Continuamos con la publicación de la Tercera Parte del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez O.P. (1850-1939) en el cual relata la vida de los Hermanos Dominicos.
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo ICapítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Segunda Parte:
Publicamos aquí los capítulos I al X de la Tercera Parte:
CAPITULO I
DE SU LIMPIEZA
A gloria de Dios y utilidad de los que leyeren, referiremos del Santo y memorable Padre nuestro Fray Jordán, segundo Maestro de la Orden de Predicadores y sucesor dignísimo del Bienaventurado Domingo, algunas cosas con diligente indagación recogidas, y las que hemos visto y a él mismo oído, con la ayuda del Señor. -Decimos, pues, ante todas las cosas, que fue como un espejo de toda la Religión y ejemplar de virtudes, como varón que conservó ilesa la virginidad del alma y del cuerpo.
CAPITULO II
DE SU MISERICORDIA CON QUE SOCORRÍA AL PRIMER POBRE QUE ENCONTRABA
La piedad que, según el Apóstol, es útil para todas las cosas, no sólo en la Orden, sino también en el siglo, la tuvo siempre y ejercitó a manos llenas. Eran compasivas sus entrañas con los desgraciados y afligidos: así que raras veces o nunca, por más que no era muy adinerado, se apartaba de él un pobre sin limosna. En especial al pobre que por la mañana primero le salía al encuentro, jamás dejaba de darle aunque no se lo pidiese.
CAPITULO III
DEL CEÑIDOR QUE DIÓ Y DESPUÉS VIÓ EN EL CRUCIFIJO
Ocurrió una vez, cuando estudiaba Teología en París, que levantándose de noche muy de prisa a maitines por creer que ya habían tocado (tenía él esa costumbre de ir a maitines, aún de joven seglar) no se puso más que la capa sobre la camisa y el ceñidor, a fin de llegar más pronto a la iglesia. Encontró en el camino un pobre que con instancia le pidió limosna, y él, no teniendo otra cosa, se quitó el ceñidor y se lo dió. Llegado a la iglesia, que aún estaba cerrada, porque no habían tocado a maitines como él suponía, se puso en oración a la puerta hasta tanto que la abriesen. Abriéronla, entró, se arrodilló ante el crucifijo, en el cual reparando bien, le vió ceñido del mismo ceñidor que poco antes, por amor de Cristo, había dado al pobre.
CAPITULO IV
DE SU ENTRADA EN LA ORDEN Y DE LA VISIÓN DE LA FUENTE
Cuando era ya bachiller en Teología, fue recibido en la Orden por Fr. Reginaldo, de bienaventurada memoria, antes decano de Orleáns, en cuya feliz muerte, tuvo un varón religioso la admirable visión siguiente: Veía en sueños secarse una fuente limpidísima que brotaba en el claustro de Santiago de París, y en su lugar nacer un manantial caudaloso que se derramaba por las plazas de la ciudad y después por todo el reino, regándolo, alegrando a todos y creciendo progresivamente hasta desaparecer en la mar. Y así fue, en efecto, que a la muerte del Bienaventurado Reginaldo se levantó dicho Padre, quien primero explicando graciosísimamente en París el Evangelio de S. Lucas, y predicando después por el orbe a una y otra parte del mar durante veinte años, y de palabra y de obra anunciando a Jesucristo, se cree que trajo más de mil a la Orden; querido siempre de Dios, de los Prelados y de la Iglesia Romana; induciendo al clero y al pueblo a la penitencia, e invitando a todos a entrar en el reino de Dios. Consumó en la mar su carrera el Bienaventurado Padre, como el Bienaventurado Clemente, donde halló el camino del cielo, y por él entró en las felicidades del Señor.
CAPITULO V
DE SU PIEDAD CON LOS POBRES Y CON LOS HERMANOS
Tanto abundó en él la piedad después de entrar en la Religión, que frecuentemente se quitaba su túnica por los caminos para cubrir a los desnudos, por cuya causa le reprendieron muchas veces los Hermanos y le acusaron en el Capítulo General. Con los mismos Hermanos era no menos piadoso y manso, no solo compadeciéndose de sus enfermedades y socorriéndolos como podía, sino también disimulando a veces fragilidades humanas, conque ellos se corregían, más aún por aquella virtud de piedad y atractivo de mansedumbre que por la austeridad de la disciplina, aunque también ésta sabía él usarla según el tiempo, el lugar y las personas. Apiadábase mucho de los tentados y enfermos, visitábalos a menudo, y con palabras y ejemplos, oraciones y exhortaciones los consolaba. Era costumbre suya cuando llegaba a un convento, después de dar la bendición y saludar a los Hermanos, visitar inmediatamente a los enfermos, llamar a los novicios a su mesa y enterarse si había algunos tentados, a fin de consolarlos.
