Mucho más grave y definitorio que un bichito es el profundo cambio operado en la Iglesia Católica que sí puede provocar modificaciones mucho mayores y radicales.
Lo que está sucediendo en Alemania, a mi entender, no es más que el epifenómeno de lo que sucede en lo profundo de toda la Iglesia, y las afirmaciones que los alemanes están declamando abiertamente, las firmarían en lo profundo de su corazón una buena mayoría de obispos, sacerdotes y fieles. Una larga entrevista concedida por el cardenal Müller, en la que describe la situación de Alemania, sirve para demostrar el fenómeno del que hablo. Estamos frente a una iglesia, también en Argentina, España y todo el mundo, que ha renunciado a la pretensión de verdad y de ser la única que posee la verdad de la revelación, y que tiene muchísimo cuidado en no presentarse con esos títulos, no sea que la apedreen en las plazas públicas de los medios de comunicación. La Iglesia, en la práctica, se ha reducido a la ética social y al sentimentalismo religioso, y la única legitimidad que acepta es la que proviene del interior de cada católico (¿por qué un sacerdote va a negar la comunión a un adúltero si él, en su interior, se sabe justificado en su proceder?). Una iglesia de este tipo está condenada a la irrelevancia social, y es lo que está sucediendo. Bouyer, hace varias décadas, se reía con sorna de los católicos que corrían a estrecharse en abrazos con los enemigos de la fe, protestando su modernidad, amplitud de miras y fraternidades universales, y lo único que conseguían era la burla y el desprecio, la misma burla y desprecio que recibe hoy el papa Francisco y otros personajes eclesiásticos por el estilo.
En pocas décadas, la Iglesia Católica ha dejado de ser y de proclamarse una religión sobrenatural para convertirse en una religión civil, que ha negociado todo en aras de conseguir la aceptación del mundo. Cuando un Papa da la comunión públicamente a un protestante —lo mismo que harán abiertamente los alemanes en pocos días—, está cuestionando la necesidad de la gracia; cuando se besa, reza y firma acuerdos con un musulmán, está despreciando la fe en el Dios Trino y en la divinidad de Jesucristo. Y esto que ha hecho últimamente Francisco, y que con variantes no muy pronunciadas también habían hecho Pablo VI y Juan Pablo II, ambos aparentemente santos, es compartido sin cuestionamientos por la inmensa mayoría del clero y de los fieles. Estamos frente a una iglesia diluida, la sal que perdió su sabor y que ya no sirve más que para ser arrojada al camino y pisada por los viandantes (Mt. 5,13).
Con la llegada de Bergoglio al solio de Pedro, se impuso de un modo magisterial —y destaco este carácter afirmado por el mismo pontífice— un principio que el marxismo y toda la progresía había usado a mansalva en las últimas décadas: la realidad se impone y los principios deben ceder frente a ella. Es este el nuevo superdogma. El ideal es el celibato sacerdotal, la castidad matrimonial y la continencia en los jóvenes, pero la realidad es que los sacerdotes quiebran frecuentemente sus votos, y la castidad es poco y nada observada en los otros estados de vida. Por tanto, esta “realidad de la vida” debe imponerse a los principios, los que deberán ceder sus pretensiones. En el mejor de los casos, quedarán como ideales a los que cada cual se acercará en la medida de sus posibilidades. Es esta la nueva moral católica y la teología moral que se enseña en la mayoría de los seminarios católicos. Y es, en el fondo, una renuncia a la fe en Jesucristo. Él es el liberador del pecado, de la muerte y del demonio. Él no respondió a la “realidad de la vida” del divorcio, que era común en su tiempo, o a la envidia de los fariseos, o a la violencia de los romanos, con el conformismo, ni les sugirió discernimientos, ni pretendió un “cambio de paradigma” de la fe de Israel. San Pablo no se detuvo a respetar los “proyectos de vida en común trazado por dos personas del mismo sexo adultas en la fe” sino que espetó en alta voz: “No os dejéis engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales heredarán el Reino de Dios” (I Cor, 6,9).
