jueves, 2 de marzo de 2023

EL PUDOR (III)

¿Cómo es posible que estando hoy gran parte del pueblo cristiano tan gravemente enfermo de lujuria casi nunca se le prediquen la castidad y el pudor?

Por el padre José María Iraburu


El silencio actual en la predicación del pudor rompe una tradición continua, como vimos, desde el Nuevo Testamento. Y este silenciamiento del Evangelio del pudor se hace tanto más incomprensible cuanto más hundido en la lujuria está el mundo moderno. ¿Cómo es posible que estando hoy gran parte del pueblo cristiano tan gravemente enfermo de lujuria casi nunca se le prediquen la castidad y el pudor?… La pregunta, en cierto modo, está mal planteada. Porque es al revés. La falta de predicación del Evangelio del pudor y de la castidad es la causa principal de la abundancia de la lujuria y del impudor en el pueblo cristiano y en el mundo pagano. Cuando un lugar se queda a oscuras, atribuimos esa oscuridad parcial o total a que a luz se ha debilitado o apagado. ¿No es ésa precisamente la causa principal de la oscuridad?

Cristo y sus Apóstoles salvan a los hombres, también del impudor, predicándoles el Evangelio. Únicamente la palabra de Cristo tiene poder para sanar al hombre podrido por el impudor y la lujuria. “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida” (Jn 8,12). “Padre, santifícalos en la verdad” (17,17). Y los Apóstoles, enviados a predicar el Evangelio, entendieron esto perfectamente.

San Pablo afirma que “el justo vive de la fe, la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo” (Rm 1,17; 10,17). En Corinto, por ejemplo, encuentra una ciudad portuaria, donde abunda la riqueza y la lujuria –el culto a Venus es servido en la acrópolis por centenares de prostitutas sagradas; la sífilis es entonces llamada el mal corintio–. Halla, pues, el Apóstol un mundo pervertido, donde incluso la comunidad cristiana se ve afectada por esa peste viciosa (1Cor 5,1). Pero él no entiende la degradación corintia como un valor de la cultura griega, ni tampoco la ve como un dato social irreversible. Por el contrario, reacciona predicando con especial insistencia –más que en otros lugares– el Evangelio del pudor y de la castidad.
Es a los corintios a quienes el Apóstol predica castidad y pudor como algo exigido por su condición de miembros de Cristo: “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo… ¿No sabéis acaso que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. Huid la fornicación” (1Cor 6,7-8). Les recuerda igualmente su condición de templos del Espíritu Santo: “¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y que habéis recibido de Dios? No os perteneceis, pues habéis sido comprados ¡y a qué precio! Glorificad, pues a Dios, en vuestros cuerpos (6,19-20). Y es a los corintios, precisamente, a quienes más gravemente amenaza –“no os engañéis”– con la condenación eterna que espera a los adúlteros, fornicarios y sodomitas (3,16-17; 6,9-11).
Las causas que silencian hoy el Evangelio del pudor, ésas son las causas del impudor actual. Señalo solamente algunas de ellas, aunque, lógicamente, todas se implican entre sí:

–el hedonismo, el horror a la Cruz, en buena parte reforzado por las riquezas tan acrecentadas en las naciones del antiguo Occidente cristiano, hoy autoriza a los cristianos a gozar lo más posible del mundo presente, sin diferenciarse en esto para nada de aquellos que “no sirven a Cristo, nuestro Señor, sino a su vientre” (Rm 16,18). Se avergüenzan del pudor aquellos predicadores y aquellos pseudo-cristianos que se avergüenzan del Evangelio y de la Cruz de Cristo (Rm 1,16). No quieren sufrir a causa del pudor la marginación, el rechazo o la burla de los mundanos.

–el pelagianismo: los que no ven al hombre como un ser herido por el pecado original, inclinado al mal, y necesitado, por lo tanto, de una austera vida evangélica, que evite para él y para los otros tentaciones indebidas, no ven tampoco el sentido del pudor.

