La cual contiene muchas cosas hermosas y devotas de Fr. Jordán, de Santa Memoria, segundo Maestro General de la Orden de Predicadores
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Segunda Parte:
Tercera Parte:
CAPITULO XI
DE LA GRACIA DE PREDICAR QUE EL SEÑOR LE HABÍA DADO
Tan ameno y ferviente era en la palabra de Dios y oficio de la predicación, que quizás no pudiera hallarse otro que se le pareciera. Habíale dado el Señor tal prerrogativa y gracia singular, que no sólo predicando, si no conversando donde quiera y como quiera, con Religiosos, con clérigos, con cardenales, con prelados, con nobles, con soldados, con estudiantes y de otras condiciones, abundaba siempre en palabras de fuego y resplandecía por sus eficaces ejemplos. A cada uno le hablaba, le satisfacía, le exhortaba según su condición; de modo que todos anhelaban su palabra como de Dios. Creése y firmemente se asegura que, desde que comenzaron las Religiones, ninguno atrajo a su Orden tantos literatos y tan grandes clérigos como él a la de Predicadores. Por esta causa, envidioso el diablo se quejaba de él amargamente, y cuánto podía trabajaba por apartarle de la predicación, como más abajo se verá.
CAPÍTULO XII
DE LA MUCHEDUMBRE DE ESTUDIANTES QUE A LA ORDEN ATRAJO
Frecuentaba especialmente las ciudades en que había estudios y donde sabía que abundaban los estudiantes, y así solía predicar la cuaresma un año en París, otro en Bolonia. Los conventos donde residía parecían colmenas de abejas, por los muchísimos que entraban y salían, distribuidos a diversas provincias. Cuando llegaba a un convento mandaba hacer muchos hábitos nuevos con la esperanza que en el Señor tenía de que pronto le daría quienes los vistiesen; y así, por la gracia de Dios, acontecía, apenas daba comienzo a sus predicaciones. Eran tantos que algunas veces entraban, sobre los que se podían esperar, que no sabían los Hermanos dónde hacerse con hábitos. Sólo en el día de la Purificación recibió en París a la Orden veintiún estudiantes, siendo muchas las lágrimas que entonces se derramaron; porque lloraban de gozo los Hermanos, y de pena los seglares con la pérdida o separación de los suyos. De éstos fueron muchos después Maestros de Teología en diversos lugares. Hubo entre ellos un jovencito alemán a quien por su tierna edad había desechado muchas veces el Maestro, pero que en aquella ocasión, mezclado con otros veinte, y estando además presentes casi mil estudiantes, le pareció duro despedirle. Dijo, sin embargo, delante de todos con cierta sonrisa: “Uno de vosotros me roba la Orden”, refiriéndose a dicho niño. Y como el ropero no hubiese preparado más que veinte hábitos, fue necesario que los hermanos se quitasen uno la capa, otro la túnica exterior y otro el escapulario, porque no había modo de que el ropero saliese del Capítulo a causa de aquel tropel de estudiantes que allí estaban. Aprovechó tanto aquel jovencito, que llegó a ser Lector y Predicador óptimo. Frecuentemente empeñó dicho Padre su Biblia para pagar las deudas de los estudiantes que en la Orden entraban.
CAPÍTULO XIII
DE LA EFICACIA DE SUS PALABRAS
Recibiendo un día en la Orden a un estudiante en presencia de otros muchos, cuando el candidato estaba de pie en medio del Capítulo, como es costumbre en la Orden, dirigió el Maestro un sermón a los demás estudiantes de esta manera: “¡Dios mío! Si alguno de vosotros, invitado a una gran función y banquete espléndido, le vierais marchar sólo, ¿seríais tan descorteses que no le acompañáseis? ¿Y consentiréis al presente que éste, convidado por el Señor, entre solo a la gran fiesta?” ¡Cosa verdaderamente rara! Fueron de tal virtud aquellas palabras, que al momento uno de los estudiantes, que en todo pensaba menos en hacerse fraile, se abalanzó al medio diciendo: “Maestro, yo acompaño a éste en nombre de Nuestro Señor Jesucristo”. Y con él fue en efecto recibido a la Orden.
