28 de Febrero: San Román, Abad
(✞ 460)
El glorioso San Román nació en el condado de Borgoña, y hallándose bien enseñado en la ciencia de los santos por el Abad de León llamado Sabino, se retiró a un desierto del Monte Jura, que separa el Franco Condado del país de los suizos.
Allí encontró un árbol de enorme corpulencia cuyas ramas extendidas y entretejidas formaban un techo que le defendían tanto de la lluvia como de los rayos del sol, y no lejos del árbol brotaba una fuente de agua cristalina, rodeada de zarzas llenas de unas frutas silvestres.
Allí vivió muchos años el santo ángel en carne humana, y allí le visitó su hermano Lupiciano, guiado también por soberana inspiración, que le movió a dar la espalda al mundo, y gozar de las espirituales delicias que halló su hermano en aquella soledad.
Comenzaron luego a concurrir a aquel yermo aldeanos y ciudadanos, algunos sólo por venerar a los santos hermanos, y otros para hacerse sus discípulos, y tantos fueron estos últimos, que en pocos años se crearon varios monasterios tanto de hombres como de mujeres, cuya santidad era celebrada en todo el reino de Francia.
Entre las maravillas que hizo el Señor por mano de San Román, fue una que yendo un día el santo a visitar a sus hermanos, los monjes, le sorprendió la noche sin hallar otro albergue que el pobre hospicio donde se curaban los leprosos, que en ese momento eran nueve.
Luego que los vio, hizo calentar un poco de agua, les lavo los pies, y aquella noche se acostó en medio de ellos. Acostados los diez, los nueve leprosos se durmieron, velando solo Román y rezando a Dios salmos e himnos de alabanza.
Tocó luego un lado de uno de los leprosos y al instante éste sanó. Despertaron otros dos, y hallándose los dos, milagrosamente limpios, cada uno tocó a su compañero que más cerca tenía para despertarle, y que ya despierto, rogase a Román le sanase como a ellos.
Pero, ¡Oh bondad de nuestro gran Dios! ¡Oh poder grande de la virtud de su siervo Román! Al despertar, todos se hallaban tan sanos y buenos como si jamás hubiesen tenido lepra, ni otro mal alguno.
Finalmente, después de haber poblado San Román de Santos aquellos desiertos, a los sesenta años de edad, lleno ya de méritos y virtudes, entregó su purísima alma al Señor, con gran sentimiento de sus discípulos que le amaban como a un padre y le veneraban como a santo abad y espejo de perfección.
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