–el modernismo progresista estima que acerca del pudor y la castidad la enseñanza de la Biblia, de la Tradición cristiana, del Magisterio apostólico y de los santos, es un error funesto; y que el impudor casi total del presente es “una conquista irrenunciable”, un crecimiento en la verdad, una liberación de mentalidades cristianas oscurantistas, erróneas y morbosas. Por eso, el extremo impudor en muchos cristianos actuales, más y mucho antes que una relajación moral de la voluntad y de los sentidos, es una enfermedad mental, una herejía, una sujeción al Padre de la mentira.

Algunos alegan que, estando los hombres hoy tan lejos de la fe, hay que predicarles las verdades fundamentales, y no estas otras, como el pudor, mucho menos importantes, y que constituyen por el contrario un lastre pesado en la tarea de la evangelización, por la reacción adversa que suscitan en los mundanos. A esto ha de responderse de dos formas:
1ª) Es cierto que la predicación de las grandes verdades de la fe –la Trinidad, Cristo, la Iglesia, el bautismo, la esperanza de la vida eterna, etc.–, han de llevar la primacía en la evangelización, pues su ignorancia deja sin fundamento la vida moral cristiana, también el pudor. Pero hay que predicar la fe y la moral juntamente, como lo hace el Apóstol, p. ej., en su carta a los Romanos: él denuncia breve y contundentemente el mal del mundo, también y con insistencia la lujuria (1-2), y pasa a anunciar ampliamente la salvación por la gracia de Cristo, y las maravillas de la vida cristiana (3-16).

2ª) Es cierto, sí, que, pudor y castidad se integran en la virtud de la templanza, y que ésta es la menos alta: es el primer peldaño en la escala de la perfección espiritual. Ahora bien, si los fieles cristianos, careciendo de la necesaria ayuda de la Palabra divina, no son capaces de superar ese primer peldaño, se ven impedidos ya desde el principio para ir más arriba en su ascensión espiritual. Por eso mismo, pues, porque pudor y castidad están entre las virtudes más elementales, por eso es preciso predicarlas con fuerza a los cristianos, sobre todo a los principiantes, que son todavía carnales (1Cor 3,1-3). Es lo que hacía el Apóstol. Solamente así superarán con la gracia de Dios el culto al cuerpo, y quedarán abiertos y dispuestos a gracias mucho más altas. Sin salir de Egipto, no hay modo de entrar en el desierto, y menos de llegar a la Tierra prometida.
–Otros dicen: guardemos hoy silencio sobre el pudor y la castidad, pues demasiado se habló antiguamente de esas virtudes. Es decir, corrijamos el (presunto) exceso del pasado en la predicación del pudor y de la castidad, eliminando hoy la predicación de esas virtudes. Es absurdo. Es peor el remedio que la enfermedad.


Otros argumentan: quienes hoy incurren en impudor, no tienen culpa, pues lo ignoran. Por lo tanto, mejor será dejar a los hombres en la ignorancia, sin crearles nuevos problemas de conciencia. Una niña pequeña, por ejemplo, que ya a los tres o cinco años es vestida y educada en el impudor –le quitan el pudor antes de que pueda tenerlo–, será de mayor inculpable de un impudor cuya maldad moral ignora invenciblemente. Me limito ahora a responder que si este mismo argumento se aplica a los ricos injustos, educados desde niños en unas injusticias enormes, a los hombres de un pueblo que considera naturales la esclavitud y la poligamia, etc., la conclusión es evidente: cese la predicación del Evangelio. Y efectivamente, quienes van por ese camino han cesado de hecho la evangelización de los pueblos.

El pudor en las religiosas y en las laicas ha de ser pleno. –Las religiosas, las que son fieles a su vocación, son dóciles al Espíritu de Jesús en todos los aspectos de su arreglo personal, al que no dedican más atención que la estrictamente necesaria. Sus hábitos reúnen las tres cualidades precisas: expresan el pudor absoluto, la pobreza conveniente y la dignidad propia de los miembros de Cristo. Son, pues, plenamente gratos a Cristo Esposo.