-Un Hermano que era muy tentado y sentía mucho no tener ocasión de hablar con el Bienaventurado Padre, le halló por fin cierto día rezando el oficio de los muertos, y se puso con él a rezar alternando. Y como dijese aquel verso: Creo que he de ver los bienes del Señor en la tierra de los vivientes, contestó despacio y devotamente el Maestro: Aguarda al Señor, obra varonilmente, confórtese tu corazón; con las cuales palabras, pronunciadas a manera de profecía, recibió el Hermano tal consuelo que dijo acabado el oficio: “Bien has respondido, Maestro”. Y volvió consolado el que había venido triste.
CAPÍTULO XIV
DEL NOBLE QUE, QUERIENDO MATARLE, A SU VISTA SE CONVIRTIÓ
Predicando en Padua con gran fruto, donde a la sazón había mucho estudio, recibió a un estudiante alemán de familia noble, de cuerpo elegantísimo, de edad florida y de costumbres gracioso; a cuya vocación se opusieron tanto, apenas lo supieron, su profesor y algunos escolares satélites del demonio, que a fin de quitársela encerraron con él en su cuarto a una mujer voluptuosa y provocativa, a propósito para pervertirle y desviarle de su vocación. Más él, firme en su idea, no solo venció aquel peligro y acechanzas de Satanás, sino que convenció a su mismo profesor y le atrajo también a la Orden. Cuando su padre, llamado Averardo, hombre poderoso y muy rico, que no tenía más hijos a quien dejar herederos de sus riquezas, por su entrada en la Religión se enfureció hasta la muerte y, marchando con gran comitiva a Lombardía, juro en su corazón matar al Maestro Jordán si no le devolvía el hijo. Le encontró pues, un día sin conocerle, y con rostro enfurecido y la voz rabiosa le preguntó: “Dónde está el Maestro Jordán?” Éste, que era todo de Dios, recordando a Aquel que dijo: “Yo soy” a los Judíos que le buscaban para matarle, respondió con risueña cara y humilde voz: “Yo soy el maestro Jordán”. ¡Suceso admirable! Así como aquellos, oída la palabra de Jesús, cayeron todos para atrás, así este hombre, oída la palabra del Maestro, cayó vencido para adelante (1); pues sintiendo en su corazón, por aquella respuesta, la virtud del varón de Dios, salto del caballo a tierra, postróse humildemente a sus pies, confesó con lágrimas el pecado que en él había propuesto cometer, y dijo: “Satisfecho estoy de mi hijo, no pensaré más en volverle al mundo, y prometo con todo este aparato que conmigo traía para perpetrar por sugestión del diablo mi crimen, ir más allá de los mares (2) a servir a Dios antes de volver a mi casa”. Y así lo ejecutó (después de ver a su hijo) llevando consigo toda la comitiva, que era de unos cien jinetes. Por donde aparece de cuán admirable virtud era la palabra del Maestro, no solo predicando, sino también hablando; como se confirma con el ejemplo que sigue.
CAPÍTULO XV
DEL HERMANO TENTADO DEL ESPÍRITU DE BLASFEMIA, A QUIEN CON SU PALABRA CALMÓ
Vivía en Faenza un Hermano Religioso y en gran manera devoto, el cual por su excesiva devoción a contemplar e investigar las cosas divinas, deseando saber un día qué cosa era Dios, se abismó en tal profundidad y tinieblas de corazón, que concluyó por dudar de la misma existencia de Dios. Díjolo al Prior y a algunos otros de casa, quienes con todos sus razonamientos, para sacarle de la duda y decirle cómo se había de conducir en aquella tentación, nada absolutamente pudieron lograr, quedando él de día en día más perplejo, hasta llegar a creer que efectivamente no había Dios. Sucedió que el Prior fuese por aquellos días a Bolonia, dónde a la sazón se hallaba el Maestro Jordán. Refirióle por su orden la tribulación y tentación de dicho Hermano, y el Maestro dijo: “Diréis de mi parte a ese Hermano que cree tan bien como yo”. Volvió el Prior a Faenza, dijo al Hermano las palabras del varón santo, y en el mismo instante el Hermano, como si despertara de un grave sueño y volviera en sí de cierto pasmo, contestó: “Verdad dice el Maestro: creo muy bien que hay Dios”. - Así, por la virtud de la palabra del varón santo, fue librado de la angustia completamente.
