Yo no sé si estamos en los últimos tiempos, pero lo que sí sé es que estamos en tiempos muy confusos en los que pareciera —y sólo pareciera—, que algunas de esas profecías se están cumpliendo.
En nuestra imaginación, muchos de nosotros deseábamos vivir tiempos gloriosos. Aburridos de lo prosaico de nuestras vidas en el mundo gris que habitamos, envidiábamos a los cruzados, a los cristeros o a los católicos españoles de la Guerra Civil.
Se trataba de épocas y circunstancias heroicas, donde los bandos estaban perfectamente delimitados. Del otro lado estaban los musulmanes, o los masones anticristianos o los rojos. No había duda. Se necesitaba solamente ser virtuoso para mantenerse firmes en la fe, lo que no es poco.
Sabiendo que no podíamos volver al tiempo pasado, deseábamos entonces ser parte del pequeño rebaño, de los católicos de los últimos tiempos. Sabíamos, porque las profecías y los exégetas nos lo habían dicho, que vendría una gran apostasía, incluso de los obispos y quizás del mismo Papa, que sería apenas un puñado el que permanecería fiel y que, además, sería duramente perseguido. E imaginábamos los acontecimientos que marcarían esa época: obispos firmando actas de apostasía, como Lutero o Calvino, o al Vicario de Cristo rindiendo culto a alguna divinidad pagana. Es decir, siempre pensamos que los bandos estarían claramente delimitados como lo estuvieron en las cruzadas, o en México, o en España.
Yo no sé si estamos en los últimos tiempos, pero lo que sí sé es que estamos en tiempos muy confusos en los que pareciera —y sólo pareciera—, que algunas de esas profecías se están cumpliendo. No tenemos a Júpiter entronizado en el altar de la basílica de San Pedro; tenemos a la Pachamama sentada en los jardines vaticanos y rodeada de monjas y frailes que le rinden culto con cantos e inciensos, en presencia del papa Francisco, y la tenemos luego paseándose por las aulas sinodales, llevada en andas por obispos.
El sábado 6 de febrero, en una parroquia salesiana de Ushuaia, se celebró públicamente la “unión matrimonial” de dos hombres, uno de ellos identificado como “trans”, y que “vestida completamente de negro, y con un ramo de flores en las manos, rodeadas por un lazo con los colores del orgullo gay, explicó que el color de su vestido era un homenaje a ‘todas las compañeras que no pudieron cumplir con este sueño’”. La noticia puede ser leída aquí.
Según se explica, en la ceremonia se leyó el Evangelio, se realizó la promesa de fidelidad de los “cónyuges”, se rezó el Padre Nuestro y el Ave María, y comulgaron los novios y varios de los 60 feligreses presentes. No faltó nada para simular un sacramento que no existió. Y tampoco faltó su carácter público y hasta oficial. Asistió el gobernador de la provincia de Tierra del Fuego, él mismo ex-novicio salesiano y con una vida sexual más bien ajetreada como puede verse aquí, y la ex gobernadora Fabiana Ríos, que no fue novicia pero cuya vida privada tiene rasgos ambiguos, por decir lo menos.
La noticia periodística afirma que tal ceremonia se hizo con el acuerdo del obispo, en este caso, Mons. García Cuerva. Sin embargo, al día siguiente, el obispado emitió un comunicado en que se dice que no se había autorizado esa celebración y que, además, se había “advertido convenientemente” al sacerdote oficiante. La cuestión fue saldada fácil y rápidamente. El escándalo, en cambio, no. Y tampoco el desprecio por la doctrina y el dogma de la fe católica.
Paralelamente, durante el 2020 el mundo entero conoció los desmanes protagonizados en la diócesis de San Rafael por su obispo, Mons. Eduardo Taussig, en su desesperación por ser obedecido y alinearse con los dictámenes del gobierno mundialista. Cerró su seminario diocesano porque los seminaristas se negaban a comulgar en la mano —al menos esa fue la razón aducida—, y ha castigado a varios sacerdotes porque se han atrevido a dar la comunión en la boca a algunos fieles pertinaces y piadosos que pretenden hacer valer sus derechos. Estos sacerdotes han sido suspendidos, se les han revocado sus licencias o han sido trasladados de destino, y se espera que el próximo mes se produzca un gran remezón con varios párrocos decapitados.
Lo que tenemos, entonces, es que un hecho gravísimo como el ocurrido en Ushuaia, impensable hasta hace algunas pocas décadas y que, si se hubiera dado, habría acarreado la sanción más severa y definitiva a los protagonistas, merece apenas una “advertencia” episcopal. Por otro lado, la práctica habitual de toda la iglesia universal a los largo de más de un milenio —recibir el cuerpo del Señor en la boca—, es castigado durísimamente y prohibido con solemnes decretos que pareciera promulgados por la cancillería de algún príncipe obispo elector del Sacro Imperio.
Alguien podrá aducir que se trata de dos casos puntuales, o que uno de los protagonista no está en sus cabales. Y no es así. La Conferencia Episcopal Argentina guarda silencio, siendo tan pronta para hablar en otros casos. La nunciatura guarda silencio, y la Santa Sede guarda silencio. Y sabemos que el que calla, otorga.
Yo pienso que, si esta no es la apostasía… pasa raspando.
Wanderer
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