–Pues bien, el vestido y arreglo de las cristianas laicas han de tener esas mismas cualidades, pudor, pobreza y bella dignidad. Y así ha sido en la gran mayor parte de la historia de la Iglesia. Si examinamos un buen libro de Historia del vestido en Occidente, comprobaremos que el vestir de las religiosas y el de las mujeres seglares, con las diferencias convenientes –más adorno y color en las seglares–, ha guardado homogeneidad durante muchos siglos. Por eso, cuando uno y otro modo se hacen clamorosamente heterogéneos –unas visten con pudor y otras, muchas, con la indecencia siempre creciente de las modas mundanas–, eso indica que se ha descristianizado en gran medida el arreglo personal de las mujeres laicas. El espectáculo que algunas jovencitas cristianas y sus acompañantes dan a veces, concretamente, en las celebraciones parroquiales de la confirmación y del matrimonio, es hoy con frecuencia una gran vergüenza para la Iglesia, y hace pensar si la palabra sacramento no se habrá cambiado hoy por sacrilegio. Apostasía e impudor van de la mano.

Muchas mujeres cristianas ofenden habitualmente los tres valores propios del vestido cristiano: pudor, pobreza y digna belleza. Cuántas mujeres seglares gastan en vestidos demasiado dinero y demasiado tiempo; aceptan modas muy triviales, que ocultan la dignidad del ser humano; y tantas veces, hasta las mejores, se autorizan a seguir, aunque un pasito detrás, las modas mundanas, también aquéllas que no guardan el pudor. Y alegan, “somos laicas, no religiosas”. Al vestir con menos indecencia que la usual en las mujeres mundanas, ya piensan que visten con decencia. Una vez más, “lo bueno es enemigo de lo mejor”. Llevarán, por ejemplo, traje completo de baño cuando solo algunas mujeres más atrevidas vistan bikini; y cuando lo viste la mayoría femenina, ellas lo aceptan, aunque en un modelo algo más decentito, etc. Así, siguiendo la moda mundana, que acrecienta cada año más y más el impudor, van ellas, aunque algo detrás, y se quedan tranquilas porque “no escandalizan”; como si esto fuera siempre del todo cierto, y como si la misión de los laicos cristianos en este mundo consistiera en “no escandalizar”. Por lo demás, no les hace problema de conciencia asistir asiduamente con su decente atuendo a ciertas playas y piscinas que no son decentes, sino que son lugares escandalosos, ocasiones próximas de pecado, escuelas excelentes del impudor y la lujuria.

Parece una broma. Estas mujeres laicas, a veces pertenecientes a alguna asociación laical católica, son las que, según dicen, “insertándose en las realidades seculares”, piensan o pensaban “ir transformándolas según el plan de Dios”… Cuentos chinos. Estas cristianas ignoran que con su atuendo no han de limitarse a no escandalizar –que, por lo demás, también escandalizan lo suyo–, sino que han de intentar de todo corazón agradar totalmente a Cristo Esposo, al que se entregaron sin condiciones en el bautismo; han de pretender dejarle a Jesús manifestarse plenamente en ellas, también en su apariencia exterior; han de expresar del modo más inteligible su condición celestial (1Cor 15,45-46), como miembros de Cristo y templos de su Espíritu; y en fin, deben pretender “abstenerse hasta de la apariencia del mal” (1Tes 5,22).

Los laicos están llamados a la santidad, como lo están sacerdotes y religiosos. Pero ni los mejores cristianos laicos conocen con frecuencia la santidad, la perfección evangélica, la luminosidad interior y exterior a que Dios les llama con tanto amor: “vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). No tienen ni idea de la grandeza de la vocación laical. El Señor quiere hacer en ellos maravillas, pero ellos no se lo creen, y no le dejan. ¡Claro que el camino laical es un camino de perfección cristiana!; pero lo es cuando se avanza por el camino santo del Evangelio, no si en tantas cosas se anda por el camino secular del mundo, aunque un pasito detrás. “Habéis de ser irreprochables y puros, hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación extraviada y perversa, dentro de la cual vosotros aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de vida” (Flp 2,15-16).


Reforma o Apostasía


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