicos y contra-revolucionarios aprendidos.

Las prédicas en la Escuela de la Virtud eran recogidas por la prensa católica y esparcidas a los cuatro vientos.

El 1º de enero de 1852 el padre Palau condujo una impresionante procesión de la Escuela de la Virtud desde los barrios populares hasta las puertas del Palacio Episcopal, tan hostilizado en aquel tiempo.

Nuestra Señora de las Virtudes

El obispo entregó a la multitud una gran Cruz y bendijo una bella estatua de la Virgen que recibió el nombre de Nuestra Señora de las Virtudes.

Las palabras lúcidas e incisivas de Fray Francisco, su lógica impecable, su oratoria llena de personalidad, timbre y vigor, su fe ardiente, atraían centenares de adultos, hombres sobre todo.

El entusiasmo religioso serio, convicto y contagiante transmitido por la Escuela de la Virtud cundió céleremente por los barrios obreros. Esto era una amenaza intolerable para la Revolución.

Maliciosos artículos de la prensa izquierdista e incendiarios panfletos anónimos corrían repletos de vulgares calumnias contra el padre Palau y su obra.

Era acusado de dividir la clase obrera, de levantar los operarios contra el gobierno, de celebrar siniestros cultos, maquinar infames conspiraciones jesuíticas y practicar lo que demagogos posteriores llamarían “lavado de cerebro” sobre pobres víctimas seducidas y esclavizadas mentalmente en confesionarios y sacristías.

El 2 de marzo de 1852, el periódico “El Clamor Público” de Madrid denunciaba las congregaciones religiosas por conspirar contra el trono y la libertad aduciendo como prueba:
“se traslade el curioso espectador de las 6 a las 8 de la noche, los domingos, en el grandioso templo de San Agustín y, entre ceremonias extrañas y lúgubres, verá la influencia que esta gente fanática ejerce sobre los innumerables jóvenes confiados a su educación”.
El 31 de marzo de 1854, el Capitán General de Barcelona –máxima autoridad local– suprimió la Escuela de la Virtud. El obispo de Barcelona protestó ante el gobierno nacional. Hicieron lo mismo el arzobispo de Tarragona y los diocesanos de Lérida, Tortosa, Gerona y Urgel.

Gran número de testigos civiles denunció ante un tribunal eclesiástico la falsedad de las acusaciones. Pero la inicua decisión fue mantenida.

El padre Palau fue condenado a residencia forzosa en la isla de Ibiza (Baleares) a donde llegó en la noche del 9 al 10 de abril de 1854.

La impresión popular fue tan profunda que el recuerdo de la Escuela de la Virtud, después de cerrada, quedó asombrando la propaganda anticlerical que le continuó achacando la culpa de motines y conspiraciones contra la reina, la libertad y la patria.


Gran orador sacro en España

Durante el ostracismo en Ibiza, el padre Palau se instaló en Escubells donde organizó un ermita.

Desde allí podía contemplar un formidable monolito de piedra que surge aislado en el mar, rodeado por un collar de olas que ora revientan contra su perímetro casi inaccesible, ora parecen lamerle suavemente como una fiera domesticada.

El peñón del Vedrà

El peñón se llama Vedrà y está envuelto por gloriosos horizontes luminosos provocados por el sol. Entre el promontorio y el bienaventurado se estableció una consonancia profunda.

Resolvió entonces pasar algunos días todos los años en el inhabitable peñasco para exámenes de conciencia, retiros espirituales y despachar correspondencia.

Más tarde, cuando creó el personaje literario del “Ermitaño” lo instaló en un paraje fabuloso entre el Cielo y el infierno en el cual se reconoce esa grandiosa roca.

La isla de Ibiza era asolada por la delincuencia. Los crímenes pasionales eran frecuentes, las escuelas inexistentes y la policía ausente.

El efecto benéfico de las misiones del Beato fue tanto que hasta hoy se “conservan en Ibiza estribillos y canciones que recuerdan el inolvidable pasaje del misionero, una cosa parecida a la sucedida con San Luis María Grignion de Montfort en el Oeste de Francia”.

En Escubells, a algunos kilómetros de la ciudad de Ibiza, el incansable predicador construyó la ermita y la capilla a la cual el Papa Pío IX concedió el carácter de oratorio privado, y que fue la semilla del santuario marial de Nuestra Señora del Monte Carmelo.

A esas actividades apostólicas se sumaba la atención del voluminoso carteo que le llegaba del continente. Simultáneamente fue convidado a pronunciar homilías en la ciudad de Palma de Mallorca.

