Quedaremos unos pocos que no pasaremos por el aro. Y a nosotros nos tocará, con ayuda de Dios, refundar el mundo y devolver las almas a quienes fueron despojados.
Por Juan Manuel de Prada
Varios amigos que se dedican a la creación literaria me han expuesto durante las últimas semanas los temores que les inspira la llamada ‘inteligencia artificial’ (perdón por el oxímoron), entre los que se cuenta el temor a quedarse sin trabajo; pues, según me cuentan, la inteligencia artificial podrá aliñar textos, poemas o novelas con todos los ingredientes de éxito que reclaman las masas cretinizadas.
Habría que empezar señalando que la llamada ‘inteligencia artificial’ constituye una prueba palmaria de lo que llevamos sosteniendo desde hace años. La tecnología no es –como pretenden los apóstoles del progreso y sus tontos útiles– un instrumento neutro que nuestra voluntad puede encarrilar según las más nobles aspiraciones de la naturaleza humana. La tecnología se impone sobre la voluntad humana, torciéndola, forzándola, sofocándola hasta lograr suplantarla. Y lo hace porque se halla en manos de gentes sin escrúpulos, con tendencias destructivas, a quienes importa un bledo el destino de la Humanidad (aunque se disfracen de “filántropos”). Como nos advertía Einstein, “casi todos los científicos son, desde el punto de vista económico, completamente dependientes”; y como, además, “quienes poseen un sentido de responsabilidad social son un grupo muy pequeño” (volvemos a citar a Einstein), las tendencias destructivas de los mecenas de la ciencia y la tecnología se imponen facilísimamente.
La tecnología, a pesar de ser una creación humana, tiende a desarrollarse por sus propios principios y leyes, que son muy diversos a los principios morales de una recta conciencia. La tecnología (y, por extensión, el hombre dominado por la tecnología) no reconoce ningún principio de autolimitación; no puede mantener equilibrios, no puede tener mesura, no puede ‘contenerse’, refrenarse ni morigerarse. Y, si analizamos seriamente el efecto de la tecnología en nuestras vidas, observaremos que una de sus características infalibles es que ha tendido a privar al hombre de la clase de trabajo más enaltecedor y estimulante (o sea, el trabajo creativo hecho con sus manos y su cerebro), a la vez que le multiplica el trabajo tedioso, fragmentado, alienante, reiterativo, que no le produce ningún tipo de satisfacción. La tecnología, tal como se ha desarrollado, tiende a mostrarse hostil con las capacidades específicamente humanas, que trata de suplantar y anular, para dejar cesantes las manos y los cerebros; y, a la vez, multiplica aquellas actividades que nos deshumanizan, que nos vuelven seres nerviosos, que nos agitan estúpidamente. Y la inteligencia artificial es un ejemplo consumado de este tipo de tecnología deshumanizadora que, a la vez que usurpa las capacidades humanas, nos degrada y reduce a bestias; pues, evidentemente, los productos que nos suministre serán siempre devaluados, como ocurre –es ley biológica infalible– cuando lo vivo es sofocado por lo automático.
La inteligencia artificial destruirá durante los próximos años millones de puestos de trabajo, condenando a muchas personas a una vida subalterna, donde la ociosidad y el subsidio formarán sórdida amalgama, convirtiéndolas imperceptiblemente en alimañas incapacitadas para el esfuerzo y envilecidas por el resentimiento (que los demagogos dirigirán contra quienes todavía vivan de su trabajo). Y, a la vez que anulará las capacidades creativas de manos y cerebros, la inteligencia artificial las abastecerá con subproductos que irán erosionando su humanidad: películas, canciones, poemas, novelas prêt-à-porter, una mezcolanza de subproductos completamente tontos, que sin embargo contendrán la combinación exitosa de ingredientes que satisface a las masas cretinizadas (subproductos, en realidad, no demasiado distintos a lo que hoy nos ofrecen las multinacionales del entretenimiento). Pero la inteligencia artificial jamás podrá realizar creaciones auténticas; pues la creación auténtica requiere un coloquio entre dos almas que recuerdan el sabor efímero de unos labios, la herida irrestañable de una pérdida, el sol dorado de la infancia, el invierno que trepa por las venas. Nada de esto podrá ofrecer la inteligencia artificial, que carece de una conciencia capaz de conservar en ámbar el rescoldo de un amor de adolescencia o el dolor con que nos vapulea la muerte de un ser querido. Y la conciencia es patrimonio del alma. La inteligencia artificial, que carece de ella, sólo podrá entablar coloquio con hombres sin alma.
Pero quedaremos unos pocos que no pasaremos por el aro. Y a nosotros nos tocará, con ayuda de Dios, refundar el mundo y devolver las almas a quienes fueron despojados.
PortaLuz
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