Por Monseñor Héctor Aguer
Todavía no se han apagado el asombro y la indignación de muchísimos fieles por la “misa kirchnerista”, celebrada en la Basílica de Luján. En esa singular ocasión el clima litúrgico fue el impuesto por la ola de devastación del Rito Romano que lo desnaturaliza, esta vez condimentado con salsa política. La tragedia cuenta con la indiferencia aprobatoria de Roma. Aquello fue una algarada partidista, un manoseo incalificable del Santo Sacrificio. Al subjetivismo, que ya se ha hecho habitual en la liturgia, a la destrucción de la sacralidad, se sumó la ideología y la politización. Una gravedad mayúscula: el protagonismo de un arzobispo. El custodio de la tradición litúrgica, que ese es su oficio, se convirtió en el verdugo de la misma.
Cuando, como he dicho, aún no se han agotado los sentimientos de repudio que ese abuso ha provocado en tantos católicos, la Iglesia de la propaganda -porque la grieta se percibe en las entrañas de la Katholiké ekklesía- nos ha ofrecido otro lamentable espectáculo: la convocatoria de la vicepresidente a sacerdotes y religiosas que practican “la opción preferencial por los pobres”. Esta postura, lo digo con respeto y afecto por cada una de las personas concernidas, es una muestra más de que en la Argentina la Iglesia se encuentra en plena retirada de su misión esencial. Pareciera que ahora se dedica a otra cosa.
Veamos algunas razones que intentan manifestar el significado de ese encuentro habido en el Senado Nacional. En primer lugar se me ocurre una observación elemental de orden sociológico. ¿Quiénes son los pobres? Las estadísticas no mienten cuando cuentan en esa categoría a casi la mitad de los habitantes del país. Los sacerdotes y las religiosas que asistieron al encuentro constituyen un grupo -probablemente les gustaría que dijera un “Movimiento”- que se identifica con una ubicación cultural y política determinada; ¿también religiosa? Un tanto abusivamente me valgo de una analogía: es una especie de peronismo eclesial; la referencia a los pobres es un lugar común de la retórica peronista. Estoy seguro de que los lectores captarán el alcance de la comparación. Tomando en cuenta la multitud de pobres a quienes los ingresos no alcanzan para vivir holgadamente, darse los gustos, y aun comer como se debe todos los días, podemos decir que los protagonistas de la opción preferencial por los pobres son los que ejercen su ministerio en los barrios sumergidos, en las “villas” que quedaron al margen del progreso, cada vez más escaso en la sociedad argentina. Doy por descontado que esos curas y monjas piensan que se están entregando a los pobres de los que habla el Evangelio. Pero ¿quiénes eran ésos? Eran los que creían en Jesús, publicanos y pecadores, por ejemplo, judíos, samaritanos, y también algunos paganos, económicamente pobres algunos, y otros no tanto o nada, incluso. Eran despreciados por los religiosamente ricos: fariseos, saduceos, escribas, dirigentes del judaísmo, especialmente la casta sacerdotal. Si he acertado con la definición cabría decir que los sacerdotes que acudieron a la cita con la vicepresidente son los que en las capillas de los barrios, en oratorios, o aun en las casas predican la Fe, la doctrina revelada que llama a la conversión, y a la adhesión al Reino de Dios. Deben ser, según su oficio, quienes aseguran a los pobres el alimento espiritual de los Sacramentos, y los encaminan a la vida eterna. Estoy pensando en los sacerdotes, no me ocupo de las religiosas, incorporadas a la reunión cumpliendo una cierta “perspectiva de género”. Aunque desde otra perspectiva, la ideológica, podrían asociarse a los presbíteros. He aludido a la palabra maldita: ideología. A mi parecer, unos y otras, curas y monjas, representan una concepción de la Iglesia y de su misión que recuerda, sin pensar mucho, un antecedente: los sacerdotes del Tercer Mundo, marcados por una inconfesada lucha de clases, y la consiguiente politización algo rencorosa con los que no compartían aquella visión de las cosas. Una distinción resulta imprescindible: en los años setenta el aire era marxista, en la actualidad es peronista. No deseo generalizar esta descripción. Probablemente entre los asistentes había algunos sacerdotes que podríamos llamar “tradicionales”, que enfocan religiosamente la opción por los pobres, para quienes la coloración ideológica es un barniz sincero pero superficial.
