Por Ermes Dovico
Es bien sabido que cuando la pequeña santa Jacinta Marto preguntó a la Virgen cuál era el pecado que más almas llevaba al Infierno (de cuya visión se escandalizó), se le dijo que era el pecado de la carne. La variedad de pecados carnales es claramente amplia, tal y como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica. En general nunca están solos, sino que allanan el camino para otros pecados (incluidos los espirituales). En definitiva, provocan un adormecimiento del espíritu y una frialdad hacia Dios, que con el tiempo –si uno no se arrepiente y cambia de rumbo- puede llevar al alma a rechazarlo. Santo Tomás de Aquino explica que “la lujuria da lugar a la ceguera de la mente, que excluye casi totalmente el conocimiento de los bienes espirituales” (Suma Teológica, II-II, q 15, a 3).
Esta enseñanza nos recuerda, por una parte, la estrecha unidad entre el cuerpo y el alma; y por otra, nos hace reflexionar sobre los grandes peligros a los que estamos expuestos en las sociedades actuales cada vez más dominadas por la pornografía, las modas que ofenden el pudor, la exaltación del libertinaje sexual (incluso homoerótico), las leyes y las costumbres (desde el divorcio hasta la cohabitación) que atentan contra la dignidad del matrimonio y el proyecto de Dios sobre la sexualidad. Por tanto, para conservar o alcanzar la pureza debemos luchar, hoy más que nunca, teniendo en cuenta que es una gracia y que, por lo tanto, no se obtiene por nuestro propio esfuerzo, sino que debemos pedirla constantemente en la oración.
En ninguna otra criatura, salvo en la Santísima Virgen, ha brillado tanto la pureza como en san José (“era sobre todo castísimo de obras y de pensamientos y, desde los doce años, había hecho voto de castidad”, escribe la venerable María de Ágreda en Mística Ciudad de Dios), que no por casualidad fue llamado a la altísima tarea de ser su esposo y guardián. José es, por lo tanto, un patrón natural para esta virtud y contra todas las tentaciones carnales. Esta confianza en el padre virginal de Jesús se expresa, entre otras cosas, en el “cordón de San José”, una práctica devocional que tiene sus raíces en el siglo XVII. No es un mero signo externo: el cordón recuerda al devoto su compromiso de vivir según el ejemplo de San José (por tanto, según la voluntad de Dios) y de invocarlo especialmente en defensa de la pureza.
Recurrir a la intercesión de San José es, pues, una poderosa ayuda para llevar una vida casta. En los últimos meses ha sorprendido la noticia del polémico Milo Yiannopoulos, que no sólo se ha autocalificado como “ex-gay”, sino que ha explicado en entrevistas el papel que jugó San José en su punto de inflexión. El célebre periodista y escritor ha reconocido que pudo liberarse de muchas cadenas (materiales y espirituales) gracias a su devoción por el glorioso patriarca, que nos conduce a Jesús y que es un modelo perfecto de “masculinidad virtuosa y virtudes viriles heroicas”. Más allá del caso concreto de Yiannopoulos, que todavía es un peregrino en la tierra, sus palabras nos sirven para detenernos en una verdad eterna: el vínculo entre la castidad y la libertad.
A este respecto, el Catecismo afirma: “La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado” (CIC 2339).
La auténtica libertad, basada en la verdad, es, pues, muy diferente de la que transmite la cultura dominante de hoy, que esclaviza al hombre a sus pasiones. “Ésta es la razón por la que la pornografía, una empresa que gana miles de millones de dólares al año, pone sus productos a disposición de todo el mundo de forma gratuita y continua las 24 horas del día”, razona el psicólogo Roberto Marchesini, que añade: “En Estados Unidos lo entendieron hace ya tiempo: sexual freedom is political control, (la libertad sexual es control político)” [1]. San José, en cambio, es el modelo del hombre libre, y por lo tanto viril, porque es casto.
La Iglesia, siguiendo la estela de la Sagrada Escritura, enseña que todos están llamados a la castidad (es decir, a la pureza, que puede ser virginal o no), cada uno según su propio estado de vida: los casados deben vivir la castidad conyugal, todos los demás (laicos no casados, sacerdotes, religiosos) la castidad en la continencia.
La Iglesia, siguiendo la estela de la Sagrada Escritura, enseña que todos están llamados a la castidad (es decir, a la pureza, que puede ser virginal o no), cada uno según su propio estado de vida: los casados deben vivir la castidad conyugal, todos los demás (laicos no casados, sacerdotes, religiosos) la castidad en la continencia.
Además de estar directamente relacionada con la libertad, la pureza va acompañada del amor y, por lo tanto, del don de sí mismo, que responde a una lógica opuesta a la de la posesión.
Comentando la sexta bienaventuranza proclamada por Jesús (“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”, Mt 5,8), el Catecismo explica: “Los ‘corazones limpios’ designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la castidad o rectitud sexual, el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe. Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe...” (CIC 2518). Basta pensar en San José y su Santísima Esposa para confirmar estas palabras.
Por supuesto, la pureza no sólo se refiere a los actos, y en el Evangelio leemos cómo Jesús afirma la necesidad de preservar los ojos y los pensamientos (Mt 5,28). Por lo tanto, requiere pudor, cuidado de los diversos sentidos, modestia en el vestir, como corresponde al respeto de un cuerpo creado para ser templo del Espíritu Santo.
Por supuesto, la pureza no sólo se refiere a los actos, y en el Evangelio leemos cómo Jesús afirma la necesidad de preservar los ojos y los pensamientos (Mt 5,28). Por lo tanto, requiere pudor, cuidado de los diversos sentidos, modestia en el vestir, como corresponde al respeto de un cuerpo creado para ser templo del Espíritu Santo.
El sacerdote Giuseppe Tomaselli (1902-1989), exorcista y taumaturgo que murió con fama de santidad, escribió sobre la pureza: “Por medio de esta virtud respetamos al máximo nuestros cuerpos y los cuerpos de los demás y refrenamos nuestra mente, evitando los malos pensamientos y deseos; también guardamos nuestros ojos para no ensuciarlos con barro moral; dominamos nuestra lengua para no contaminarla con palabras, frases o discursos indecentes; guardamos nuestros oídos, evitando la compañía de personas malhabladas; refrenamos los efectos del corazón, porque un afecto ilícito no mortificado podría arrastrarnos al abismo de la inmoralidad”.
Contra las tentaciones impuras, el padre Tomaselli aconsejaba encomendarse al esposo de María, por ejemplo haciendo triduos o septenarios en su honor y también invocándolo así en el momento de la necesidad: “¡San José, terror de los demonios, asísteme, defiéndeme, fortaléceme!”.
[1] Cf. Bollettino di Dottrina sociale della Chiesa (nº 3, julio-septiembre de 2021, p.93), Observatorio Cardenal Van Thuận.
La Brujula Cotidiana
Contra las tentaciones impuras, el padre Tomaselli aconsejaba encomendarse al esposo de María, por ejemplo haciendo triduos o septenarios en su honor y también invocándolo así en el momento de la necesidad: “¡San José, terror de los demonios, asísteme, defiéndeme, fortaléceme!”.
[1] Cf. Bollettino di Dottrina sociale della Chiesa (nº 3, julio-septiembre de 2021, p.93), Observatorio Cardenal Van Thuận.
La Brujula Cotidiana
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