miércoles, 2 de octubre de 2024

IGUALITARISMO Y VULGARIDAD

¿Cuál es el mal moral del igualitarismo? ¿Cuál es la actitud adecuada que hay que adoptar ante este mal moral?

Por el Prof. Plinio Correa de Oliveira


Me pidieron que desarrollara el tema de cómo se puede llegar a ser más antiigualitario para ser más contrarrevolucionario.

Para ello, creo que lo más importante es tener una idea clara no sólo del igualitarismo considerado como un mal abstracto, una filosofía, sino también como un mal concreto y práctico, un mal moral. Por lo tanto, hay que comprender el mal del igualitarismo y sentir una adecuada repulsión hacia él.

¿Cuál es el mal moral del igualitarismo? ¿Cuál es la actitud adecuada que hay que adoptar ante este mal moral?

El traje y la corbata se convirtieron en el blanco de las críticas igualitarias

Pensemos, por ejemplo, en una persona vulgar. No me refiero a una persona que adopta un estilo de vida vulgar sólo porque vive en nuestra época prosaica o que utiliza ciertas palabras del argot –palabras que aparecen cada vez más en el vocabulario actual y que me enorgullezco de imaginar que ninguno de mis lectores utiliza–, sino que va mucho más allá.

Cuando esta persona vulgar ve pasar, por ejemplo, a un joven con traje, camisa y corbata, le dice: “¡Esto me irrita! No me importa la camisa, pero la corbata tiene que irse. ¿Por qué no te pones la camisa sin la corbata?”.

Si el joven se quita la corbata, esa persona todavía lo mirará con enojo y le dirá: “¿Por qué no te quitas el saco?”. Si el joven se quita el saco, le dirá: “¿Por qué no te pones la camisa por fuera de los pantalones en lugar de metértela por dentro?”. Y si, finalmente, el joven obedece y saca su camisa, le dirá: “¿Por qué no llevas jeans?”.

No hablo aquí de una persona igualitaria que tiene envidia de otra que tiene más que ella. No es así; el problema del dinero no es una cuestión aquí. Más bien, el hombre igualitario es una persona con una mentalidad que se siente connatural con las cosas en la medida en que son vulgares, y siente repulsión por las cosas en la medida en que son elevadas. Y cuanto más elevada es una cosa, mayor es la repulsión que siente por ella. Se siente incongruente con lo elevado porque le gusta la vulgaridad.

Sus acciones están motivadas no por la envidia, sino por la vulgaridad, porque lo elevado y distinguido le irrita. Por el contrario, lo vulgar despierta en él simpatía.

Actitudes igualitarias

Una persona así, incluso si fuera rica, no querría comprar objetos refinados. Conducirá un coche sucio y descuidado porque le gusta; para él ese coche es un símbolo del mundo, de la vida y del orden universal; es lo que le gusta.

Cómodo con lo desordenado y sucio

Si le dieran una habitación espléndidamente ordenada, con una alfombra magnífica, cortinas suntuosas y muebles muy refinados, en pocas horas lo habría ensuciado y desordenado todo. Dejaría colillas por todas partes, una botella de cerveza sin terminar encima de la mesa. Se dejaría caer con fuerza sobre la cama y rompería los muelles. Dejaría su ropa sucia en el suelo. Es enemigo de todo lo que es bello, ordenado y bien arreglado. ¿Por qué? Porque tiene hostilidad o alergia contra lo ordenado y bien arreglado.

Cuando una persona así mira al pasado y piensa en algunas de las formas de cortesía nacidas de la Civilización Cristiana, como: “En verdad, señor, me alegro de poder ayudarlo” o “Si el señor me lo permite”, reacciona diciendo: “¡Qué tontería! ¡Qué tontería!”. “Todo eso no tiene sentido”.

