El signo más grande en la historia del amor misericordioso de Dios, es Jesús que viene a restaurar la Ley antigua y a completarla, sobre todo en el sentido del amor y de la interioridad de Ley, despojándola de muchos preceptos que oscurecían su fundamento.
Por Mons. Marcelo Martorell
III° Domingo de Cuaresma (b)
A poco salir de Egipto, el Pueblo de Israel liberado por Dios establece con Él una Alianza a través de Moisés que se concreta en el don del decálogo cuando dice: “Yo Soy el Señor tu Dios que te saqué de Egipto, de la esclavitud, no tendrás otros dioses frente a mí”(Ex 20,22). Este decálogo no se presenta al pueblo como una fría ley moral. Es fruto de su amor y es el fundamento de la fidelidad del pueblo a su Señor. Dios ama tanto a su pueblo, que después de liberarlo de la esclavitud de Egipto, quiere preservarlo moralmente y liberarlo de toda otra esclavitud de las pasiones y del pecado, uniéndolo a Él en una amistad que se presenta como liberadora y omnipotente. Por su parte, el pueblo debe guardar fidelidad al amor y a las promesas hechas por su Dios.
El decálogo -que será la ley de Israel- expresa los fundamentos mismos de la relación de amor entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Jesús nos enseñó que en este precepto del amor, se resume toda la Ley y los Profetas. Este decálogo explicita todo el amor que Dios colocó en el corazón del hombre en el momento de la creación pero que cuando es tentado por Satanás, sucumbe y olvida esta Ley. Muchas veces, a través de su historia, Israel olvidó y traicionó esta Ley, la torció y la llenó de preceptos que ocultaron su verdadero sentido. En esto Israel fue infiel al Señor, pero Él estaba atento en su misericordia para perdonarlo y levantarlo de sus caídas.
El signo más grande en la historia del amor misericordioso de Dios, es Jesús que viene a restaurar la Ley antigua y a completarla, sobre todo en el sentido del amor y de la interioridad de Ley, despojándola de muchos preceptos que oscurecían su fundamento. La escena de la expulsión de los mercaderes del Templo, en el evangelio de San Juan, nos muestra cómo Jesús purifica el Templo liberándolo de aquellos que profanaban el verdadero sentido del mismo: lugar de pureza, oración y comunión con el Señor.
Próximos a la Pascua, la Iglesia nos invita a purificar el templo de nuestro corazón, para elevar desde éste un culto puro y agradable, pues allí mora Dios y nosotros podemos ensuciarlo y contaminarlo e incluso venderlo a los que lo profanan y ocultan la presencia del Dios amor. Es muy fácil profanar el templo de nuestro corazón y de nuestra alma, es muy fácil ensuciar el cuerpo que Dios hizo para Él, Templo del Espíritu Santo. Jesús cuando dice: “destruid este templo y en tres días lo reconstruiré” (Jn.2,16) aludía al templo infinitamente digno: el templo de su cuerpo. Esto escandalizó a los Judíos que habían tardado años en construir el templo y los discípulos lo entendieron más tarde, sólo después de la muerte y la resurrección del Señor.
Mediante su misterio pascual, Jesús ha sustituido el Templo de la Antigua Alianza, por el templo de su cuerpo, templo vivo y maravilloso de la Trinidad de Dios. Jesús sustituyó definitivamente a todo lo que se hacía en el antiguo templo de Jerusalén: sacrificios de bueyes, ovejas y palomas, (Ib14,15). Así el centro de la Nueva Alianza ya no es un templo de piedra, en donde se mezclan lo espiritual con lo material y profano, que Jesús repudia. El Templo de la Nueva Alianza, es Cristo Crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos, pero sin embargo para ambos, un llamado a la fe, la fuerza y la sabiduría de Dios (1Cor.1,23). Es el Templo del infinito amor de Dios que se nos da a nosotros, también templos de Dios, como alimento no perecedero en la Eucaristía, purificándonos de toda impureza y haciendo de nuestro corazón, un templo agradable a Dios.
Que la Virgen Madre nos ayude a tener un corazón puro y agradable a Dios.
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