CAPITULO VI
DEL NOVICIO A QUIEN LIBRÓ DE LA TENTACIÓN CON LA ORACIÓN
Llegado una vez a Bolonia, le hablaron los Hermanos de un novicio turbado y tentado a salir, y le dijeron por su orden todas las circunstancias de su vida; pues en el siglo había sido tan delicado y de tan extraña conducta cual no habían visto otro. En los vestidos, en la cama, en las galas, en la comida, en el lujo y otros halagos de la carne, extendiéndose sobre la condición de su edad y de su fortuna, ni sabía qué era aflicción de la carne, ni angustia de espíritu, a no ser cuando se entregaba al estudio de las letras en que era tan solícito y aprovechado, que al año siguiente, continuando en el siglo, hubiera podido enseñar leyes. Aseguró muchas veces que nunca había padecido mas enfermedades que una, y ésta pequeña, cuando era niño; que apenas nunca se había airado, que nunca, a no ser el Viernes Santo, había ayunado: que raras veces, exceptuando los viernes, se había abstenido de carnes; que jamás se había confesado; y que jamás había aprendido otras oraciones, de las que se cantan o rezan en la iglesia, que el Padrenuestro. Un día fue a ver a los Hermanos, por mera curiosidad (él mismo no sabía negarlo) entró en la Orden. Pero se arrepintió muy pronto de su entrada, pues cuanto veía y sentía le parecía la misma muerte. Ni comer podía lo que los Hermanos comían, ni menos dormir. Llevóle a tal extremo la tentación que, aunque en el siglo no conocía el enfado, levantó una vez el brazo para tirar el salterio al Subprior que le predicaba. Hallándole de esta suerte tentado el Maestro Jordán comenzó a animarle y predicarle tomando pie de su nombre, que era Tebaldo, el cual significa tendencia al cielo. Condújole, después de algunas exhortaciones, al altar del Bienaventurado Nicolás, donde de rodillas le rogó que dijese el Padrenuestro (otras oraciones no sabía) y poniéndole luego las manos sobre la cabeza suplicó a Dios con todo el afecto de su corazón que librase de toda tentación al novicio. Mientras así puestas sobre la cabeza las manos prolongaba Fr. Jordán su oración, parecíale al Hermano sentir cierta dulzura que poco a poco entraba en su alma, y un cambio grande en su corazón. Al levantarlas, por fin, parecióle, según después contó varias veces a muchos Hermanos, que se levantaban otras dos manos que fuertemente apretaban y oprimían su alma y su corazón, experimentando una tranquilidad y dulzura grande. Así, por los méritos y oraciones del varón santo, fue toda aquella tentación ahuyentada. Permaneció después en la Orden tan alegre y firme, que sufrió sin desmayar muchos trabajos e hizo grandes servicios.
CAPITULO VII
DE SU ORACIÓN Y MODO DE OBRAR, Y DE QUÉ MANERA SE CONDUCÍA EN SUS VIAJES
Dióle el Señor gracia especial de oración que no abandonada ni en medio de sus ocupaciones con los Hermanos, ni por los muchos trabajos, ni cargos, ni solicitud alguna. Era costumbre suya orar de rodillas, derecho lo demás del cuerpo y juntas las manos. Así permanecía sin inclinarse, ni sentarse, ni moverse, el tiempo que se tarda en andar ocho millas. Especialmente después de Completas y Maitines hacía así siempre su oración, ya estuviese quieto en el convento, ya volviese cansado de algún viaje. Las lágrimas que derramaba eran muchas, pudiendo decir con el profeta: Mis lágrimas fueron mi pan día y noche; por cuya causa se cree que contrajo aquella grave enfermedad de los ojos. Saben muy bien los que de cerca le trataron cuán a menudo suspiraba en la oración, cuan frecuentemente en la Misa, en la predicación, en las exhortaciones a los Hermanos y otros divinos obsequios, larguísima y devotísimamente lloraba. A las meditaciones dábase todo entero, fuese en casa o fuese por los caminos, en las cuales experimentaba dulzura admirable. Acostumbraba cuando iba de viaje emplear todo el tiempo en orar y meditar, a no ser cuando con los compañeros rezaba el oficio, o hablaba de cosas espirituales o de otras cosas útiles, lo cual hacía a cierta hora del día; después de esto encargaba a los Hermanos que, durante el tiempo que él les señalaba, meditasen sobre lo hablado de cosas espirituales y útiles, y que luego lo refiriesen en común. Él iba casi siempre separado de los demás a distancias de un tiro de piedra o de ballesta, cantando en alta voz y con muchas lágrimas, unas veces la Salve, con que se deleitaba en extremo, también el himno Jesu, nostra
redemptio. Enajenado a veces por el exceso del afecto y dulzura de corazón que de las meditaciones sacaba, extraviábase de los Hermanos, los cuales iban ansiosos a buscarle y con mucho trabajo le encontraban. Nadie jamás le vio turbado porque perdiesen el camino, ni le oyó una sola queja, ni echar la culpa a los compañeros, sino que, por el contrario, alentando a los que se inquietaban, les decía: “No haya cuidado, que todos los caminos llevan al cielo”.