En aquel entonces, la Santa Sede le había renovado los títulos y poderes de Misionero Apostólico.

El exilio forzado en Ibiza acabó más de seis años después. El 2 de agosto de 1860 el ministerio de Gracia y Justicia le devolvió la libertad, después que decreto real le reconociera inocente.

De vuelta al continente, su empeño parecía no tener límites. En 1861 predicó la Cuaresma ante la nobleza de Madrid en las iglesias de San Isidro y Santa Isabel.

En los años anteriores el orador había sido San Antonio María Claret, ex-arzobispo de Cuba y confesor de la reina Isabel II. Las palabras del bienaventurado encontraron inesperado eco en la prensa y el propio Nuncio Apostólico presidió las ceremonias.

Las misiones del bienaventurado se sucedían con ritmo impetuoso. Los historiadores modernos penan para reconstituir el periplo de los incesantes viajes de uno de los grandes oradores sacros de España.

Las listas de actividades elaboradas a posteriori, si bien que extensas, sin duda son incompletas.

De grandes ciudades a minúsculos pueblos, de púlpitos cubiertos de oro a la más pobre capilla, las exhortaciones del bienaventurado explicaban a hidalgos y plebeyos, ricos y pobres, las grandes verdades de la fe y les desvendaban la dimensión sobrenatural y la influencia de lo preternatural en la vida cotidiana.

En mayo de 1868, logró predicar sucesivamente en todas las parroquias de Barcelona.

De su pluma brotaban artículos y libros. Al mismo tiempo, las comunidades femeninas que había fundado se diseminaban en numerosas ciudades, multiplicando trabajos y preocupaciones.


Exorcista valiente, distinguido con insignes gracias

Entre las casas que fundó sobresale la de Santa Cruz de Vallcarca – proximidades de Barcelona – por el papel que jugó en sus últimos y más fértiles años de vida. Allí estableció un colegio de niñas a cargo de una comunidad femenina.

Iglesia Santa Cruz de Vallcarca, derribada por orden del Ayuntamiento en 1960

Pero sus proyectos eran más amplios. La experiencia pastoral, la meditación de las Escrituras y la contemplación de la iniquidad que se arrastraba en el mundo, lo habían puesto frente a frente a la influencia que Satanás y los ángeles rebeldes ejercen sobre el quehacer humano.

El leviatán de doctrinas revolucionarias y convulsiones políticas, la progresiva descomposición moral, la vertiginosa desarticulación de la organización social so capa de maquinización y comunicaciones tenía, ante sus ojos, algo de una marcha incomprensible si no se toma en consideración los poderes del averno.

Él concluyó que delante de potencias espirituales maléficas nada mejor ni más imperioso y urgente que la Iglesia desplegase su arsenal espiritual. En especial, pasase a usar sistemáticamente el ministerio del Exorcistado.

Un hecho inusual pesó decisivamente en esta determinación.

Él creía tener la vocación de infatigable predicador. Los grandes frutos apostólicos recogidos le confirmaban esta idea. Pero, siempre ávido de atender del modo más perfecto la voluntad divina, rogaba luces con insistencia a Dios.
En carta al Procurador General de la Orden del Carmen en Roma, del 1º de agosto de 1866, describe una gracia extraordinaria que le aclaró el rumbo tan ardientemente implorado:

“Diez años ha que en los veranos vengo a ese monte [n.r.: Vedrà] a dar cuenta a Dios de mi vida y a consultar los designios de su providencia sobre la Orden a que pertenezco. (...)

El año 1864, habiéndome retirado a este monte, una voz grande, que hacía 20 años me hablaba en los desiertos sobre los destinos de nuestra Orden y la cual no sabía de dónde procedía, me dijo con gran fuerza lo que sigue:

Yo soy el ángel de quien habla el capítulo XX del Apocalipsis; a mí me está confiada la custodia del pendón del Carmelo y la dirección de los hijos de esta Orden. (...)

Vengo a ti enviado por Dios para instruirte sobre el porvenir de la Orden a la que perteneces para que sepas la misión que has de cumplir y su forma” (...)

“Elías, profeta grande, y los hijos de su Orden sois, y en adelante seréis, mi dedo y el dedo de Dios y mi brazo en las batallas contra los demonios y contra la revolución, y para que vuestra fe en el día de las batallas no falte, Dios me ha enviado a ti que vives en los desiertos, atento a mi voz para instruirte acerca y sobre la materia y objeto del Exorcistado”.
Desde entonces, la puesta en pie de guerra del ministerio del Exorcistado atrajo poderosamente su pensamiento y empeño.