Decía al comienzo que estamos frente a un nuevo escenario que exige necesariamente medidas también nuevas. Y no me parece que siempre acertemos en este empeño. A veces, a fuer de conservadores, pretendemos aplicar las estrategias y argumentaciones que fueron más o menos eficaces en siglos anteriores y que ahora no tienen ya ningún peso, al menos para esgrimir en la primer línea de batalla. Después de la Reforma Protestante y después de la Revolución Francesa, es decir, después de la subversión del orden religioso y político, podíamos hacer apologética de nuestra fe refiriéndonos, por ejemplo, a los “motivos de credibilidad de la Iglesia”, entre otros, la “santidad de sus miembros”, pero eso, después de los escándalos de los últimos tiempos, no se lo cree nadie, y no prueba absolutamente nada. Y tampoco podemos ya argüir en contra del divorcio, de la homosexualidad e incluso del aborto apelando a la ley natural, porque nadie acepta ya la existencia de una naturaleza y mucho menos de una ley que provenga de ella. Esgrimir las armas de la apologética del siglo XIX es una pérdida de tiempo, y esto no significa que nos hayamos quedado sin argumentos. Sencillamente, nos quedamos sin oídos aptos para escuchar y comprender esos argumentos.
En mi opinión, ha llegado la hora de argüir el último y fundamental argumento: Dios lo quiere así, aunque la “realidad de la vida” sea otra. Dios no quiere el adulterio, ni tampoco quiere la fornicación según o contra natura, como tampoco quiere el robo o la mentira. Esa es su Voluntad, expresada claramente en la Revelación a través de las Escrituras y la Tradición, y es nuestra obligación obedecerla, sabiendo que esa obediencia nos hará libres. Se trata, en el fondo, de la tentación primigenia, de querer ser como dioses, de querer establecer nosotros mismos las reglas. Y así como muchos pueden argumentar que todos tienen derecho a rehacer su vida luego de un fracaso matrimonial, o que tienen derecho a amar a quien sea independientemente de su sexo, y que es arbitraria toda disposición contraria, también Adán y Eva tenían derecho a protestar por la arbitrariedad de no poder comer del famoso manzano, siendo como era, un árbol más del jardín de Edén. En el fondo se trataba de la voluntad de Dios: Él, porque es Dios, decidió que de ese árbol no se comía; y porque es Dios decidió también la prohibición del adulterio y de la fornicación en todas sus variantes. Y nosotros sólo podemos decir: "¿Quién como Dios?"
Quis ut Deus?
[Nota bene: Muchos dirán que se trata de un recurso propio del voluntarismo escotista. No es esa mi intención y lo dejo claro en el post].
Wanderer
Lo que está sucediendo en Alemania, a mi entender, no es más que el epifenómeno de lo que sucede en lo profundo de toda la Iglesia, y las afirmaciones que los alemanes están declamando abiertamente, las firmarían en lo profundo de su corazón una buena mayoría de obispos, sacerdotes y fieles. Una larga entrevista concedida por el cardenal Müller, en la que describe la situación de Alemania, sirve para demostrar el fenómeno del que hablo. Estamos frente a una iglesia, también en Argentina, España y todo el mundo, que ha renunciado a la pretensión de verdad y de ser la única que posee la verdad de la revelación, y que tiene muchísimo cuidado en no presentarse con esos títulos, no sea que la apedreen en las plazas públicas de los medios de comunicación. La Iglesia, en la práctica, se ha reducido a la ética social y al sentimentalismo religioso, y la única legitimidad que acepta es la que proviene del interior de cada católico (¿por qué un sacerdote va a negar la comunión a un adúltero si él, en su interior, se sabe justificado en su proceder?). Una iglesia de este tipo está condenada a la irrelevancia social, y es lo que está sucediendo. Bouyer, hace varias décadas, se reía con sorna de los católicos que corrían a estrecharse en abrazos con los enemigos de la fe, protestando su modernidad, amplitud de miras y fraternidades universales, y lo único que conseguían era la burla y el desprecio, la misma burla y desprecio que recibe hoy el papa Francisco y otros personajes eclesiásticos por el estilo.
En pocas décadas, la Iglesia Católica ha dejado de ser y de proclamarse una religión sobrenatural para convertirse en una religión civil, que ha negociado todo en aras de conseguir la aceptación del mundo. Cuando un Papa da la comunión públicamente a un protestante —lo mismo que harán abiertamente los alemanes en pocos días—, está cuestionando la necesidad de la gracia; cuando se besa, reza y firma acuerdos con un musulmán, está despreciando la fe en el Dios Trino y en la divinidad de Jesucristo. Y esto que ha hecho últimamente Francisco, y que con variantes no muy pronunciadas también habían hecho Pablo VI y Juan Pablo II, ambos aparentemente santos, es compartido sin cuestionamientos por la inmensa mayoría del clero y de los fieles. Estamos frente a una iglesia diluida, la sal que perdió su sabor y que ya no sirve más que para ser arrojada al camino y pisada por los viandantes (Mt. 5,13).
