Por Stefano Fontana
Dos discursos recientes de Francisco invitan a reflexionar sobre el principio propio de la Doctrina Social de la Iglesia de subsidiariedad y cómo se entiende en la administración vaticana en relación con su opuesto, la centralización.
El pasado 20 de febrero, con el motu proprio “Derecho Originario” Francisco ha establecido que los bienes de los entes e instituciones pertenecientes a la Santa Sede no deben entenderse como propiedad privada de dichas instituciones (y por ello gestionados como tales), sino como propiedad de la Santa Sede. La razón está indicada en la superioridad del principio del destino universal de los bienes sobre el de la propiedad privada, como atestigua la Doctrina Social de la Iglesia. Mientras que la propiedad en manos de las diversas entidades eclesiásticas de la Santa Sede se basaría en la primacía de la propiedad privada, su concentración en manos de la Santa Sede garantizaría la primacía del destino universal de los bienes.
En los últimos días, además, se ha hecho público un nuevo Rescripto del papa, que hizo suyo el 13 de febrero en una audiencia concedida al secretario de Economía, Maximino Caballero Ledo, en el que se establece que los pisos vaticanos serán cedidos a los cardenales por parte de las entidades propietarias previo pago de un alquiler en condiciones de mercado, es decir, “a los mismos precios aplicables a quienes no tienen cargos en la Santa Sede” y cualquier excepción deberá ser decidida por el propio papa.
Estas medidas se suman a otras dos que, aunque desde ámbitos distintos, parecen confirmar la actual tendencia “centralizadora” de Francisco: la reducción de la competencia de los obispos para autorizar la misa en rito antiguo y la nueva configuración organizativa de la diócesis de Roma. Lo sorprendente es el contraste de estas disposiciones con lo que sucede en el ámbito doctrinal de la fe y la moral, donde el proceso sinodal parece más bien quitar competencias al centro para concedérselas a la periferia, hasta el punto de poner en tela de juicio la naturaleza misma de la Iglesia y su jerarquía de funciones.
Pero volvamos al principio de subsidiariedad: Francisco no parece querer respetarlo en ciertos ámbitos organizativos y económicos, mientras que parece empeñado en aplicarlo en campos de mayor relevancia para la naturaleza profunda de la Iglesia. Uno se pregunta: ¿pero no deberían ir las cosas en sentido contrario?
Distinguidos canonistas en el pasado han dejado claro que el principio de subsidiariedad, que desde el párrafo 80 de Quadragesimo anno (1931) la Iglesia ha aplicado a la sociedad y a la política, no es aplicable a la Iglesia misma, entendida en su misterio y en su profunda realidad instituida por Cristo y animada por el Espíritu. La Iglesia universal tiene primacía sobre las diversas articulaciones de la Iglesia local y de los cristianos individuales. Mientras que en la sociedad civil la familia y los cuerpos intermedios sociales y territoriales son lo primero, y después viene el poder político central, en la Iglesia sucede lo contrario: no son los cristianos los que hacen la Iglesia, sino que es la Iglesia la que hace a los cristianos. No son los sarmientos los que hacen la vid, uniéndose entre sí, sino que es la vid la que hace los sarmientos. No somos nosotros quienes hemos elegido a Cristo, sino que es Cristo quien nos ha elegido a nosotros. En contraste con esta visión, y en deferencia a un principio de subsidiariedad quizá no bien concebido, se proyecta hoy delegar competencias propias de la Iglesia universal y del Sumo Pontífice en sínodos continentales, nacionales o diocesanos, conferir tareas de definición doctrinal a conferencias episcopales, y en el futuro asociar al obispo un sínodo permanente compuesto por sacerdotes y laicos con tareas decisorias. Con el principio de subsidiariedad, se quiere cambiar la estructura de la Iglesia de “monárquica” a “democrática”.
Al mismo tiempo, el principio de subsidiariedad no se aplica en la gestión ordinaria, administrativa y económica, donde podría hacerse, ya que el Vaticano también tiene necesidades propias. En estos ámbitos, la Doctrina Social de la Iglesia nunca ha visto con buenos ojos la centralización. Las últimas decisiones tomadas por Francisco en este sentido pueden tener razones que desconocemos. Por ejemplo, pueden deberse a tener que hacer frente a una difícil situación económica o financiera, aunque no parezcan determinantes en este frente: ¿cómo pueden contribuir a este propósito desproporcionado los ingresos procedentes del alquiler de pisos a cardenales? Pero lo cierto es que, al menos, no resulta forzado entender la propiedad privada en manos de las entidades eclesiásticas pertenecientes a la Santa Sede como subsidiaria del destino universal de los bienes que sólo estaría garantizado por la propiedad de los bienes en manos de la Santa Sede. Los dos principios de propiedad y destino universal están en el mismo plano y no es correcto considerar el primero subordinado al segundo. Soy consciente de que algunos párrafos de las encíclicas sociales pueden interpretarse en este sentido, pero otros completan el cuadro afirmando que Dios ha dado los bienes a todos para que sean trabajados y no simplemente utilizados de manera promiscua. Y el concepto de trabajo evoca inevitablemente la propiedad, sin la cual ningún bien es un recurso.
Brujula Cotidiana
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