Él pedía al Papa que movilizase los 400.000 sacerdotes del Clero para expulsar la influencia de las potencias infernales que animan la revolución del mundo. Con ese fin viajó dos veces a Roma. En 1866 fue a exponer sus argumentos al Papa Pío IX.

En 1870 volvió a la Ciudad Eterna para distribuir un alegato impreso a favor de la renovación y movilización del Exorcistado a los obispos reunidos en el Concilio Vaticano I.

En la ocasión, presentó verbalmente sus raciocinios a los padres conciliares de habla hispana. El asunto, sin embargo, no fue abordado dada la invasión militar de la Ciudad y la interrupción violenta de los trabajos conciliares.

Construyó la mencionada gran casa de Vallcarca para recibir a cuantos diesen señales de posesión o se sintiesen acosados por la influencia del maligno.

Cuando –esperaba él– el Papa convocase una cruzada sacerdotal contra el diablo y sus sicarios que incluyese retiros espirituales especializados, aquel edificio estaría listo para la gran empresa.

En el medio tiempo, muchos enfermos que visitaron Vallcarca se declararon curados milagrosamente, y otros se decían librados del demonio después de haber sufrido horrendas posesiones. Tales curas y liberaciones las atribuían al bienaventurado.

El padre Palau practicaba exorcismos solemnes cuando el obispo le autorizaba. Otras veces sus oraciones y carismas personales eran suficientes para poner el diablo en fuga.

Una meticulosa obediencia a las normas canónicas y un acertado discernimiento le hacían distinguir los casos que pertenecían a la medicina. Entonces conducía los pacientes a médicos de confianza.


Impávido polemista

En los círculos políticos se desataron furias incomprensibles contra el misionero apostólico. Difamaciones periodísticas, amenazas, falsas denuncias, allanamientos intentaron demoler la obra de Vallcarca y, si fuera posible, silenciar para siempre su animador.

Para cúmulo de males, el 29 de septiembre de 1868 estalló una revolución de cuño jacobino. La reina Isabel II fue destronada y partió al destierro. Iglesias y conventos fueron saqueados e incendiados. Juntas Revolucionarias reprimían a los descontentos.

En Madrid, so pretexto de libertad, una dictadura velada se volcó contra la religión y las instituciones que florecían bajo su sombra protectora. Se multiplicaron las leyes anti-familiares y los impuestos abusivos que carcomían la propiedad.

Una casta de funcionarios públicos enriquecidos de la noche a la mañana sancionaba leyes y decretos poco o nada concordantes con la realidad local y los legítimos intereses de todas las categorías sociales.

En las calles, piquetes fanatizados agredían a quien usase indumentarias eclesiásticas, invadían casas, robaban y asesinaban a quienes consideraban monarquistas tradicionalistas o carlistas.

Del lado opuesto, el partido carlista recobró vigor. Circulaban perturbadores rumores de una nueva guerra civil que servían de óptimo pretexto para enardecer la saña revolucionaria.

En ese clima de miedo, opresión y atropello, el padre Palau concibió un proyecto audaz. Los revolucionarios se inspiraban en los pseudo-ideales de la Revolución Francesa derivados del mito del buen salvaje de Jean Jacques Rousseau.

Contra ellos, el bienaventurado opuso un personaje literario que aunque pueda parecerse al buen salvaje, constituye la antítesis catolicísima del naturalismo ateo y del libre pensamiento.

'El Ermitaño' fue el valiente periódico editado por el padre Palau

Se trataba de un mítico ermitaño viviendo hacía más de medio siglo en una gruta de un islote escarpado, alimentándose de hierbas y peces, vestido toscamente. Desde su alta y lejana isla comunicaba todo lo que pensaba sin coerción de ninguna especie.

En fin, un hombre sin los vicios de la sociedad, lleno de bondad y fe.

Fue así que en el fragor de la tempestad anticristiana apareció el primer número de “El Ermitaño”, un boletín semanal religioso-político-literario.

Era literario por el estilo adoptado, político por el objeto inmediato que focalizaba, religioso por la dimensión más alta y sutil de la política que analizaba. Tomaba el nombre de su principal redactor: El Ermitaño.

A revolucionarios y carlistas pedía una cosa fundamental: coherencia con sus principios. Los revolucionarios gritaban “¡Libertad!”, y el ermitaño respondía: “¡¿Y por qué no dan libertad a la Iglesia?!”

“¡Igualdad!” exigían los amotinados. – “¡¿Y por qué no conceden libertad a las órdenes religiosas prohibidas de existir?!” retrucaba.

