domingo, 1 de agosto de 2021

¿EN QUÉ CREEN NUESTROS OBISPOS?

Cuando nos enredamos analizando un tema tan complejo como el de por qué está tan mal la Iglesia, quizá deberíamos empezar por una pregunta más sencilla: ¿en qué creen nuestros obispos?

Por Bruno M. 


A principios de este mes ocurrió algo curioso y que no sucede todos los días: el papa Francisco nombró un arzobispo ad personam en África. Como sabrán los lectores, normalmente los arzobispos son los obispos de archidiócesis, es decir, de diócesis particularmente importantes, que a menudo son también sedes metropolitanas. Hay casos muy poco frecuentes, sin embargo, como este, en que el papa nombra arzobispo al obispo de una diócesis normal, sin encomendarle una archidiócesis. Es un título que tiene escasas consecuencias jurídicas y se trata a grandes rasgos de una forma de honrarle públicamente.

Confieso que pensé que esta costumbre había caído en desuso, teniendo en cuenta que el papa eliminó al principio de su pontificado el equivalente para los sacerdotes (excepto para mayores de 65 años), que era el título de Monseñor: un título honorífico con consecuencias más bien litúrgicas y protocolarias. En aquel momento se dijo que era para combatir el carrerismo eclesial, pero parece ser que, por alguna razón, lo que se considera desaconsejable para sacerdotes no lo es para los obispos.

En cualquier caso, el arzobispo ad personam en cuestión es Monseñor Franklyn Atese Nubuasah, religioso del Verbo Divino, que gobierna la diócesis de Gaborone, en Botswana. Como probablemente les sucederá a muchos lectores, no sigo de cerca a la diócesis de Gaborone y no me suena el nombre de su pastor, así que lo busqué. Supongo que el arzobispo habrá hecho muchas cosas buenas, pero lo que encontré en Internet fue una carta pública escrita por el prelado con ocasión de la muerte de George Floyd, que como recordarán, desató una oleada de disturbios en Estados Unidos y en todo el mundo.

En la carta abierta, que estaba dirigida al fallecido, el obispo decía muchas cosas (a mi juicio imprudentes en sumo grado) sobre el tema de su muerte, pero lo que más me llamó la atención fue esto: Una gran bienvenida te espera en la casa del Padre y espero que allí también haya Coca Cola y palomitas de maíz. Solo te queda una cosa más que hacer: prepararte para dar la bienvenida a los famosos cuatro que te asesinaron cuando les llegue la hora y guiarles por ese lugar tan divertido que llamamos paraíso. […] Ahora ya puedes respirar para toda la eternidad el aliento del amor”.

Pensemos por un momento en lo asombrosas que son estas palabras. Con ellas se da por supuesto que el difunto ha ido al cielo directamente, cosa que un obispo no debería hacer nunca, excepto en el caso de santos canonizados por la Iglesia. Mucho peor es, sin embargo, que esa suposición se aplica a alguien que murió cometiendo un delito, mintiendo repetidamente a la policía para evitar ser arrestado y con seis drogas diferentes en el organismo, como broche final de una vida patentemente ajena a la moral católica: múltiples arrestos por robo y venta de drogas y una condena a cinco años por robo con violencia y amenazas a una mujer embarazada. Según parece, tenía cinco hijos de varias mujeres, sin estar casado con ninguna.

Por supuesto, no nos corresponde a nosotros juzgar a George Floyd, que ya se presentó ante un Juez infinitamente más sabio, justo y misericordioso que nosotros, pero es imposible no sacar la conclusión de que el arzobispo no cree en el purgatorio ni en el infierno, dos partes fundamentales de la fe católica. Y no solo no cree en ellos, sino que proclama esa falta de fe abiertamente y en una carta pública que firma como obispo de la Iglesia Católica.

Fijémonos en que, incluso si, cegado por una lejana amistad y la propaganda de los medios de comunicación, el obispo pensara que Floyd era un santo, el problema seguiría siendo el mismo, porque, con la generosidad de quien regala algo que no es suyo, promete también el cielo incondicionalmente a los policías que considera sus “asesinos”. Es decir, considera que ir al cielo es algo automático, que el Juicio final no existe (o no es propiamente un juicio) y que, en consecuencia, los pecados más graves son algo irrelevante y toda la predicación cristiana carece de sentido.

Quizá en otro tiempo habría achacado esto a una excepción, a un caso singular y extravagante, pero a lo largo de los años me he ido encontrando con multitud de ejemplos similares de obispos que niegan la fe católica sin que esa negación tenga ninguna consecuencia: obispos, arzobispos o cardenales que hablan del adulterio como un acercamiento personal a Dios o dicen que hay que honrarlo, que quieren bendecir las relaciones del mismo sexo, que piden volver a la Ley de Moisés abandonando el Evangelio, que proponen disolver lo indisoluble, que rechazan la doctrina sobre los anticonceptivos, la fornicación o la fecundación in vitro, que están encantados con dar la comunión a los adúlteros contumaces, que nos aseguran que la multiplicación de los panes y los peces no fue un milagro sino solo compartir, que rechazan que la conciencia deba aceptar la doctrina de la Iglesia como verdadera, que piden que la Iglesia reconozca la posibilidad de casarse muchas veces, que agradecen a Dios el “don” del Corán, que niegan la doctrina infalible de la Iglesia sobre la reserva del sacerdocio a los varones, que nos aseguran que el comunismo es la mejor aplicación de la doctrina social de la Iglesia, que piden abandonar la doctrina de la Iglesia sobre la guerra justa o que confiesan y absuelven a los que se van a suicidar, por poner solo algunos ejemplos que recuerdo, entre otros muchísimos que se podrían dar.

Más numerosos aún, por supuesto, son los obispos que callan ante todas estas y otras heterodoxias, permitiendo que se enseñen y proclamen con impunidad en parroquias, colegios, universidades y seminarios. Una actitud que, a fin de cuentas, es equivalente a rechazar la doctrina católica, porque se la reduce a mera opinión particular, que es lo mismo que rechazarla como tal doctrina.

Ante este panorama desolador, uno no puede evitar preguntarse por qué se ha nombrado a estos obispos, arzobispos y cardenales. ¿Es que no hay sacerdotes católicos que puedan desempeñar esos puestos y cumplan al menos ese requisito mínimo de tener la fe católica? ¿Tan mal estamos? ¿O es que, por alguna razón se selecciona a los que no tienen fe?

Y, más modestamente, ¿al menos no podría tener alguna consecuencia para esos prelados negar la fe públicamente? ¿No convendría mandarlos de nuevo al seminario a estudiar la teología más básica? ¿U organizar una especie de catequesis básica para obispos necesitados? ¿O, si eso fuera inviable, no se les podría nombrar Sumos Prebostes de alguna polvorienta biblioteca pontificia, donde no pudieran hacer mucho daño a los fieles?

Todo esto me lleva a pensar que, cuando nos enredamos analizando un tema tan complejo como el de por qué está tan mal la Iglesia, quizá deberíamos empezar por una pregunta más sencilla: ¿en qué creen nuestros obispos?


Espada de Doble Filo


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