CAPITULO VIII
DE LOS PANES DADOS A LOS POBRES Y MULTIPLICADOS
Viajando en cierta ocasión de Lombardía a Alemania, llegó a cierta villa llamada Ursaria, situada en los Alpes. Iban con el dos Frailes de la Orden y un clérigo secular, por nombre Hernán de Paridillurne, que al Maestro y sus compañeros suministró de lo necesario en aquel lugar desierto, y después se hizo Hermano de la Orden. Entrando en la casa de un mesonero, por sobrenombre Huncar, que acostumbraba a recibir a los transeúntes, cansados y hambrientos le rogaron que les pusiese mesa para tomar alguna cosa: “No tengo”, contestó él, “pues acaban de pasar tantos, que consumieron los panes que se hallaron en villa, menos dos que me he reservado. ¿Qué es esto para tantos?” - “Trae, carísimo, lo que tengas”, dijeron ellos, “pues es muy grande nuestra necesidad”. Traídos los dos panes, que eran muy pequeños, y echada la bendición, comenzó el Maestro a dividirlos y repartirlos en grandes porciones entre los pobres que iban llegando. - Turbáronse vehementemente el amo de la casa y lo mismo los Hermanos, y dijeron al Maestro: “Que hacéis, señor, no véis que no hay más panes que estos?”. Cerró el amo la puerta para que no se acercaran más pobres; pero el Maestro mandó que otra vez la abriese y de aquellos dos diminutos panes continuó repartiendo hasta treinta y tres limosnas, tan grandes que cada una bastaba de cena o de comida, aunque otra cosa no hubiera. Así lo creyeron los mismos pobres. Después de esto comieron los cuatro hasta saciar su hambre, y aún les sobró cuanto el amo y toda su familia no podían consumir en una sola comida. Visto el milagro dijo entonces el patrón: “Verdaderamente este hombre es Santo”; y no quiso recibir del clérigo el importante gasto. “En adelante”, añadió, "quiero recibir a este Señor y sus Hermanos, porque hombres Santos son, y de lo que Dios me diere, con sumo gusto y sin interés ninguno, les he de atender”. Y llenó de vino la botella que el clérigo llevaba para que por el camino diese de beber a los Hermanos.
CAPITULO IX
DEL FLUJO DE SANGRE POR SU ORACIÓN CONTENIDO
Yendo el Maestro en dirección a Turego, halló en el pueblo de Zugir a un artesano que hacía mucho tiempo derramaba sangre por las narices hasta 30 veces entre el día y la noche, por cuya causa había perdido enteramente las fuerzas. Conocida su fe y devoción, tocóle el Padre con la mano y oró al mismo tiempo por él, con que repentinamente se vio el artesano curado, y una vez contenida la sangre comenzó a recobrar las fuerzas. Fue en adelante bienhechor de los Hermanos y devoto con ellos.
CAPÍTULO X
DEL SACERDOTE CURADO DE LA CUARTANA
El mismo Maestro Jordán en llegando a un pueblo llamado Urem, en el valle de Suiz, encontró al sacerdote del pueblo, atacado hacía largo tiempo de fiebre, perdidas ya las fuerzas y consumidos los intereses; pues tanto había gastado en medicinas, aunque en vano, que ni siquiera lo necesario para vivir tenía. Oyóle el Santo en confesión, impúsole la penitencia, y rogando después por él obtuvo del Señor sanidad perfecta. Llegando más tarde al mismo pueblo dos Hermanos, Fr. Conrado de San Galo y Fray Enrique de More, recibiólos con júbilo el sacerdote, lavóles los pies, y recordando con lágrimas aquel beneficio, engrandeció la santidad del Maestro Jordán. Pasando otra vez por los Alpes, se le allegó un artesano que con el calor del horno había perdido un ojo, al cual, tocándole en forma de cruz, le restituyó por entero la vista.
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