El gobierno revolucionario de Madrid propuso cortar los subsidios económicos a la Iglesia con el argumento capcioso de que Ella se mostraría verdaderamente espiritual desasida de cualquier medio material.

El Ermitaño respondía que también suprimiesen los salarios de ministros, diputados y funcionarios públicos para que éstos pudiesen poner en evidencia la sinceridad de su patriotismo.

Los revolucionarios vociferaban “¡Soberanía popular!” y el ermitaño exclamaba que si el pueblo es soberano que él mismo decidiese cuántos impuestos debía pagar, y no una cáfila de ministros y diputados en los palacios de la capital.

El partido carlista inscribía en sus banderas: Dios, Patria, Rey y Religión. El ermitaño respondía que los dirigentes carlistas comenzasen por dar ejemplo de práctica de la religión.

Los carlistas anunciaban próximos alzamientos y una nueva guerra civil y el ermitaño les recordaba que de poco servía tomar las armas sin conocer ni combatir los grandes jefes de la Revolución contra la cual pretendían luchar: los espíritus infernales.

“El Ermitaño” obtuvo un rápido eco inicial. En el boletín, no aparecía el nombre del padre Palau – y con razón!

Sólo salió impreso cuando la Revolución de 1868 inició retrocesos estratégicos que culminaron con la restauración de la monarquía.


Impasible en medio de la persecución

El odio revolucionario contra “El Ermitaño” se desencadenó implacable. La onda denigradora no economizaba epítetos.

Loco, mente trastornada por el aislamiento, supersticioso, alarmista, incitador al odio, enseña doctrinas falsas y arma a los enemigos de la Iglesia, visionario delirante, para él todo es diablo, desanima a los católicos, estafador y farsante que acoge gente de mala vida, soñador monomaniático, curandero inmoral, su casa es un establecimiento donde se ofende el pudor y la moral pública: es casa de blasfemia, director fanático y anti-endiablado que ejerce la nigromancia religiosa: contra tales acusaciones precisó defenderse el gran enemigo de la Revolución anticristiana y del padre de la mentira.

En septiembre de 1870 se declaró una pavorosa epidemia de cólera morbus en Barcelona. En ese entonces no había remedio para la enfermedad que mataba en pocas horas. La población huyó en masa, los cadáveres quedaban insepultos en las calles y hasta las cárceles se vaciaron.

Fue entonces cuando soldados del gobierno allanaron la casa de Vallcarca, arrestaron al padre Palau, a la comunidad allí establecida, un grupo de niñas que recibían instrucción y algunos enfermos y familiares huéspedes.

Fueron subidos a carretas y lanzados en las prisiones apestadas. La intención era clara: que muriesen infectados. La prensa anticlerical se regocijó por el hecho.

“Me parecía –escribió el bienaventurado– hallarme en Francia allá el año 92 entre los rojos; conducidos a la guillotina. (...) esto era una figura de lo que harán los rojos en su día”.

El pérfido intento no se concretizó. Dos meses después, el padre Palau obtuvo libertad condicional. Pero tuvo que sufrir un proceso judicial que lo atormentó hasta el fin de sus días.

El sobreseimiento definitivo fue dado a conocer a su abogado el 19 de marzo de 1872, pero nunca llegó a manos del bienaventurado, que falleció de peste en Tarragona al día siguiente.

Su salud había quedado quebrantada por la infección y los malos tratos en la cárcel de Barcelona. Pero su ánimo estaba más vigoroso y decidido que nunca.

Como si todos sus trabajos y dolencias fuesen pocos, a fin de febrero de 1872 fue a Calasanz a ejercer el ministerio sacerdotal entre las víctimas del tifus.

En marzo se trasladó a Tarragona, donde arribó gravemente enfermo. Después de una edificante agonía, el 20 de marzo, a las 7:30 de la mañana, irguió el brazo que tantas veces había levantado la Cruz en predicaciones y exorcismos, y exclamó con sus últimos alientos: “Ahora [Santa] Teresa, llegó la hora”, y entregó su alma al Creador.

Fue enterrado con el hábito carmelita.

La fama de su santidad se esparció rápidamente. El proceso diocesano rumbo a la beatificación fue abierto el 20 de marzo de 1951. La causa ingresó en Roma el 15 de abril de 1958.

Juan Pablo II lo declaró Bienaventurado el 24 de abril de 1988. Su cuerpo aguarda la Resurrección en Tarragona y su fiesta se celebra el 7 de noviembre.


Aparicao de La Salette


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