Un aspecto de la cuestión que los documentos fotográficos y videos han registrado es la devoción con la que algunos seguían los dichos de la señora vicepresidente, parecían arrobados. Efectivamente, los rostros manifestaban la fe en la verdad del discurso que escuchaban con atención. No los estoy acusando de kirchneristas pero quizá descubrieron una dimensión un tanto religiosa en la convocatoria, y en las palabras de la anfitriona. Ella encontró una ocasión favorable para identificarse con esa porción de la Iglesia allí presente, y atribuyó “a Dios y a la Virgen” el haber resultado ilesa del extraño atentado, urdido por la “banda de los copitos” (de azúcar). Detrás de esta observación que deslizo se encuentra la cuestión histórica de la relación entre el peronismo con la Iglesia Católica. La Iglesia peronizada en distintos niveles de altura tiene muy mala memoria, o quizá practica un perdón que incluye el olvido. Refrescando la memoria recordemos la quema, en junio de 1955, de doce iglesias históricas de Buenos Aires, y de la Curia eclesiástica, con la pérdida de una documentación importantísima. Corrieron la misma suerte la sede socialista Casa del Pueblo, la Casa Radical, y el Jockey Club. Añádase la persecución a los políticos opositores, la confiscación del diario “La Prensa”, la ley de divorcio, la supresión de la enseñanza religiosa escolar, y la ideologización de los alumnos. Los discursos de odio fueron una especialidad de Perón; sus sucesores, hijos legítimos o bastardos, saben imitarlo, pero ahora se creen víctimas del odio de jueces y periodistas, de “la contra”, digamos.
Es razonable que los invitados al Senado hayan puesto entre paréntesis esos capítulos negros de la historia nacional que no pueden ignorar. Doy por sentado que asistieron con las mejores intenciones. Con una visión sociológica amplia y objetiva podemos notar que el trabajo pastoral con los pobres, aggiornado, en sentido tercermundista, compite con la política de dádivas que hace de los pobres clientes del gobierno. Pienso que los curas verán con desagrado todo eso, dádivas, planes y bonos, porque seguramente aspiran a que cada familia pueda vivir dignamente con el trabajo de sus cabezas, según lo enseña la Iglesia en su Doctrina Social, formulada modernamente a partir de la encíclica Rerum Novarum, documento memorable de León XIII (1891). Juan Pablo II, que fue obrero en su juventud, la ha retomado con elocuencia en sus discursos y escritos.
Desde el comienzo de esta nota he querido asociar la misa de Luján, con la convocatoria de la vicepresidente, porque en ambos casos observo -quizá algo maliciosamente- que el oficialismo pega un manotazo de ahogado mimetizándose con cierta porción de la Iglesia. Hace poco, el académico José Claudio Escribano, en un lúcido artículo periodístico, ha señalado la vocación transformista del peronismo, que cínicamente le ha permitido sobrevivir más de 70 años en un medio tan volátil como la opinión política argentina.
Por si no se ha traslucido todavía a través de lo expresado en este escrito, declaro expresamente que estimo de veras, con una visión teológica, la “opción preferencial por los pobres”, la cual es ante todo una opción por Jesucristo, y su Evangelio. Esta es la referencia imprescindible, fundamental; desde esa referencia al Señor es posible reconocer la realidad religiosa de los pobres, la dimensión religiosa que interesa a la misión pastoral de la Iglesia. Sería criminal que ésta se redujera a procurar la justa reivindicación social de los más necesitados. En esto consiste la ideología, que se presta a la politización. Muchos de los socialmente pobres -ya no sé si todavía constituyen la mayoría- están bautizados; de ellos muchos han cumplido con la Primera Comunión, que suele ser la única, porque es ancestral en la Argentina que los bautizados católicos no van a misa, y carecen del ejercicio de una vida eclesial. Tienen sentimientos religiosos, de “religiosidad popular” suele decirse, una religiosidad de rasgos imprecisos. Deberían ser objeto de un cuidado pastoral que les transmita como ideal un modo cristiano de encarar la vida, una cultura cristiana, aun cuando el conocimiento de la fe y la pertenencia eclesial se encuentren muy menoscabados. Debemos transmitirles esa cosmovisión a quienes están colonizados por la TV, que tienen perpetuamente encendidas en sus casas.
Insisto, entonces: los pobres merecen la caridad de una cercanía especial -allí está la “preferencia”-, una ayuda auténticamente pastoral para que alcancen un encuentro vital con el Señor, que los encamine y sostenga en el camino de la Salvación. No es necesario, ni mucho menos, un peronismo eclesiástico. Los pobres necesitan, aunque las más de las veces ellos no lo perciban reflexivamente que los sacerdotes no sean más que eso, sacerdotes, ni ideólogos ni políticos, buenos pastores -pienso en Brochero y en el Cura de Ars-, que para eso se ordenaron y están integrados a la misión eclesial, y asumen los desvelos que ésta requiere.
Para concluir, no quiero guardarme una convicción. Como era de esperar, o mejor dicho de temer, la Conferencia Episcopal ha permanecido en silencio ante la misa en Luján, y ante la reunión convocada por la vicepresidente. Nos tiene acostumbrados al silencio. La Conferencia, no necesariamente todos los obispos, porque seguramente muchos han juzgado correctamente sobre los dos episodios, aunque por respeto a la organización -“la Orga”- no lo digan. ¿Algún miembro de la CEA se habría atrevido a romper el silencio? Yo he osado porque como emérito ya no pertenezco a la CEA; no estoy sometido a un pacto implícito de silencio, por eso puedo expresarme con total libertad, sin remilgos ante la verdad.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
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