martes, 16 de abril de 2019

PRAGMATISMO POLÍTICO Y ACCIÓN PÚBLICA CATÓLICA

¿Qué hace un católico cuando encuentra su perspectiva radicalmente en desacuerdo con la dirección de la política y la vida pública?

Por James Kalb


La respuesta es permanecer activos y apoyar las causas y los candidatos que tienen posibilidades de ganar y que parecen ser los más respetables o con más conciencia. Cualquier cosa que no sea pragmatismo inmediato debe ser considerada un intento de mantener la pureza personal a expensas de la responsabilidad cívica.

Una razón para mantener nuestro enfoque es una mezcla de nacionalismo, idealismo y practicidad. Teniendo eso en cuenta, la participación en el funcionamiento cotidiano del sistema político mediante el apoyo a los partidos principales y sus candidatos, resulta patriótica y correcta, así como conveniente.

Otra razón es la conformidad. Tratamos siempre de minimizar las distinciones de clases y enfatizar el ascenso en el mundo. Esas cualidades llevan a algunos buenos resultados, pero no a la independencia de pensamiento, y entre los católicos, han llevado a un énfasis en la asimilación.

Entre los católicos interesados ​​en la participación, la opción preferencial se ha expandido a un proyecto general de “involucrar a la cultura”, que podría incluir, por ejemplo, tomar la cultura pop de manera seria. Si decimos “¿quién puede necesitar eso?”, nos dirán que estamos ignorando las realidades y descartando a nuestros conciudadanos, por lo que deberíamos atenderla con la mayor simpatía posible. (El peligro, por supuesto, es que las preocupaciones y las personas incorrectas, la inspiración incorrecta y la Madonna incorrecta, se conviertan en nuestros puntos de referencia).


Los tiempos cambian, y nos obligan a hacer cambios. Gran parte de la cultura pop y de elite se ha vuelto notablemente degradada y anticristiana, y el pensamiento y la política del público se están volviendo cada vez más antihumanos a medida que desarrollan las implicaciones de la eficiencia y la “libertad autodefinida” como estándares supremos. Esta última, en particular, impone requisitos cada vez más intrusivos y exigentes a medida que constituye una violación de la libertad que se expande sin límite. Si Bob no quiere participar en el “matrimonio gay” de Bill y Tom negándose a prepararles un pastel de bodas, hoy resulta que está violando su libertad de igualdad de ese “matrimonio” y necesita ser castigado en aras de la “justicia social” y el “civismo público”.

Bajo esas circunstancias, muchos católicos ya no ven a la sociedad como una aliada a las tendencias que pueden apoyar, y creen que se necesita una ruptura decisiva. Algunos de ellos hablan de la “opción Benedicto”, por ejemplo, que implica menos intentos directos de influir en la sociedad en general y más atención a la comunidad local y específicamente en la comunidad católica.

Otros se oponen firmemente a alejarse del compromiso activo con la vida pública. Si los católicos le dan la espalda a la vida nacional deben preguntarse: ¿qué sucede con el deber cívico y la obligación de contribuir al bien común? ¿No son los requeridos por el amor al prójimo? La votación obliga a todos a resolver el problema. ¿Tenemos el deber de ir a las urnas y votar por un candidato de derecha o por un candidato de izquierda? Si nos abstenemos, o votamos por una tercera opción, ¿estamos eludiendo nuestro deber público desperdiciando nuestro voto y dejando que el peor candidato llegue sin oposición?

Tales objeciones tienen una visión demasiado estrecha de cómo las personas contribuyen a las vidas de los demás. La vida humana es compleja y nos afectamos mutuamente de diversas maneras. Jesús y los primeros cristianos no trataron de reformar la Academia, de meter a sus muchachos en el Sanedrín, de involucrarse en la gestión de sus sinagogas locales o de participar culturalmente en los espectáculos en el Coliseo. San Francisco tampoco se postuló para la junta de gobierno del gremio local de comerciantes de telas ni intentó obtener un puesto en la Universidad de Bolonia. Y los católicos siempre han reconocido a los contemplativos como útiles para la Iglesia y, por lo tanto, para el mundo. Todas esas personas se concentraron en Dios, vivieron sus vidas en consecuencia, fundaron hermandades y presentaron sus puntos de vista cuando se les ofreció la oportunidad. Al hacerlo, presentaron una alternativa a la corriente principal contemporánea que atrajo a la gente por lo que era. Y eso cambió el mundo.

El ascenso de la izquierda a la dominación tampoco comenzó con una “larga marcha a través de las instituciones” por parte de los “revolucionarios” de los años 60 que se abrieron camino hacia posiciones de poder. Comenzó con creencias definidas que la izquierda sostenía con devoción, desarrollaba propaganda y actuaba independientemente de la popularidad o la probabilidad inmediata de éxito. Trabajar dentro del sistema” llegó posteriormente, después de que generaciones de izquierdistas tuvieron éxito, al no estar nunca inactivos ni callados, y ocupados en destruir las normas establecidas anteriormente. Los simpatizantes de ese sistema desempeñaron un papel en el proceso, pero tenía que haber personajes rojos instalados en la opinión pública antes de que los indecisos les dieran su apoyo.


Las exigencias del bien público dependen de la situación. La característica más obvia y debilitante de la vida pública de hoy es su estrechez extrema ya que solo una pequeña gama de puntos de vista, divorciados de las realidades humanas básicas, pueden desempeñar un papel. De lo contrario, ¿cómo podría ser posible la “corrección política”, o concepciones tales como “espacio seguro” y “crimen de odio” se volvieron tan influyentes? ¿Y cómo podría el Tribunal Supremo encontrar que el deseo de lesionar a las personas homosexuales es la única motivación posible para apoyar la definición tradicional y natural del matrimonio?

En la jerga actual, sufrimos de una “ventana de Overton” que necesita urgentemente expansión y cambios. Muchas cosas que ahora son impensables deben ser políticas, y viceversa. Para que eso suceda, lo impensable debe ser pensado como “revolucionario”, luego aceptable, luego sensible, luego popular, y finalmente se debe convertir en herramienta política.

Los católicos no avanzarán en ese proceso si siempre se apegan a los partidos principales, se concentran en “lo que nos une” porque ya es popular y hacen que las potencias dominantes sientan que pueden trabajar con nosotros. Por supuesto, a menudo hay espacio para tales cosas, pero si eso es todo lo que tenemos, siempre perdemos. Si los únicos intransigentes legítimos son los “progresistas”, entonces ceder siempre a sus exigencias será el camino rápido y fácil hacia la armonía social. ¿Por qué eso sería algo bueno?

Por lo tanto, la apertura al mundo posterior al Vaticano II no ha llevado a la Iglesia a ninguna parte. Sugiere una Iglesia que es más feliz hablando con los secularistas que con personas que son más estrictas respecto a la Tradición, y por lo tanto, es una Iglesia que se avergüenza de sus propios puntos de vista. En contraste, el éxito de la izquierda se ha visto favorecido por su insistencia en legitimar sus reclamos y en denunciar la ilegitimidad de cualquier punto de vista que se oponga a ellos.

La clave para la acción pública católica no es una estrategia ideológica sino que se basa en aceptar la verdad y la autoridad de nuestro propio mensaje y a actuar en consecuencia. Eso significa amar a Dios, vivir correctamente y predicar la palabra dentro y fuera de la temporada eleccionaria. Y esas cosas a veces pueden ser más útiles haciendo hincapié en lo que es nuestro ámbito local o votando por alguien que no es un candidato de un partido mayoritario.



Traducción Cris Yozia





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