CAPÍTULO XVI
DEL CLÉRIGO CONPUNGIDO PARA QUIEN ALCANZÓ LA CONTINENCIA
Un clérigo de la diócesis de Santoña, en Francia, confesándose una vez en París con el mismo Maestro Jordán, le dijo con muchas lágrimas, entre otros pecados, que no le era posible contenerse. Compadecido de él, de lo íntimo de su corazón al verle compungido, y concebida una firme confianza en Dios, contestó el Santo: “Te aseguro, hermano carísimo, que jamás prevalecerá contra ti esa incontinencia”. Y así sucedió, como él mismo clérigo después lo dijo con mucha devoción a muchos Hermanos, y más adelante a un Religioso Menor, llamado Fr. Domingo Caturcense, que entonces era Guardián en Pons, quien lo refirió a Fr. Bernardo, de la provincia de Provenza.
CAPÍTULO XVII
DEL CALENTURIENTO SANADO
En el convento de Francfort había un Hermano que en el año de su noviciado padecía gravísimamente de fiebre; al cual, viéndole tan débil y agravado el Maestro Jordán que le había recibido a la Orden, dijo: “Si tienes fe, hijo mío, pronto serás libre de tu enfermedad”. Y como contestase que creía firmemente, le impuso las manos el Maestro diciendo: “Recibe la sanidad en nombre del Señor”. Y súbitamente fue curado de la fiebre.
CAPITULO XVIII
DEL ANIMAL QUE SE LE VOLVIÓ DOMÉSTICO
Fue Fr. Jordán en cierta ocasión de Lausana a un pueblo vecino, con objeto de visitar al Señor Bonifacio, Obispo Lausanense, porque mutuamente y de largo tiempo se querían sobremanera; y fueron con él muchos Hermanos y el subtesorero de Lausana. Iban delante los Hermanos, y detrás, a cierta distancia, el Bienaventurado Maestro con el subtesorero hablando de Jesús. Al llegar al monte vieron los primeros una comadreja que delante de ellos iba saltando. Al clamor de las voces aceleró ella su paso y se escondió en la madriguera de donde había salido. Paráronse los Hermanos a la entrada, y acercándose entre tanto el Maestro les dijo: “¿Qué hacéis aquí?”. Contestaron: “Un animalito hermosísimo y blanquísimo acaba de entrar en esta cueva. ¡Oh, Maestro, si le hubieseis visto...!” Inclinándose entonces él a la boca de la madriguera dijo: “Sal, buen animalito, en nombre del Señor, para que yo te vea”. Salió el animalito y se quedó quieto a la entrada mirándole con ojos fijos. El Maestro le puso una mano debajo de los pies delanteros y con la otra comenzó a halagarle, pasándola por el lomo y la cabeza, sin moverse el animalito. Después de algunas caricias, díjole el Santo de Dios: “Anda, vete a tu madriguera, y bendito sea quien te crió”. Y retiróse la comadreja al interior de la cueva, admirando los presentes aquel milagro, que después fue muy celebrado entre los Hermanos. Así lo contó de viva voz el mencionado subtesorero a Fr. Arquilo, Prior de Basilea, y yo, Fr. Lamberto, lo oí de boca del señor Pedro Senescalli de Lausana, que también estuvo presente.