Si viese un carruaje tirado por dos pares de caballos magníficamente enjaezados, adornado con pinturas sobre tapizados de oro y rojo oscuro, con ruedas artísticamente elaboradas -como el carruaje para eventos de gala de la Reina de Noruega- y con ventanas de cristal y plumas en la parte superior, postillones, etc., su primer pensamiento sería buscar una piedra para arrojar al carruaje mientras lo abuchea y grita algún insulto. Le parecería una acción muy coherente, ya que cree que un carruaje así debe ser destruido.

Esta es la mentalidad de tantos turistas que visitan hermosas y antiguas estatuas: les rompen los dedos, escriben sus nombres en la piedra y hacen innumerables daños a esas obras de arte porque quieren destruir todo lo que es elevado.

La maldad de tales actitudes

Esta mentalidad es digna de repulsión, porque profesa un amor al mal por el mal mismo. Es, en realidad, amar el mal por el mal, lo sucio por lo sucio, lo deforme por lo deforme, lo feo por lo feo y el error por el error.

Barrabás era el preferido de los judíos

Sin lugar a dudas, se puede afirmar que fue este tipo de amor por lo detestable lo que inspiró la elección de Barrabás, y no de Jesús, por parte de la multitud de judíos que se había reunido ante Pilato. Imaginemos la fisonomía de Barrabás. En aquella época, los bandidos no se peinaban ni se arreglaban como suelen hacerlo hoy.

Podemos imaginarnos el rostro horrendo, la mirada frenética y el pelo sucio de Barrabás. Luego, junto a este monstruo está Nuestro Señor Jesucristo, majestuoso, dignísimo y sublime, incluso en ese momento de desgracia. La multitud mira a los dos y grita: “Queremos al monstruo”. Es un acto depravado, que muestra la miseria del alma. Es como ver al Demonio y a Dios, y preferir al Demonio.

Ahora bien, es esta miseria del alma lo que constituye el igualitarismo. Por eso, hemos de entender –sin entrar en consideraciones teológicas más elevadas– que el igualitarismo debe ser objeto del más implacable rechazo del alma contrarrevolucionaria.

Actitudes antiigualitaristas

La disposición de alma de una persona antiigualitaria es la de quien busca lo más sublime en todas las cosas, no para tenerlas, sino para conocerlas y admirarlas.

El hombre antiigualitario quiere admirar lo maravilloso, como el Carruaje Dorado de la Reina Isabel II.

Por ejemplo, cuando un antiigualitario oye hablar de las ventanas de cristal del carruaje de la reina de Noruega, piensa: “¡Qué lástima que no pueda ver esto!”. Su primer pensamiento no es entrar en el carruaje y disfrutarlo, sino sólo admirarlo desde fuera; eso le daría felicidad. Así es como actuaría el antiigualitario.

Por el contrario, un hombre igualitario diría: “Es exagerado. ¿Por qué no tiene ventanas comunes? ¿Por qué esa mujer pretenciosa habría encargado esas ventanas de cristal?”. Esta es una respuesta igualitaria.

Desear siempre ver, comprender y amar lo que es más sublime y elevado y, por lo tanto, tener una especie de separación del alma con lo que es menos sublime y elevado: he aquí la tónica propia de un espíritu que no es igualitario.

Una distinción entre pobreza y vulgaridad

Sin embargo, conviene señalar que, si bien el espíritu antiigualitario y jerárquico siempre busca las cosas más elevadas, no desprecia ni odia lo que es sencillo. Si una persona sin espíritu igualitario es pobre y vive con serenidad en su pobreza, merece respeto. Lo que el contrarrevolucionario rechaza es lo vulgar.

La casa de la Sagrada Familia en Nazaret era pobre, pero no vulgar. Todo en ella estaba bien dispuesto, todo ordenado, limpio y elevado, incluso en su pobreza. La persona antiigualitaria no desprecia esto; considera buena la pobreza cuando tiene decoro y está en orden. Lo que odia y desprecia son las cosas que están mal, desordenadas por amor al desorden, a la suciedad y a la vulgaridad, que es una cosa muy diferente.

