Por Carlos Esteban
Estamos en vísperas de un ‘sínodo de la sinodalidad’ que se vende como una apertura a todos los fieles, especialmente a los obispos, para que den su opinión y contribuyan a conformar la nueva estructura eclesial. Se ha proclamado incluso la “escucha atenta” de no católicos en nombre de un diálogo que no todos entienden bien. Sin embargo, en este pasado consistorio en el que se entregó la birreta a los nuevos cardenales se impuso la ‘ley del silencio’.
Lo cuenta en su blog Séptimo Cielo el prestigioso vaticanista Sandro Magister, que ha tenido acceso a un documento autógrafo del anciano cardenal Walter Brandmüller, una intervención preparada por el prelado que no le permitieron pronunciar.
Brandmüller, que ya ha planteado interesantes hipótesis para una reforma de la elección papal, esta vez apunta a la relación entre los cardenales, presuntos consejeros del pontífice, con éste. Y hay mucho sobre lo que discutir en este momento, cuestiones de doctrina y de organización eclesial. Pero no hubo lugar.
Cardenal Brandmüller
Así que Magister ha decidido publicar íntegra la intervención que no dejaron pronunciar al anciano cardenal, que agregamos a continuación:
“La convocatoria de un consistorio después de tanto tiempo motiva una reflexión sobre la naturaleza y la tarea del cardenalato, especialmente en las circunstancias actuales. También hay que resaltar que los cardenales no son sólo miembros del cónclave para la elección del sumo pontífice.
Las verdaderas tareas de los cardenales, independientemente de su edad, están formulados en los cánones 349 y siguientes del Código de Derecho Canónico. Allí leemos: “los cardenales asisten al Romano Pontífice tanto colegialmente, cuando son convocados para tratar juntos asuntos de mayor importancia, como personalmente, a través de los diversos oficios que desempeñan, ayudando al Papa sobre todo en el gobierno diario de la Iglesia universal”. Y “asisten al Pastor supremo de la Iglesia especialmente en los Consistorios” (Canon 353).
Esta función de los cardenales encontró en la antigüedad su expresión simbólica y ceremonial en el rito de la “aperitio oris”, la apertura de la boca. De hecho, significaba el deber de pronunciar con franqueza la propia convicción, el propio consejo, especialmente en el consistorio. Esa franqueza -el papa Francisco habla de “parresía”- que era especialmente querida por el apóstol Pablo.
Pero ahora, lamentablemente, esa franqueza es sustituida por un silencio extraño. Esa otra ceremonia, la del cierre de la boca, que seguía a la “aperitio oris”, no se refería a las verdades de fe y de moral, sino a los secretos del oficio.
Sin embargo, hoy deberíamos subrayar el derecho, más bien el deber, de los cardenales de expresarse con claridad y franqueza precisamente cuando se trata de las verdades de fe y de moral, el “bonum commune” de la Iglesia.
La experiencia de los últimos años ha sido muy diferente. En los consistorios -convocados casi sólo para las causas de los santos- se repartían tarjetas para pedir la palabra y se sucedían las intervenciones obviamente espontáneas sobre cualquier tema, y eso era todo. Nunca hubo un debate, un intercambio de argumentos sobre un tema concreto. Obviamente, un procedimiento completamente inútil.
Una sugerencia presentada al cardenal decano de comunicar con antelación un tema para debatir y así poder preparar posibles intervenciones quedó sin respuesta. En resumen, los consistorios desde al menos hace ocho años terminaron sin ninguna forma de diálogo.
Pero el primado del sucesor de Pedro no excluye en absoluto un diálogo fraterno con los cardenales, quienes “tienen el deber de cooperar diligentemente con el Romano Pontífice” (canon 356). Cuanto más graves y urgentes son los problemas de gobierno pastoral, más necesario es el involucramiento del Colegio Cardenalicio.
Cuando Celestino V, dándose cuenta de las especiales circunstancias de su elección quiso renunciar al papado en 1294, lo hizo después de intensas conversaciones y con el consentimiento de sus electores.
Una concepción totalmente diferente de las relaciones entre el papa y los cardenales fue la de Benedicto XVI, quien -un caso único en la historia- renunció al papado por razones personales, sin el conocimiento del colegio de cardenales que lo había elegido.
Hasta Pablo VI, que aumentó el número de electores a 120, sólo había 70 electores. Este aumento del colegio electoral a casi el doble estuvo motivado por la intención de atender a la jerarquía de los países que estaban lejos de Roma y honrar a esas Iglesias con la púrpura romana.
La consecuencia inevitable fue que se crearon cardenales que no tenían experiencia de la Curia romana y, por lo tanto, de los problemas del gobierno pastoral de la Iglesia universal.
Todo esto tiene consecuencias graves, cuando estos cardenales de las periferias son llamados a la elección de un nuevo papa.
Muchos, si no la mayoría de los electores, no se conocen personalmente. Sin embargo, están allí para elegir entre uno de ellos al papa. Es claro que esta situación facilita las operaciones de los grupos o clases de cardenales para favorecer a uno de sus candidatos. En esta situación, no se puede excluir el peligro de simonía en sus diversas formas.
Para terminar, me parece que merece una seria reflexión la idea de limitar el derecho de voto en el cónclave, por ejemplo, a los cardenales residentes en Roma, mientras que los demás, también cardenales, podrían compartir el “estatus” de cardenales mayores de 80 años.
En definitiva, parece deseable que se actualice el oficio y la competencia del Colegio de Cardenales.
InfoVaticana
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