CAPITULO XIX
DE UNO A QUIEN CON SUS CONSUELOS Y LA ORACIÓN DE LOS HERMANOS CONTUVO
Si era más que todos solícito en propagar la Orden y atraer estudiantes, no lo era menos en procurar su perseverancia después de admitidos. Resplandecía en él una gracia singular conque a todos confirmaba en su vocación, de suerte que, jamás por culpa o negligencia suya, volvió uno solo al mundo, pudiendo decir con toda verdad aquello del Evangelio: Padre, ninguno de cuantos me disteis se ha perdido. Sucedió una vez en París que cierto Hermano novicio, Fr. Enrique Teutónico, se vio tan tentado a salir de la Orden, que no pudiendo el Santo Maestro consolarle ni apartarle de aquella tentación, y pidiendo aquél cada vez con más instancia sus vestidos de seglar, prometióle por fin, el piadoso Padre, que le daría su licencia al día siguiente, que era la fiesta de Pentecostés y se celebraba Capítulo General. Terminada al día siguiente la procesión en que los Hermanos, según costumbre, iban vestidos de blanco, y celebrada la Misa, llamó al novicio delante de todos los Religiosos al Capítulo; allí le amonestó con toda dulzura y le rogó con todo encarecimiento, que no abandonase por sugestión del diablo aquella tan grande y tan santa compañía y amable congregación asegurando y afirmando que no había en todo el mundo otra congregación igual a aquella en que estaba, ni por todo el mundo había otra de la cual tan verosímilmente se creyese haber recibido, como los Apóstoles, el Espíritu Santo, ni que para recibirle estuviese tan bien preparada. Pero ni con todo esto se ablandó el corazón del novicio. Mandándole entonces a la ropería para que le diesen las ropas seglares, el Maestro Jordán, cuya esperanza estaba toda en Dios, dijo a los Hermanos: “Tentemos, una vez más, la misericordia del Señor rezando de rodillas: Veni, Creator Spiritus, a ver si el Señor se digna a mirarle”. ¡Cosa maravillosa y consoladora! Aún no había concluido el himno, cuando todo cubierto de lágrimas se presenta el novicio y se arroja en medio del Capítulo pidiendo humildemente perdón de lo que había hecho y prometiendo en adelante perseverancia y estabilidad en la Orden. Dánse gracias en común al Señor, y se llenan de júbilo los Hermanos por el Hermano vuelto de la boca del abismo. Aprovechó después tanto en la virtud y la ciencia que vino a ser un gran Lector y Predicador lo cual se debe todo a la solicitud y méritos del Maestro Jordán, quien lo contó en tercera persona.
CAPITULO XX
DE LA ADMIRABLE Y SINGULAR GRACIA QUE DEL CIELO RECIBÍA ANTES DE PREDICAR
Hablando de aquel santo y venerable varón Fr. Enrique, primer Prior de Colonia, que había sido su compañero en el siglo y juntos habían entrado en la Orden, cuya gran perfección ensalzó en uno de sus libros, dijo algunas veces en conversación familiar una cosa verdaderamente admirable y digna de toda consideración. Dijo que después de la muerte de Fr. Enrique, casi nunca o nunca se acercaba a pedir la bendición antes de predicar, como acostumbran los Predicadores, que no viese a dicho venerable Hermano, acompañado de multitud de ángeles, dársela de lo alto en la forma de costumbre; en lo cual no se da menos a entender la virtud del uno que la gloria del otro. Y no crea nadie que esto lo contaba Fr. Jordán por el favor de la alabanza, sino tan sólo por el ejemplo de la edificación.
Notas:
1) Es esta la diferencia que hay, según los comentaristas de la Sagrada Escritura, entre los malos obstinados y los justos, o penitentes, ante las revelaciones de lo alto; que los primeros caen de espalda en señal de confusión, y los segundos de cara en señal de acatamiento.
2) A la cruzada.
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