Características del espíritu antiigualitario

He aquí, pues, un primer punto de reflexión: debemos tratar de cultivar continuamente en nosotros un estado de alma que busque lo elevado, que ame lo sublime. Esto, a su vez, conduce nuestro espíritu a las alturas del amor a Dios. Ésta es la primera nota del espíritu antiigualitario.


El segundo punto, que de alguna manera está contenido en el primero, es que debemos tener la humildad de reconocer nuestras deficiencias sociales y no pretender que hay cosas en nosotros y en nuestros gustos que podrían perfeccionarse. La falta de esta humildad es a menudo un obstáculo que provoca el naufragio de muchos contrarrevolucionarios.

Muchos están acostumbrados a tener en alta estima la clase social o el círculo mundano en el que nacieron como si fuera el modelo de la sociedad y la pauta del buen vivir. Por eso, consideran que tener algo más de lo que ese círculo tiene es un lujo innecesario, una tontería: “Si yo estoy acostumbrado a algo y a X le gusta otra cosa más refinada, entonces es un extravagante, un idiota, porque los hábitos que uno adquirió cuando era niño son el patrón adecuado de la vida humana”.

Es interesante notar que esto se encuentra no sólo en las clases altas sino en toda la gama de la sociedad. Hay señoras burguesas, muy ricas, que al oír hablar de platos más refinados, dicen: “No acostumbraba comer este plato cuando era niña. ¿Por qué debería probarlo ahora o prepararlo para mi familia?”. Esta es una mala excusa para no volverse más refinadas en gustos y elevadas en costumbres. A pesar del dinero que tienen, piensan que lo que les daban cuando eran niñas es suficiente y no necesitan nada más. Así se cierran a la buena influencia de la civilización sin siquiera examinarla. Sin embargo, todos tenemos la obligación de amar cada vez más a Dios y todo lo que lo refleja en la creación o en la civilización. Por lo tanto, debemos estar abiertos a esos refinamientos de la cultura y civilización católica que no recibimos cuando crecimos, y estar dispuestos a admirarlos.

Todos tenemos tendencia a que no nos guste un modelo de vida superior al nuestro; es una propensión que procede del amor propio: “Si algo me basta y tengo una vida perfectamente bien, ¿por qué esa persona tiene que querer más? ¿Se cree que es más que yo?”. Esto es lo que generalmente pasa por nuestra mente, si no algo peor.

De este estado de ánimo se desprende infaliblemente un desprecio radical por lo más elevado y refinado, acompañado siempre por el gusto por lo que es menor y más vulgar. Se prefiere la cantidad a la calidad, el sentido práctico a la dignidad, la espontaneidad a la disciplina, el desaliño a la ceremonia, la suciedad a la limpieza.

En un ambiente en el que reina este estado de ánimo, quien hace algo que exige la más elemental cortesía –por ejemplo, dar un paso adelante y abrir la puerta a su superior– es criticado como un tonto o alguien dice burlonamente: “Eso es porque tuvo una educación muy refinada”. Se trata de justificar así la falta de buenas maneras que domina el ambiente general. Este falso concepto de una “educación refinada” como algo superfluo y excesivo nace a su vez del concepto igualitario ya mencionado: “¡Lo que me basta a mí debe bastar igualmente a los demás!”.

Es necesario, por lo tanto, comprender que muchas veces hay exigencias de perfección y alturas de buen gusto que, aunque no las comprendamos, no caracterizan al hombre necio, sino al hombre sagaz que percibió lo que a mí se me escapaba. En este punto debemos adoptar una actitud de humildad ante algo que no somos capaces de percibir y comprender.

Creo que todavía tenemos que hacer algunos progresos en estas dos direcciones. Os ofrezco estas consideraciones para que podamos progresar en el amor a la desigualdad y en la lucha contra el igualitarismo.


Tradition in Action


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