Con la llegada de Bergoglio al solio de Pedro, se impuso de un modo magisterial —y destaco este carácter afirmado por el mismo pontífice— un principio que el marxismo y toda la progresía había usado a mansalva en las últimas décadas: la realidad se impone y los principios deben ceder frente a ella. Es este el nuevo superdogma. El ideal es el celibato sacerdotal, la castidad matrimonial y la continencia en los jóvenes, pero la realidad es que los sacerdotes quiebran frecuentemente sus votos, y la castidad es poco y nada observada en los otros estados de vida. Por tanto, esta “realidad de la vida” debe imponerse a los principios, los que deberán ceder sus pretensiones. En el mejor de los casos, quedarán como ideales a los que cada cual se acercará en la medida de sus posibilidades. Es esta la nueva moral católica y la teología moral que se enseña en la mayoría de los seminarios católicos. Y es, en el fondo, una renuncia a la fe en Jesucristo. Él es el liberador del pecado, de la muerte y del demonio. Él no respondió a la “realidad de la vida” del divorcio, que era común en su tiempo, o a la envidia de los fariseos, o a la violencia de los romanos, con el conformismo, ni les sugirió discernimientos, ni pretendió un “cambio de paradigma” de la fe de Israel. San Pablo no se detuvo a respetar los “proyectos de vida en común trazado por dos personas del mismo sexo adultas en la fe” sino que espetó en alta voz: “No os dejéis engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales heredarán el Reino de Dios” (I Cor, 6,9).
Decía al comienzo que estamos frente a un nuevo escenario que exige necesariamente medidas también nuevas. Y no me parece que siempre acertemos en este empeño. A veces, a fuer de conservadores, pretendemos aplicar las estrategias y argumentaciones que fueron más o menos eficaces en siglos anteriores y que ahora no tienen ya ningún peso, al menos para esgrimir en la primer línea de batalla. Después de la Reforma Protestante y después de la Revolución Francesa, es decir, después de la subversión del orden religioso y político, podíamos hacer apologética de nuestra fe refiriéndonos, por ejemplo, a los “motivos de credibilidad de la Iglesia”, entre otros, la “santidad de sus miembros”, pero eso, después de los escándalos de los últimos tiempos, no se lo cree nadie, y no prueba absolutamente nada. Y tampoco podemos ya argüir en contra del divorcio, de la homosexualidad e incluso del aborto apelando a la ley natural, porque nadie acepta ya la existencia de una naturaleza y mucho menos de una ley que provenga de ella. Esgrimir las armas de la apologética del siglo XIX es una pérdida de tiempo, y esto no significa que nos hayamos quedado sin argumentos. Sencillamente, nos quedamos sin oídos aptos para escuchar y comprender esos argumentos.
En mi opinión, ha llegado la hora de argüir el último y fundamental argumento: Dios lo quiere así, aunque la “realidad de la vida” sea otra. Dios no quiere el adulterio, ni tampoco quiere la fornicación según o contra natura, como tampoco quiere el robo o la mentira. Esa es su Voluntad, expresada claramente en la Revelación a través de las Escrituras y la Tradición, y es nuestra obligación obedecerla, sabiendo que esa obediencia nos hará libres. Se trata, en el fondo, de la tentación primigenia, de querer ser como dioses, de querer establecer nosotros mismos las reglas. Y así como muchos pueden argumentar que todos tienen derecho a rehacer su vida luego de un fracaso matrimonial, o que tienen derecho a amar a quien sea independientemente de su sexo, y que es arbitraria toda disposición contraria, también Adán y Eva tenían derecho a protestar por la arbitrariedad de no poder comer del famoso manzano, siendo como era, un árbol más del jardín de Edén. En el fondo se trataba de la voluntad de Dios: Él, porque es Dios, decidió que de ese árbol no se comía; y porque es Dios decidió también la prohibición del adulterio y de la fornicación en todas sus variantes. Y nosotros sólo podemos decir: "¿Quién como Dios?"
Quis ut Deus?
[Nota bene: Muchos dirán que se trata de un recurso propio del voluntarismo escotista. No es esa mi intención y lo dejo claro en el post].
Wanderer
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